A finales de mes, el tiempo se ablandó en una llovizna templada y persistente, muy favorable para la próxima sementera del centeno. Mariana no prescindía de sus paseos, bien calzada y cubierta con una capa impermeable cuando era necesario. Otilia la acompañaba siempre, diligente y casi silenciosa, con los ojos brillantes y vivos explorando de continuo los alrededores en busca de una silueta de jinete.
Porque ahora Tomás Lorenzana no aparecía más que así: como una silueta arrogante al borde del camino o entre los bosques, que saludaba al paso de las dos mujeres con un sombrerazo rendido.
A veces, Mariana percibía algo raro en todo aquel manejo: Otilia estaba demasiado contenta y nerviosa. No lo manifestaba en la misma forma estridente en que hasta hacía poco había manifestado su rebeldía, sino que parecía querer guardar para sí sus sentimientos, y había tomado la costumbre de bajar los párpados cuando alguien —en especial su madrastra o su padre— la miraban de frente.
—Has cambiado mucho en poco tiempo, Otilia —le dijo un día Mariana de pronto.
—He crecido, ¿verdad? Benigna me lo dice…
—No me refiero a eso. Quiero decir que has cambiado de carácter; o, por lo menos, de humor.
—¿De verdad? —Otilia hizo un gesto displicente—. Pues no lo he notado…
Pero se había puesto colorada.
El recelo de Mariana se confirmó: aquella chiquilla escondía algo. ¿O sería posible que los encuentros a distancia con el marqués bastaran a mantener su secreta exaltación? ¿O quizás él le escribía clandestinamente?
Más adelante, Mariana había de reprocharse el haber descuidado aquel peligro que presentía. Pero en aquellos días estaba demasiado absorta en sus confusos sentimientos personales.
Amanda se lamentaba del mal tiempo, y su voz se escuchaba de continuo, apremiante y quejumbrosa:
¡Esa puerta…! Cerrad esa puerta, que hay corriente.
Pero no quería que se encendiera la chimenea, porque, según decía, eso era adelantar el invierno. Estaba ya impaciente por volverse a su casa de Mondoñedo; pero Roque la había persuadido para que esperase a primeros de octubre, con objeto de que él la acompañara, al paso que llevaba a su hijo al colegio de Santiago.
Faltaban pocos días para el viaje, y estaba la casa revuelta y triste con la preparación de los equipajes, cuando, una tarde, Mariana y Otilia, que habían salido, como de costumbre, aprovechando un claro en la lluvia, vieron venir hacia ellas a Roque.
Estaban ya de regreso, cerca del muro posterior del huerto, y a Mariana le bastó el aspecto de su marido para comprender que había pasado algo anormal.
Miró a Otilia y la vio desencajada y pálida. En un relámpago adivinó lo sucedido. Miró de nuevo a Roque, que llegaba ya junto a ella, y se quedó espantada de su expresión.
—¡Roque! —murmuró.
Pero Roque no la oyó; no pareció verla siquiera. Se dirigió a su hija, la cogió del brazo y la abofeteó una vez, y otra, y otra, sin decir palabra.
—¡Roque! —gritó Mariana, indignada—. ¿Estás loco?
Quiso apartarlo de Otilia, pero él la rechazó con fuerza brutal, sin mirarla siquiera.
—¡Habla, desdichada! ¡Explícate! —rugió, con una voz jadeante y tan ronca de ira que resultaba irreconocible—. ¡Discúlpate si es que puedes!
—¡Yo no he hecho nada malo! —exclamó Otilia entre sollozos pero con arrogancia.
—¡Has vuelto a engañarme en cuanto has dejado de estar encerrada! ¡Pero no volverá a ocurrir, puedes estar segura! ¡Hoy mismo te llevaré al correccional, y no saldrás de allí hasta que seas mayor de edad!
—¡Yo no he hecho nada malo! ¡Tomás es libre y me quiere!
—Y tú… ¿eres tú libre? ¡Dilo, dímelo, díselo a María! ¿Eres libre?
Roque zarandeaba a su hija violentamente. El llanto de Otilia se recrudeció con desesperada violencia.
—¡Vamos, habla! —repetía Roque con un sarcasmo que le rasgaba la garganta—. Ahora es el momento de que le expliques a María que yo no tengo potestad sobre ti… ¡Dile por qué la he perdido! ¡Explícale que puedes denunciarme a la autoridad por retenerte contra derecho! ¿No es eso lo que tú sueles decir? ¿Se lo has dicho también al marqués de Lorenzana?
Otilia sollozaba hasta partirse el pecho. Dio una violenta sacudida para soltarse de su padre, pero él la retuvo y alzó de nuevo la mano. Mariana gritó:
—¡No!
Roque la miró con ira, pero no descargó el golpe. Tenía la cara tan demudada y la respiración tan jadeante que Mariana temió por él.
—¡Estás enfermo, Roque! ¡Por Dios, cálmate!
Roque se calmaba ya. Apartó la mirada de su mujer y dejó caer la mano con que aprisionaba el brazo de su hija. Ésta dio un paso atrás, pero no intentó escaparse.
Roque se pasó una mano por la cara. Luego dijo, con penoso esfuerzo:
—Perdóname, María. Perdona… el espectáculo. La verdad es que… apenas si te veía.
—Pero… ¿qué ha sucedido, Roque?
—¿Es que tú no lo sabes? Creía ser yo el último en enterarme.
—Yo no sabía nada… concreto. Nada que puedas reprocharle a tu hija.
Roque hizo una mueca que quería ser sonrisa.
—Entonces, ¿a quién tengo que reprochárselo? ¿A ti?
—Quizá. Yo sé hace algún tiempo que Tomás Lorenzana… se interesa por Otilia. Que le ha mandado flores y que la ronda de lejos en los paseos. No creí necesario decírtelo. Quizá me equivoqué.
—Sí. Te equivocaste. Otilia ha estado viendo a Tomás desde hace semanas.
—¿Viéndole?
—A solas. Por las mañanas, muy temprano, casi de madrugada.
Mariana miró a Otilia involuntariamente.
—¿Es verdad eso, Otilia?
Otilia desvió la cabeza, sin responder.
—Nunca pensé —dijo Mariana lentamente— que Tomás Lorenzana…
—¡No es culpa de Tomás! —saltó Otilia en viva protesta—. ¡Fue empeño mío! Él quería venir a casa y hablar con papá; pero yo no quise.
—Que tú no quisieras, lo creo —dijo Roque—; pero él ha demostrado ser un granuja.
—¡No es verdad, no es verdad! ¡Tomás se ha portado siempre como un caballero!
—¿Viéndote a escondidas de tu padre? ¿Dando que hablar a toda la comarca?
—¿Quién te ha venido a ti con el cuento?
—¡Eso no importa! En toda la aldea no se habla de otra cosa.
Se endureció otra vez la cara de Roque, en una mueca en la que había más dolor que ira.
—¡Y precisamente con Tomás Lorenzana!
—¡Papá, él quiere casarse conmigo!
—¡Calla, cállate!
—¡Por Dios, Roque! —exclamó Mariana—. ¿Por qué te pones así? Al fin y al cabo, no ha sucedido nada grave.
—¿Qué sabes tú? —cortó Roque con aspereza.
—Creo que te obcecas. Me parece natural que Tomás quiera casarse con tu hija, y no veo que haya motivo para atribuirle otras intenciones.
—¿Te parece que es manera de buscar esposa hacerle salir de su casa cuando todos duermen?
—¡Eso fue cosa mía, padre, cosa mía! —gritó Otilia, próxima a un ataque de nervios—. ¿Cuántas veces te lo voy a decir?
—¡Tú eres una insensata! Pero eres también una chiquilla, y él no tiene ninguna disculpa.
—¡Yo le dije que tú eres un tirano! ¡Eso le dije, para que te enteres! Que me tenías encerrada y que nunca permitirías que un hombre se acercase a mí.
Otilia erguía el busto y desafiaba a su padre, encendidas las mejillas y brillantes los ojos. Roque la miraba, a su vez, con los labios cerrados y una especie de dura serenidad esculpiéndole las líneas del rostro, tan descompuestas un momento antes. Aquello duró un largo momento. Mariana apretaba las manos inconscientemente, temerosa de una violencia más grave; y cuando Roque habló, la frialdad de su voz la sorprendió sin tranquilizarla.
—Vamos a casa, Otilia.
—¿Qué vas a hacer? —dijo Otilia dando un paso atrás.
—Ya te lo he dicho: llevarte a casa, por de pronto.
—¿Y encerrarme?
—Naturalmente.
—¡No iré! ¡No quiero! —Otilia rompió a llorar, aterrada y rebelde—. ¡No te acerques, no me toques!
Roque dio un paso hacia ella, mirándola a la cara, y ella, llorando, retrocedió un poco; pero no echó a correr, como Mariana temía, sino que dejó que su padre la cogiese del brazo y se la llevara hacia la puertecilla del huerto. Mariana los siguió, despacio, sin unirse a ellos.
Se detuvo antes de entrar, tentada por una idea: ¿no sería conveniente avisar a Tomás Lorenzana de lo que estaba sucediendo?
Estuvo a punto de volverse y echar a correr hacia el pazo; pero no lo hizo, no se atrevió. Tenía el convencimiento de que Tomás quería casarse, pero había otras cosas que no acababa de entender. Suspiró, alzando los hombros, y entró en la huerta.
Al cruzar junto al cenador vio dentro de él una silueta. Se fijó, y reconoció a Benigna, que parecía querer esconderse detrás del pilote de hierro cubierto de enredaderas. Se volvió y se dirigió hacia ella. Al verla venir, Benigna le salió al paso.
—Ya está usted enterada, ¿verdad? —preguntó Mariana.
—¿De qué, señorita…?
—Del disgusto del señor y de las cosas que le ha dicho a la señorita Otilia. Lo ha oído usted todo, no lo niegue.
—Algo oí… Estaba cogiendo unas manzanas para la compota…
—No sabía yo que usted se ocupara de esos detalles… Pero es lo mismo. Usted lo sabía todo desde el principio, porque es la confidente de Otilia. A mí me engañó, pero no a usted, porque usted era quien le traía las cartas. Ella me enseñó una, la primera, la más insignificante. Pero no fue ésa la que cogieron los chicos, ¿verdad?
—Pero… ¿qué dice, señorita? ¿Qué cartas?
La inocencia de Benigna resultaba muy convincente, pero no convenció a Mariana.
—Me dejé engañar, pero sólo a medias. Me parecía una buena cosa ese noviazgo, y me figuro que a usted le sucedió lo mismo. Ésa es su disculpa. Porque si usted sabe que hay algún impedimento para que don Tomás se case con la señorita…
—¿Y qué impedimento ha de haber? —exclamó Benigna, esta vez con vehemencia—. ¡Solteros los dos y tal para cual en todo! ¿Con quién ha de casarse el señor marqués sino con la hija de don Roque Bravo? Él es el mejor mozo de por acá, y ella una perla que otra no ha de encontrar. Y así no tendrá la niña que irse lejos, ni el señor marqués traerse una mujer de fuera que tire de él para irse a vivir a la capital.
—Todo eso es verdad, y yo lo veo como usted. Y el señor tiene que verlo también, y la señorita Otilia. Pero, entonces ¿por qué andar escondiéndose? ¿Por qué no hablar claro y portarse como es debido?
—¡Ay, señorita…! Los jóvenes son siempre jóvenes…
—Don Tomás Lorenzana no es ningún niño.
—Pero la señorita Otilia sí que lo es. Y como el señor es así, tan… tan recto con ella, la pobriña le cogió miedo.
—Otilia no tiene nada de tímida —dijo Mariana, más para sí que para Benigna—. Si ahora está asustada, tiene que ser por algo muy grave. Además…
Mariana se interrumpió, porque estaba pensando en el brutal arrebato de Roque y no quería comentarlo ante el ama de llaves. Al cabo de un momento dijo:
—Me figuro que don Tomás no tardará en enterarse de todo esto.
—El señor marqués va a Lugo —respondió Benigna—. Volverá mañana, si Dios lo quiere.
Las dos mujeres se miraron y se entendieron.
—Quizás es mejor así —dijo Mariana.
Era preferible que Roque tuviera tiempo de calmarse antes de poder ver a Tomás.
Mariana volvió despacio hacia la casa, y Benigna, muy aprisa, por otro camino, en dirección a la puerta de la cocina.
«De prisa corren aquí las noticias: esta mujer se ha enterado de lo que ocurría… casi antes de que ocurriera».
Al entrar en la casa, Mariana estuvo a punto de tropezar violentamente con Gaspar, que salía a todo correr. El chico la esquivó ágilmente.
—¿Ha visto usted a Benigna? Tía Amanda la está buscando…
—Creo que acaba de entrar en la cocina.
Gaspar desapareció a todo correr. Mariana entró en la casa y subió la escalera. Oyó, ya en el pasillo de arriba, la voz agitada de Amanda:
—¿Es usted Benigna?
—No. Soy yo. Pero Benigna vendrá en seguida. Estaba en el huerto, cogiendo unas manzanas.
Amanda apareció en la puerta de su cuarto.
—¡Qué ocurrencia, con dos mujeres en la cocina! Y yo, en cambio, buscando por todas partes mi ropa planchada… ¡Y con la prisa que le entró a mi hermano de pronto!
—Prisa ¿de qué?
—¡Pues de irnos! ¿No lo sabías? Nos vamos ahora mismo a Mondoñedo.
—¿Ahora mismo?
—¡Sí! Nos llevamos a Otilia. ¡Figúrate qué trastorno! ¿Tú sabes lo que ha sucedido? Roque no explicó nada y tiene una cara que yo no me atreví ni a preguntarle.
—Roque se ha enterado de que Otilia tiene relaciones con Tomás Lorenzana.
Amanda abrió la boca y la dejó abierta en el gesto de asombro y desconcierto más absoluto.
Ya había notado Mariana tiempo hacía que la emoción más frecuente en la solemne viuda era el asombro. A pesar de sus aires de suprema experiencia, la mayoría de los acontecimientos de la vida diaria la cogían por sorpresa. Pero en este caso su estupefacción pasaba de los límites conocidos, y Mariana tuvo que volver la cabeza para no echarse a reír.
—¿Con Tomás…? —pudo al fin articular Amanda—. ¿Relaciones? ¿Quiere decir que… que son novios?
—Sí, eso creo.
—¡Jesús, Jesús, Jesús! ¡Ave María Purísima…!
—Pero… ¿por qué te sorprende tanto? Yo creo que debías alegrarte.
—¿Alegrarme? —Amanda pareció considerar la idea—. ¿Alegrarme…? ¡Pero Roque no se alegró nada!
—No. Y eso no lo entiendo tampoco. Me parece natural que se enfadara; no está bien que se lo hayan ocultado. Pero ponerse como se ha puesto, y, sobre todo, eso de llevarse a Otilia con esta urgencia… ¿Tú lo comprendes, Amanda?
—Verdaderamente —Amanda adoptó su actitud más doctoral—, creo que mi hermano exagera las cosas. Bien está la prudencia y la energía; pero llevarse a la niña en esta ocasión no me parece acertado. ¿Quién sabe si Tomás podría ser una buena solución?
—Solución ¿para qué? —preguntó, suave, Mariana.
—Quiero decir… —Amanda se atragantó un poco—, quiero decir que podría ser un buen partido para Otilia.
—No cabe duda de que lo sería. Un partido inmejorable, sobre todo siendo de su agrado, como lo es sin duda alguna. Sin embargo… —La entonación de Mariana cambió, se hizo más lenta y reflexiva—. Sin embargo, Roque debe de tener un motivo para tomar las cosas como las toma. ¿Sabes tú cuál es ese motivo?
—¿El motivo? Pues… tú lo has dicho: se ha enfadado por… por la manera de hacer las cosas. Hay que reconocer que ha estado muy mal.
—Sí; ha estado mal. Pero eso no justifica la actitud de Roque. Yo creo que hay algo más y que tú lo sabes. Yo creo que el verdadero motivo es… la triste aventura de Otilia.
Mariana sabía que pisaba en terreno prohibido y peligroso. Se sentía como debió de sentirse la mujer de Barba Azul al meter la llavecita en la cerradura de la puerta secreta. El moreno rostro de Amanda se puso de color remolacha.
—No hables así, María —dijo con severidad—. No fue una aventura. ¡Qué palabra tan fea! Y, además, muy impropia.
—Pues ¿cómo lo llamarías tú? —preguntó Mariana, con aplomo pero temblando por dentro.
—Una… equivocación. Otilia no hizo nada malo. Ni siquiera lo de las joyas fue malo. Ella pensaba que era cuestión de vida o muerte, y, además, tenía con qué responder. Tiene dinero, ya lo sabes, de la herencia de su madre. Y, sobre todo —Amanda enderezó la cabeza, más digna y solemne que nunca—, la única persona que podría hacerle reproches a mi sobrina soy yo. Y yo no quiero que se vuelva a hablar nunca de aquello. Y perdóname que te lo diga, María: me parece muy mal que tú lo saques a relucir de una manera tan desagradable.
—Nadie nos oye, Amanda, y a ti no te descubro nada nuevo.
—¡De todas maneras, hay cosas que es mejor olvidarlas!
—Sí, eso dice siempre Roque —suspiró Mariana—; pero él no las olvida.
—¡Es muy exagerado! La cosa no es para tomarla así, ni mucho menos, puesto que Otilia estaba de buena fe.
—¿Está enterado Tomás de…?
—¡No! —cortó Amanda, son sobresalto—. ¿Cómo se te puede ocurrir semejante idea? ¡Ni Tomás ni nadie! No lo sabe ni tiene por qué saberlo.
Mariana se quedó suspensa, buscando el modo de seguir hablando sin descubrir que ignoraba el fondo de la cuestión. Las dos mujeres estaban al lado de la cama, sobre la cual estaba abierta una enorme maleta, y no dejaban de mirar hacia la puerta, para evitar que nadie oyera su conversación. Y en aquel momento, antes de que Mariana hubiera encontrado una réplica, Amanda dijo vivamente:
—¡Ahí viene ya Benigna…!
Y salió al encuentro del ama de llaves. Mariana las dejó enfrascadas en su trabajo y salió de la habitación. Estaba un poco avergonzada de su intentona de sonsacar a Amanda, cuyo único resultado había sido confundir aún más sus ideas.
«Unas joyas…, y Amanda dice que es ella la única que puede pedirle cuentas a Otilia. Y que Otilia iba de buena fe. ¡No comprende absolutamente nada!».
Anochecía ya cuando salió el coche cargado con los equipajes de Amanda y del estudiante, más una maleta que Benigna había llenado apresuradamente con ropa de Otilia.
—¿Cuándo volverás? —preguntó Mariana a Roque.
—No lo sé. Pronto, supongo. ¡Adiós!
Roque no miró apenas a su mujer. Estaba pendiente de Otilia, que salía seguida de Benigna. Pasó la joven sin mirar a nadie, con la boca apretada y los ojos fijos. Gaspar, en cambio, tendió la mano a Mariana, sonriendo sin conseguir disimular su congoja. Amanda la abrazó con afecto sincero.
—Dile a Roque que te lleve a Mondoñedo y que te deje una temporada conmigo. Pero no ahora: al mes que viene, que aquí es muy malo y yo tendré ya mi casa arreglada.
Y Mariana se quedó sola, bajo el porche, mientras por el camino, entre bojes, se alejaba el trote de los caballos, el crujir de las ruedas sobre la arena, la silueta bamboleante del coche… Entró en la casa y ordenó a Benigna que encendiera un buen fuego en la chimenea de su cuarto. No porque tuviera frío, sino porque se sentía abandonada y temerosa del porvenir.