15.

Roque Bravo estuvo ausente más de una semana, y durante ella Mariana hizo un descubrimiento que la alegró sin sorprenderla, pero no sin inquietarla un poco.

El primer indicio —el cambio de actitud de Otilia— se acentuó después de la marcha de su padre.

Toda aquella mañana permaneció encerrada en su cuarto, y durante la comida no pronunció una sola palabra. Cuando Mariana le propuso el habitual paseo, la joven aceptó sin objeciones, pero mantuvo todo el tiempo su silencio y su gesto cerrado.

Encontraron a Tomás Lorenzana, como casi siempre; pero, contra su costumbre, él no se apeó para acompañarlas, sino que se limitó a saludarlas con un amplio sombrerazo. Otilia se ruborizó y apartó la mirada, apresurando el paso tras un rápido saludo. Nada de esto pasó inadvertido para Mariana, que, al cabo de un momento, cuando ya Tomás no estaba a la vista, comentó:

—¡Qué raro! El marqués debe de tener mucha prisa cuando no se ha parado un rato a charlar con nosotras…

Otilia no dijo nada y siguió andando, cabizbaja. Al cabo de un momento, Mariana volvió al ataque.

—Ahora que lo pienso, me parece que tenía un gesto muy serio… Demasiado serio… ¿Tienes tú idea de si le ha ocurrido algo?

—¿Qué le va a ocurrir? —dijo Otilia nerviosamente—. ¿Y por qué voy a saberlo yo?

—¿No le has visto desde la última vez que nos lo encontramos?

—¡No, no le he visto! ¿Adónde quieres ir a parar?

Mariana había hablado un poco al azar, pero la reacción de Otilia confirmó su vaga intuición.

—¿Por qué te pones así? —preguntó suavemente—. Yo no te he acusado de nada.

—¡Yo no me pongo de ninguna manera!

—Te has puesto a la defensiva, como si tuvieras algo que ocultar.

—¡Pues no, no tengo nada que ocultar! Pero no me gusta que me espíen.

—Yo no te espío, Otilia. Pero tu padre te ha dejado salir conmigo porque yo se lo he pedido. En cierto modo, soy responsable de lo que hagas.

—¡Pues no hago nada! ¡Absolutamente nada!

—¿Por qué perseguías ayer a tus hermanos?

—¿Aún no te has dado cuenta de que siempre se están metiendo conmigo?

—¿Qué te hicieron ayer? ¿Te quitaron algo?

Los ojos de Otilia relampaguearon.

—¿Por qué dices eso? ¿Qué te han contado?

—Nadie me ha contado nada. Era una suposición. Pero ahora estoy segura de haber acertado. Era una carta, ¿verdad?

—¡No era una carta! ¡Estás inventando! ¡No era nada!

Otilia estaba a punto de llorar, y su furor era, en realidad, miedo. Mariana la contempló con asombro.

—¡Cálmate, Otilia! —dijo con gravedad autoritaria—. No sirve de nada gritar e insolentarse. Si no me contestas razonablemente, yo no tendré más remedio que sospechar algún misterio desagradable.

—¿Y qué quieres que te conteste? ¿No puedo pelearme con mis hermanos sin darte a ti cuenta de todos los detalles?

—¡Bien, como tú quieras! No me digas nada. Tendré que sacar yo sola las conclusiones.

—¿Qué conclusiones?

—No las he sacado aún. Ya pensaré sobre ello.

Mariana echó a andar sin prisa, sin volver la cara atrás. Otilia la siguió, pero sin llegar a emparejarse con ella; y así llegaron a la puertecita posterior del huerto, y entraron por ella y recorrieron el senderillo entre los cuadros de flores y verduras, una detrás de la otra y sin hablarse. Hasta que, cuando ya estaban entrando en la casa, Otilia cogió de pronto a su madrastra por el brazo.

—¡Espera, María! Ven conmigo.

—¿A dónde?

—A mi cuarto. Te voy a enseñar una cosa.

Otilia seguía durmiendo en aquella habitación enrejada, en el piso bajo de la casa, pero en ella se reflejaba el cambio de humor de su ocupante: había un ramo de junquillos en un florero sobre el tocador y por todas partes almohadones de dibujo modernista, bordados en brillantes colores con lirios de largos tallos angulosos y pasionarias geométricamente estilizadas…

Otilia cerró la puerta después que Mariana entró, sacó de su escote la cadenita que llevaba al cuello y desprendió de ella una llave más grande de lo que parecía adecuado para estar donde estaba.

—Me la he puesto aquí esta mañana —aclaró Otilia, observando la mirada de Mariana—, para que esos diablos no vuelvan a revolverme mis cajones.

Abrió uno de los de la cómoda, rebuscó en él por unos instantes y luego tendió a Mariana un papel.

—Toma. Esto fue.

—¿Lo que te quitaron tus hermanos?

—¡Sí! No tienen vergüenza. Me revolvieron todo el cuarto hasta que lo encontraron, y luego, encima, tuvieron el descaro de venir a reírse de mí.

—¿Es una carta de Tomás Lorenzana?

—¡No es una carta! ¡Toma, léelo!

—No, Otilia. No quiero leerla.

—¿Ahora sales con eso?

—Me has comprendido mal. Yo no quiero meterme en tu intimidad. Lo único que quiero es evitar que andes con escondites que pueden ser peligrosos. Tomás Lorenzana es un hombre hecho y con experiencia, y en él no tendría disculpa una incorrección.

—¿Es una incorrección mandarme un ramo de flores?

—¿Eso es lo que ha hecho?

—¡Sí, nada más que eso! Pero… ¡lee esto, no seas pesada! ¡Quiero yo que lo leas!

Mariana tomó la carta, que Otilia había desdoblado ya. Era una cuartilla de grueso papel hilo, cuyo membrete rezaba, sin corona: «El marqués de Lorenzana». Debajo sólo había una frase, escrita con letra grande, muy cursiva: «Hay muchas rosas en el jardín de Meilán, pero de esta especie —que es mi favorita— sólo hay una, la reina de todas ellas». No había firma. Mariana miró a Otilia.

—En efecto, apenas puede decirse que sea una carta. Venía con un ramo de rosas rojas, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes? —dijo Otilia, recelosa.

—No lo sé; lo imagino. Si hay que compararte con una rosa determinada, tiene que ser con una roja, muy oscura y muy aterciopelada.

—¿Tomás te ha dicho…? —Otilia no deponía su recelo, y Mariana se echó a reír.

—¡No, mujer, no me ha dicho nada! Por lo visto, es que coincidimos… ¿Eran así las rosas que él te mandó?

—Sí, eran así.

—¿Dónde están?

—¿Es que no me crees?

—¡Claro que te creo! Pero me sorprende no ver aquí el ramo.

—El ramo se secó ya.

—Pero… ¿no fue ayer cuando…?

—No. Ayer fue cuando los chicos encontraron la nota. Pero el ramo llegó hace… dos o tres días.

—¿Y cómo llegó sin que nadie lo viese?

—Lo trajo un criado del Pazo, y Benigna me lo entregó a mí.

—A escondidas…

—¡No! A escondidas, no. Lo trajo a mi cuarto, y nadie lo vio.

—Porque ella no quiso que lo vieran. Me he dado cuenta de que Benigna es tu aliada incondicional.

Otilia lanzó sobre Mariana una de sus ojeadas relámpago.

—¡Anda, dile eso a papá! Dile que Benigna está de mi parte. ¡Así pagarás la franqueza que tengo contigo!

—No tengo necesidad de decírselo: estoy segura de que él lo sabe ya.

—¿Te lo ha dicho?

—No. Pero lo sabe. Y, además, yo diría que se alegra.

—¿Se alegra?

—Sí; yo creo que sí. Benigna es una mujer juiciosa y sabe hasta dónde puede llegar su complicidad. Y a tu padre le agrada saber que estás bien atendida y mimada.

—A ti te parece que papá es perfecto en todo, ¿verdad?

—Creo que es un hombre bueno y que te quiere mucho.

—¡No tanto como a ti!

—Mucho más que a mí. Pero eso está fuera de la cuestión… Lo que me has contado hasta ahora no explica la actitud de Tomás. Te mandó un ramo hace un par de días. ¿Es eso razón para que hoy se mantenga apartado y tan serio?

—Es que yo… —Otilia se mordía los labios, muy nerviosa— yo le dije que no lo volviera a hacer.

—¿Se lo dijiste? ¿Cómo? ¿Hablaste con él?

—¡No, no! Le mandé una carta…, una nota.

—¿Cuándo?

—¿Y qué más da cuándo? —Otilia vibraba de irritación—. ¿Por qué me preguntas tanto? ¿Es que no me crees?

—Sí que te creo; pero prefiero ver las cosas bien claras. ¿Es hoy la primera vez que has visto a Tomás, después del envío del ramo?

—¡Pues claro que sí! Ayer no salimos, ¿no te acuerdas?

—Entonces, todo ese intercambio de cartas tuvo lugar anteayer.

—¡Sí, eso es…! ¡Bueno!, el ramo me lo mandó el día anterior, anochecido; y yo le escribí anteayer por la mañana.

—¿Y por qué le dijiste que no querías más rosas?

—¿Es que tú no conoces a papá? —dijo Otilia con desdén.

—¿Tú crees que le parecerá mal que el marqués te mande flores?

—Pero… ¡qué pregunta, María!

—Me parece que te equivocas, Otilia. Tomás Lorenzana es soltero y tú también. Él es un hombre honorable, conocido de tu padre, y, además, de brillante posición. Tú, aunque muy joven, estás ya en edad de pensar en el matrimonio… No veo ningún motivo para que tu padre se oponga a esas relaciones.

—¡No hay relaciones! —exclamó Otilia, muy agitada—. ¡No hay nada de relaciones! ¡Que no se te meta eso en la cabeza, porque no hay nada!

—¡Bueno, mujer, bueno! No las habrá; pero, aunque las hubiera…

—¡Es que no las hay, no las hay! —Otilia parecía a punto de llorar—. ¡Y no se te ocurra decirle eso a papá!

—¡Bien, bien! Por el momento, no hay nada que decir. Pero escúchame, hija mía: te repito que estás muy equivocada respecto a tu padre. Supongo que eso se debe a… a que en alguna ocasión se ha portado duramente contigo.

—¿Te lo ha dicho él? —saltó Otilia, como antes. Parecía despertar en ella un gran interés el conocer exactamente hasta dónde llegaban las confidencias de su padre con su madrastra.

—No. No me ha dicho nada concretamente. Yo ignoro cuál es el motivo de vuestras disputas. Solamente, cuando yo le pregunté, me dijo que se había visto obligado a imponerte su autoridad. Y yo he supuesto que se trataba de algún noviazgo.

Otilia se volvió bruscamente, dando la espalda a Mariana. No dijo nada, y Mariana continuó:

—Lo que quiero decirte es que, si tu padre obró así, fue sin ninguna duda por tu bien y muy contra su gusto. Las circunstancias eran, seguramente, muy distintas a las actuales. No debes creer que se va a oponer por sistema a toda posibilidad de que tú tengas novio y te cases.

Otilia seguía inmóvil, vuelta hacia el tocador y manoseando los junquillos.

El espejo estaba demasiado bajo para que Mariana pudiera ver su cara, pero sí podía ver la actividad nerviosa e incesante de sus manos. Continuó:

—Lo único que le enfadaría y podría obligarle a oponerse es descubrir que queréis engañarle. Por parte de Tomás, eso sería imperdonable. Pero si tú le convences de que tu padre es un tirano…

Mariana se interrumpió, porque percibió la tensión de Otilia y vio a través del espejo cómo sus manos retorcían todo el haz de junquillos. Esperó una explosión de ira, pero la explosión no llegó. Otilia se tomó tiempo para dominarse antes de mirar a Mariana. Le temblaban un poco los labios.

—¡Yo no quiero noviazgos! No me fío de ningún hombre. Tomás es simpático y muy bien educado, pero eso no quiere decir nada.

—No —confirmó Mariana gravemente—; eso no quiere decir nada.

—No sé si yo le intereso o si es que se aburre aquí y no tiene otra diversión a mano. Sea lo que sea, el tiempo lo dirá.

—Lo dirá, sobre todo, su comportamiento. Si quiere verte a solas y esconderse de tu padre, mala señal. Pero no creo que se atreva a intentarlo.

—Y, si se atreve, yo le contestaré como se merece. Pero tú…

Otilia se interrumpió y tragó saliva. Mariana la miraba, interrogante y sin hablar.

—Tú… no le digas nada a papá.

—¿Por qué no? Tú no tienes nada de qué avergonzarte.

—Pero… ¡es que no hay nada que decir, María! ¡Nada! Y papá es…, ¡tú ya lo sabes! Es muy exagerado para estas cosas, y además… —Otilia desvió la cara y su voz cambió—, además, no tiene confianza en mí. Me encerrará otra vez. ¡Tú no sabes todavía cómo es papá cuando se enfurece!

—No —dijo secamente Mariana—. Hasta ahora, sólo he podido comprobar su enorme paciencia contigo y con todos.

—¿Crees que te estoy mintiendo?

—Creo que sacas las cosas de quicio.

—Entonces, ¿le vas a decir a papá…? Pero ¿qué le puedes decir, al fin y al cabo? Que Tomás me ha mandado unas rosas… Y eso lo sabes porque yo te lo he dicho.

—Por lo mismo que no es nada grave, no hay ningún motivo para ocultarlo.

—Tú crees que lo sabes todo, ¿verdad? —Otilia apretó los labios rabiosamente—. Crees que conoces a papá mejor que nadie… ¡Ya verás qué sorpresa te llevas!

—¿Qué quieres decir?

—¿No te has dado cuenta de que papá no puede ver a Tomás? ¡Se pondrá furioso, se peleará con él, y todo por nada!

—No creo que tu padre haga tal cosa.

—¡Pues yo sé que lo hará! ¡Y habrá un disgusto horrible sólo por tu causa! Porque Tomás tampoco es de los que aguantan. Con todo ese aire suave y amable, tiene mucho orgullo. Y está acostumbrado a que todo el mundo le hable con el sombrero en la mano. Papá y él son como dos gallos de pelea, siempre rondándose y mirándose de reojo…

—Yo los he visto tratarse siempre cortésmente.

—¡Claro! Porque se temen el uno al otro…, o se respetan, si te gusta más. Todos, hasta los criados, tenemos cuidado de no darles motivo para que la armen. ¡Por eso, entérate, por eso me subió Benigna el ramo a escondidas! Y ahora vienes tú, recién llegada de Madrid, sin saber de nada, y quieres meterme por medio… ¡Muy bien! ¡Tú verás lo que haces! Pero, si luego te arrepientes, no será por culpa mía.

Mariana no hizo ninguna promesa de silencio. Pero en su interior se propuso callar mientras no tuviera motivos más serios para tomar cartas en el asunto.

No es que la hubieran convencido las razones de Otilia, porque le parecía evidente que la jovencita dramatizaba, pero el antagonismo latente entre Roque Bravo y el marqués de Lorenzana era un hecho que Mariana había intuido en varias ocasiones. Probablemente, una alianza entre las dos familias sería el mejor modo de resolver aquella tensión incómoda, pero era muy posible que una intervención prematura de Roque lo echase todo a rodar.

«Es urgente no hacer nada», ha dicho alguien, refiriéndose a una de esas situaciones prometedoras y frágiles. Mariana, a falta de más completo conocimiento de los caracteres que entraban en juego, decidió atenerse a la prudente norma, sin dejar de mantenerse vigilante.

Roque volvió con el tiempo justo para recoger a Lorenzo y llevárselo al seminario. Gaspar los acompañó, y Amanda les llenó de advertencias y de encargos para Mondoñedo.

—Quiero que vayan preparando mi casa, porque el frío se nos va a echar encima, y yo no soporto el invierno en la aldea —explicó a Mariana.

Padre e hijo volvieron a los dos días, notoriamente mustios.

—Gaspar echará de menos a su hermano —comentó Mariana, viendo desaparecer escalera arriba al cabizbajo primogénito.

—Pronto le tocará a él la hora de irse —respondió Roque, con el tono breve de quien no quiere dejarse conmover.

En los días sucesivos, Mariana fue dándose cuenta de algunos cambios en la actitud de Roque para con ella.

Por de pronto, fue suprimida aquella ceremonia engañadora de retirarse los dos juntos por la noche. Esto era bastante natural: la situación había quedado establecida y no era preciso insistir en la comedia; pero, además, Mariana observó que su marido evitaba cuidadosamente encontrarse a solas con ella.

Intrigada, llena de curiosidad, Mariana esperó la llegada del domingo, preguntándose si Roque suprimiría también los paseos que daban los dos a solas.

Y el domingo llegó, con misa en Fao, comida con el cura y larga sobremesa. Y cuando el cura montó a caballo ante la familia, reunida a la puerta para decirle adiós, Roque se volvió, sonriente:

—¿Queréis venir a dar una vuelta…? Tú también, Amanda. Llevas dos días sin dar un paseo, y haces mal: si empiezas a encerrarte en casa a mediados de septiembre…

—¡Bueno! —accedió Amanda—. Esta tarde parece que no hace tanto frío…

—¡Frío…! —se burló Roque—. ¡Qué ha de hacer frío! Para pasear, la temperatura ideal. ¡Corre, Gaspar! Sube a buscar el chal de tía Amanda.

—¡Deja, Roque, no seas tan súbito! —dijo Amanda, con dignidad—. Quizás a María no le hace gracia que yo vaya con vosotros…

¿Qué podía decir Mariana en aquellas circunstancias? Aseguró a su cuñada que la encantaba la perspectiva de pasear con ella, y ni siquiera se permitió el lujo de una sonrisa irónica, por temor a traicionarse. Se sentía hirviente de irritación, porque la pequeña maniobra de Roque representaba mucho más que una contrariedad para ella. Era la confirmación de aquel cambio de política, de aquella nueva preocupación de Roque por levantar una barrera entre él y su esposa nominal.

En un agro, separado de la carretera por un muro de piedra, acababan de ser recogidas las patatas, y la tierra removida exhalaba un olor fuerte y saludable. Amanda y Roque hablaban de la cosecha y de las probabilidades de que el tiempo cambiara. Mariana no decía nada ni los escuchaba apenas. Miraba a hurtadillas a su marido, tratando de adivinar sus pensamientos a través de la expresión tranquila y distraída de su rostro.

«¿Qué es lo que teme? ¿Que yo me arroje en sus brazos pidiéndole amor en cuanto me vea a solas con él…? ¡Pues tengo que tranquilizarle, no faltaba más! Quiera él o no quiera, buscaré la ocasión para decirle a solas unas cuantas cosas».

Pero no le resultó fácil la realización de su propósito, ya que Roque empleó una gran habilidad y obstinación en evitar lo mismo que ella se empeñaba en conseguir. Una noche, Mariana, que estaba ya en su cuarto hacía rato, oyó entrar a Roque en el suyo y acto seguido un leve roce metálico en el contiguo cuarto de aseo. Para cerciorarse de lo que ya sabía, lo cruzó, fue hasta la puerta de comunicación, hizo girar el picaporte con mucho tiento y empujó. La hoja permaneció inconmovible: estaba corrido el pestillo del otro lado.

Mariana estuvo a punto de echarse a reír de pura irritación, y al día siguiente acechó a Roque con tal constancia y determinación que por fin se salió con la suya.

Fue cuando Roque salía de su despacho acompañado de Egidio, su mayordomo. Mariana había visto entrar a los dos hombres, y aguardaba su momento. Se acercó a ellos y dijo, muy natural:

—Roque, un momento: quiero hablar contigo.

Dio un paso hacia su despacho, y a Roque no le quedó más recurso que hacerse a un lado y despedir a Egidio:

—Ve tú bajando, que ahora voy yo.

Entró en el despacho, siguiendo a Mariana y dejándose la puerta abierta.

—Cierra, Roque, haz el favor —le dijo ella, muy templada—, te aseguro que no tienes nada que temer.

Roque cerró despacio, sin dejar de mirar a Mariana. No parecía sorprendido, pero no sonreía tampoco.

—Yo te ruego, María —dijo con gravedad—, que aceptes la situación tal como está. Es lo mejor, te lo aseguro.

—¡Ya la acepto! —exclamó Mariana, con firmeza—. ¡La acepto y estoy muy conforme con ella! Esto es precisamente lo que vengo a decirte: que no necesitas defenderte contra mí. Yo no he cambiado nada; pienso y siento lo mismo que cuando me casé contigo.

—Y yo también, naturalmente.

—¡No, tú no! Tú has cambiado de actitud desde hace algún tiempo. Desde el día, precisamente, que vino Blanca a despedirse.

—¡Por Dios, María! —exclamó Roque.

Y su gesto de súplica exasperada acabó de enfurecer a Mariana.

—¡Estás muy equivocado, Roque! ¡Equivocado de medio a medio! No he venido a hacerte una escena de celos, ni tampoco aquel día fue ésa mi intención.

—¡Ya lo sé! Nunca he dicho…

—¡No lo has dicho, pero lo has pensado! Y te repito otra vez que te equivocas. Yo acepto la situación, como tú dices, y no pienso interrogarte sobre tus sentimientos. Si aquel día me di por ofendida fue porque Blanca Lorenzana se propuso ofenderme. ¡Por eso y no por otra cosa! Tú me habías prometido respeto, ¿no es cierto? ¡Eso sí tengo derecho a reclamártelo!

—¿Es que no he cumplido yo mi promesa?

—¡Sí! Sí que has cumplido. No es eso lo que quiero decir.

—Pues entonces… ¿a qué viene todo esto, ahora que Blanca ya se ha ido?

—¿Qué importa Blanca? —Mariana hizo un ademán, como echando a un lado una presencia intempestiva—. ¡Blanca no me importa nada!

—Permíteme recordarte que has sido tú quien la ha nombrado.

—¡Bien, sí…! Es posible… Pero no se trata de ella. Lo que pasa es que tú no quieres entenderme ni dejar que me explique.

—Sí, María. Sí que quiero entenderte; pero…

—¡Pero lo temes, no hace falta que me lo digas! Temes que yo te ponga en un compromiso. Y, justamente, lo que yo quiero es tranquilizarte.

—Bien explícate —dijo Roque, desconcertado y en guardia.

—Tú has cambiado de actitud conmigo desde aquel día, porque creíste que yo estaba celosa de Blanca y sacaste una consecuencia completamente falsa.

—¡Por Dios, María! No te dejes llevar de la imaginación.

—¡No niegues tú la evidencia, Roque! Hasta los paseítos de los domingos te parecen peligrosos. Y eso es porque supones que yo… estoy enamorada de ti. ¡No puede haber otra explicación! Y, si la hay, haz el favor de dármela.

Mariana hablaba con arrogancia, lanzándole a Roque las palabras, en pie los dos y frente a frente. Él la miraba con el ceño fruncido, pero, de pronto, ella notó un cambio de gesto, un temblor en sus labios, y tuvo la desconcertante impresión de que contenía una sonrisa. Se quedó tan cortada que no pudo seguir hablando. Pero él volvió en seguida hacia ella los ojos, que por un momento había desviado. Habló tranquilamente:

—Sí que la hay, y es muy sencilla: hay cosas que eran necesarias en los primeros días y ahora ya no lo son. Ahora todo el mundo encuentra natural que mi hermana nos acompañe a pasear.

Aquella explicación nada explicaba, a Mariana le pareció, más que una evasiva, una burla. Sintió deseos de insultar a Roque, o de darle la espalda y dejarlo plantado. Se estuvo quieta un momento, y luego dijo, con lentitud, poniendo voluntad en cada sílaba hasta conseguir que sonaran tranquilas y frías:

—Me has sacado del purgatorio y estoy comiendo tu pan. Te lo agradezco de corazón.

Roque hizo un gesto de vivo disgusto.

—¡Por el amor de Dios, no…!

Pero Mariana le cortó con firmeza:

—¡Déjame terminar! Te lo agradezco todo: tu nombre, tu casa, los riesgos que corres por mí… Pero lo que más te agradezco de todo es que no me pides nada a cambio, todos los días le doy gracias a Dios por no gustarte.

¡No, no era así como debía hablar! La última frase no estaba a tono, y Mariana se mordió los labios al darse cuenta. Se apartó un poco de Roque desviando de él la mirada. Dijo, un poco precipitada:

—¡Bien!, ya te he dicho lo que quería decirte. Tus precauciones son una ofensa inútil.

—No son una ofensa —dijo Roque, inexpresivo.

Mariana estaba al lado de la puerta. La abrió, lanzó un «¡adiós!», por encima del hombro, y ya salía del despacho cuando Roque la llamó:

—¡Un momento, María!

Ella se volvió, con gesto indiferente:

—Dime…

—He notado que no te ocupas nada de la casa y que lo dejas todo en manos de Benigna y mi hermana. Eso no está bien: tú eres el ama de casa.

Mariana sonrió con acritud involuntaria.

—¿De verdad?

—Claro que sí. Y debes ser tú quien la gobierne. Yo no he insistido en ello hasta ahora porque tú necesitabas reponerte y también tomar tierra, por decirlo así. Pero ya estás llena de salud y conoces perfectamente la marcha de la casa. Lo natural es que te hagas ya cargo de tu puesto.

—¿Para qué? —preguntó Mariana suavemente.

—¿Cómo que para qué…? Ya te lo he dicho: porque es lo natural y porque a todos nos conviene. Amanda va a marcharse pronto. Además, a ti te vendrá bien tener algo en que ocuparte.

—Lo haces por eso, ¿verdad? Porque crees que a mí me conviene.

—Por eso y por todo. Tenemos que procurar… instalarnos, María.

—¿Instalarnos?

—Sí: en la situación, en las circunstancias. Eso era lo que quería decirte cuando tanto te enfadaste. Vendrá el invierno, y será largo. Lorenzo se ha ido: Gaspar y Amanda se irán pronto. Lloverá, y muchos días será casi imposible salir de casa…

—Ya comprendo —murmuró Mariana.

Pero no comprendía más que a medias. En realidad, más que comprender, entreveía un panorama evocado por las palabras de Roque: la lluvia vista a través de los cristales, el fuego encendido en la chimenea, las horas de labor o de lectura, los cortos paseos aprovechando un claro para estirar las piernas, y la vuelta rápida al salón caliente, con su leve olor a humo de leña… Un panorama que debía de ser tranquilizador y más bien aburrido, pero que no era ninguna de las dos cosas. Era inquietante por virtud, también, de las palabras de Roque y el tono en que las había dicho, que parecía darles valor de advertencia.

Mariana alzó los ojos hacia Roque y encontró su mirada pensativa.

—¿No será mejor esperar a que se vaya tu hermana?

—No. Le halagará si le pides que te oriente un poco.

—¿Se lo dirás tú a Benigna?

—No tengo nada que decirle. Ya sabe que tú eres la señora.

—¡Está bien! Yo hablaré con ella. Mariana esperó un momento y, como Roque no añadía nada, se volvió hacia la puerta. Pero de nuevo, cuando ya ella salía, Roque habló:

—María…

Parecía indeciso. Mariana le interrogó con los ojos. Él completó, en voz baja:

—Quisiera, de verdad, que… que te encontrases a gusto en casa.

Ella sonrió con acidez.

—¿Por qué te preocupas? Siempre estaré mejor que en medio de la calle, hambrienta y abucheada, como tú me encontraste.

Roque hizo un gesto de rendición, y Mariana salió del despacho, tensa de hostilidad de pies a cabeza. Se fue directamente en busca de Benigna, pues quería aprovechar su estado de ánimo, que la hacía casi desear oposición u objeciones.

No las hubo. Benigna aceptó dócilmente las órdenes, y disimuló bien su sorpresa, si es que la sentía.

Luego Mariana habló con su cuñada en los términos aconsejados por Roque, y tampoco encontró otra cosa que asentimiento y buenos modos.

Pero seguía crispada, y se retiró a su cuarto no bien terminada la cena.

Durmió mal, perseguida por la imagen que la intrigaba y la ofendía: aquel fantasma de sonrisa que había sorprendido en los labios de Roque y que no sabía cómo interpretar. Ella había dicho: «Tú supones que yo estoy enamorada de ti. No puede haber otra explicación de tu actitud». Y Roque había tenido que esforzarse para no sonreír. Estaba grave, muy reservado, y, de pronto, aquellas palabras le habían provocado una sonrisa irresistible. ¿Por qué, si no eran más que la continuación de lo que ella estaba diciendo?

A veces, entre sueños, Mariana creía ver clara ante sí la solución del enigma. Y era muy importante, porque en aquella sonrisa estaba toda la clave de la conducta de Roque y del destino de su matrimonio.

Pero, al despertar, la visión se esfumaba y eran inútiles todos los esfuerzos que hacía Mariana para capturarla.