Avanzó por el jardín sin detenerse, cruzando el campito, y luego por la senda entre los cuadros de verduras rodeados de matas floridas, junto al cenador de hierro cubierto de enredaderas, hasta llegar a la puertecilla en el muro que daba al campo. Salió por ella, no porque quisiera ir a ninguna parte, ni siquiera alejarse de la casa, sino porque le era imposible detenerse. Rodeó el campo en rastrojo que había detrás y fue a salir, descendiendo dos escalones, que eran dos lastras de piedra salientes del muro, al camino hondo que llevaba a la Zanca. Pero no avanzó mucho por él, porque recordó su encuentro en ella con Tomás Lorenzana, y eso le hizo pensar con un rincón de la mente que no debía alejarse de casa. Cruzó la cancilla más próxima, que daba a un prado, y anduvo en torno a él y por el borde de un campo de maíz, sin más norma en su marcha que mantenerse a la vista de los muros del huerto de Meilán, altos y rebosantes de verdor.
Al fin salió a otro camino de los que irradiaban de la casa grande, y vio, sin sorpresa, venir a Roque en dirección a ella. No sabía en absoluto lo que iba a decirle ni lo que esperaba o temía que él le dijera. Ni siquiera estaba segura de sentir temor, o arrepentimiento, o indignación. Se había portado como una mujer celosa. Algo completamente fuera de sus categorías, inesperado para ella misma pero de lo que no podía arrepentirse, porque ahora, después de lo sucedido, le parecía fatal como la caída de un fruto maduro.
No deducía, no sacaba consecuencias. Sólo miraba a Roque, y cuando estuvo más cerca, vio que sonreía.
Entonces sí que supo lo que sentía: un furor que nubló por un instante todos los demás sentimientos.
Roque llegó a un paso de donde ella estaba y se detuvo. Entonces, en el breve momento en que él permaneció callado, ella se dio cuenta de que había preocupación bajo su sonrisa.
—Si te molesto, dímelo y me voy en seguida. Pero he pensado que tal vez quieras decirme algo. Por eso he salido a tu encuentro.
—¿No tienes tú nada que decirme a mí? —replicó Mariana, retadora.
—Preferiría contestar a tus preguntas.
—¿Para qué? ¿Para darte cuenta de hasta dónde sé y hasta dónde ignoro?
—Tú lo ignoras todo, María.
—Ante todo, yo no me llamo María. Aquí no hay ninguna razón para que me des un nombre falso.
—No es un nombre falso: figura en tu partida de bautismo.
—¿Qué más da? Lo que tú quieres es engañar a los que te oigan. Pero aquí no te oye nadie: puedes llamarme Mariana.
—Pero no quiero hacerlo —dijo él con sequedad.
Ella no se dejó intimidar.
—¿Por qué? —apremió, retadora.
—Porque, para mí, tú eres María. Casi he olvidado tu otro nombre.
—¡Quieres olvidarlo, que no es lo mismo! Eso es lo que dice tu hija: que cuando una cosa te desagrada, la borras de tu memoria y procuras convencerte de que no ha existido.
Roque Bravo apretó la boca y su frente se coloreó. Mariana deseaba, aun con miedo, verle perder el dominio de sí mismo. Pero él habló con calma, al cabo de un segundo.
—¿Por qué no me planteas la cuestión que te preocupa, en lugar de buscar querellas, que no son del caso?
—¿Y cuál es, según tú, la cuestión que me preocupa?
Roque sonrió, esta vez de mejor gana, aunque la preocupación subsistía.
—¡Está bien! La plantearé yo, porque, si no, nos estaremos dando vueltas eternamente… Al parecer, te ha parecido mal que yo vaya a visitar a los Lorenzana.
—Si vas a plantear las cosas —replicó rabiosamente Mariana—, ¿por qué no las planteas tal como son?
—Y… ¿cómo son?
—¡Tú lo sabes!
—Está bien: lo diré de otro modo. Te ha parecido mal que yo vaya, sin ti, a ver a Blanca Lorenzana.
—¡Eso ya se acerca más a la verdad!
—De tus pensamientos, pero no de los hechos: Blanca no estaba sola cuando yo entré a verla.
—¿No estaba sola?
—He ido dos veces. La primera, estaban en casa los dos hermanos. Y te diré, para acabar de aclarar las cosas, que yo sabía que estaban los dos. Pasaba por allí cerca, y, como sabía que tú los habías visitado, decidí hacerlo yo, para librarme así de un compromiso que me pesaba.
—¿Y la segunda vez?
—Me encontré a Tomás en el camino, y fue él quien me invitó a entrar, con tanta insistencia que no pude negarme. Te diré también que me sorprendió un poco tanta atención en el marqués.
—¿Y Blanca estaba allí?
—Apareció en el salón cuando yo estaba bebiendo una copa con Tomás. Nadie la había llamado, y a su hermano más bien le contrarió el verla.
—¿Y a ti?
Una pausa. Luego, Roque dijo, inexpresivo:
—A mí también.
—¿Y por qué no me hablaste de nada de esto?
—¿Por qué había de hablarte? Carece de interés.
—¡No tanto! La señorita de Lorenzana se ha molestado en venir hasta casa con el solo fin de enterarme de tus dos visitas.
Roque sacudió la cabeza.
—No, María. Tú no conoces a Blanca. Estoy seguro de que…
—Y tú, ¿la conoces muy bien? —interrumpió Mariana. Roque, de nuevo, pensó un segundo antes de responder.
—Dejo a un lado la segunda intención, María. Conozco bastante bien a Blanca Lorenzana: ten en cuenta que asistí a su bautizo, a su primera comunión y a la fiesta de su presentación en sociedad.
—¡Y has estado… o estás enamorado de ella!
—No te he dado ningún motivo para que pienses tal cosa.
—¡Ella me los ha dado de sobra!
—Creo que exageras.
—¡Dime la verdad, Roque! ¿No ha sido novia tuya? ¿No habéis pensado en casaros? ¿No ha pensado ella en casarse contigo?
—Haces tus preguntas en una forma muy difícil de contestar. Quizás hubo un momento en que, Blanca soltera y yo viudo, por la posición de los dos, por la vecindad… ¡En fin!: supongo que a muchos debió de parecerles… casi obligado que nos casáramos.
—¿Sólo por razones de conveniencia?
Roque no contestó. Tenía el ceño fruncido, como estudiando su respuesta.
—Si callas por galantería —dijo Mariana, sarcástica—, estás haciendo el ridículo, porque la propia Blanca se ha encargado de hacerme saber que está enamorada de ti.
Roque tomó a Mariana del brazo.
—Es mejor que andemos un poco —dijo.
—¿Por qué?
—Es más natural. No quiero que nadie piense que estamos disputando.
Ella obedeció sin decir nada, porque se le ocurrían demasiadas cosas que decir. Cada vez que comprobaba la preocupación de Roque por el decoro exterior, por la opinión ajena, sentía que el misterio se oscurecía en torno a ella. Roque comenzó a hablar gravemente y con calma.
—Blanca es una mujer muy impulsiva. Yo no soy muy hábil en describir a las personas y no sé decirlo de otra manera. Es impulsiva, no premedita sus palabras ni su conducta. Por eso puedo casi asegurarte que esta tarde no vino con intención de molestarte ni de meter cizaña entre nosotros. Vino a despedirse, sencillamente. No tenía más remedio que hacerlo. Sólo que, al verse frente a ti, Dios sabe por qué detalle que la ofendió, o quizá sencillamente porque te vio hermosa y segura de ti misma…, no pudo resistir la provocación, real o supuesta.
—¡Supuesta, desde luego! Yo no hice otra cosa que disculparte por no haberla visitado.
—Pues ¿qué más quieres? Tú, disculpando mi desatención hacia ella: con toda certeza, pensó que lo hacías para vejarla.
—Es posible. Pero eso supone que entre ella y tú hay algo.
Roque suspiró, conteniendo su impaciencia.
—Blanca es muy bonita, es mi vecina, y ya te he dicho que hubo un momento en que se respiraba la conveniencia de nuestra boda…
—¡Eso ya lo has dicho antes!
—¡Espera, déjame hablar! No te niego que me tentó la idea de casarme con Blanca.
—¡Hablas como si se tratara de un pecado!
—No hubiera sido un pecado, pero sí una equivocación muy seria. Blanca está habituada a vivir en La Coruña buena parte del año y a pasarse temporadas en Madrid. No podría vivir sin teatros, y bailes, y modistas, y tiendas…
—¿Y te basta un razonamiento así —dijo Mariana, volviéndose a mirar a Roque con asombro— para rechazar a una mujer que te quiere y a la que quieres?
—Sí, ya ves que me bastó. No para rechazar a Blanca, sino para no declararme a ella.
—Pero tú sabías que ella te aceptaría sin vacilar.
—Pues… sí: lo suponía.
—Más que suponerlo: ella te había dado a entender que esperaba tu declaración, ¿verdad?
—Pues…, en cierto modo, sí. Pero… ¡por Dios! ¿No es ya bastante?
—¿Tanto te cuesta hablar de ella?
—No es fácil para mí, desde luego. Además, no conduce a nada seguir dándole vueltas: ya sabes que no hay nada que pueda ofenderte.
Mariana soltó su brazo del de Roque, para poder reír más a sus anchas.
—¿Ofenderme? ¿Pero es que tendría yo derecho a darme por ofendida si tú me confesaras que estás enamorado de otra mujer?
—Sí que tendrías derecho. Y, ¡por Dios!, no te rías así.
—¿Así? —repitió Mariana, riendo aún—. ¿Cómo es así?
—Sin motivo y sin ganas.
—¿De veras te parece que no hay motivo…? Ya se me había ocurrido pensar que tú te habías casado conmigo para escapar de otra mujer… Pero me pareció una idea tan ridícula… ¡Y ahora resulta que es verdad!
—Pero… ¿qué estás diciendo?
—Blanca es guapa y te quiere. Tú le diste esperanzas de casarte con ella, y luego te arrepentiste.
—¡Yo nunca le dije una palabra de boda!
—Pero lo pensaste, y ella se dio cuenta. Y recoger velas era muy difícil, porque ella es tenaz y no tiene nada de tímida… Y, además, es la señorita del pazo de Lorenzana. Y, sobre todo, a ti te atrae, y temiste no ser lo bastante fuerte. Dicen que, en batallas de amor, no cabe más victoria que la huida. Tú, como no podías huir materialmente, buscaste otra clase de huida…
Roque miraba a Mariana fijamente, y ella no supo interpretar la expresión de sus ojos.
—Si esa explicación te satisface —dijo, meditando, al parecer, cada palabra, como venía haciendo desde el principio de la entrevista—, no tengo interés en desmentirte.
Dichas en otro tono, aquellas palabras hubieran resultado ofensivas. Pero la gravedad de Roque parecía darles un sentido oculto, que puso en guardia a Mariana y le hizo contener su indignación.
—¿Tú crees —dijo con mucha calma— que puede satisfacerme?
—¿Por qué no? Lo que tú deseas es ver claro, ¿no es así? Conocer los motivos de que yo me casase contigo. Por eso me interrogas, y no por otra razón.
A medida que la intención de Roque iba siendo más patente, Mariana iba sintiéndose más fría y dueña de sí.
—Desde luego —dijo en tono desdeñoso—, puedes estar seguro de que no es por celos.
Tuvo la satisfacción de ver que Roque enrojecía. Continuó, con firmeza:
—Tú me has sacado de la peor miseria. Y yo te lo agradeceré toda mi vida.
—¡No digas eso! —interrumpió Roque duramente.
—Te debo gratitud —recalcó Mariana—, y no me pesa la deuda. Pero me pesa el no comprender. Aunque tú seas un santo, el más generoso y el más caritativo…
—¡No digas tonterías!
—Aunque lo fueras, ¿por qué elegirme a mí precisamente para ejercitar tu caridad? Yo no era la única persona desamparada que hay en el mundo. Hay muchas en situación aún peor que la mía.
—No. Peor, no.
—¡Claro que sí! Enfermos, hambrientos, ancianos y niños abandonados… Tú has tenido que encontrarte muchos a lo largo de tu vida, y no a todos los has traído a tu casa.
—Ese razonamiento es falso, María. Podría aplicarse a todas las obras de los hombres. ¿Por qué esto y no aquello? ¿Por qué ahora y no luego? ¿Por qué hasta aquí y no hasta allá?
—Sin embargo, todos los actos, hasta los de un loco, tienen su porqué.
—También los míos lo tienen —dijo Roque, despacio—. Tú has dicho que hay tribulaciones peores que la tuya. Para mí, no las hay. El buen nombre es el primero de los bienes en este mundo. Y verse humillado sin justicia y sin posibilidad de defenderse me parece tan amargo e insoportable que si te hubiese dejado en tal situación no hubiera vuelto a tener un sueño tranquilo.
—¡No puedo creerte, Roque! ¡No tiene sentido tu explicación! Si en tanto aprecias la buena fama, ¿cómo pones en peligro la tuya casándote con una mujer que la ha perdido?
—¡Sin culpa suya!
—¿Y qué más da? Ante la opinión pública, yo soy una delincuente de la peor especie.
Roque, una vez más, meditó su respuesta.
—Tengo en mucho el respeto de mis prójimos —dijo por fin—; pero tengo en más mi propio respeto. Abandonarte por miedo hubiera sido una vileza.
—¡No me dices la verdad, Roque! No es que quiera ofenderte, pero sé que no dices la verdad.
—No siempre puedo jurar cada palabra que digo; pero en esta ocasión creo que sí.
—Entonces, ¿afirmas que Blanca Lorenzana no tuvo nada que ver en el asunto? Antes me has dado a entender todo lo contrario.
—Tampoco ahora te digo que no tuviera nada que ver. Yo estaba preocupado con ese conflicto, y pensé que el casarme lo resolvería.
—¡Creándote otro mucho más grave!
—Ésa es otra cuestión.
—Sigo pensando que no me dices toda la verdad.
—Nunca se dice toda la verdad.
—¡Pero tú me ocultas lo más importante!
—Quiero tu bienestar. Lo quiero como cosa mía, y haré todo lo que pueda para que nunca te arrepientas de haber confiado en mí… ¿No es eso lo que verdaderamente importa?
—Sí —suspiró Mariana, derrotada—; quizá sí.
Volvieron del brazo y en silencio hacia la casa. Mariana había fracasado una vez más y estaba más lejos que nunca de comprender los motivos de Roque; pero no pensaba en ello, porque otra cosa la preocupaba mucho más: la advertencia de su marido, implícita pero evidente para ella, de que las relaciones entre los dos seguirían siendo las mismas en el futuro. No recordaba concretamente las palabras en que aquella advertencia se había expresado, pero no le cabía duda sobre la intención de Roque.
Estaban ya dentro del huerto, cuando Roque dijo, en tono positivo:
—Mañana me voy a Lugo. Estaré por allí unos cuantos días.
—Pero ¿no tienes que ir la semana que viene, a llevar a tu hijo al seminario?
—Sí: a Mondoñedo. Eso no es más que un paseo.
—Pero pensabas combinar los dos viajes, ¿verdad? Has cambiado de idea, y ha sido ahora mismo.
—¿Por qué lo dices?
—He acertado, confiésalo.
—En realidad, no he cambiado, porque no había decidido nada todavía.
—Lo has decidido en este momento.
—¡Bien, sí! Pero no sé adónde quieres ir a parar…
—¡Oh, no es nada! No tiene importancia.
Roque no insistió. A la puerta de la casa se separaron, y Mariana subió directamente a su habitación.
Cerró la puerta y fue a sentarse en el taburete del tocador, con la vaga intención de arreglarse un poco el peinado antes de bajar a cenar. Pero no tenía prisa y olvidó su intención, dejándose llevar por sus pensamientos sobreexcitados.
«Se va mañana para apartarse de mí. Teme que le plantee algún conflicto. Daría cualquier cosa por poder tranquilizarle. ¡No hace falta que te vayas, Roque! ¿Tan tonta me crees como para no haberte entendido? ¡Pues era bien fácil! Me das todas las explicaciones que te pido sobre Blanca Lorenzana. Todas, menos una: no me has dicho si la quieres o no la quieres. Reconoces que tengo derecho a interrogarte sobre ella, pero sólo por motivos de dignidad. Me das cuenta de tus acciones, pero tus sentimientos no son cosa mía. Celos, verdaderos celos, no tengo derecho a tenerlos… Todo eso me has dado a entender, y yo lo he entendido. ¡No hace falta que te vayas, que yo sé muy bien cuál es mi puesto, y estoy muy conforme con él!».
A Mariana le hubiera servido de gran alivio decirle a Roque todas aquellas cosas, decírselas suavemente, con una sonrisita irónica y amistosa. Como no podía hacerlo, decidió mostrarse en la mesa muy alegre y despreocupada, pero en cuanto entró en el comedor percibió la atmósfera cargada y dificultosa.
Amanda la recibió con un saludo muy comedido y una mirada de indisimulable curiosidad. Mariana recordó entonces que había pronunciado delante de su cuñada unas palabras imprudentes de las que —ahora sí— se arrepentía.
Otilia, por su parte, tenía una expresión huraña y retraída como en los días que Mariana la había conocido. Pero no: no era la misma expresión. Ahora había en su cara, más que insolencia y desafío, una especie de alarma… A esta conclusión llegó Mariana al cabo de un rato de observarla con sorpresa.
¿Lo notaba también Roque? Mariana pensó que no. Estaba muy abstraído.
En cuanto a los dos chicos, su conversación muda era más viva que nunca. Chispas rapidísimas pasaban de los ojos del uno a los del otro, y sus carrillos se inflaban en algunos momentos, repletos de risas comprimidas. Y era Otilia el objeto de sus burlas. También a ella la miraban de reojo, y su gesto contraído parecía causarles un gran regocijo.
Mariana se sintió levemente intrigada, pero pronto dejó de pensar en lo que la rodeaba y, al amparo del silencio casi total que reinaba en el comedor, volvió a sumirse en sus pensamientos.
«Cuando me convencí de que Roque era un hombre honrado y quería de verdad casarse conmigo, acepté agradecida de todo corazón. Él en nada me ha engañado, a no ser en darme una situación mucho más desahogada y fácil de cómo me la pintó en un principio… ¿De qué me quejo, pues? ¿Por qué me siento tan descontenta y tan rebelde…?».