12.

La visitante estaba sola en el salón, donde habían ya encendido el brillante quinqué de gasolina. Mariana pudo verla con toda claridad desde la puerta misma, y en seguida supo que la veía por primera vez.

Era una mujer de unos treinta años, bajita y rechonchuela, con cara muy redonda y colorada. Aunque iba vestida discretamente de oscuro, había en su persona una crudeza descarada que se manifestaba incluso antes de que abriese la boca.

—Buenas tardes —dijo Mariana fríamente.

—¡Muy buenas las tenga usted, señora! —respondió la visitante.

Y su voz desgarrada, de madrileña barriobajera, confirmó la primera impresión de Mariana, que dijo, acentuando su frialdad:

—¿Es a mí a quien busca usted?

—¡Ya lo creo que es a usted! Pero vale más que cierre la puerta antes de que sigamos hablando. Lo digo por usted, ¿eh?, no por mí.

Mariana cerró dócilmente, sintiendo en el pecho y la garganta una opresión peculiar que creía ya olvidada.

—No la conozco a usted —dijo.

—¡Pero yo a usted, sí…, por los periódicos! Usted es «la Mariana Estévez».

No fue una sorpresa para Mariana el oír su nombre en aquellos labios. Era un golpe esperado y, sin embargo, la hizo tambalearse.

—¿Por qué ha venido? —murmuró—. ¿Qué quiere de mí?

—Yo creo que será mejor sentarse, ¿no? Porque no crea usted que esto se va a despachar tan de prisa… Y a usted se le ha puesto cara de difunta.

La mujer se sentó. Mariana hizo lo mismo por pura necesidad material: las piernas no la sostenían.

—¿Quién es usted? —repitió.

—Mi nombre no le vale a usted de nada, pero ahí va: me llamo Trinidad Pérez, y era novia de su marido de usted.

—¿Qué dice usted? —exclamó Mariana, recuperando las fuerzas, en su indignación—. ¿Cómo se atreve…?

—¡Eh, cuidado, pare usted el carro, señora! Cuando yo digo novia, digo novia: que me iba a casar con él, vamos, por la Iglesia y con todas las de la ley.

—¡Está usted loca!

—¡Lo he estado, ya lo creo! Loca de atar, cuando creí los embustes de aquel sinvergüenza.

—¡Si habla usted de Antón…! —quiso cortar Mariana, sofocada.

Pero Trinidad continuó, sobreponiéndose a la interrupción, aunque sin alzar mucho la voz.

—¡Roberto, señora! Roberto Carpió, soltero y con los papeles debajo del brazo para casarse con una servidora.

—Pero… ¿qué está usted diciendo? —exclamó Mariana, mirándola realmente como a una loca.

—Lo que usted oye: la cédula en regla y todos los papeles: Roberto Carpió Martínez. Pero era el mismo hombre a quien usted mató.

Mariana se puso en pie de un impulso.

—¡No quiero hablar más con usted! Voy a llamar a mi marido.

—¡Vaya usted, sí, señora! No crea que a mí me asusta. Precisamente, con él me interesa hablar, más que con usted.

Mariana, que ya estaba junto a la puerta, se volvió desde ella, perdido de pronto el valor.

—Yo no maté a Antón —dijo—, la justicia lo ha dicho.

—Mire usted: por eso no vamos a reñir. Es cosa de usted. Roberto…, o Antón, o como se llamara, tenía que acabar así; y si no lo hubiera matado usted, tendría que haberlo matado yo.

—Pero ¿por qué supone usted que su novio era Antón?

—Nada de suponer. Lo sé de cierto. Vi su retrato en los periódicos.

—¿Y por eso nada más…?

—¡Espere y déjeme terminar, jinojo! Por eso nada más, no: cuando vi el retrato, cogí el rastro, como quien dice, y me puse a husmear. He estado en la Audiencia y he oído todo lo que han dicho los testigos: los sitios por donde andaba; la taberna del Moro, en la Cava Baja, que tiene arriba una timba de aúpa… Lo cual que yo no lo sabía, antes, que si llego a saber que el niño era jugador… Pero él se pasaba allí las tardes y las noches, y allí le mandaba yo los recados. Sólo que no le llamaban ni Roberto ni Antón. Le llamaban el Cubano, porque hablaba así, guachinanguito, como él decía.

—¡Dios mío…! —murmuró Mariana.

Porque Antón Mendoza hablaba con un leve dejo ultramarino que sabía acentuar cuando quería.

—¿Qué? ¿Se va usted convenciendo? Una vez le seguí y le vi entrar en su casa (en la de usted, en la Carrera); le seguí porque me daba en la nariz que no vivía en la Fonda Murciana, como me decía. Tuvimos una de arder el pelo, y el muy charrán me convenció de que vivía allí con su abuela, que era rica y agarrada y no le dejaba ni respirar… ¡Hay que ver las cosas que se traga una mujer cuando está enamorada de un hombre! Yo no sé cómo se las arreglaba aquel demonio, que yo no quería otra cosa más que dejarme engañar… Cuando me veía muy rabiosa, me decía: «¡Pega, patronsita, pega y perdona!». Y yo, derretida como una tonta…

Mariana no oía ya, ni sabía dónde estaba. Sin saberlo, Trinidad había dicho las palabras justas para desvanecer toda posible duda. Mariana estaba viendo la cabeza de Antón inclinada ante ella en una actitud entre humilde, cínica y cariñosa. «Pega, patronsita, pega y perdona». La misma frase de Antón, que más de una vez había conseguido enternecerla, ahora la anegaba de vergüenza. Las mismas palabras, con aquel acento dulce y gracioso de negrito cubano tan mal imitado por la madrileña… Era lo más íntimo de su intimidad, convertido en baratija manoseada; su ternura abochornada como un vicio secreto sacado a la luz.

—¡Vaya! —dijo Trinidad mirándola con ojos perspicaces—. Me parece que ahora he dado en el clavo… También a usted le hacía el numerito, ¿no? Con eso se convencerá de que yo no vengo a engañar a nadie…

—¿Qué quiere usted de mí? —murmuró Mariana, sin fuerzas.

—¡Lo mío, señora! Que me den lo que es mío. Ni un duro más ni un duro menos.

—¿Lo que es suyo? —repitió Mariana, sin entender y casi sin interés.

—¡Sí, señora! Yo vivía con una tía, pero se murió hace dos años, y me dejó lo que tenía: una cacharrería en la calle de Toledo y una cartilla de la Caja de Ahorros. De eso habíamos comido las dos, y de eso comía yo hasta que llegó aquel ladrón y me entonteció. Ahora lo pienso y me doy de morradas por bruta y por mema; pero entonces me pareció que iba a tocar el cielo con las manos. Primero saqué lo que tenía en la cartilla, para que él lo metiera en sus negocios… Contrabando, decía que era, y me traía sedas de Francia, y me daba dinero diciendo que eran las ganancias… ¡Bueno!, ¿para qué le voy a contar? Que estaba yo tonta y nada más: traspasé la tienda y le largué el dinero.

Mariana se había sentado. Escuchaba sólo a medias; su atención se escapaba hacia una terrible visión interior: Antón, su marido, tan guapo y seductor como siempre, y, sin embargo, otro hombre, completamente distinto: un hombre al que una mujer no podía entregarle su amor honradamente.

Una cifra que dijo Trinidad la despertó de súbito.

—¿Qué ha dicho usted? —preguntó con sobresalto.

—La verdad, ni más ni menos. Eso fue lo que me quitaron, y eso es lo que quiero llevarme de aquí. ¡Lo mío y nada más, que yo no soy ninguna ladrona!

—¿Pretende usted que yo… que yo le dé ese dinero…?

—Usted o su marido. Se ha casado usted con un hombre rico. Yo me alegro y me parece muy bien que haya tenido suerte; pero no es cabal que sea yo sola la que tenga que pagar los vidrios rotos.

—¡Pero yo no tengo nada, no heredé de Antón más que deudas!

—Pues que pague don Roque Bravo, que no se va a arruinar por ello.

—¡Pero eso no es justo, compréndalo usted!

—A mí lo que no me parece justo es quedarme yo a pedir por puertas. Y no me voy a conformar, ni lo sueñe usted. ¡Pues poquito trabajo que me ha costado dar con usted y enterarme de todo! Su marido tiene mucho dinero y también mucho orgullo. A usted, aquí, la llaman «doña María» y nadie sabe nada de su primer marido… Así que… ¡pregúntele usted al segundo! Pregúntele qué prefiere: si pagar a toca teja o que todo el mundo se entere de que se ha casado con «la Mariana Estévez», la del crimen de la Carrera…

Mariana no contestó en seguida. Se había sentado y miraba ante sí, fijamente.

—Mi marido no es rico, como usted piensa —dijo por fin, despacio—. Es labrador, y los labradores disponen de poco dinero y tienen muchos gastos. Él no tiene culpa de lo que haya hecho Antón…

—Yo no digo que la tenga; pero tampoco la tengo yo. A usted se le ha arreglado todo de perilla, y yo quiero que a mí también se me arregle una miaja… Usted ha salido ganando con la muerte de aquel granuja. Yo me conformo con no perder. Pero de ahí no me saca nadie. Así que no perdamos más tiempo: diga usted que sí o diga usted que no.

—Yo no puedo decir nada —dijo Mariana, con desmayo—. ¡No tengo nada, nada que darle! Hasta mis alhajas las vendí cuando… cuando salí de la cárcel.

—Eso es cosa de usted… Sísele a su marido, o pídale el dinero, o llámele para que hable conmigo. A mí me da igual. Repare que yo he podido preguntar por él lo primero, y no he querido porque me parecía feo contarle el cuento a espaldas de usted. Eso para que vea que no la quiero perjudicar. Usted piense lo que más le conviene: lo único que yo quiero es lo mío.

Mariana callaba, tan pálida y desencajada que sorprendió a su interlocutora.

—¿Qué le pasa a usted? ¿Se pone mala?

—No, no —murmuró Mariana—. Es que… tengo que pensar…

—Pero… ¿por qué lo toma usted así? ¡No me irá usted a decir que su marido no está enterado de todo!

—Hay cosas que… no sabe, y yo…

Mariana tragó saliva. Trinidad alargó el labio inferior.

—Sabe quién es usted, ¿no?, y lo que le pasó a su primer marido.

—Sí, eso sí; pero no sabe que Antón… Eso no lo sabía yo tampoco.

—Bueno, pues ahora ya lo sabe. Y su marido se alegrará de saberlo. Dicen que los hombres tienen celos hasta de los muertos; así que se relamerá de poderle llamar al difunto unas cuantas cosas feas…

Mariana se puso en pie, resuelta.

—Voy a llamarle, puesto que no hay otro remedio.

—Bueno, pero no tarde usted mucho. Es ya de noche, y ésta es la hora que no sé lo que voy a hacer con mis huesos. ¿Hay alguna posada por aquí cerca?

—No lo sé. No creo… Pero ya buscaremos algún arreglo. Volveré pronto.

Mariana salió, y se detuvo un momento fuera de la puerta del salón para serenarse y dominar su gesto. Luego, viendo luz en el comedor, se encaminó hacia él en busca de algún criado. Era Benigna quien estaba allí, poniendo la mesa ayudada por una de las doncellas.

—¿Sabe usted si ha venido el señor, Benigna?

—¡Sí, señora! Está en el escritorio.

Mariana se dirigió al despacho de Roque, que era una habitación demasiado pequeña para los pesados y solemnes muebles que la llenaban. Roque la utilizaba relativamente poco, sobre todo como archivo, para escribir cartas o para alguna entrevista. Se levantó al ver a Mariana, y ella le habló bruscamente, sin siquiera una fórmula de saludo:

—Roque, ha ocurrido una cosa terrible: esa mujer que está ahí… Ya te lo han dicho, ¿verdad?

—Sí, me han dicho que es una amiga tuya de Madrid.

—¡Una amiga…! No, no es amiga mía. Yo no la había visto nunca ni sospechaba que existiera… ¡Dios mío, no! ¿Cómo iba a sospechar…?

—¡Cálmate, por Dios! ¿Por qué te alteras tanto? Yo me figuro ya de qué se trata.

—¿Que te lo figuras…? —exclamó Mariana, atónita.

—Viene a pedir dinero, ¿verdad?

—Sí… Pero ¿cómo puedes tú saberlo?

—No hace falta ser muy lince. Amanda me describió su aspecto, y en seguida comprendí que no era realmente una amiga tuya. Viene de Madrid y con aires de misterio… Es alguien que conoce tu historia y amenaza con divulgarla aquí, ¿no es eso?

—Sí —Mariana bajó la cabeza, abrumada—, eso es.

—Bien. No hay motivo para que te pongas así. Cuéntamelo todo.

Mariana obedeció, aunque omitiendo concretar los motivos que había tenido para creer en la identidad de Antón Mendoza con Roberto Carpió. Roque la oía inalterable, con la boca firmemente cerrada y el ceño algo fruncido. Cuando ella pronunció la cifra exigida por Trinidad Pérez, él hizo un gesto semiirónico, pero no dijo nada.

—¡Roque, esto no puede ser! —exclamó Mariana, cambiando súbitamente de actitud—. ¡No puedo consentir que esa mujer te despoje por culpa mía! Si cedes la primera vez, estás perdido: comprenderá que la temes y la tendrás siempre amenazando y pidiendo…

—Déjame hablar con ella. Ya veré lo que hago.

—¡No, no, Roque, escúchame! Lo que debes hacer es darle largas, y luego yo me iré de aquí con cualquier pretexto. Diremos que estoy enferma, o que tengo que ir a cuidar a un pariente… Y nunca volveré. Desharemos el matrimonio, si es posible. Quizá lo sea… dadas las circunstancias. Tú no has tenido intención de hacer de mí tu esposa. Sólo quisiste… darme un refugio. Dudo mucho que…

—¡Basta, por favor, María! No desbarres más. ¿A qué viene toda esa serie de disparates?

—¡No quiero perjudicarte, Roque! ¡Jamás debí aceptar tu ofrecimiento! Pero yo no me daba cuenta de algunas cosas, te lo juro. Si hubiera sabido lo que era esto, tu posición aquí, tu modo de pensar… ¡Será una ruina para ti si se descubre quién es tu mujer!

—Una ruina, no. Yo estoy en mi casa y soy dueño de mí mismo. A nadie tengo que dar cuenta de mis actos.

—¡Pero no me has presentado con mi nombre!

—No. Quise, y sigo queriendo, apartarte de todo aquello.

—Pero ahora…

—Ahora… ya se verá. Voy a hablar con esa mujer —dijo Roque poniéndose en pie.

—¡Pero antes oye, Roque!: yo estoy dispuesta a irme; me iré antes de ponerte en vergüenza.

Roque estaba detrás de la mesa, ya de pie y con las manos apoyadas aún en el tablero.

—Me conoces muy mal, María —dijo tranquilamente—. No soy tan ligero para cambiar de intenciones. Y tampoco creas que lo que está ocurriendo me coge de improviso. Imaginaba que podía ocurrir. Procuraré hacer callar a esa mujer; pero, si no lo consigo, ¡qué se le va a hacer! Haremos frente los dos a las consecuencias.

Antes de que Mariana pudiera responder, Roque salió de tras la mesa y se dirigió a la puerta.

—¿No quieres que vaya contigo? —dijo Mariana.

—No. Tú espérame aquí a puerta cerrada. Es preferible que Amanda no empiece a preguntarte antes de que hayamos decidido lo que vamos a decirle.

Salió Roque, y a Mariana le pareció que, con su presencia, perdía todo contacto con la realidad. Aquel despacho en el que nunca había entrado hasta aquel día, aquellas enormes ampliaciones fotográficas colocadas en la pared frontera, a ambos lados de un pequeño crucifijo… Un hombre y una mujer, ya viejos. Ella vestida de negro, con cabellos blancos y gesto dulce. Él…

Mariana se quedó mirando aquel retrato, feo pero sin duda fiel. El padre de Roque, evidentemente; el hombre fuerte que había ido a América y había vuelto rico y decidido a hacer de su hijo un caballero.

Con esa incoherencia propia de las grandes tensiones del ánimo, de las esperas pasivas y angustiosas, Mariana estudiaba el retrato de su difunto suegro tan atentamente como si su suerte dependiera del carácter de aquel hombre.

«No se parece a Roque. Tiene la cara pequeña y las facciones menudas, muy delineadas… Un hombre simpático. Y muy inteligente. Y alegre. Yo creo que era muy alegre y tenía mucha ilusión por la vida. Y sobre todo por su hijo, supongo. Adoraba a Roque, y Roque le venera a él… Eso se ve, salta a la vista. Sólo una vez me ha hablado Roque de su padre, pero yo ya sé que los dos se querían entrañablemente. Y Roque hizo muy feliz a su padre, realizó todas sus ilusiones, fue tal como el viejo soñaba que fuera…».

Al fin y al cabo, no era una incongruencia: sí que tenía relación, una relación muy estrecha, el modo de ser de aquel hombre muerto hacía tantos años, con la situación presente de Mariana.

Al darse cuenta de ello, Mariana se puso en pie, buscando otra distracción. Pero era inútil. Ya no podía apartar de sí la idea.

«Roque ha realizado lo que se había propuesto su padre. Es un hombre respetado, al que los aldeanos piden consejo y ayuda en sus apuros. Pero su posición no es la misma que la del marqués de Lorenzana, por ejemplo… ¡No, no es la misma! El prestigio de Roque depende sólo de él mismo, aún no ha echado raíces largas. Se le respeta por ser como es, no por ser quien es».

La crucecita de madera, con un Cristo de latón desgastado, era sin duda un recuerdo. Demasiado pequeño y demasiado pobre para estar colgado donde estaba.

«Quizás el indiano se lo llevó a América cuando emprendió su viaje en la bodega de un mercante…».

Mariana se volvió de pronto hacia la puerta, con el corazón agitado porque oía los pasos de Roque. Volvía muy pronto… ¿o no? Tal vez había pasado más tiempo del que ella pensaba.

Roque abrió la puerta.

—¿Qué…? —murmuró Mariana ahogadamente. Y él sonrió, sereno y protector.

—¿Por qué te angustias de ese modo, mujer? ¡Bien, todo ha ido bien!

—Pero… ¿le has dado el dinero?

—Le daré ahora mismo una parte y le enviaré la otra a Madrid dentro de un mes, cuando me convenza de que aquí nadie sospecha el motivo de su visita.

—Pero… ¿tú no crees que volverá a pedirte dentro de nada?

—No. Puede que me equivoque, pero no lo creo. Es una mujer honrada… a su manera. Su lógica y su moral no son muy ortodoxas, pero no quiere ser una ladrona.

Una vez que recupere lo suyo, tengo esperanza de que no volverá a molestarnos…, sobre todo si le van bien las cosas: va a casarse con el dueño de una taberna y quiere emplear su capitalillo en ampliar el negocio.

—Ya ves —Roque volvió a sonreír— que he aprendido muchas cosas en poco tiempo.

—Pero ¿y esta noche? ¿Qué vas a hacer con ella?

—Ahora mismo daré órdenes a Benigna para que le dé la cena y le prepare una cama. Le diré que es una mujer de tu pueblo que se ha quedado viuda y ha venido a pedirte un socorro. Ella confirmará esta explicación, porque le conviene.

Mariana cerró los ojos, desmayada de alivio. Suspiró.

—Tú siempre resuelves las cosas de la mejor manera, ¿verdad?

Sin proponérselo, había puesto ironía en su pregunta. Roque la miró fijamente y su sonrisa se nubló.

—No —dijo con sequedad—; no siempre.