11.

Y se cumplieron las esperanzas de Mariana, porque tuvo ella buen cuidado de dar a Otilia toda la libertad posible. La dejaba adelantarse, correr, marcar el rumbo, tumbarse en un prado, sobre un montón de hierba, o subirse a un roble con agilidad de chiquilla, aunque ella decía que estaba torpe, que la inactividad la tenía entumecida… Era como un potrillo al que se da suelta, como una colegiala al fin de un largo curso.

Al volver a casa tenía las mejillas sonrosadas y comía con buen apetito, ya sin remilgos ni comedias. A veces, riendo, se quejaba de agujetas.

Pero no siempre estaba de humor tan exuberante. A veces se limitaba a caminar junto a Mariana, silenciosa, mirando al frente con gesto soñador o preocupado. Y también entonces se abstenía Mariana de entrometerse.

Un día, la jovencita se echó a reír.

—No hablamos mucho tú y yo, ¿verdad…?

Mariana anotó mentalmente aquel impensado. Dijo, sonriendo:

—No, no hablamos mucho…

—Señal de que tenemos demasiado en que pensar.

—No lo creas —replicó Mariana con sinceridad—. Si a mí me gusta tanto andar es porque así reposan los pensamientos.

—Los míos no descansan nunca —dijo Otilia mirando fijamente a su madrastra—. Ni yo quiero que descansen.

Había otra vez desafío en la actitud de Otilia, pero Mariana no lo recogió ni intentó aprovechar la ocasión para penetrar en su intimidad. Ahora no sentía ya hacia ella y sus misterios la misma curiosidad que al principio. Ahora le importaba mucho más triunfar en la empresa que se había propuesto, que era ayudarla para ayudar a Roque.

De momento se conformaba con ver a la chiquilla recuperarse y deponer, aunque sólo fuera en parte, su actitud hostil hacia su padre.

Pero no paraban aquí sus planes, sino que tenía otros ocultos y más ambiciosos.

Una tarde, cuando cruzaban el jardín, a Otilia se le ocurrió cortar al paso una rosa roja e hincar su tallo en la cinta con que se ataba el pelo.

—¡Espera! —dijo Mariana—. Déjame que yo te la ponga bien…

El peinado era aún como de niña: el negrísimo pelo sujeto en lo alto de la cabeza y luego cayendo suelto por la espalda. Mariana colocó la flor bien en el centro, y luego se apartó un paso. Y, de pronto, viendo a Otilia sonreír despreocupada y contenta de sí misma, tuvo la sensación clarísima de descubrir en ella dos personas. Muchas veces se había dicho «tiene aún mucho de niña»; pero ahora se dio cuenta del significado de esta idea. A los dieciocho años, en toda mujer, especialmente en las que han sido educadas y protegidas dentro de un hogar amante, queda aún mucho de la inocencia de la niñez, mezclado ya con una incipiente experiencia de la vida real. Pero el caso de Otilia era distinto, porque los dos elementos parecían —se lo parecieron a Mariana en aquel momento— extremados e inconciliables. La ingenuidad y el ímpetu de una niña; la pasión y la experiencia de una mujer. Las dos cosas estaban allí, como agua y aceite en un mismo vaso, emulsionados pero no mezclados, prestos a separarse…

Fue una impresión rápida, y, mientras duró, Mariana creyó ver claro en Otilia y hasta en su secreto… Y aun después que la impresión pasó, dejó en Mariana la seguridad de que sus planes no eran descabellados.

—Estás muy linda, Otilia —dijo.

Y era verdad. Llevaba la jovencita una falda oscura, tobillera para que no estorbara al andar por el campo, y una blusa a rayas con cuello y puños blancos, atavío de colegiala al que la estrecha cintura y el gracioso busto hacían parecer picante y casi audaz.

Otilia rió, inesperadamente tímida:

—¿De veras lo piensas? ¡Pues muchas gracias!

Echaron a andar y, en cuanto salieron del huerto, dijo Mariana, como sin darle importancia:

—¿Te sientes con ánimos de andar un poco más que de costumbre?

—¡Cuando más ando, mejor me encuentro!

—¡Así me gusta!

—Pero ¿por qué lo dices? ¿Tienes interés en ir a algún sitio?

—Se me había ocurrido acercarnos hasta el pazo de Lorenzana.

Otilia torció el gesto.

—¿A hacerles visita?

—¡No, no! Sólo a ver la casa desde fuera. La he visto sólo de lejos, cuando veníamos hacia acá, y me pareció muy hermosa.

—Sí, es magnífica. Papá dice que es una lástima que no la cuiden mejor.

—¿Te parece bien que vayamos?

—¡Sí, sí! Muy bien.

En cuanto salieron de las tierras de Meilán a las de Lorenzana, Otilia se encargó de señalar a su madrastra las diferencias entre las unas y las otras. No era necesario, porque saltaban a la vista: en las fincas de Roque Bravo, muros sólidos, sin una brecha; cancillas de madera pintadas de azul, que funcionaban a la perfección; regatos bien encauzados… En las del marqués, las puertas, sustituidas por entrabados de ramas, no podían abrirse; pero eso carecía de importancia, porque siempre se encontraba cerca un hueco en la cerca, fácil de saltar. El verdadero problema lo constituían los trollos encharcados, donde la hierba, mezclada de juncos, disimulaba el agua, que llenaba los zapatos en cuanto se ponía el pie sobre ella… Mariana había caído más de una vez en aquellas trampas al principio de sus exploraciones, pero había aprendido ya a conocer los síntomas indicadores de que era una laguna lo que parecía una pradera…

—¿Ves? —decía Otilia—. Si estas tierras fueran de casa, papá habría hecho de esto un prado riquísimo.

Y Mariana, contenta, evitaba sonreír: Otilia, solidaria de su padre en aquellas rivalidades de vecindad, olvidaba por el momento sus rencillas con él.

Al llegar ante la verja del parque, las dos mujeres se detuvieron. Allí desaparecía toda posibilidad de comparación.

El pazo del marqués de Lorenzana se alzaba sobre una suave loma cubierta de céspedes, arbustos y árboles no muy grandes, y detrás de él se veían las oleadas profundas de un bosque interminable. Las verjas de hierro, colocadas sobre un muro bajo de sillería, parecían abarcar un gran espacio dentro del cual no había ni una parcela dedicada a cultivo utilitario. Tal vez no estuvieran muy cuidados aquellos senderos y macizos, pero conservaban, a pesar de todo, la gracia con que habían sido trazados. La casa misma tenía dos torres, o, mejor dicho, torre y media, pues una de ellas se había desplomado en parte; pero la otra se erguía con tranquilo orgullo, como desdeñando la catástrofe que a ella alcanzaría también sin tardar mucho.

—Realmente —dijo Mariana—, es muy hermoso.

—Sí —Otilia suspiró, como si le pesara reconocerlo—, es una belleza.

—Sobre todo, por lo bien colocada que está la casa en el paisaje.

—¡Ay, mira, María! —susurró Otilia de pronto—. Aquélla es Blanca. ¡Vámonos antes de que nos vea!

—¿Por qué…? Podemos entrar a saludarla. Incluso le debemos visita.

—¡No, no! Ya se la pagarás con papá. A mí me aburren las visitas.

Mariana no insistió, aunque le parecía que era más bien cortedad que aburrimiento lo que hacía huir a su hijastra. No tenía interés en entrar en el pazo; más bien creía preferible un encuentro casual o que lo pareciese.

Blanca Lorenzana, con un gran sombrero de paja y un ligero vestido azul claro, iba con aire distraído de macizo en macizo, cortando flores y colocándolas en una cesta plana que llevaba al brazo.

Las dos curiosas dieron media vuelta y se alejaron de la verja. Mariana iba vigilante, con el oído aguzado y los ojos avizores, segura de que no saldrían de los límites de Lorenzana sin tropezarse con su dueño.

Cuando oyó no lejos el galope de un caballo, disimuló su satisfacción. Otilia no prestaba atención al brioso golpeteo, que primero se alejó y volvió a acercarse luego, dando a Mariana la seguridad de que Tomás Lorenzana, noticioso de su presencia andaba buscándolas por los alrededores. Y así debía de ser, porque a los pocos minutos, saltando un muro y frenando en seco, caballo y caballero aparecieron ante las dos mujeres como caídos del cielo. Otilia gritó, y Mariana se echó hacia atrás con ella, sobresaltada. El marqués de Lorenzana se quitó el sombrero y pidió perdón por el susto, mientras su mirada de soslayo decía a Mariana que lo había hecho a propósito. Inmediatamente saltó a tierra.

—De verdad siento haberlas asustado; pero, por lo demás, me alegro mucho de este encuentro.

—¡Y menos mal que ha sido sólo el susto! —dijo Mariana con severidad—. Un metro más acá, y nos atropella a las dos.

—Pero salté… un metro más allá, señora mía —dijo Tomás, burlón—. De modo que es inútil lamentar una desgracia que no ha sucedido.

—¡Es una locura saltar así un muro junto al cual corre un camino!

—Locura… quizá. Pero no tan grave, al fin y al cabo. O… ¿es que no me considera usted capaz de hacer retroceder al caballo a medio salto?

—No —intervino Otilia de pronto, con una sonrisita ácida—; eso no puede hacerlo usted ni nadie. Pero ¿qué más da? Lo peor que podía suceder es que su montura pisoteara a dos vulgares intrusas; y me figuro que eso lo han hecho muchas veces sus antepasados con toda intención y considerándose en su pleno derecho. ¿No es así, marqués?

Tomás Lorenzana volvió su mirada hacia Otilia y la detuvo sobre ella con atención repentina, como si sólo entonces la hubiese visto realmente. La jovencita sonreía, a medio camino entre la hostilidad y la broma. Tomás alzó una ceja y sonrió también.

—Por lo que sé de mis antepasados —dijo, sin prisas y sin apartar de Otilia sus risueños ojos—, creo que, ante dos intrusas como ustedes, sus intenciones serían muy diferentes de las que usted les atribuye. ¡Muy diferentes, puedo jurárselo!

Otilia se puso muy colorada y no pudo menos de echarse a reír.

—Y para que no me juzgue usted más insensato de lo que soy —continuó Tomás sin dejar de mirarla—, le confieso que, antes de saltar, sabía dónde estaban ustedes, porque había visto la parte alta de sus cabezas por encima del muro.

—O sea —dijo Mariana—, que nos asustó usted porque quiso.

—¡Bueno…! Yo no quería asustarlas, precisamente, sino sorprenderlas. Y lucir las habilidades de Sultán.

—Y, de paso, las de usted —concluyó Mariana.

—De paso, las mías —reconoció Tomás—. Sé que yo solo valgo muy poco. Por eso me asocio con Sultán cuando voy al encuentro de una mujer bonita… o de dos.

—¿Venía usted a nuestro encuentro?

—¡Claro! Supe que estaban ustedes en mis dominios, y ¿cómo iba a dejarlas marchar sin pagar el portazgo? —Cambió de tono repentinamente—: Mi hermana las espera para merendar.

—¿Su hermana? ¿Es que nos vio?

—Ella, no; pero las vio el ama Nemesia desde una ventana.

—Y se apresuró a dar la alarma —apuntó Mariana viendo que Otilia no parecía dispuesta a decir nada más.

—Se apresuró a contárselo a Vicente, el cual se lo dijo a Celso, el cual…, etcétera, etcétera, etcétera…

—Tiene usted bien montada la vigilancia de sus tierras.

—No es eso. Es que en casa nos aburrimos todos mucho. Y, además, es natural que al verlas a ustedes despertase el interés de todos.

—¿Tiene algo raro que paseemos por aquí? —preguntó Mariana alzando las cejas.

—Raro…, no, quizá. Vienen ustedes a inspeccionar la propiedad.

—¿Inspeccionar?

—Sí: como esposa e hija del futuro amo.

—¿Cómo? —exclamó Otilia con asombro.

—¡No le hagas caso! —dijo Mariana—. Es una broma del marqués: dice que tu padre se hará pronto dueño de todas sus tierras.

—¡Qué tontería! —rió Otilia.

Tomás la miró con falsa gravedad.

—Eso es lo que se dice siempre cuando no se sabe qué decir… Pero estamos perdiendo el tiempo, y Blanca estará impaciente esperándonos…

—¡Pero no podemos ir! —dijo Mariana—. Lo siento mucho, pero no podemos volver ahora hasta allá y detenernos a merendar. Llegaríamos a casa muy tarde y Roque se alarmaría.

—Ya he pensado en eso —replicó Tomás tranquilamente—, y por eso he enviado a Meilán un criado con el aviso.

Mariana miró a Otilia y vio en sus ojos un resuelto . Por lo visto, ya no le parecía tan aburrida aquella visita.

—¡Está bien! —suspiró Mariana—. Aceptamos por no desairar a su hermana.

A partir de aquel momento, Mariana sólo prestó una atención distraída a las galanterías y bromas del marqués, porque la inminente entrevista con Blanca absorbía todo su interés. Contestaba, sin embargo, a tono, ayudando a Otilia, que aún estaba un poco turbada, aunque por momentos se mostraba más resuelta y alegre.

—¿Y cómo es que el ogro ha dejado escapar a la princesa? Es un acontecimiento que tiene asombrada a la vecindad.

—¿De qué habla usted? —preguntó Otilia riendo—. ¿Quién es el ogro y quién es la princesa?

—La princesa, usted, naturalmente. El ogro…, no me atrevo a decirlo, no vaya a ser que usted se enfade.

—El ogro es tu padre, Otilia —intervino Mariana riendo también—. Y creo que tiene buenos motivos para guardar a la princesa: rondan por aquí lobos muy peligrosos…

—¡Feroces! —exclamó Tomás—. ¡No lo sabe usted bien! Por eso me sorprende que el ogro haya consentido esta imprudencia.

—Es que la princesa no va sola: la acompaña un dragón de toda confianza.

—¿Usted?

—¡Yo misma!

—Pues, en ese caso, me temo que los lobos, en lugar de huir acudirán en doble número.

Si Mariana no hubiera estado tan distraída, habría advertido la mirada rápida y recelosa que Otilia pasó de Tomás a ella y de ella a Tomás. Pero en aquel momento estaban llegando de nuevo a la verja del pazo, pero esta vez ante la doble puerta de hierro forjado. Un criado acudió corriendo a hacerse cargo del caballo, y Tomás, tras entregarle las riendas, abrió la puerta ante sus invitadas.

—Bienvenidas a mi casa, que les ruego tengan por suya.

—Gracias —respondió Mariana—. Me alegro de ver el jardín por dentro. Es muy hermoso.

Era hermoso —rectificó Tomás—. Actualmente es casi monte bravo… ¡Ah, miren ustedes! Allí veo a mi hermana…

A cierta distancia, en efecto, se descubría entre setos la clara silueta de Blanca, que estaba sentada bajo un árbol, dando la espalda al camino central. A Mariana le sorprendió la inmovilidad de aquella espalda, la inclinación de aquellos hombros y de aquella cabeza, que no se alzaba al ruido de los pasos. ¿Era verdad que Blanca Lorenzana estaba esperándolas?

Tomás se adelantó resueltamente:

—¡Blanca! Aquí te traigo a nuestras invitadas.

Y Blanca, en lugar de levantarse inmediatamente, permaneció aún un par de segundos sentada y con los hombros aún más inclinados. Luego, al fin, se puso en pie y se volvió. Sonreía, pero tenía los párpados hinchados y huellas rojas en torno a los ojos. Era evidente que la habían sorprendido llorando. Fue un momento difícil para todos, que la misma Blanca rompió con admirable valentía.

—Perdónenme ustedes —dijo, con la voz aún húmeda de lágrimas pero acentuándose su sonrisa—: Tomás es muy imprudente, y yo muy sentimental y estúpida.

—Perdónenos usted a nosotras —murmuró Mariana, muy turbada—, no hemos debido interrumpir así, pero pensábamos…

Se interrumpió Mariana, y Tomás completó su frase:

—Pensaban, porque yo se lo dije, que tú las esperabas.

—¡No tiene importancia! Me alegro mucho de que me las hayas traído.

—Las he invitado a merendar.

—¡No, no! —protestó Mariana—. ¡Nosotras nos vamos ahora mismo! Precisamente yo venía pensando que…

—¡Se lo ruego! —dijo Blanca con una sonrisa irresistible—. No se vayan ahora, dejándome con tan mal sabor de boca.

—Volveremos otro día; pero ahora…

—¡Por favor! —insistió Blanca—. Yo me he puesto tontamente a revivir memorias tristes. Estaba viviendo en el pasado, y ustedes me han hecho un gran servicio volviéndome al momento presente… ¡No hablemos más de esto! Merendaremos, si les parece, en el jardín de atrás, que da a poniente y es muy agradable a esta hora…

—¡Muy bien! Si usted quiere…

—¡Desde luego que sí! Tomás: vete a casa y ordena lo necesario. Nosotras daremos una vuelta entre tanto.

Tomás se alejó contento de escapar momentáneamente. Mariana admiraba más y más la presencia de ánimo de Blanca Lorenzana, que había dominado ya por completo su voz y su gesto, aunque en sus ojos quedaban aún, forzosamente, las huellas del llanto. Durante el paseo por el jardín hablaron sólo de él, de los éxitos y fracasos en la aclimatación de las diversas especies de flores.

La merienda fue servida por una mujer de sesenta años, vestida de negro, de rostro y ademanes hieráticos. Había en ella un algo de misterioso y, al mismo tiempo, hogareño. Notó Tomás las miradas que Mariana le dirigía, y dijo, sonriendo, después que la mujer se alejó:

—Un magnífico tipo de paisana gallega, ¿verdad? Ha nacido en esta casa, y yo creo que se dejaría matar por defenderla; pero para nosotros es una desconocida.

—No hagan caso a Tomás —protestó Blanca—. ¡El ama Nemesia una desconocida…!

—Si tú crees conocerla, eres más ingenua de lo que yo pensaba. Nemesia tiene poderes mágicos, y decide de la suerte de hombres, mujeres y ganados de todo este valle.

—¡Es verdad! —exclamó Otilia—. Eso dicen los paisanos, por lo menos.

—Pues yo puedo asegurarle que no es verdad —dijo Blanca con extraña expresión—: Nemesia me quiere más que a nadie en el mundo…

—¿Y acaso tienes motivos para quejarte de tu suerte? —Tomás sonreía, pero Mariana creyó adivinar que estaba un poco alarmado.

—No —suspiró Blanca—. Tal vez no. Tal vez sólo puedo quejarme… de mí misma.

Tomás se echó a reír.

—Decididamente, esta tarde estás disfrutando de tu mejor melancolía.

—Lo pide el día, ¿no crees? ¡Ha sido tan perfecto! La cumbre del verano es ya el principio del otoño, y el heno recién segado huele a nostalgia.

Blanca hablaba en tono ligero, pero su actitud resultaba desconcertante: después de haber dominado su emoción tan valientemente media hora antes, ahora parecía complacerse en jugar con el peligro, atrayendo la atención hacía sí y sus sentimientos.

Poco después, Mariana se levantó para despedirse. Blanca decretó que su hermano y ella las acompañarían una parte del camino, y al echar a andar tomó a Otilia del brazo y empezó a decirle cumplidos:

—¡Estás muy guapa, Otilia! ¡Hace tanto tiempo que no nos veíamos!

Mariana se vio obligada a emparejarse con Tomás, lo cual la contrarió un poco; pero consiguió mantenerse cerca de la otra pareja.

Tomás, aunque lo disimulaba, estaba también contrariado y hablaba poco. Blanca, en cambio, hablaba y reía con animación. Anochecía, y Mariana estaba deseando llegar a casa, temiendo que Roque o Amanda se sorprendieran del prologando retraso; pero Blanca imponía una marcha caprichosa y lenta. De pronto se detuvo, y su voz llegó hasta Mariana con entera claridad.

—¿No sabes que padre fue mi ídolo cuando yo era niña? Era guapísimo y fuerte; a mí me parecía una especie de dios… Creo que estuve enamorada de él a los doce años.

Blanca rió, y Otilia le hizo coro forzosamente. Tomás se mordió el bigote, y Mariana estaba a punto de decir que tenía prisa, cuando una figura surgió ante ellos en el camino.

—¡Benigna! —dijo Otilia con tono de niña irritada—. ¿Qué pasa? ¿Vienes a buscarme?

—Vengo a buscar a la señora. ¿No está con ustedes?

—Sí, aquí estoy, Benigna. ¿Qué sucede?

—Mandóme la señorita Amanda, porque la señora tiene una visita y el señor no está en casa.

—¿Una visita? —repitió Mariana, fijándose en lo más sorprendente del mensaje—. Pero no será para mí personalmente, supongo…

—¿Cómo dice la señora?

—Quiero decir que será algún amigo de la familia, no mío.

—Es una señora de Madrid. Dice que quiere verla a usted y nada más que a usted. Vino desde Lugo en el coche de línea y está en casa desde antes de las cinco…

—Una señora de Madrid… —dijo Mariana lentamente—. ¡Qué extraño!

Experimentaba una aprensión indecisa, muy desagradable. Ella no tenía en Madrid ninguna amiga lo bastante íntima para hacer un viaje tan largo sólo por visitarla. Y, en todo caso, no había dado sus señas a nadie. A nadie más que al cura de su pueblo, y era muy poco probable que éste le enviara ninguna visita.

Mariana reaccionó inmediatamente, dándose cuenta de que todos la observaban.

—¡Bien! —dijo, sonriente—. ¿Para qué hacer cábalas, si ahora mismo voy a saber quién es?