Por las mañanas, Roque solía levantarse mucho antes de que su mujer se hubiera despertado. Por las noches, era él casi siempre quien daba la señal de retirada, y Mariana, como obedeciendo a un acuerdo tácito, se levantaba para irse con él. Entraban juntos en el dormitorio grande, y Roque, tras un formulario «¡Buenas noches!», se dirigía inmediatamente al suyo. Era curioso que la anormalidad de la situación se le aparecía a Mariana mucho más cuando reflexionaba sobre ella que cuando vivía en presente sus aspectos más aberrantes. Era tal la naturalidad y calma de Roque al llevar a cabo la diaria comedia destinada a engañar a su familia, que jamás surgía en aquellos momentos ninguna turbación entre marido y mujer. A Mariana no se le había ocurrido nunca correr el pestillo de la pequeña puerta que separaba las dos habitaciones. En primer lugar, porque no se creía con derecho a hacerlo, y, además, porque, cuando aquella puerta se cerraba a espaldas de Roque, ella se sentía tan separada de él como si habitaran en casas distintas.
Pero aquella noche se rompió la rutina. Roque, como siempre, abrió la puerta del dormitorio, se echó a un lado para dejarla entrar a ella, entró a su vez y cerró tras sí. Pero luego, en lugar de pasar junto a Mariana en dirección a su cuarto, se quedó quieto y carraspeó. Mariana le miró con sorpresa.
—Escucha, María —empezó él—. Tengo que hablarte…
Parecía un poco turbado, y la sorpresa de Mariana se convirtió en expectación. Una expectación tan viva que le alteró el pulso. La voz le salió un poco sorda.
—Tú dirás…
—En principio, a mí me pareció muy bien que pasearas por el campo cuanto quisieras. No se me ocurría que pudieses correr ningún peligro, y me hago cargo de que necesitas ocupar el tiempo y hacer ejercicio. Pero ahora he comprendido que me equivocaba: no está bien que vayas sola.
—¿Por qué no está bien? —preguntó Mariana secamente.
—Al parecer, los paisanos lo comentan, lo encuentran impropio.
—¿Y es ése motivo suficiente para que cambies de opinión?
—Ya ves que sí.
—¿Tanta importancia das a la opinión ajena, que cambias la tuya por los dichos de unos aldeanos?
—Sí que me importa la opinión de mis prójimos; sobre todo la de los que conviven conmigo. Pero es que, además, ellos me han hecho ver cosas en que yo no había pensado.
—¿Qué cosas, por ejemplo? —Mariana hablaba ahora en tono de franca rebeldía.
—Creo que tú puedes imaginarlas sin dificultad.
—Pero, a lo mejor, mi imaginación no coincide con la tuya.
—Yo tengo muy poca imaginación. La prueba te la estoy dando en este momento. Yo te animé a que pasearas sola, sin que se me ocurriese que en ello podía haber un peligro.
—¡Quiero saber, concretamente, a qué peligro te refieres!
—¿Por qué te enfadas, María? No he dicho nada que pueda molestarte. La equivocación, o la imprudencia, o como quieras llamarlo, ha sido mía, no tuya.
Hablaba Roque en un tono grave y tranquilo que obligó a Mariana a frenar su deseo irrazonable de discutir: era absurdo contradecir a Roque, cuando ella había llegado a la misma conclusión que él.
Al cabo de un momento, Mariana acabó por decir honradamente lo que pensaba:
—La verdad es que yo había decidido ya no volver a salir sola.
—Me alegro mucho. Sentía tener que contrariarte.
—Renunciar a mis paseos me contraría, aunque comprendo que es necesario.
—Yo procuraré acompañarte en cuanto adelante un poco el trabajo. ¿No te gustaría montar a caballo?
—Ya sabes que soy mala amazona.
—Mejorarás en seguida, con un poco de práctica.
—Probaré, si tú quieres; pero, por el momento había pensado otra cosa.
Roque esperó, interrogante. Mariana prosiguió, dando a su entonación toda la naturalidad que pudo.
—¿No crees que a tu hija le sentaría muy bien hacer un poco de ejercicio? La vida que hace no puede ser sana, sobre todo a su edad.
Roque había fruncido el ceño. No dijo nada.
—Está mucho tiempo al aire libre, y eso es bueno. Pero no basta. Necesita moverse, ejercitar sus fuerzas y apaciguar sus nervios. Lo necesita más aún que yo.
Roque seguía callado. No miraba a Mariana, sino al suelo.
—¿No te parece que tengo razón? —apremió Mariana al cabo de un momento.
—Sí que la tienes. Y no creas que me dices nada nuevo. Si Otilia hace la vida que hace, no es por gusto mío.
—¿Temes que huya de casa? —preguntó Mariana con crudeza.
Roque se sobresaltó, la miró con viveza, volvió a apartar de ella los ojos. Dijo, por fin, contra su voluntad:
—Me ha amenazado muchas veces con hacerlo. No creo que de veras lo piense, pero… no me atrevo a hacer la prueba.
—¿Sería peligroso que paseara conmigo?
—No querrá.
—¿Por qué no?
—Bastará con que sepa que a mí me agrada.
—Pero ¿y si no fuese cosa tuya? ¿Y si tu… cedieras contra tu gusto, por empeño mío y de la niña?
—¿Te encuentras en esos términos con Otilia? —preguntó Roque, incrédulo.
—Quizá me equivoque, y, desde luego, no es mérito mío, pero me parece que ella empieza a estar cansada de su actitud. Sea cual sea el motivo…
Mariana dejó la frase en el aire, con la esperanza de que Roque la recogiera; pero él se limitó a seguir mirando a su mujer, en espera de que ella continuase. Y ella continuó, al cabo de un instante:
—El mal recuerdo, o la pasión de ánimo, o lo que sea, está cediendo ya, y si la chiquilla encuentra ocasión de ir volviendo a la vida sin dar su brazo a torcer, yo creo que lo hará con mucho gusto.
—Si tú lo consiguieses —dijo Roque lentamente—, ¡qué peso me quitarías de encima!
—¿Me permites que lo intente?
—Te lo ruego. Haz lo que puedas, y ¡que Dios te guíe! Roque cruzó la habitación y se volvió desde la puerta de la suya.
—¡Muchas gracias, María! —dijo—. Por todo.
—¡Vaya! —sonrió Mariana, un poco emocionada—. ¡Yo estaba temiendo que me llamases entrometida!
—Si de veras has pensado eso, es que me has entendido muy mal. Ésta es tu casa, con todo lo que contiene. Lo único que yo quiero evitar es que te fatigues o te preocupes.
—Lo que realmente no quieres —se atrevió a decir Mariana, en un arranque de franqueza— es que yo me empeñe en saber…
La luz era escasa —sólo una vela que Mariana traía en su palmatoria y que había dejado sobre la mesa de centro—; pero, a pesar de ello, fue visible que Roque enrojecía y parpadeaba.
—Hay cosas —dijo— que yo mismo quisiera borrar de mi recuerdo.
Abrió y cerró la puerta. Mariana se sentó frente al tocador y se llevó las manos al pelo para empezar a deshacer su peinado. Sus movimientos eran despaciosos, distraídos.
«En esto han venido a parar todos mis propósitos de mantenerme aislada de la vida de Roque…».
Pero no estaba arrepentida, sino contenta, muy contenta, a causa de dos breves frases de Roque. Y la perspectiva de su misión cerca de Otilia despertaba en ella un interés que no esperaba volver a sentir nunca más.
Tardó en desvestirse, pues su mente estaba abstraída.
Cuando por fin se metió en la cama, había tomado una decisión muy adecuada para facilitar su sueño:
«No hablaré en seguida con Otilia sobre los paseos… me sentaré junto a ella a coser, y veré venir las cosas».
Mariana siguió su programa a la letra, y sólo después de cuatro o cinco días de trabajar con su hijastra, hablando poco y sólo del tiempo o de la labor que tenían entre manos, se decidió a decir, como sin darle importancia:
—Con esta tarde tan hermosa, ¿no te entran ganas de pasear un poco?
Otilia se encogió de hombros.
—No sé… ¿Se lo ha dicho usted a papá?
—¿Quieres que se lo diga?
—A mí me da igual. Haga usted lo que quiera.
—Pues hoy mismo, en la cena, se lo voy a preguntar. O, mejor no: mañana, en la comida para que estés tu presente.
Porque Otilia, seguía absteniéndose de comparecer en la cena, aunque no en la comida del mediodía.
—¿Y por qué tengo que estar yo?
—Porque así podrás apoyarme.
—Ya le he dicho que no me importa nada.
—Pero a mí, sí.
—¿Por qué? —Otilia estaba en guardia, casi hostil.
—Pues porque tu padre me ha prohibido que salga yo sola por el campo.
Mariana hizo esta declaración con recelo, muy dudosa del resultado. Pero en seguida comprendió que había acertado. Otilia sonrió, desdeñosa y triunfante.
—¡Vaya!: también usted va conociendo a papá, por lo que veo. Siempre tiene el no preparado en la boca. Los gustos de los demás le tienen sin cuidado.
—Es que, según parece, los aldeanos lo critican.
—¡Ah, claro, los paisanos! ¡Así es mi padre de cuerpo entero! Lo que piensan cuatro brutos ignorantes le importa más que sus gustos o los míos. ¿No es una cosa ridícula e indignante?
—Yo no quiero discutir con tu padre —esquivó Mariana—. Supongo que, cuando él hace las cosas, sus razones tendrá.
—¡Claro que tiene razones! Tiene una, sobre todo: que es un egoísta terrible y sólo quiere estar tranquilo. Le hace feliz ser el amo de todo, y que todos se descubran al verle de lejos, y que nadie tenga que decir nada de él ni de su familia. No le importa que en casa todos lloren y sean desgraciados, con tal que nadie lo sepa.
—¿Tú piensas —preguntó Mariana suavemente— que tu padre no te quiere?
Otilia vaciló, mordiéndose los labios. Luego alzó los hombros, gesto en ella muy frecuente.
—¡Hay muchos modos de querer!
Mariana resistió el impulso de pedirle a Otilia aclaraciones, aunque tenía la intuición de que la jovencita estaba deseando hacerlas. De momento, consideró más prudente dejar las cosas como estaban y no querer adelantar demasiado. Se limitó, pues, a bajar la cabeza, como si las palabras que acababa de oír le dieran mucho que pensar. Durante un momento pareció como si Otilia fuese a seguir hablando: pero al fin optó por volver también a la labor, silenciosamente. Pasaron así varios minutos, y luego Otilia dijo, con forzada displicencia:
—Si papá lo permite, yo me alegraré de poder ir con usted.
Al día siguiente, a la hora de comer, Mariana planteó la cuestión sin haber hablado nuevamente con Roque.
—¿No te parece, Roque —dijo—, que Otilia hace una vida demasiado sedentaria? ¿Tienes inconveniente en que venga conmigo a dar algunos paseos por el campo?
Los dos muchachos se quedaron con la cuchara en el aire, mientras sus vivos ojos pasaban de su padre a Otilia y de Otilia a su padre y a Mariana. Roque dijo calmosamente:
—A Otilia no le gusta pasear.
—¿Quién ha dicho eso? —saltó Otilia.
—Creo que a la vista está.
—¡No pretenderás que es gusto mío estar encerrada!
—Si no recuerdo mal, te he aconsejado más de una vez que dieses un paseo todos los días.
—¡Sí! ¡Por la carretera! ¡Y contigo de guardián!
—De guardián, no —dijo Roque sonriendo—; de acompañante.
—¡A ti te aburre pasear por la carretera!
—Pero yo paseo todas las tardes —intervino doña Amanda con digno reproche—, y tú nunca has querido acompañarme.
—¿Qué tiene que ver eso, tía Amanda? —exclamó Otilia, impaciente—. Tú andas muy despacio y siempre por el mismo sitio. En cambio, a María no le importa saltar muros, ni cruzar tojos y xestas… ¡Es otra cosa! Hasta podemos ir a caballo.
—Por ahora, no —dijo Roque—. A ti no te conviene fatigarte demasiado para empezar. Los primeros días es mejor que deis paseos cortos.
—¿Eso quiere decir que me dejas? —preguntó Otilia, adoptando de pronto una actitud displicente.
—Si María quiere llevarte…
—¡Yo ya le he dicho que sí! ¡Con mucho gusto!
—Pues, por mi parte, no hay inconveniente en hacer la prueba.
—La prueba ¿de qué? —saltó de nuevo Otilia.
—De si te sienta bien o mal el cambio de régimen.
—¡No hables como si estuviese enferma, padre, porque no lo estoy!
Era evidente que Otilia buscaba disputa; pero Mariana intervino, y desvió el peligro con una sonrisa:
—Yo espero que los paseos nos resulten a las dos muy agradables.