La casa de la Carrera de San Jerónimo en que Antón Mendoza había encontrado muerte violenta —«la casa del crimen», como habían de llamarla los madrileños durante varios meses— era un antiguo palacio dividido por sus actuales dueños para alquilarlo por pisos. El principal, naturalmente, era el ocupado por don Adolfo Mena, y bajo él, en el entresuelo, habitaba la viuda de Orozco. Envuelta en una capa de alto cuello, oculta la cara por el velo del ancho sombrero, Mariana Estévez se apeó de un simón no ante el portal, sino doscientos metros más allá. Aún había algunos papanatas contemplando boquiabiertos la fachada, pues la noticias del juicio y el veredicto habían reavivado el interés público. Pero Mariana no pensaba entrar por la puerta principal, y ni siquiera se acercó a ella. Dando un rodeo por un estrecho callejón, penetró en el patio. No miraba a derecha ni a izquierda, temerosa de atraer la atención, y fue un alivio para ella encontrarse en la penumbra de la escalera. Una vez en el entresuelo, tiró enérgicamente del cordón de la campanilla y esperó muy cerca de la puerta, pero sin llegar a empujarla. De este modo, cuando la puerta se abrió, le fue fácil seguir su movimiento y, sin violencia, encontrarse a medias dentro de la casa.
—¡Jesús! ¿Quién es…? —exclamó, con sobresalto, la mujer que había abierto.
—No te asustes, Teodora: soy yo.
—¡Jesús! —repitió la mujer.
Hizo un movimiento instintivo para cerrar la puerta; pero aquello era imposible. Mariana empujó ahora, suavemente.
—Déjame entrar, Teodora. ¿De qué tienes miedo?
—¿A qué viene usted aquí a estas horas?
—No tengo otra casa que ésta.
—¿Cómo dice que ésta es su casa? ¿Quién paga la habitación? ¡Ni una perra desde que la prendieron a usted!
—¿No está alquilada?
—¡No! No hemos encontrado quien la quiera.
—¿Siguen allí mis cosas?
—¡No! Están recogidas. ¡Lléveselas usted y váyase!
—¿Adónde quieres que vaya de noche? ¿A una fonda, una mujer sola? ¿O que vaya de casa en casa pidiendo cobijo?
—¡Eso no es asunto mío! Usted ya no vive en esta casa.
—No; no es asunto tuyo. Es asunto de tu ama, y con ella he de hablar.
—¡La señora está durmiendo!
—No, eso no es verdad. Estará en la cama, pero despierta. Yo sé bien que duerme muy poco.
—¡Bueno, pues ahora no puede usted verla!
—Tampoco puedo irme.
—Entonces, ¿va usted a asaltar la casa por las malas?
—No. Si tu ama me echa, me iré.
Teodora era mujer fuerte y colorada, de unos treinta años. Rió con burla ante las palabras de Mariana.
—¿Es que no conoce usted a la señora? Empezará a llorar, y a gemir, y a pedir socorro…
—No puedo irme, Teodora: ¿no sabes que han querido matarme en la misma Audiencia? Si en la calle me conocen, allí me destrozan… Los jueces me han dado inocente, pero la gente no lo quiere creer. Me han sacado a escondidas de la Audiencia y me han traído hasta aquí en un coche con dos guardias…
Teodora apretaba la boca y balanceaba la cabeza de atrás a delante.
—¡Pues sí que estamos buenas! Si la dejo a usted entrar esta noche, ¿se irá mañana por la mañana?
—Te lo prometo. Tampoco yo deseo quedarme en esta casa.
—Entonces, ¿qué remedio? Pase usted… El cuarto está sin arreglar, pero le sacaré a usted ropa para la cama.
Teodora acercó una pajuela al fogón y con ella encendió una vela. En la casa había entrado ya la electricidad, pero no en el piso de la viuda de Orozco, «que no tenía dineros que tirar ni ganas de diabluras». Gas sí que había, y, con su vela, Teodora encendió uno de los brazos, provistos de rizadas tulipas que flanqueaban el espejo dorado colgado sobre la chimenea del gabinete. Mariana miró alrededor: la sillería estaba enfundada y el espejo cubierto por una gasa amarilla.
—Estará todo perdido de polvo. Yo limpio de cuando en cuando, pero…
Teodora se encogió de hombros. Mariana dijo apagadamente:
—Es lo mismo. Gracias, Teodora.
—Bueno: voy por las sábanas… A la señora no le digo nada ¿sabe usted? ¿Para qué? Mañana se irá usted antes de que se levante, conque…
Sonrió Mariana con cansancio.
—Sí, me iré temprano; puedes estar tranquila.
Salió Teodora. Mariana dejó sobre una silla su pequeño cabás negro, se quitó lentamente la capa y el sombrero y luego se acercó a la puerta que unía el gabinete con el despacho. La abrió. En la penumbra, el despacho, con las sombras blancas de los muebles enfundados, era una habitación desconocida… Mariana dio dos pasos por ella. No había alfombra, y Mariana recordó que la sangre de Antón la había manchado… Un brillo en la oscuridad la atrajo hacia la mesa. Alzó en sus manos el pesado objeto de plata en el que se reflejaba la luz: un candelabro de estilo modernista, costoso y extravagante; varios tallos de nenúfar se entrelazaban horizontalmente, y sólo alzaban en sus extremos las hojas planas y redondas que sostenían las velas.
—¿Dónde está usted, señorita…? —llamó, un poco inquieta, la voz de Teodora.
—Aquí, Teodora: en el despacho —dijo tranquilamente Mariana.
Y volvió hacia el gabinete con el candelabro en las manos.
—Esto es mío, Teodora, ¿no lo recuerdas?
—¡Ah!, ¿es de usted? No me acordaba.
—Se lo regalaron a mi marido, y él lo tenía en gran estima.
—¡Pues lléveselo, lléveselo! No piense usted que yo me quiero quedar con nada de nadie.
—Ya lo sé. Y sé también que os soy deudora a ti y a tu ama. No os he traído más que disgustos, y vosotras me guardáis mis cosas y me dais cobijo…
—¡Calle usted, por Dios! ¿Qué se le va hacer? ¡Peor suerte le ha tocado a usted y se tiene que aguantar!
Teodora tenía buen corazón y, además, era curiosa. No se limitó a entregarle las sábanas a Mariana, sino que la ayudó a hacer la cama, mirándola al mismo tiempo sin disimular su interés. La palidez del encierro no sentaba bien a la piel trigueña de la joven, y la excesiva delgadez marcaba dos surcos a los lados de su boca. Teodora sacudió la cabeza y expresó su opinión con un suspiro.
—¡Quién la ha visto y quién la ve, señorita! Le han echado a usted veinte años encima… ¿Y qué piensa usted hacer ahora?
—No lo sé.
—¿No tiene usted familia?
—No tengo a nadie.
—Ni dinero tampoco, ¿verdad?
—Tendré que empeñar las ropas y mis alhajas para pagar la cama y la comida. Pero tengo salud y puedo trabajar…, suponiendo que alguien quiera darme trabajo.
—Debía usted irse a su pueblo.
—No; ya te he dicho que no tengo parientes. Además, allí no hay trabajo más que en el campo… Y además…
Mariana se interrumpió; no quería decir que en el pueblo todos habían desaprobado su rápido matrimonio con el guapo forastero del que nadie sabía nada. Todos habían vaticinado pronta ruina y graves desdichas, aunque no tantas como las que habían caído sobre ella.
Una campanilla tintineó largamente, repetidamente.
—¡La señora! ¡Allá voy! ¿Quiere usted algo más…?
—No, gracias, Teodora.
—Pues, entonces, que usted descanse…
Teodora salió y Mariana se sentó sobre la cama recién hecha. La cama que había compartido con Antón. Se quedó quieta, mirando al vacío. Sí: al vacío, porque miraba dentro de sí misma.
No sentía absolutamente nada. Recordó las palabras melodramáticas del abogado defensor: «… esta mujer sobre la que el destino ha descargado sus golpes más crueles…», «… un esposo joven, tiernamente amado…».
Era verdad. Todo aquello era verdad. Y, sin embargo, sólo le daba ganas de reír.
Estaba sola en la habitación que había presenciado las horas decisivas de su vida. El amor de Antón. La muerte de Antón. El cuerpo frío y rígido con el puñal clavado.
Y nada: no sentía nada.
Al principio, sí: había gritado espantosamente para vaciarse de aquel horrible espectáculo. Y luego, en la cárcel, se había retorcido de dolor cada vez que lo recordaba. Y había sentido, también, miedo. Un miedo que la hacía temblar sola en su celda y morderse las manos. Ella sabía lo que era el garrote; había visto, de niña, los dibujos de los pliegos de aleluyas que los ciegos vendían por las ferias: el reo sentado y la cuerda en torno a su cuello, y el torniquete… Y luego la lengua fuera, la enorme lengua negra…
Pero ya ni eso la hacía estremecerse: había escapado y ahora tenía que vivir.
—¡Señorita! ¿Se puede? —preguntó Teodora entreabriendo la puerta.
—Sí… Pasa…
—Señorita: no le he preguntado si quiere usted cenar.
—Ya he cenado; gracias, Teodora.
—¿No quiere usted comer nada, de verdad?
—De verdad. Gracias.
Teodora no se iba, y Mariana comprendió que aún no le había dicho el verdadero motivo de su reaparición.
—Señorita, yo… No lo tome usted a mal, pero yo… ¡Yo la voy a cerrar a usted con llave!
La frase había sonado agresiva, pero era de pura turbación. Mariana rió.
—¿Piensas que te voy a matar mientras duermes?
—No, señorita, pero…, ¡la verdad! Si estuviera usted en mi lugar, ¿no haría lo mismo?
—¡Cierra, mujer, cierra! Y no te olvides de cerrar también la otra puerta del despacho.
A las ocho de la mañana salió Mariana Estévez de casa de la viuda de Orozco, dejando en ella sus equipajes preparados para enviar a recogerlos cuando hubiera encontrado otro alojamiento. No llevaba sombrero y capa, como la noche anterior, sino pañuelo y mantón. Pero en el estrecho portal del patio la esperaba un hombre que no se dejó engañar por aquel amago de disfraz. Era don Adolfo Mena, que surgió del hueco de la escalera y se interpuso en su camino.
—¡Buenos días, Mariana!
—¡Ah…! —Mariana se sobresaltó, y se indignó luego— ¡Don Adolfo! ¡Déjeme paso!
—En seguida. Pero antes tengo que decirte dos palabras.
—¡Ni una siquiera! ¡Déjeme paso!
—No antes de que me oigas.
—¿Quiere usted que grite?
—No lo harás. No te conviene.
—¡Menos me conviene hablar con usted! ¿Quién le ha dicho que estaba aquí? ¿El abogado?
—La portera.
—¡No es verdad! ¡Ha sido el abogado! Usted le paga, ¿no es cierto?
—Me lo echas en cara como una ofensa. ¿No te das cuenta de que me debes la vida?
—¡De su mano no quiero nada!
—¡Escucha, rabiosilla, no seas niña!
—¿Quién le ha dado a usted permiso para tutearme?
—El cariño que te tengo.
Mariana, con un movimiento arrogante, se echó hacia atrás el pañuelo y alzó la cara frente a la de don Adolfo.
—¡Míreme bien! ¡Estoy flaca y fea! Parece que tengo cincuenta años.
—Tienes veinticinco y eres hermosa. Sólo necesitas reposo y buenos alimentos. ¡Mira! Yo tengo una quinta cerca de Cuenca, y necesito allí un ama de gobierno…
—¡Primero la muerte! ¡Primero el garrote! —exclamó Mariana apretando los dientes y echando chispas por los ojos.
Pero aquella bravura sólo consiguió atizar la codicia del cacique, que era un experto en mujeres.
—¡Qué ojazos tienes, muchacha! Después de un mes a mi lado, serás la hembra más guapa de España.
Al decirlo, don Adolfo se inclinó hacia Mariana, encandilado. Pero ella le empujó con ambas manos, tan furiosamente que le hizo retroceder hasta la pared, y salió acto seguido al patio, con el pañuelo y el mantón medio caídos. Colocándoselos sin detenerse, cruzó el patio y el callejón y siguió aprisa calle adelante. No miraba a derecha ni a izquierda, y, de cuando en cuando, tiraba del pañuelo hacia la cara, para esconderla. Así llegó a la casa donde había pasado las últimas horas de su vida normal.
Cuando ponía el pie en la escalera, el portero la llamó, asomándose a la puerta de su cubículo.
—¡Eh, oiga! ¿Adónde va?
—A casa de los señores de Roura.
—Si vienes para doncella, sube por la escalera de servicio.
Mariana vaciló un momento, y luego hizo lo que el portero le decía: quizá fuera aquél el medio más sencillo de llegar a la presencia de la señora de Roura. Y, en efecto, la gruesa cocinera, que le abrió la puerta del piso, la recibió sin desconfianza alguna.
—¿Quién te manda?
—Teodora, la que está en casa de la señora viuda de Orozco.
—Bueno; espera un poco, que voy a avisar a la señora.
Un momento después, Mariana se encontraba ante su amiga Matilde. Ésta se hallaba sentada ante el tocador, con el pelo suelto sobre el peinador de encajes.
—Pase, pase usted —dijo amablemente.
Mariana entró, esperó un instante y, cuando vio que la cocinera se retiraba, echó hacia atrás su pañuelo y dijo:
—¿No me conoces, Matilde?
Matilde casi gritó.
—¡Dios mío…! ¿Eres… eres Mariana?
—Sí… ¿Tanto he cambiado?
—No… Es decir, sí, has cambiado, pero… ¡Dios mío, estoy aturdida! ¿Cómo se te ha ocurrido venir aquí?
El bonito rostro de Matilde mostraba apuro, disgusto, vacilación. Mariana conservó su aplomo.
—Porque no tengo otro sitio donde ir. Necesito ayuda, Matilde, y tú eres mi única amiga en Madrid.
—¿Tu única amiga…? Sí, claro, pero… ¿qué puedo hacer yo? ¿Qué es lo que quieres?
—No tengo casa ni dinero. Necesito, antes que nada, una habitación en que alojarme, y después necesito trabajo.
—Yo lo siento muchísimo, Mariana, pero ¿qué quieres que haga? Aquí no pretenderás quedarte, supongo… ¡Vamos!: quiero decir que… que no tengo habitación…
—¿No podrías dejarme el cuarto de huéspedes, sólo por una o dos noches, mientras busco un sitio decente en que meterme?
—¡No, no! ¡Eso no puede ser! Además, ¡vaya una dificultad! No tienes más que andar un poco por las calles, y en seguida verás anuncios en los portales…
—Está bien… Ya lo haré. Pero ¿no podría tu marido buscarme trabajo?
—¿Mi marido? ¡Qué ocurrencia! ¿Por qué mi marido?
—Porque es un hombre respetable y conoce a mucha gente…
—¡No, no, Mariana! ¡A César déjalo en paz! ¡No se te ocurra acercarte a él!
—No lo haré —dijo Mariana fríamente—. Puedes estar tranquila. Pero quisiera saber por qué te pones así. ¿Es que tú eres de los que creen que debían haberme condenado?
—¡No, no! ¡Por Dios, no digas tonterías! Pero la carrera de mi marido es muy delicada… ¿Has visto la que le ha caído encima al pobre Adolfo Mena, sólo por haber querido favorecerte? Los periódicos de la oposición se aprovechan para arrancarle el pellejo a tiras… Y si tuvieran ocasión de meterse también con César, ¡qué más quisieran! No, Mariana: precisamente, César es el menos adecuado, ¿no lo comprendes? Debes buscar a otras personas más… modestas, que no llamen la atención del público.
—Bien está, Matilde. Ya he comprendido…
Matilde se puso en pie, se acercó a un escritorio y lo abrió. Tenía las manos y la voz muy inseguras y precipitadas.
—¡Lo siento, lo siento mucho, Mariana! Pero para mí lo primero es mi marido… Si… estás en un apuro, lo que puedo hacer es…
Mariana levantó una mano.
—¡No, Matilde! No me ofrezcas dinero, porque no lo aceptaré. Todavía no pido limosna…
—¡Pero no se te ocurra ir a ver a César! Te advierto que si lo haces…
Matilde estaba roja y muy agitada. Mariana, de pronto, entendió no sólo su presente actitud, sino otras que en su momento le habían pasado inadvertidas: Matilde Roura estaba —había estado siempre— celosa de ella. La despectiva indignación de Mariana se aplacó.
—No te preocupes, Matilde —dijo, casi compasiva—, yo quería la ayuda de tu marido por tu mediación. A él directamente nunca se me ocurriría acudir.
—¡Es que, claro, compréndeme…! ¡Él puede que no se atreva a decirte que no…! ¡Es tan caballeroso…! Y yo no quiero que…
—Te repito que puedes estar tranquila. Adiós, Matilde.
—¿No te importa salir por la cocina? No quiero que las muchachas comenten…
—Saldré por la cocina, mujer. Nadie sabrá quién soy. ¡Adiós!
Matilde llamó a la cocinera, y ésta acompañó a Mariana hasta la puerta de servicio.
—¿Qué? ¿Te has arreglado con la señora? —preguntó.
—No —respondió Mariana, lacónica.
Y salió de prisa al descansillo, mientras que la cocinera se encogía de hombros y cerraba la puerta. Mariana bajó rápidamente los primeros escalones y muy despacio los restantes. No sabía qué hacer ni a dónde encaminarse. Al llegar a la puerta de la calle se detuvo un instante en el umbral, preguntándose qué dirección tomar. Le asustaba la claridad del día, la proximidad de los transeúntes, que podían mirarla y ver claramente su rostro… Se sobresaltó porque ya había alguien que la miraba, un hombre plantado en la acera. Cuando las miradas de ambos se cruzaron, el hombre se quitó el sombrero y saludó rendidamente. Mariana no le correspondió, sino que le volvió la espalda y echó a andar rápidamente, para alejarse de él cuanto antes.
Ella misma no comprendía el extraño temor que le imponía aquel hombre. Sólo le había visto una vez, y había sido en la sala de la Audiencia, defendiéndola con los puños… Y, sin embargo, le causaba una impresión sombría, como un presentimiento de desgracia.
«Pero… ¿de qué desgracia? ¿Qué puede pasarme peor de lo que me ha pasado y me está pasando…?».
Un poco más allá, tranquilizada al ver que el desconocido no había intentado seguirla, aminoró el paso y empezó a fijarse en los portales. Pero no era aquél un barrio adecuado para lo que ella deseaba, y pronto lo comprendió así: aquéllas eran casas ricas, y, aun en el caso de que algunas de ellas alquilasen habitaciones, no lo anunciaban con carteles en la puerta.
Mariana echó a andar en dirección a los barrios bajos, resuelta a mentir y a dar un nombre falso. El sistema pareció dar buenos resultados: en una viejísima casa de la calle de Tres Peces, una anciana le alquiló una habitación bastante decente y muy barata. Mariana dijo que se llamaba María Veral (éste era el apellido de su madre) y que trabajaba en un taller de modista.