coolCap9

ME dirigí a la casa en que se alojaba Marian y la examiné por espacio de quince minutos antes de entrar. Así me convencí de que nadie vigilaba aquel lugar.

Ella misma abrió la puerta y, al ver quién era, me arrojó los brazos al cuello exclamando:

─¡Cuánto me alegro de verle, Donald!

Yo le di unas palmaditas en el hombro, cerré la puerta empujándola con el pie y le pregunté cómo le iban las cosas.

─Muy bien ─contestó─. Todo el mundo me trata magníficamente. A veces casi me parece obrar muy mal ocultándoles la verdad…

─No se acuerde más de eso. Supongo que usted tendrá interés en que se castigue al asesino, ¿verdad?

─Desde luego.

─Pues bien, si les dijera la verdad, se expondría a que un abogado travieso la comprometiera a usted y la hiciera aparecer culpable.

─¡Es imposible! Yo no he tenido ningún motivo para querer matar a esa muchacha.

─Ya lo sé ─dije─. Con toda probabilidad no conseguirían demostrar que usted la asesinó, pero en cambio el verdadero criminal podría escapar. Y ahora siéntese porque hemos de hablar.

─¿Dónde ha estado usted? ─preguntó ella─. Le he echado mucho de menos. Y la señora Cool estaba frenética. Confía tanto en usted que si no le tuviera no sabría qué hacer.

─Vamos a ver, Marian ─dije─, ¿le han mostrado ya algunas fotografías para que identificase usted a aquel hombre?

─No. Han tratado de averiguar quiénes eran los amigos de la víctima. El señor Ellis, el fiscal suplente del distrito, dice que dentro de veinticuatro horas podrá dar publicidad a lo que se ha hecho.

─Bien. ¿Y dónde estaba ese hombre cuando le vio usted, Marian, en el corredor y dirigiéndose hacia usted?

─No, salía entonces del cuarto y cerraba la puerta.

─¿De la habitación del extremo del corredor?

─No. Del trescientos nueve, donde se encontró el cadáver. Ya no tengo ninguna duda de eso.

─¿Ha hecho usted ya alguna declaración firmada al fiscal del distrito?

─La están preparando y esta tarde la firmaré.

─Venga aquí, Marian─ dije, golpeando el brazo de mi sillón. Ella acudió a sentarse. Le rodeé la cintura con el brazo y le cogí la mano─. ¿Quiere hacer algo por mí?

─Lo que quiera.

─No será fácil ─advertí.

─Si es útil para usted, me lo parecerá.

─Pues bien, cuando esta tarde vea la fiscal, dígale que ha pensado otra cosa.

─¿Cuál?

─Cuando por primera vez se dirigió a la casa de Evaline Harris, en el momento en que dejaba su coche al lado de la acera vio salir a un hombre. Tenía aproximadamente un metro ochenta de estatura, hombros muy anchos, cejas negras y pobladas y ojos grises, muy poco separados entre sí. Como tenía un aspecto bovino, aún se notaba más la proximidad de sus ojos. Tiene un rostro plano y una verruga en la mejilla derecha. También tiene un pliegue en la barbilla, brazos largos y manos grandes y andaba rápidamente.

─No puedo decir eso, Donald; después…

─Sí, puede decirlo ─repliqué─. Ha pensado mejor en todo lo que vio. Y le llamó la atención aquel hombre a causa de la prisa que tenía. Iba casi corriendo. Luego el sobresalto del encuentro del cadáver le hizo olvidar este detalle, pero luego pudo recordarlo.

─Precisamente el fiscal me recomendó eso mismo: que reflexionara bien.

─Claro. Hay muchos testigos que han sufrido un choque mental y la policía sabe lo que es preciso hacer.

─Pero lo que me aconseja usted me parece incorrecto. Han sido tan amables conmigo que… ahora he de cambiar toda la historia. No querrá usted que cometa ningún perjurio.

─Pero ¿no lo comprende, Marian? Si les dice usted eso tendré más tiempo. Ellos no querrán que firme ninguna declaración hasta que en ella figure todo lo que sabe usted. Si la firmase ahora y luego surgiese algo más, un abogado criminalista podría disponer una trampa contra usted. Preguntaría si había usted firmado una declaración y luego la interrogaría acerca de su contenido. Y pediría que se presentara al tribunal aquella declaración. Por esa causa el fiscal no desea publicar todo lo que ha hecho hasta obtener la certeza de que usted ha dicho todo cuanto sabe.

─Entonces harán constar esta nueva declaración y tendré que firmarla.

─No. Únicamente se trata de que necesito ganar tiempo mientras redactan la nueva declaración. Si usted firmase esta tarde lo que tienen ya preparada, esta misma noche podrían dar publicidad al asunto; pero si ahora añade eso, le dirán que vuelva mañana para firmar la nueva declaración.

Ella titubeó. Yo, dando un suspiro, añadí:

─En fin, déjelo si le molesta. Me veo en un apuro y creí que podría usted ayudarme. No pude figurarme qué opinaría usted acerca de eso, pero ya buscaré otra cosa.

Me puse en pie y me dirigí a la puerta; más apenas había dado dos pasos cuando me rodeó el cuello con los brazos, exclamando:

─No se vaya. No sea así. Desde luego, lo haré. Ya sabe que puede contar conmigo.

─Temo que no será capaz de hacerlo creer. Tal vez la cogerán en algún renuncio.

─¡No, hombre! ─replicó─. Nadie sospechará la menor cosa. Estoy segura de que el señor Ellis siente mucha simpatía por mí.

─¿Y usted por él?

─Es muy amable.

─Si fuese capaz de hacer eso, Marian, me ayudaría mucho.

─¿Cuándo quiere que lo haga?

─Ahora mismo ─contesté─. Vístase, tome un taxi vaya allá. Diga al fiscal que ha recordado otra cosa y háblele de ese hombre. Añada su creencia de que puede interesarle hacerlo constar en la declaración.

─Bien; voy ahora mismo. ¿Quiere acompañarme? ─preguntó.

─No, no quiero que me vean, y no hable de mí.

Se dirigió al tocador, se arregló el cabello, se pintó los labios y, después de ponerse polvos, exclamó:

─Voy ahora mismo. ¿Quiere esperar mi regreso?

─Sí.

─Hay algunas revistas

─Nada de eso. Voy a dormir un rato ─contesté.

─Bueno; y ¿qué le ha pasado en la nariz, Donald? Le sale sangre.

─Me lastimé ─dije sacando el pañuelo─. Más o menos, cada hora me sale sangre.

─La tiene usted hinchada y enrojecida.

─Es verdad.

─No comprendo ─exclamó, riéndose─. Primero era un ojo a la funerala y ahora tiene la nariz hinchada.

Se puso un sombrero que parecía un tiesto invertido, y luego tomó el abrigo.

─¿Por qué no pide un taxi por teléfono?

─Ya lo encontraré en la calle.

─Vale más telefonear. Estará abajo esperándola cuando llegue a la calle.

Telefoneó pidiendo un taxi y yo arreglé unos sillones para dormir.

─Vamos a ver, ¿qué les dirá usted? ─pregunté a Marian.

─Lo mismo que me ha encargado.

─¿Y no se interrumpirá en plena declaración, confundida, y cuando la interroguen les dirá que alguien le había encargado declarar eso, y al fin les hablará de mí?

─No tenga ningún miedo, porque cuando quiero mentir sé hacerlo.

─¿De modo que tiene mucha experiencia?

─Muchísima. Además, el señor Ellis me creerá porque confía en mí. Es un buen chico me gusta en todos los aspectos.

─Pero recuerde que es abogado y que en cuanto se despierten sus recelos se arrojará contra usted como un terrier sobre una rata. ¿Qué le dirá?

─Fue cuando fui a casa de Evaline Harris por vez primera vi salir a ese hombre. Que entonces no me pareció nada importante, pero que ahora, al reflexionar sobre todos los detalles, veo que se condujo de un modo sospechoso.

─¿Y qué aspecto tenía?

─Era alto, corpulento, de hombros muy anchos, cejas muy negras pobladas. Tenía los ojos muy poco separados y un pliegue en la barbilla, así como también una verruga en una de sus mejillas, creo que era en la derecha.

─¿Y por qué recela usted de él?

─No es eso, precisamente. Me llamó la atención por haber observado algo en él. Luego, la sorpresa desagradable de encontrar el cadáver me hizo olvidar algunos detalles que he recordado luego, poco a poco.

─¿Y no sospechaba usted que se hubiese cometido un crimen?

─De ningún modo.

─¿Por qué pues, se fijó en él?

─Noté que era un hombre muy corpulento y que casi iba corriendo. También me parece que miró hacia atrás. Me dio la impresión de que estaba asustado y me dirigió una mirada rara que me hizo estremecer.

─¿Y por qué no me contó eso antes?

Sus ojos enormes y de inocente expresión se fijaron en los míos.

─Ya se lo he dicho a usted, señor Ellis. A causa del sobresalto que me ocasionó encontrar el cadáver.

─Tal vez ─observé─ podría usted decir algo acerca de las molestias que le produce el interrogatorio.

─No ─contestó sonriendo─. Ya sabe que no es ninguna molestia.

─¿Se dedica usted a conquistarlo?

─Verá usted ─contestó examinando sus uñas rosadas─: él me cubre con un manto de protección y yo confío en él. Me gusta y creo que es muy amable.

─Bien ─dije─. El taxi debe de estar abajo. Despiérteme al volver y, pase lo que pase, vuelva. Procure que la entrevista sea corta.

─Así lo haré ─prometió.

Cerré los ojos y relajé el cuerpo. Oí cómo iba de un lado a otro sin hacer ruido para no molestarme. Luego oí cómo se abría y se cerraba la puerta.

Desperté un par de veces para cambiar de posición y me dormí de nuevo. Después sentí algún dolor en las piernas a causa de la posición incómoda, pero tenía tanto sueño que no me importó.

No oí el ruido de la puerta al abrirse, al regreso de la joven. Me enteré de él cuando se sentó en el brazo del sillón, diciendo:

─Pobrecito, debe estar derrengado.

Abrí los ojos, los cerré otra vez porque me molestaba la luz, puse los pies en el suelo. Sentía en la frente, suaves y frescos, los dedos de la joven que acariciaban mi cabello y mis párpados. De un modo gradual volví a la realidad. Abrí los ojos y, con voz gruesa, pregunté:

─¿Ya lo ha hecho usted?

─Sí.

Le tomé la mano y añadí:

─¿Cómo ha ido? ¿Le han dado crédito?

─¡Claro que sí! Les dije exactamente lo que me encargó usted y pude convencerlos.

─¿Y qué más? ─pregunté.

─El señor Ellis telefoneó a Santa Carlota. Dijo que habían estado esperando mi declaración firmada, pero que, ante los nuevos detalles que acababa de dar, él creía su deber avisar a sus colegas.

─¿Y no sabe usted lo que contestaron desde Santa Carlota?

─Al parecer, nada. El señor Ellis dio cuenta de lo ocurrido. Luego me dijo que en Santa Carlota opinaban que el asunto pudiera tener alguna derivación local.

─¿Y no dijo en qué podía consistir ésta?

─No.

─¿Cree usted que lo sabía?

─Me parece que sí. Debía de ser algo que ya había tratado con la policía de allí.

─¡Magnífico! ¿Y qué va a hacer el señor Ellis para protegerla?

─¿Qué quiere usted decir?

─¿No lo comprende? ─repliqué─. Alguien cometió un asesinato cruel y premeditado contra Evaline Harris. La policía no tiene otros indicios que los proporcionados por usted. En cuanto el asesino note que se estrecha la red a su alrededor, es lógico esperar que… ─Me interrumpí al observar la expresión de su rostro─ Y me preguntaba qué haría el señor Ellis en este sentido.

─No creo que se le haya ocurrido ─dijo ella, desalentada.

─Bueno, ya se le ocurrirá ─dije consultando mi reloj─. Voy a ponerme en contacto con él. Usted quédese aquí.

─Podría telefonearle ─observó.

─No ─repliqué─. Es precisamente lo contrario de lo que debo hacer. Quédese y no diga nada. Yo iré a hablar con el señor Ellis. No sé si es amable, pero creo que obra mal cuando se olvida de protegerla, después del auxilio que usted le ha dado.

─No creo que corra ningún peligro, pero comprendo su punto de vista ─contestó.

─Quédese aquí y no haga nada. Prométame, además, que no saldrá antes de mi regreso.

─Se lo prometo.

Me peiné ante el espejo con un peine de bolsillo, tomé el sombrero, recomendándole otra vez que no se moviese. Me dirigí a la esquina de la calle, telefoneé a la jefatura de Policía y pedí comunicación con la Brigada de lo Criminal. En cuanto me la hubieron dado, exclamé:

─Óiganme ustedes. Me veré en un apuro muy grande si alguien se entera de lo que voy a decirles… No pregunten mi nombre ni traten de averiguar desde dónde llamo.

─Un momento ─me contestaron─ Voy a tomar lápiz y papel.

─Ese cuento no sirve ─contesté─. Ya le he dicho que no debe intentar la averiguación del lugar desde donde llamo. Entérese de lo que voy a decirle, y si no, cuelgo. Cuando hicieron ustedes esta investigación en La Cueva Azul se enteraron de todo, excepto del individuo de aspecto bovino, de ojos grises y poco separados y con una verruga en la mejilla derecha. Se habían dado órdenes para dejarlo a un lado nadie habló de él. Si quieren resolver este caso, vayan a dar un susto a las camareras de La Cueva Azul. Hagan alguna pregunta directa y averigüen la razón de que les hayan ordenado no mencionar a este hombre.

Colgué el receptor y me marché.

Esperé media hora apostado en un sitio desde donde podía observar la entrada de la casa de Marian, y empecé a fumar cigarrillos mientras reflexionaba. Oscurecía ya y encendieron los faroles.

Volví al cuarto de Marian Dunton y, muy excitado, llamé a la puerta. Ella la abrió, exclamando:

─Me alegro mucho de que haya vuelto, porque me daba miedo la soledad.

─Motivo tiene ─contesté─, porque el fiscal ha cometido una indiscreción.

─¿Cómo?

─Ha hablado de ese individuo descrito por usted que, en un momento, ha pasado a ser el personaje central del asunto. Han encontrado huellas en La Cueva Azul y allí han averiguado que era muy amigo de la víctima.

─¡Pero si yo no he visto a ese hombre! Usted me obligó a mentir acerca de él.

─Sea como fuere, se ha convertido en el personaje más importante. Y creo que el otro individuo, a quien vio en el corredor, no tenía nada que ver en el asunto. Desde luego, no tenía aspecto de asesino, ¿verdad?

─No, y ya se lo dije así al señor Ellis. Parecía un hombre grave y respetable, y ahora creo recordar que quizás estaba asustado.

─Bien ─dije─. He visto al señor Ellis y puse las cartas sobre la mesa. Le he dicho quién era yo, lo que hacía y cuál es mi interés en este asunto. Además, le di a entender que me interesaba usted también, de modo que me encargó ponerla en un lugar seguro.

─¿En un lugar seguro?

─Sí, creo que éste no lo es. Además, lo conoce demasiada gente y no quieren poner un vigilante para no llamar la atención. Preferirían que se alojase usted en otro lugar bajo nombre supuesto, y yo he quedado encargado de este detalle.

─¿Cuándo? ─preguntó.

─Ahora mismo.

─Bueno, meteré unas cosas en el maletín y…

─Nada de eso. Volveré para recogerlo todo. Este asunto va muy de prisa y no hay un momento que perder.

─Supongo, Donald, que no puede ocurrir nada mientras esté usted aquí.

─No se haga ilusiones ─contesté─ Aquí corre gran peligro. Vámonos; Luego lo recogeremos todo.

La cogí por el codo y la llevé hacia la puerta.

─No comprendo por qué no debo llevarme algo…

─Confíe en mí, Marian. No me pregunte ni replique. Es muy importante para mí.

─Bueno, vámonos ─dijo ella al fin.

Bajamos por la escalera posterior y, una vez en la calle, fui en busca del coche de la agencia. Lo puse en marcha y nos dirigimos a mi alojamiento, donde di la excusa de que el novio de Marian tardaría cuatro o cinco días en llegar. La señora Eldridge me pidió tres dólares, por los que me dio recibo, y luego, volviéndome a Marian le dije que debería permanecer algún tiempo en su cuarto, sin moverse, y le prometí que yo iría a verla cuantas veces me fuera posible.

─Yo esperaba ─replicó─ que, desde ahora en adelante nos veríamos con frecuencia. No sabe cuánto le echo de menos.

─Bien ─dije─. Ahora tengo algo que hacer y luego saldremos para ir al cine y a cenar. ¿Tiene hambre?

─Sí.

─Bueno, pues concédame una hora y volveré.

─¿Y todas mis cosas?

─Iré a recogerlo todo y lo meteré en una maleta.

─No haga usted eso, Donald. Ya iré yo otro rato. De momento, tráigame un pijama de seda y una bata, así como el cepillo de los dientes y un maletín que tiene algunas cosas de tocador. Lo demás, déjelo.

Le pedí la llave y ella, antes de dármela, se resistió, diciendo que quería acompañarme, pero no lo consentí.

─¿Cuidará usted de ellas?

─Aprovechando un descuido de Marian, tomé su bolso, lo oculté debajo de la chaqueta y me marché.

Tomé de nuevo el coche de la agencia y me dirigí a la habitación que Marian acababa de dejar. Entré, encendí la luz registré su bolso. Había un estuche de tocador, barra de carmín para los labios, treinta y siete dólares en billetes, algunas tarjetas, muy mal impresas en el periódico, con una tinta de color grisáceo, en tipos de letra inglesa, un lápiz, un librito de notas, un pañuelo un llavero con llaves.

Abrí el bolso y lo arrojé al suelo. Derribé una silla, arrugué una alfombra y la arrojé a un rincón. Cerca de la puerta me golpeé la nariz con la mano, pero la maldita no quiso sangrar. Cuando no la necesitaba me estuvo fastidiando toda la tarde. Seguí golpeándome hasta que mis ojos derramaron algunas lágrimas, pero mi nariz seguía tan seca como una piedra.

Me golpeé con la mayor fuerza y aquella vez obtuve el resultado apetecido. Empezó a salir sangre y, sin contenerla, paseé por toda la habitación procurando que cayesen algunas gotas donde más pudieran impresionar.

Al fin lo conseguí y me encaminé hacia la puerta. En aquel momento se oyó el timbre del teléfono.

Salí cerrando la puerta y dejando que el teléfono siguiera llamando a intervalos regulares.

Me dirigí a la tienda de drogas desde la cual había telefoneado, compré una docena de pañuelos, me metí en la cabina telefónica y llamé a la Jefatura de Policía de Santa Carlota. En cuanto me dieron comunicación, solicité hablar con el sargento Herbert.

─¿Quién habla? ─preguntaron.

─Smith, Brigada se lo Criminal, Los Ángeles.

─Un momento.

Esperé un minuto y luego me contestaron.

─El sargento Herbert debe estar ya en su oficina, Smith. Esta tarde, a hora avanzada, lo llamó el fiscal del distrito y, en el acto, salió en dirección a Los Ángeles.

─Gracias ─contesté─. Se habrá detenido para tomar un bocado. Deseo verle.

Colgué el aparato, muy satisfecho, porque las cosas empezaban a marchar a mi gusto. Luego llamé a Bertha Cool y le dije:

─He cuidado de todo. No se mueva ni haga nada y, sobre todo, recuerde que no tiene noticias mías.

─¿Qué demonios estás haciendo, Donald? ─preguntó.

─Batiendo huevos ─contesté.

─Pues procura no ensuciarte. Eres listo, pero te aventuras demasiado.

─Ahora hago lo que me parece bien ─contesté─. Y lo que usted ignore no la perjudicará.

─Lo que pasa ─replicó ella─ es que sé tanto que ya me duele.

Colgué el receptor, volví a mi vivienda y llamé a la puerta de Marian. En cuanto abrió, le dije:

─¡Hola, guapa! Acabo de tener una buena noticia. Bertha me da permiso por esta noche, de modo que ni siquiera habré de darle el parte. Ahora saldremos para hacer cosas. Hace un rato fui a su habitación, pero vi a un par de hombres que vigilaban la casa, de modo que esperaré a que no haya moros en la costa para entrar.

─He perdido el bolso, Donald ─me dijo.

─¿Cómo? ─le pregunté mientras abría la puerta y ponía una silla para que no se cerrase.

─Alguien se lo ha llevado de esta habitación.

─No puede ser.

─Pues no hay duda.

─Ésta es una casa respetable. La señora Eldridge no admitiría nunca a nadie que no…

─Pues no hay duda ─repitió ella─. Lo tenía al llegar.

─Mala cosa ─repliqué─. Con toda seguridad, se lo olvidó usted en el coche de la agencia y, como lo he dejado parado en varios sitios… Dios sabe lo que ha sido de él. ¿Qué contenía?

─Todo mi dinero.

─Bueno, no importa. El fiscal me encargó de cuidar de sus gastos y puedo hacerle un anticipo.

Ella se dirigió a la puerta, quitó la silla y la cerró.

─Espere ─dije─. Va usted a estropear su buena fama y la patrona la expulsará. Es muy delicada…

─Mire, Donald ─replicó Marian acercándose─: haría cualquier cosa por usted. Me ha tratado como si fuese una joven inocente. Tal vez lo sea, pero, por lo menos, no soy tonta. Ha sido bondadoso conmigo, me es usted simpático y me inspira confianza, pero no quiero consentirle que me robe el bolso y se queden las cosas así.

─¿Qué le he robado el bolso? ─exclamé.

─Sí, señor. Sé que es usted detective y que hace cosas de las que no quiere enterarme. Me ha utilizado para sus propios fines, pero esta tarde no ha hecho más que mentir, y eso no me gusta. Ni siquiera creo que haya visto al fiscal.

─¿Y cómo se le ha ocurrido eso?

─Me dijo que había ido a varios sitios, pero cuando quiso poner en marcha el automóvil el motor estaba frío. Me consta que no ha visto al señor Ellis. Bueno, eso no me importa, porque tengo bastante confianza en usted y me resigno a que no me confíe sus secretos. Haré lo que me aconseje, pero no me parece bien que me haya robado el bolso. Lo tenía aquí en esta habitación y, en cuanto se marchó usted, desapareció.

Me senté y me eché a reír, mientras ella me miraba indignada.

─No es asunto de risa ─dijo al fin.

─Oiga, Marian. Deseo que haga otra cosa por mí.

─Ya son muchas…

─Lo sé. Y ahora quiero pedirle algo difícil, pero sé que lo hará. Y es creer todo lo que le he dicho.

─Para eso habría de ser tonta ─replicó.

─Si me cree usted ─añadí─ y ocurre algo desagradable, nadie tendrá la culpa, aparte de mí mismo. Pero si quiere conspirar conmigo, entonces es cuando se verá comprometida. ¿No lo comprende?

De sus ojos desapareció la indignación, para ser substituida por el temor.

─¿Adónde va usted a parar? ─me preguntó.

─Que me maten si lo sé ─repliqué.

─Bueno ─dijo ella─; pero en todo eso me da la impresión de que me conduzco como una tonta. Ahora vamos a ir a cenar y al cine. ¿Y qué hay con respecto a mi dinero?

Saqué la cartera y le entregué alguna suma de lo que me diera Bertha para gastos.

─¿Y con respecto a ropa? ─preguntó.

─Le compraré todo lo que necesite para uno o dos días. Otra cosa, señorita Dunton: cuando hablé con el señor Ellis, me indicó la conveniencia de que durante uno o dos días no leyese usted los periódicos.

─¿Por qué?

─Porque publicarían varias cosas acerca de lo que ocurre y no quiere que se confundan sus ideas.

Me miró con sus ojos inocentes y luego dijo:

─Bueno, haré exactamente lo que desea el señor Ellis. ¿Le ha encargado algo más para mí?

─No recuerdo.

Me interrumpió una indignada llamada a la puerta. Fui a abrirla. La señora Eldridge me miraba, airada, desde el umbral. No pronunció palabra, pero abrió la puerta de un empujón, tomó una silla y la puso de modo que aquélla siguiese abierta, y luego desapareció por el corredor.

Marian y yo nos echamos a reír a carcajadas.