coolCap8

ERA ya una hora avanzada del sábado por la tarde, cuando obtuve los deseados informes de San Francisco. La mujer por quien pregunté era camarera en un local nocturno de la playa. Se hacía llamar por su nombre de soltera, Amelia Sellar, y había vivido en el hotel Bickmere. El domingo por la noche logré encontrar a un tal Ranigan, que había regentado el cabaret. Era hombre amable, que, a fuerza de años, había engordado mucho; tenía el cabello blanco y nada le gustaba tanto como fumarse un cigarrillo y hablar del pasado.

Ranigan estaba sentado a una mesa, bebiendo champaña, que había de pagar Bertha Cool, y empezó a recordar.

─Es usted muy joven Desde luego, no ha podido ver eso, pero le aseguro que San Francisco era la mejor ciudad del mundo, con la que no se podía comparar ninguna europea, ni siquiera París.

»Y eso a causa de su tolerancia. A nadie le importaban los negocios ajenos porque todos tenían los propios. El puerto estaba lleno de barcos, se hacía un negocio muy grande con Oriente. Nadie tenía tiempo para ocuparse en pequeñeces. Sólo importaban las cosas grandes.

»Ahora es distinto. San Francisco se hace pequeño y molesto. Por las calles no se oye nada más que las sirenas de la policía. A lo mejor ve usted un grupo, se figura que es un motín y encuentra a unos cuantos policías que detienen a un pobre ciudadano que no ha cometido más delito que andar contra dirección.

»Vaya usted a uno de esos grandes hoteles y no tardará en encontrar una partida de póker. Ahora ya no juegan con monedas de oro a la vista, sino con fichas, y cuando usted ha ganado las de todos sus compañeros, le entregan un pagaré. Vaya usted al puerto y observará cómo ya ha desaparecido todo el romanticismo de los antiguos viajes.

─Tiene usted la copa vacía, Ranigan ─observé─. ¡Eh, camarero!

El mozo llenó las copas y Ranigan, después de tomar un sorbo observó:

─Esto es muy bueno.

─Tengo entendido que usted era el director del «Columpio de la Sirena» ─dije.

─¡Oh, sí! Aquéllos eran buenos tiempos. ¿Y cómo se llama usted?

─Donald Lam.

─¡Ah, sí! Bueno, pues, óigame, Lam. Si quiere usted dar a la gente la perspectiva real de la vida, proporciónele trabajo y dinero. Entonces trabajan bien y juegan mejor. Tratan de sacar dinero de sus negocios y no piensan en engañar a los demás. En aquellos días el oro corría abundante. En cuanto un hombre tomaba un cubo y lo arrojaba a la corriente, lo sacaba lleno de oro. Ahora ya no hay nada de eso. Ya no circula el dinero. Da la sensación de que en toda la ciudad no hay más que un millar de dólares y que todo el mundo va en busca del fulano que los lleva en el bolsillo. En cuanto descubren quién es, se arrojan contra él y tratan de quitárselos. Ahora recuerdo que el Columpio de la Sirena…

─Tiene usted mucha memoria ─dije─ Y ahora que recuerdo, me habló alguien de una muchacha que trabajaba allí y que heredó un millón de dólares, es lo que me aseguraron.

─¿Un millón de dólares? ¿Trabajaba para mí? ─exclamó, sorprendido.

─Sí. Era una camarera llamada Sellar.

─¡Hombre! Yo tenía una chica llamada Sellar, pero no heredó ese dinero. Sí, sí; se llamaba Amelia.

─Quizá heredó ese dinero después de salir de su casa.

─Es posible.

─¿Y no sabe dónde está ahora o dónde podría encontrarla?

─No. Esas chicas se largan en cualquier dirección y se pierde su rastro. Yo tenía la mejor colección de pantorrillas de la ciudad. Ahora, en cambio, da asco. Ninguna mujer tiene buenas pantorrillas. Sí, son muy elegantes, pero no llaman la atención. No encontraríamos ningún hombre capaz de gastarse dinero en las piernas femeninas de ahora. A las mujeres les gusta mucho el tiempo moderno, pero los hombres refieren las piernas con curvas y con todo lo que han de tener. Recuerdo que…

─¿No sostiene usted relaciones con ninguna e esas muchachas?

─No. La mayor parte eran unas locas. Iban y venían. Hace unos días, sin embargo, encontré a una que se llamaba Myrtle. Estaba conmigo el año veintinueve. Entonces era una chiquilla de dieciocho o diecinueve años, y puede usted creerme si le digo que no parece haber envejecido un solo día.

─¿Y dónde está ahora? ─pregunté.

─Es taquillera de un cine. La miré un par de veces y le dije: «Oiga: su cara no me es desconocida. ¿Por casualidad su madre, si vive, se llama Myrtle?».

»Ella me reconoció y dijo: “Yo soy Myrtle”.

»Estuve a punto de caerme. Se ha casado y, según me dijo, tiene un niño de diez años. Claro está que en las taquillas arreglan las luces de modo que las chicas parezcan guapas, pero le aseguro… ¿Cómo dice que se llama?

─Donald Lam.

─Es verdad. Bueno: le digo, Lam, que aquella mujer no parecía tener un día más que entonces, y hablando de piernas… Bueno: ella tenía verdaderas piernas. Si encontrase a una docena como ella, aún sería capaz de abrir un local. Pero no vale la pena. Los negocios han cambiado y ahora la gente no piensa más que en quitar el dinero a su prójimo. Ya no corre aquel río de oro.

─¿Y dónde estaba ese cine? ─pregunté.

─¡…Oh! En Market Street, cuatro o cinco puertas más allá del Hotel de los Dos Picos.

─¿Y qué aspecto tiene?

─Es linda como un grabado ─dijo─. Antes tenía el cabello un poco menos rojizo que ahora. Su tez parece la piel de un melocotón y tiene los ojos de color azul claro. No imagina usted qué aspecto de inocencia sabe adoptar. Y en cuanto a las piernas… le aseguro, señor… ¿cómo dice que se llama?

─Donald Lam.

─Tiene razón. Me olvidaba. Además, es un nombre raro. Me parece que ahora no los recuerdo como antes.

Consulte mi reloj y dije:

─He de tomar el tren. He tenido mucho gusto en conocerlo. Y me perdonará si me marcho… ¡Eh, mozo! La cuenta. Y usted no se dé prisa en marchar, señor Ranigan. Quédese para terminar la botella de champaña. Me sabe muy mal tener que dejarlo, pero no hay más remedio.

─Sí, así van las cosas ahora ─contestó─. Si se quiere ganar un dólar es preciso echar a correr para que no nos lo quite el otro. Antes no era así. Nadie se quejaba de lo que ganase el vecino, cuando había usted hecho algún negocio, podía meterse el dinero en el bolsillo sin miedo de que se lo quitasen. Ahora, en cambio, los agentes del Gobierno no cesan de examinar los libros de cuentas, calculando hasta el último centavo. Antes no teníamos impuesto de ventas, tampoco impuesto de rentas ni impuesto en las nóminas. ¡Hombre, era un verdadero placer hacer negocios! Y si algún día se hubiese asomado a la puerta un empleado del Gobierno diciendo que quería examinar los libros de contabilidad, habría salido en una camilla. En aquellos tiempos se solía decir: «¿Dónde se figura usted que estamos? ¿En Rusia? ¡Lárguese de aquí cuanto antes!». Y créame, amigo, el Gobierno no se metía en nada. Tal vez se debiera a eso el hecho de que hubiese tantos negocios. Recuerdo un año…

Le estreché la mano y salí. Luego miré hacia atrás y vi que hablaba con el camarero, sin duda para decirle cuán agradable era antes la capital, mientras iba sorbiendo su cuarta copa de champaña.

En el cine no había mucha gente. Puse un billete de veinte dólares en la ventanilla de cristal y acerqué cuanto pude la boca a la abertura.

La joven que estaba sentada al otro lado extendió unos dedos muy bien formados, oprimió una serie de palanquitas en la máquina registradora y me sonrió, dirigiéndome una mirada con sus ojos azules e inocentes. Parecía tener menos de treinta años.

─¿Cuántos? ─preguntó─. ¿Uno?

─Ninguno ─contesté.

Dejó de sonreír y preguntó:

─¿Ha dicho usted uno?

─He dicho ninguno.

Separó los dedos de la máquina y exclamó:

─¿Qué desea, pues?

─Obtener veinte dólares de informes.

─¿Acerca de qué?

─De la época en que trabajaba usted en el Columpio de la Sirena.

─Nunca estuve allí.

─Necesito unos informes… entre amigos.

─Ya veo que ha hablado con Ranigan ─exclamó─. Está loco. Nunca en mi vida trabajé en su casa. Él tiene la ilusión de que fue así y ya comprenderá que mi deber es dejar contento a todo el mundo.

Suavemente hice avanzar y retroceder el billete de veinte dólares y le pregunté:

─¿No le sirven a usted estos veinte dólares?

─Desde luego que me sirven; pero ¿qué desea usted saber?

─Nada que pueda perjudicarla ─contesté─. Allí había una camarera llamada Amelia Sellar. ¿Se acuerda usted de ella?

Ella puso sobre el billete sus afilados dedos, de uñas teñidas de coral, y contestó afirmativamente.

─¿Dónde vivía?

─En el Hotel Bickmere. Ella y Flo Mortinson dormían en el mismo cuarto. Flo estaba en relaciones con unos contrabandistas de licores y las dos eran muy amigas.

─¿Dónde está Amelia ahora?

─Hace mucho tiempo que no la veo.

─¿Le contó alguna vez cosas acerca de su pasado?

─Sí. Se refería a una población rural, en la que no podía vivir; su marido pidió el divorcio. Ella consiguió engañarlo. Se quedó con todos los bienes y luego se vino aquí, a divertirse. Siempre llevaba consigo un buen fajo de billetes. Pero, al fin, un hombre se quedó con él.

─¿Se casaron? ─pregunté.

─Lo dudo.

─¿Y no sabe usted dónde está ahora?

─No.

─¿Y Flo Mortinson? ¿Sabe usted de ella?

─En Los Ángeles la encontré hace tres años. En la calle.

─¿Y qué hacía?

─Trabajaba en un cabaret.

─¿Le preguntó usted algo de Amelia?

─No.

─¿Conoce usted algún detalle que me permitiese encontrar a Amelia Sellar? Ha heredado mucho dinero… en el caso de que pueda demostrar que nunca se divorció del marido.

─No creo que se hubiese divorciado ─contestó─. Me parece que se había presentado la demanda de divorcio, pero ella, de un modo u otro, evitó el peligro. Su marido huyó con su amante. Supongo que tenía todo el derecho de hacerlo, a juzgar por lo que me contó Amelia del asunto.

─¿Y no le dijo a usted alguna vez, dónde estaba su marido o a qué se dedicaba?

─No creo que lo supiese. Además, tengo entendido que su marido huyó.

─Bien, muchísimas gracias.

Y solté el billete.

─Oiga usted ─dijo ella─: fíjese en lo que voy a decirle. Hace ya doce años que estoy casada mi marido se figura que, cuando me llevó al altar, yo acababa de salir del kindergarten.

─Bueno, por mí no tenga cuidado.

─Gracias ─dijo─. Es usted un hombre simpático y voy a decirle otra cosa. Si algún vigilante del cine me viese este billete de a veinte, creería que estoy robando el dinero de la Compañía. Acérquese bien a la taquilla para que no lo vea nadie, ¿quiere? Apoye los brazos en el tablero.

Así lo hice, de modo que mis hombros cubrían por completo la ventanilla. Se levantó la falda y se guardó el billete en una media.

─Gracias ─dijo.

─Ahora comprendo las palabras de Ranigan ─exclamé.

─¿Qué era?

─Pues dijo que si tuviese otra vez a su disposición las piernas de Myrtle, aún podría ganar una fortuna.

Se ruborizó, aunque riéndose, complacida. Se disponía a decir algo, pero cambió de idea, y como se acercara un cliente, su cara se convirtió en una máscara risueña de ojos azules, grandes e inocentes.

Me separé de la ventanilla. Una vez en el hotel, llamé al empleado del Palace Hotel de Oakview, preguntándole por las gafas que habían sido pedidas para la señora Lintig.

─¡Caramba, señor Lam! ─exclamó─. No han llegado. Quizá ella llegó a tiempo de que se las mandaran.

─Bien, gracias. No quería saber más.

Por la mañana alquilé a una muchacha para que visitara a todos los oculistas y a todos los ópticos de San Francisco, con objeto de averiguar quién había enviado unas gafas a la señora Lintig, Palace Hotel, Oakview, o también cuál de los facultativos o establecimientos tenía una cliente llamada Amelia Sellar. Encargué a la joven que me telegrafiase lo antes posible a la agencia los informes que hubiese podido adquirir. Luego tomé un autobús nocturno dormí casi durante todo el viaje hasta Santa Carlota.

Había dejado el coche de la agencia en un garaje abierto toda la noche, que estaba situado a dos manzanas de distancia de la parada del autobús.

Me dirigí al garaje, entregué el ticket al empleado y él lo examinó para dirigirse luego a la oficina.

─¿Cuándo dejó usted aquí el coche? ─preguntó.

Se lo dije.

─Tardaré uno o dos minutos en devolvérselo ─aseguró.

Vi cómo se metía detrás de la cristalera y marcaba un número de teléfono. Al salir le dije:

─Oiga, joven: si le es a usted igual, tengo prisa, en este momento.

─Voy en seguida ─contestó.

Consultó mi ticket y salió corriendo. Yo esperé en la entrada.

Volvió uno o dos minutos después, diciendo:

─Al parecer, ha sido difícil poner en marcha el coche. ¿Estaba usted enterado de que la batería está agotada por completo?

─No. Lo ignoraba; pero, si es así, alguien habrá dejado abierta la llave del encendido.

─Un momento. Desde luego, nos hacemos responsables. Si es como usted dice, le entregaremos una batería y cargaremos la de usted, pero será preciso que haga una reclamación.

─Vale más que me dé una batería nueva, porque no volveré y no quiero hacer ninguna reclamación.

Se dirigió hacia la parte posterior del garaje y yo le seguí. El coche de la agencia estaba en un rincón. El mecánico empezó a oprimir el botón de puesta en marcha.

─Un momento ─dije─ Me parece que la batería no estaba agotada, pero se agotará si sigue usted de este modo.

─El motor no se pone en marcha ─replicó.

─Dígame usted cómo está la batería y yo lo pondré en marcha. Abra usted la llave del encendido. Eso siempre ayuda.

Sonrió, excusándose; abrió la llave del encendido y luego pisó el botón de puesta en marcha. El motor empezó a funcionar.

─Bueno. No importa lo que me han hecho esperar ─observé─. Dígame cuánto debo y pagaré.

─He de consultar los libros y hacer el recibo ─contestó el empleado.

─¡Malditos sean! ─grité─. Ahí van dos dólares. Sobran para pagar la estancia de mi coche. Ya consultará luego los libros.

Sacó del bolsillo un trapo y empezó a limpiar el volante.

─El parabrisas está sucio ─dijo.

─Déjelo en paz. Salga usted de ahí porque he de marcharme.

Por un momento siguió manejando el trapo y luego miró a la puerta.

─¿Quiere usted los dos dólares?

─¡Claro que sí! Un momento, y le daré recibo.

─No lo necesito. Quiero el coche y nada más.

Dejó libre el asiento del volante y siguió mirando a la puerta.

─Si se aparta del coche, para que pueda subir, emprenderé la marcha ─dije.

─Lo siento ─contestó, sin moverse.

Penetró en el garaje un coche a toda marcha. Pude observar una mirada de alivio en la cara del empleado y, al mismo tiempo, se separó de mi coche.

El otro vehículo entró en el garaje interceptando la salida. Vi que era de la policía. Se abrió la portezuela, se apeó John Herbert y se acercó a mí con ganas de empezar a actuar. El empleado me ofreció un recibo y se alejó.

Herbert se acercó a mí, exclamando:

─¿De modo que también ha venido a meter las narices en esto?

Yo llamé al empleado, diciéndole:

─No se mueva de aquí porque quiero un testigo de lo que va a suceder.

─Lo siento mucho ─contestó el empleado─. No puedo abandonar mi puesto al lado de la caja registradora y todo lo demás.

Y se alejó sin mirar hacia nosotros.

Herbert seguía adelantándose y yo retrocedí a un rincón, detrás del coche.

─Usted mismo se lo ha buscado ─dijo.

Deslicé mi mano derecha hacia la solapa izquierda de la chaqueta y él se detuvo, preguntando:

─¿Qué va usted a sacar?

─Un cuaderno y una estilográfica.

─En otra ocasión le hablé de su salud y veo que no me ha hecho caso.

─¿Ha oído usted hablar de una ley que castiga el secuestro? ─pregunté.

─¡Claro que sí! ─contestó─ Y también conozco otras leyes. ¿Le gustaría que lo tirase a ese bidón, amigo?

─Hágalo, pero yo daré un salto y entonces verá lo que sucede.

─¿Se figura que podrá salir?

─Me consta. Como comprenderá, no he venido aquí sin tomar mis precauciones.

Me miró atentamente mientras llevaba la mano a su cadera derecha.

─En primer lugar ─dijo─, creo que ha robado usted ese coche. En segundo lugar, hace dos noches fue atropellado y muerto un individuo en la carretera por un conductor descuidado. Estoy persuadido de que lo mató usted con ese coche.

─Dígame otra cosa más acertada ─repliqué.

─Un hombre semejante a usted ha estado molestando a las señoras por la calle.

Se había acercado más, y de pronto sacó su pistola.

Retiré la mano de la solapa de mi chaqueta. Él se echó a reír, diciendo:

─Voy a quitarle la pistola para que no se haga daño.

Dio otro paso, me palpó aquel lado de la chaqueta, continuó riendo y dijo:

─Quería darme miedo, ¿verdad? ─Me hizo dar media vuelta, se cercioró de que no llevaba ningún arma, se guardó la suya y me agarró por la corbata─. ¿Sabe lo que hacemos en esta población con los muchachos listos como usted?

─Los hacen ingresar en la Brigada del Vicio ─contesté─. Luego les permiten maltratar a la gente; pero a veces ocurre algo y han de comparecer ante un tribunal.

Con el dorso de la mano derecha oprimió mi nariz hacia atrás, en tanto que, con la mano izquierda, agarraba mi corbata y añadió:

─Tengo un testigo que vio este coche cuando huía. Las señas que me dio corresponden exactamente. ¿Qué te parece eso?

Y me oprimía la cara con la mano, obligándome a inclinarla hacia atrás.

─¡Déjame la cara en paz! ─grité con voz ahogada.

Él se rió, empujando un poco más. Quise darle un puñetazo, pero como sus brazos eran más largos que los míos, no lo alcancé. Entonces me soltó la corbata y me dio un puñetazo con la izquierda. Y cuando quise esquivar, me dio con la derecha. Me agarró luego por el cuello de la ropa y me obligó a dar media vuelta, diciendo:

─Sube a tu coche y echa a andar hacia el cuartelillo de policía. Yo te seguiré. Y procura no hacer nada raro, porque te meto un tiro en la cabeza. Estás detenido.

─Bueno ─contesté─. Iremos a jefatura; pero ahora escucha: el mozo del hotel de Oakview te vio cuando me llevabas sin sentido por el corredor. No me creas tonto. Antes de salir de Oakview llamé a la Oficina Federal de investigación. Tomaron las huellas dactilares que había en el pomo de la puerta de mi cuarto y también en el volante de mi coche. No saben aún a quién pertenecen, pero me lo dirán.

Pude notar que estaba asustado. Me soltó y, acercando su cara a la mía, dijo:

─Eso no es más que una fanfarronada. Ya antes querías engañarme fingiendo que llevabas un arma. Pero has tenido suerte de que no sea así, porque, de lo contrario, quizá te hubiese matado.

─Eso del arma me sirvió de experimento psicológico ─contesté─. Me figuré que serías cobarde y ahora estoy convencido de ello.

Se nubló su rostro, cerró la mano, pensó mejor, y dijo:

─Voy a darte otra oportunidad. Estás fuera de tu círculo de acción. Métete en lo que te importa y no te pasará nada; pero, como vengas a husmear en Santa Carlota, te meteré en la cárcel y, en muchos años, no podrás salir.

─Cuando yo cuente mi historia no será así ─contesté.

De un empujón me hizo subir al coche de la agencia.

─Bien, ¡lárgate, muchacho listo! ─dijo─. Vuelve a Los Ángeles y te juro que, en cuanto te vuelva a ver por aquí, te daré un disgusto, ¿comprendes?

─¿Nada más?

─Nada más.

Y dio media vuelta para dirigirse, jactancioso, al coche de la policía. Salió haciéndolo retroceder y, en cuanto estuvo en la calle, se alejó.

Cuando quise sonarme, me salió sangre de la nariz. Me dirigí al despacho del garaje, donde el empleado quería fingir que tenía mucho trabajo. Me arreglé la corbata y dije:

─Pensándolo bien, prefiero que me dé el recibo.

─No lo necesita ─me contestó, él muy nervioso─. Ya está bien.

─Quiero el recibo.

Titubeó y, un momento después, me entregó el recibo. Lo examiné, lo doblé y lo metí en mi bolsillo.

─Gracias ─le dije─. Únicamente lo quería para tener su firma. Ya oirá hablar de mí. Adiós.

Subí al coche y me alejé de la población, teniendo mucho cuidado de que la aguja del cuentavelocidades no señalara a más de quince millas por hora en segunda, hasta que hube pasado los límites de la ciudad.

Bertha Cool estaba en la oficina cuando llegué a Los Ángeles.

─Pero ¿dónde demonio has estado? ─exclamó al verme.

─Trabajando.

─No vuelvas a hacer eso.

─¿Qué?

─Marcharte sin que yo sepa a dónde.

─Tenía que hacer y no quería que usted pudiera encontrarme. ¿Qué pasa?

─Pues que se ha armado un lío horroroso y no sé cómo arreglarlo. ¿Qué te ha pasado en la nariz? Está hinchada.

─Un individuo me la golpeó ─dije.

Ella me dirigió una mirada crítica y replicó:

─Eres demasiado pequeñito, aunque inteligente. Sin embargo, podríamos enseñarte algo. Conozco a un japonés que da lecciones de jiu˗jitsu. Te convendría mucho si has de continuar en esta profesión.

─Tal vez ─contesté─. ¿Qué ha sucedido?

─He estado hablando con Marian.

─¿Y qué?

─Pues que todos los días tiene conferencia con el fiscal suplente del distrito.

─La Prensa aún no ha dicho una palabra de ella.

─Aún no, pero no tardarán.

─¿Ha ocurrido algo nuevo?

─Han estado hablando con ella, de modo que ahora está absolutamente convencida de que vio como aquel hombre salía de la habitación de Evaline Harris.

─Ya sabemos que esto es verdad.

─Pero lo cierto es, Donald, que ella no lo vio así. Lo vio en el corredor e ignora de qué habitación salió.

─¿Nada más? ─pregunté.

─No. Mientras Marian hablaba con el fiscal suplente del distrito, llamaron a conferencia interurbana desde la jefatura de Policía de Santa Carlota. Sin duda dijeron que el caso podía tener una derivación local y el fiscal suplente preparó una conferencia. Ya sabes lo que eso significa, Donald ─añadió Bertha─. Van a poner en evidencia a nuestro hombre. Marian lo identificará y todo se irá a paseo. Y ya es demasiado tarde para hacer algo. Hemos de darnos prisa.

─Ya lo he hecho ─repliqué.

─¿Y qué has averiguado?

─Poco. ¿Se ha recibido alguna carta o telegrama para mí?

─Sí, aquí hay un telegrama de alguien de San Francisco, diciendo que ningún oculista u óptico de la capital tuvo nada que enviar a Oakview durante el período de que se trata. Supongo que sabrás a qué se refiere eso.

─Sí ─contesté.

─¿Qué es?

─Una cantidad en la columna de cifras que he de sumar. Aún no tengo el total.

─Pero ¿de qué se trata?

─Un «botones» rompió las gafas de la señora Lintig. Ella armó un escándalo al gerente del hotel, quien convino en pagarlas. Y ella telegrafió pidiendo otras. Pero se marchó de repente antes de la llegada de las gafas. Yo encargué al empleado que me las enviase y que pagaría la cuenta.

»Porque deseaba saber a qué oculista solía ir. Este médico conocería su nombre y sus señas. Recuerde que ella no tenía la receta, sino que se limitó a telegrafiar a su oculista para que le enviara las gafas.

─Me pregunto si se te ha ocurrido lo mismo que a mí, Donald ─dijo Bertha Cool─. Que quizás ese telegrama no fue dirigido a San Francisco, sino al doctor Alfmont, en Santa Carlota.

─Ya había pensado en eso y tal era la razón que me hacía desear apoderarme de esas gafas.

─Eres listo como el diablo, Donald. No te pasa nada por alto. Es una lástima que no sepas luchar. ¿Y dices que las gafas no llegaron?

─No.

─Pues eso significa ─replicó Bertha─ que la persona que telegrafió pidiéndolas sabía que ya no estaría allí a tiempo para recibirlas y, por consiguiente, no las envió.

─¿Dónde está Marian? ─pregunté.

─La hemos metido en un pisito muy mono. Han averiguado ya muchas cosas acerca de este asunto y el testimonio de Marian es muy importante. Recuerda que, al abrir la puerta del cuarto, el periódico de la mañana estaba en la parte interior porque lo habían hecho pasar por debajo de la puerta. Y cuando llegó la policía todavía estaba allí. Eso significa que el asesino halló a su víctima aún en la cama.

─¿Y qué más?

─La mató un hombre. El cenicero que había al lado de la cama contenía dos colillas. En una de ellas había rojo de los labios, de modo que la policía cree que el asesino debió de sentarse al lado de la cama y estuvo hablando un rato con la víctima antes de matarla. Creen también que habló de asuntos de negocios y, tal vez indignado por el curso de la conversación, mató a la pobre mujer.

─¿Algo más? ─pregunté.

─En el espejo del tocador faltaba una fotografía. La policía cree que puede ser la de un hombre, alto, moreno, joven, de bigote negro. La criada describió este retrato lo mejor que pudo.

─¿Y por qué lo sacaron de allí?

─Probablemente porque el asesino lo necesitaba. Yo he imaginado que tal vez era un retrato del mismo asesino. Convendría, pues, buscar a un individuo de esas señas.

─¿Y el fiscal sabe dónde está Marian?

─Claro. La hace vigilar. Y al parecer, tiene muy buena opinión de ella.

─¿Lo ve con mucha frecuencia?

─Por ahora ha ido todos los días.

─Deseo hablar con ella.

─Y ella contigo. Dios sabe lo que haces con las mujeres, Donald, pero lo cierto es que todas se vuelven locas por ti… y tú por ellas. Pero debes tener cuidado con esa chica, Donald; es tan peligrosa como la dinamita.

─¿Por qué?

─Es muy amiga del fiscal; de modo que, en cuanto él apriete un poco, hablará.

─¿De nosotros?

─Sí.

─Creo que es una muchacha leal.

─Para ti, mas no para nosotros. Y has de tener cuidado de que ese fiscal no la enamore.

─Necesito hablar inmediatamente con Marian; ¿dónde está?

Bertha me entregó un pedacito de papel, donde había las señas de una casa que alquilaba habitaciones.

─Nuestro cliente está muy preocupado, Donald, pero tiene mucha confianza en ti. Me alegro de que pudieras charlar con él.

─Yo también. Y ahora voy a ver a Marian.

─¿Te acompaño?

─No. Adquiera unos neumáticos nuevos para el coche de la agencia o bien compre un coche nuevo para los neumáticos de la agencia y luego tire los neumáticos.

─Así lo haré, Donald, pero nunca más te marches sin que yo sepa adónde vas. No sabes lo que he trabajado para contener la marcha de los acontecimientos. Y nuestro cliente, al parecer, confía más en ti que en mí.

─Durante mi ausencia ─dije, poniéndome en pie─, procure averiguar si una tal Flo Mortinson era camarera en La Cueva Azul. Procure localizarla y averiguar algo con respecto a sus baúles, si los tiene. Y tome una habitación cerca de la suya.

─Bien. ¿Me llamarás por teléfono cuando hayas visto a Marian?

─Depende; hago todo lo que puedo en este caso.

─Ya lo sé, pero no tenemos tiempo. La cosa puede estallar en cualquier momento y, cuando eso ocurra, Smith estará perdido.

─No hay necesidad de que me lo diga ─contesté, dirigiéndome a la puerta.