coolCap7

ERAN más de las doce de la noche cuando llegué a Santa Carlota. Hacía frío y me detuve ante un restaurante, abierto toda la noche, para tomar una taza de chocolate caliente. Y mediante el teléfono del establecimiento llamé a la residencia del doctor Alfmont.

El teléfono llamó media docena de veces antes de que una soñolienta voz femenina me contestase. Pregunté si vivía allí el doctor Alfmont y, en cuanto hube recibido respuesta afirmativa, expresé mi deseo de hablar con él acerca de un asunto de la mayor importancia. Mi interlocutora me aconsejó que llamara al consultorio, porque había ido allí poco antes para tratar de un caso urgente.

Para evitar la posibilidad de que ya hubiese podido salir del consultorio, avisé a mi desconocida interlocutora que si no lo encontraba allí volvería a llamar un cuarto de hora después.

Me dirigí a toda prisa al consultorio del doctor. Vi que estaban iluminadas las ventanas. El ascensor funcionaba entonces automáticamente.

Oprimí el botón correspondiente al piso del doctor me dirigí a la puerta, cuyos cristales dejaban pasar la luz hasta el corredor.

Quise hacer girar le pomo, pero como no lo consiguiera, llamé.

Oí cómo se abría y cerraba una puerta en el interior, unos pasos luego y, a los pocos instantes, el doctor Alfmont abrió la puerta. En su rostro se pintaron la sorpresa, la consternación y aun el miedo. La puerta interior del consultorio estaba muy bien cerrada.

─Lamento molestarle a usted, doctor, pero ha surgido algo muy importante que me obliga a venir.

─Bueno, podemos hablar aquí mismo ─contestó.

Pero yo me acerqué a él, y en voz baja le pregunté:

─¿Sabe usted lo que ha ocurrido esta tarde?

Él titubeó un momento, y volviéndose luego dijo:

─Bueno, entre.

Miré hacia el alumbrado interior de su laboratorio y él me indicó que entrase en su despacho particular.

Abrí la puerta y vi sentada a Bertha Cool al lado de la ventana. Me miró sorprendida en tanto que el doctor entraba a su vez y cerraba la puerta.

─¡Caramba, Donald! ¿De dónde sales?

─¿Cuánto tiempo lleva usted aquí? ─pregunté.

─Cosa de una hora.

─¡Eso es terrible! ─exclamó el doctor Alfmont, sentándose a su mesa escritorio─. ¡Espantoso!

─¿Qué le ha dicho usted? ─pregunté a Bertha.

─Le he dado cuenta de la situación.

─Bueno, un momento ─dije.

Di vuelta a la estancia y no solamente miré a todos los rincones, sino que aún levanté los cuadros, y el doctor, asombrado, me preguntó qué buscaba. Yo me llevé un dedo a los labios y le mostré la pared. Bertha Cool adivinó lo que me proponía y exclamó:

─¡Por Dios, Donald!

No contesté hasta después de terminar el registro de la oficina, y dije:

─No veo nada, lo cual no indica necesariamente que no haya nada. Debe usted tener mucho cuidado y en especial del teléfono.

El doctor Alfmont parecía muy asustado.

─¿Ha terminado usted su asunto? ─pregunté a Bertha Cool.

─Sí ─dijo ella, sonriente─; lo he terminado muy a mi gusto.

─¿Y no tiene usted nada más que decir?

─No ─contestó.

─Bueno, vámonos ─le dije.

─No comprendo ─observó el doctor.

─Volveré dentro de diez minutos, doctor ─le dije─. ¿Querrá usted aguardarme?

─Sí, sí, desde luego.

Hice una seña a Bertha, que me miró de un modo raro, se puso en pie y dio la mano al doctor Alfmont.

─No se apure ─dijo─. Todo irá bien.

─Quisiera enterarme de lo que pasa.

─No se apure. Está usted en nuestras manos y cuidaremos de su seguridad.

─Espere quince minutos ─le dije.

Luego me alejé por el corredor, en unión de Bertha. Una vez en el ascensor, le pregunté:

─¿Cómo ha venido usted aquí?

─Alquilé un taxi.

─Ya hablaremos en el coche de la agencia. Está abajo.

Atravesamos la acera y Bertha Cool hizo inclinar el coche sobre sus ruidosos muelles al apoyar el pie en el estribo. Una vez que se hubo acomodado, puse en marcha el motor, recorrimos un par de manzanas y me detuve ante un restaurante nocturno, donde no llamaríamos la atención.

─¿Qué le ha dicho usted? ─pregunté.

─Lo bastante para que se dé cuenta de que somos dueños de la situación.

─¿Dónde ha dejado usted el taxi?

─Hacia la mitad de la manzana próxima. Allí aguarda el conductor. Le dije que no se parase delante del consultorio. Y ahora, ¿quieres hablar, Donald? ─exclamó.

─No hay nada que decir ─repliqué─. Además, ya se ha descubierto todo.

─¿Qué quieres decir?

─Pues iba a comunicar al doctor que un testigo vio salir a un individuo de aquella habitación. Pero no me proponía indicar que estuviésemos enterados de la identidad de aquel sujeto. Su propia conciencia ya se lo diría.

─Pues si él lo sabe, ¿por qué no le indicamos que, a nuestra vez, lo sabemos muy bien?

─Hay una diferencia legal ─contesté─. Si le ayudamos sin la menor idea de que él puede ser aquel individuo, obraremos como detectives. Como es natural, él no tendrá ningún deseo de decírnoslo. Supongo que usted está enterada de todo.

─Sí ─contestó─. Él fue a verla. Quería averiguar quién mandó a esa muchacha a Oakview, qué había logrado descubrir y, quizá, se proponía hacer un trato con ella.

─¿Y estaba ya muerta cuando la encontró?

─Así lo asegura.

─Bueno ─dije a Bertha─; ahí está su coche. Vale más que emprenda cuanto antes su regreso. A las siete y media de la mañana tengo una cita para desayunar, pero me parece que no podré acudir a ella. Esa muchacha está en la misma casa adonde yo voy a dormir y ocupa la habitación treinta y dos. Llévela usted a desayunar y no la deje. Luego aconséjele que se marche de aquella casa. Alquile usted un piso donde mejor le parezca. El fiscal del distrito querrá saber dónde vive Marian. En vista de cómo están las cosas, es mucho mejor que esa muchacha viva lejos de mí.

Por un momento, Bertha, pensó, complacida, en su propia suficiencia, pero luego, casi asustada, exclamó:

─Es preciso, Donald, que me acompañes en el viaje de regreso. No tienes más remedio. No sería capaz de dominar a esa muchacha. Está loca por ti. Hará cualquier cosa que le pidas, y yo, en cambio, no lo conseguiré. Te aseguro, Donald, que no tenía la menor sospecha de que algún día acabase de tal modo.

─¿Se da usted cuenta de la situación?

─¡Oh, sí!

─Tengo que hacer aquí.

─¿Qué?

─Sería inútil explicárselo, porque cuanto más sepa más hablará y más nos comprometerá a los dos. Yo habría progresado mucho en el asunto si, desde el primer momento, hubiese podido evitar su intromisión. Ya lo intenté, pero usted insistió en enterarse de todo.

─Es hombre rico, Donald ─exclamó ella, excusándose─. Acaba de darme un cheque por tres mil dólares.

─Me importa un pito que se lo haya dado de diez mil. Está usted en un apuro ─dije─. Si en el consultorio del doctor hubiese habido un magnetófono registrador, usted podría darse por perdida. Su conversación con él se repetiría ante el tribunal y en el acto le retirarían la licencia. Luego la meterían en la cárcel y no creo que mi compañía le sirviera de consuelo.

─Donald ─dijo─: Acompáñame al regreso. Esta noche no podrás hacer nada aquí. Deja en paz el coche de la agencia. Podrás hacer el viaje conmigo. He tomado un taxi cerrado, caliente y muy cómodo. Y por la mañana podrás llevar a Marian a desayunar y buscarle luego alguna habitación cómoda y agradable.

─Nada de eso ─contesté─. Búsquele usted una habitación y, además, tome un cuarto de un hotel. Así podrá ir a este último una vez al día para recibir el correo y los recados. Y pasará el resto del día en su cuarto.

─¿Por qué? ─preguntó Bertha.

─No conviene que sea demasiado fácil encontrarla. Imagínese usted cómo están las cosas. En esta población han organizado el vicio y el soborno. Es imposible que Alfmont tolere estas cosas. Además, desea que le nombren alcalde. Si lo eligen, empezará por hacer una buena limpieza de la población, cosa que disgustará a muchas personas. Algunas de ellas pertenecen a la policía y en cuanto se enterasen de lo que ocurre podrían utilizarlo de dos maneras: o bien impidiendo que lo elijan, anulándolo por completo, o tal vez prefieran que le nombren alcalde y luego amenazarlo constantemente con sus revelaciones. Esa gente lleva ya trabajando un par de meses. De repente, Alfmont se ve metido en un asesinato. No puede dar cuenta a la policía, porque los periódicos empezarían a preguntarse por qué había ido a ver a esa muchacha que, al fin y al cabo, no era más que una artista de cabaret. Además, con toda seguridad, Alfmont está persuadido de que acabarían por descubrir el viaje de esa muchacha a Oakview. Le consta igualmente que la policía de la localidad se esforzaría en atribuirle el crimen, en cuyo caso no tendría más remedio que explicarlo todo con la mayor claridad. Tuvo la mala suerte de que al salir le viese Marian. Ahora nuestro cometido consiste en evitar que la Brigada de lo Criminal sospeche que el asesinato tiene alguna relación con Santa Carlota y también procurar que Marian Dunton no vea al doctor Alfmont.

─Eso no será difícil ─observó Bertha.

─¿Se acuerda usted del individuo que me dio una paliza y me sacó de Oakview?

─¿Qué hay acerca de él?

─Se llama John Herbert. Era el amigo particular de Evaline Harris. Sostiene relaciones con el individuo que dirige La Cueva Azul. Además, es el jefe de la Brigada del Vicio, en Santa Carlota. Lo demás puede usted imaginárselo.

Mientras reflexionaba acerca de ello abrí la portezuela del coche de la agencia y dije:

─Bueno, aquí está su taxi. Márchese y no se olvide de llevar a Marian a desayunar. Otra cosa. Recomendé a esa joven que guardara silencio. Ella, desde luego, me hace caso, porque comprende que es razonable, pero usted no se engañe, porque aun cuando haya vivido siempre en Oakview, no es mala. También es una muchacha excelente.

─Mira, Donald ─dijo Bertha, poniéndole la mano en el brazo─: Vuélvete conmigo, porque te necesito.

─Tenga en cuenta que, de un momento a otro, podría aparecer un policía en esta calle e iluminarnos con su lamparilla para ver quiénes somos. ¿Le gustaría a usted?

─¡De ningún modo! ─exclamó Bertha.

Se apeó rápidamente y el conductor abrió la portezuela de su vehículo. Subió a él y se acomodó en el asiento. Yo eché a andar con el coche de la agencia y me detuve ante la puerta del consultorio del doctor Alfmont.

Éste me esperaba.

─Sabe usted demasiado ─le dije─ y nosotros también. Bertha ha hablado demasiado. Ahora quiero decirle a usted una cosa, pero no aquí. Vamos a pasear un poco en su automóvil.

Sin decir palabra, apagó las luces cerró su consultorio. Luego bajó conmigo en el ascensor. Su coche estaba parado al lado de la acera y ante la puerta.

─¿Adónde vamos? ─preguntó.

─Donde podamos hablar sin ser vistos.

Estaba muy nervioso, y dijo:

─Tenga usted en cuenta que en la población hay un automóvil de la policía, provisto de radio, que examina todos los coches parados.

─Pues no lo pare.

─Cuando guío no puedo hablar.

─¿Y su casa? ─pregunté.

─Sí, podríamos hablar allí.

─Pues si eso no molesta a su señora, vamos allá.

─No. No hay cuidado ─contestó, en tono de alivio.

─¿Está enterada su esposa del lío en que se ve usted metido?

─Lo sabe todo.

─No quiero ser indiscreto, pero ¿puede usted decirme si su señora se llama Vivian?

─Sí ─contestó.

Nos dirigimos hacia la parte de la población donde residían casi todas las personas acomodadas, en casas modernas de estilo español. Penetramos por la puerta de la verja de una de aquellas casas, y en cuanto mi compañero hubo parado el coche, dijo:

─Bueno. Ya estamos.

Me apeé y el doctor Alfmont abrió la puerta principal y nos vimos en un pasillo. La mujer cuya voz había oído por teléfono preguntó:

─¿Eres tú, Charles?

─Sí ─contestó─. Me acompaña un amigo.

─Telefoneó un hombre y…

─Ya lo sé. Está conmigo ─replicó el doctor─. ¿Quiere usted venir por aquí, señor Lam?

Me condujo a la sala, muy bien amueblada. La voz femenina añadió:

─Oye, Charles, ven un momento, porque he de decirte algo.

El doctor Alfmont se excusó y luego oí una conversación en voz baja que duró unos minutos. Ella le preguntó algo, en tono de ruego. Él contestaba lacónicamente en forma cortés, pero en sentido negativo.

Oí luego cómo se aproximaban los pasos de los dos. Me puse en pie cuando entró la señora.

─Te presento al señor Lam, querida. Señor Lam, la señora Alfmont.

Observé que aquella señora se había conservado muy bien. Tendría unos cuarenta años, pero aún era esbelta y graciosa. Hice una cortés reverencia y contesté:

─Celebro mucho conocerla, señora Alfmont.

Me dio la mano. Llevaba un traje azul que le sentaba.

─¿Quiere usted sentarse, señor Lam? ─preguntó.

Obedecí mientras ella y el doctor se sentaban a su vez. Éste parecía muy nervioso, y su esposa dijo:

─Creo que es usted detective, señor Lam.

─En efecto, señora.

Hablaba con voz bien modulada. Se volvió a su marido, le pidió un cigarrillo y luego dirigiéndose a mí, añadió:

─No hay ninguna necesidad, señor Lam, de que observe usted la menor reserva, porque estoy enterada de todo.

─Muy bien. Entonces hablemos, si ustedes quieren.

El doctor entregó un cigarrillo a la señora, encendió un fósforo y me preguntó si quería fumar. En vista de mi respuesta afirmativa, me dio un cigarrillo, tomó otro y los encendimos. Se volvió a su esposa y dijo:

─La señora Cool estuvo en mi consultorio. El señor Lam no llegó con ella, sino…

─Por mi cuenta ─interrumpí.

El doctor asintió.

─Bien ─dije─. No hablemos más de ella. Mi objeto es ocuparme en lo que sea necesario. Deseo sacarle a usted de la situación en que se halla, y por lo tanto, he de saber cuáles son los peligros que corre y también los que me amenazan.

Tomó la palabra la señora, para decir:

─Soy Vivian Carter. No tenemos hijos. No estamos casados legalmente, aunque hace cosa de diez años se celebró una ceremonia en Méjico.

─Hábleme usted del divorcio ─dije al doctor─. Todo lo que sepa.

─Para empezar ─dijo─, mi primera esposa, la señora Lintig, se vio arrastrada por los cambios sociales originados. Había esposas de guerra, niños de guerra y…

Me volví a la señora y rogué:

─Cuéntemelo usted.

─Yo era entonces enfermera en el consultorio del doctor Lintig y me enamoré de él. Por su parte lo ignoraba y decidí no dárselo a entender. Estaba resuelta a que Amelia, es decir, la señora Lintig, ocupase la situación de esposa y gozara del afecto de su marido. Yo me contentaba con estar cerca de él: en segundo término.

El doctor inclinó la cabeza para afirmar.

─Deseaba servirle y serle útil. Entonces era joven e inexperta. Conozco ya la respuesta de todo aquello, pero la ignoraba veintiún años atrás. Oakview se hallaba en plena prosperidad. Acudía allí mucha gente había mucho dinero. Como ha dicho Charles, hubo un período de grandes cambios. Amelia se dejó arrastrar. Empezó a beber con exceso y se convirtió en una especie de directora de la gente joven, cuyos principios eran muy distintos de los normales. En las reuniones se bebía mucho, se flirteaba más y también había alguna que otra pelea. A Charles no le gustaba, pero Amelia era feliz.

»Ella empezó a dejarse cortejar. El doctor lo ignoraba, pero sin embargo, ya estaba harto. Dijo a su mujer que deseaba divorciarse. Ella aceptó, rogándole que presentara la demanda, basada en alguna razón que no fuese muy desagradable. El doctor presentó la demanda y Amelia no jugó limpio, porque no tenía costumbre de hacerlo. Esperó a que yo me marchara a San Francisco, por encargo del doctor, y entonces presentó a su vez una demanda, acusándonos de adulterio. Hizo eso con objeto de apoderarse de cuanto poseía el doctor y casarse luego con el hombre por quien entonces estaba encaprichada.

─¿Quién era?

─Steve Dunton, un joven que publicaba La Hoja, en Oakview.

─¿Sigue ocupándose en el mismo trabajo? ─pregunté, conteniendo mi sorpresa.

─Creo que sí, aunque apenas tenemos noticias de lo que pasa en Oakview. Me enteré de que ahora trabaja su sobrina con él.

─Ésa fue la joven ─añadió el doctor─ a quien encontré al salir de la habitación de Evaline.

─Adelante ─dije, en una pausa.

─Entonces ─añadió la señora, con amarga expresión─ Charles no tenía la menor idea de mis sentimientos con respecto a él, creo que a Amelia le ocurría lo mismo. Su temperamento, su modo de vivir poco razonable y la cantidad de alcohol que ingería le dieron un carácter muy raro. Cuando a su vez presentó la demanda de divorcio, Charles se dirigió a San Francisco para explicarme lo que ocurría. Comprendí que se hallaba en una situación muy desagradable, porque Oakview en peso empezaría a murmurar. Por otra parte, la persona a quien más podía interesar el divorcio de la señora Lintig editaba el periódico de la población, y como es natural, procuraría poner en evidencia todas las circunstancias, verdaderas o falsas, que resultaran adversas para Charles. Por consiguiente, lo peor que pudo haber hecho fue dirigirse a San Francisco. Nosotros podíamos haber regresado para luchar contra aquella rara situación, de no ser…

Se interrumpió, guardando silencio, y el doctor Alfmont añadió:

─Realicé un descubrimiento. A medida que Amelia se transformaba de ese modo, empecé a sentir indiferencia por ella, y en cambio, amor por Vivian. Me di cuenta de ello al ver a ésta en San Francisco. Ya comprenderá usted que no podía regresar a Oakview para arrastrar su nombre por el fango y… bueno, ya sabíamos que nos amábamos y nuestro único deseo era vivir juntos. Éramos jóvenes y, por consiguiente, me propuse alejarme y volver a empezar. Tal vez cometí una tontería, aunque lo ocurrido luego demuestra que no fue así.

»Telefoneé a Amelia preguntándole qué deseaba. Sus condiciones fueron muy sencillas. Lo quería todo y así me devolvería la libertad, a fin de que yo pudiese desaparecer y empezar de nuevo. Tenía en mi poder algunas cartas de crédito por valor de varios millares de dólares, cuya existencia ignoraba ella. Yo las pedí durante el florecimiento de Oakview, con objeto de repartir mejor mi dinero.

─¿Y qué más? ─pregunté.

─Casi no falta nada. Acepté sus proposiciones y ella prometió seguir adelante para obtener el divorcio. Yo podría cambiar de nombre y empezar mi trabajo en otra parte, y en cuanto estuviese ya divorciado podría casarme con Vivian. Así, pues, acepté sus condiciones.

─¿Y sabe exactamente lo que ocurrió? ─pregunté.

─No ─dijo─. Creo que Amelia y Steve Dunton tuvieron relaciones, pero no lo sé. Por último ella se marchó de Oakview y ya no he tenido más noticias.

─¿Y por qué no pidió usted el divorcio en otra parte? ─pregunté.

─Ella consiguió averiguar mi paradero ─dijo─ y me escribió una carta diciéndome que nunca me permitiría que Vivian gozase de una respetabilidad legal, de modo que en cuanto intentase casarme con ella se presentaría para armar un escándalo, y añadía que si yo insistía en pedir el divorcio, lo declararía todo. Tenga usted en cuenta que, como yo vivía con Vivian como marido y mujer, Amelia tendría razón y se armaría un escándalo.

─De modo que ella se enteró de su paradero.

─Sí.

─¿Y por qué se dejó asustar?

─En el año que llevábamos aquí, como marido y mujer, conseguí conquistar una buena clientela entre las personas acomodadas. Si se hubiese averiguado que Vivian yo vivíamos juntos, sin habernos casado ante la iglesia, el resultado habría sido fatal.

─¿Y que más?─ pregunté.

─Pasaron los años y ya no supe nada más de ella, aunque procuré encontrarla. Estaba persuadido de que había muerto o bien de que, después de divorciarse de mí, se había vuelto a casar, cosa de diez años atrás, Vivian y yo nos dirigimos a Méjico y nos casamos. Creí que esa ceremonia le daría cierta situación legal, en caso necesario.

─Bueno ─dije─. Ahora hábleme usted del aspecto político de la cuestión.

─Santa Carlota ─dijo el doctor─ es víctima de algunos individuos poco escrupulosos. La policía está corrompida y la administración tan sólo actúa a fuerza de soborno. La ciudad es rica, los negocios buenos abundan los turistas. Éstos se ven obligados a abrirse paso por entre todas las formas imaginables de robo y engaño. Los habitantes de la población están hartos de eso y desean una buena limpieza. Contribuí en gran manera a que se organizasen algunos de ellos e insistieron en que querían tenerme por alcalde. Me dije que el antiguo escándalo de mi vida había muerto ya, y por eso acepté.

─¿Qué más?

─Cuando menos lo esperaba, recibí una carta de ella diciendo que si no aceptaba sus condiciones no sería elegido y que en el último instante aparecería para estropearme la combinación. Me acusaba de haberla abandonado en una situación muy desagradable y sin un centavo, aunque nada de eso era cierto, porque me desprendí de todo lo que tenía y…

─Charles, eso ya no tiene remedio ─exclamó la señora Alfmont─. Al señor Lam le interesan los hechos.

─Uno de ellos ─replicó él─ es que escribió esa carta.

─¿Y cuáles eran sus condiciones?

─No me ofrecía ninguna.

─¿Le dio usted sus señas para poder contestar? ─pregunté, después de una breve reflexión.

─No.

─¿Y qué exigía?

─En primer lugar, que retirase mi candidatura.

─¿Y no hizo usted eso?

─No.

─¿Por qué?

─Ya estaba demasiado comprometido. Poco antes de recibir la carta, el periódico de la oposición empezó a publicar una serie de artículos, llenos de mala intención, en los que aconsejaba la necesidad de averiguar mi pasado. Mis amigos me aconsejaron perseguir al periódico por difamación, pero lo cierto es que me vi en una situación muy comprometida.

─Y ahora dígame ─pregunté─: ¿Está seguro en absoluto de que la carta recibida era de puño y letra de su mujer?

─Sí ─contestó─. Desde luego, hay algunas pequeñas diferencias muy notables. El carácter de la escritura de una persona tiene tendencia a cambiar en veinte años, pero de eso no hay duda, porque he hecho cuidadosas comparaciones.

─¿Dónde están esas cartas? ─pregunté.

─Las tengo en mi poder ─dijo.

─Las necesito.

Miró a su esposa, que hizo una seña de asentimiento, y, poniéndose en pie, dijo:

─Tardaré unos minutos. Haga el favor de dispensarme.

Oí como subía, despacio, la escalera y mientras tanto, su esposa me miró fijamente.

─¿Qué podría usted hacer? ─preguntó.

─Aún no lo sé. Pero desde luego, todo lo que pueda.

─¿Y no sería conveniente que desapareciera ahora?

─No serviría de nada.

─¿Me aconseja, pues, que me quede para afrontar lo que pueda ocurrir?

─Sí.

─Personalmente no me importa nada. Pero eso sería muy doloroso para Charles. Aunque ─añadió─ si se conociese la verdad, el sentimiento público…

─No fíe en eso ─contesté─ Ahora no se trata del sentimiento público, sino de un escándalo. Tampoco de las relaciones extramaritales, sino de que su esposo se ve envuelto en un asesinato.

─Ya comprendo ─replicó, sin asustarse.

─Creo ─añadí─ que Evaline Harris se dirigió a Oakview, enviada por un tal John Herbert.

─¿Se refiere usted al sargento Herbert, de la Brigada de Vicio? ─preguntó.

─Sí.

─¿Y por qué cree usted eso?

─Lo encontré en Oakview. Me dio una paliza y me sacó de la población.

─¿Por qué?

─No me lo explicó. Cuando lo sepa, creo que tendré una buena arma contra él.

─Todo eso impresiona mucho a Charles ─dijo ella, frunciendo el ceño─. Está casi frenético, aunque lo disimula bajo una máscara de serenidad profesional. Estoy asustada por lo que puede ocurrir.

─No se apure y déjelo a mi cuidado ─repliqué.

Oí de nuevo los pasos en la escalera y apareció el doctor, con dos cartas en la mano. Una de ellas tenía la fecha de 1921 y fue escrita en el papel del hotel Bickmere, de San Francisco. La otra carta fue escrita dos semanas antes y expedida desde Los Ángeles. Al parecer, ambas eran de la misma mano.

─¿Y no trató usted de ver a su antigua esposa, en el hotel Bickmere, doctor? ─pregunté.

─Sí. Le escribí una carta, pero me la devolvieron con la mención de «destinatario desconocido».

Observé la carta y pregunté:

─¿Cuál era su nombre de soltera?

─Amelia Rosa Sellar.

─¿Tenía algún pariente?

─No. La había criado una tía en el Este, pero murió cuando ella tenía diecisiete años, de modo que desde entonces vivió sola.

─Supongo que al recibir esta primera carta se esforzó usted en encontrarla.

─No recurrí a ningún detective. Le escribí al hotel, pero al serme devuelta la carta comprendí que había utilizado el papel del establecimiento para confundirme.

─En aquella época ─dije─ no trataba de ocultarse. Era dueña de la situación y lo sabía. Tampoco andaba persiguiendo dinero, sino que deseaba impedir que contrajera matrimonio con Vivian Carter.

─¿Y por qué no me comunicó dónde la hallaría?

─Sin duda ─contesté─ porque no deseaba que usted supiera lo que estaba haciendo. Debía de ser algo que le proporcionaría a usted un arma contra ella, en caso de averiguarlo. Debemos empezar por ahí nuestra investigación.

─Creo que está acertado, Charles ─exclamó, esperanzada, la señora Alfmont.

─Creería cualquier cosa de ella ─dijo el doctor─. Se convirtió en una mujer egoísta y neurótica, siempre en busca de lisonjas, y no era feliz cuando no la cortejaba alguien.

─Sí, ya conozco el tipo ─observé.

─Es una mujer egoísta, falsa y además, desequilibrada. Se puede esperar cualquier cosa de ella. Y en cuanto empieza algo ya no se detiene, pase lo que pase.

Me puse en pie, y dije:

─Me llevo estas cartas. ¿Hay algún tren que salga esta noche para San Francisco?

─Ahora mismo no.

─¿No hay ningún autobús?

─Creo que sí.

─Como he pasado toda la noche guiando, quisiera descansar. Y en cuanto a las cartas…

─¿Cuidará usted de ellas?

Así lo prometí y la señora Alfmont me estrechó la mano.

─Ha traído usted noticias alarmantes ─dijo─. Pero estoy más tranquila. Deseo proteger a Charles. No me arrepiento de nada, porque una mujer necesita, ante todo un amor sincero y profundo. Siempre me he considerado la esposa legítima de Charles y si se origina un escándalo, por lo menos seguiremos queriéndonos. En cuanto al asesinato… usted habrá de cuidar de eso, señor Lam.

─En efecto ─contesté.