coolCap6

ME encaminé a La Cueva Azul. Recientemente habían cerrado algunos establecimientos por el estilo y La Cueva Azul servía para recoger a todos los clientes del barrio aficionados a semejantes locales. En realidad, aquel lugar no era muy malo. Encontré una mesa en un rincón y pedí algo de beber. Una artista estaba dando en el escenario una versión expurgada de la belleza químicamente desnuda, de modo que, al empezar, llevaba más ropa que muchas de sus compañeras, pero el modo de quitarse la ropa entusiasmaba al público. Todos observaban una actitud de chicos traviesos que se encierran para hacer diabluras. Cuando los aplausos empezaron a ser nutridos, la artista dirigió una mirada interrogadora al director y puso la mano en la poca ropa que aún llevaba, como preguntándole si podía quitársela también. Él acudió meneando la cabeza, agarró la mano de la artista y la sacó de la escena. Luego, recobrando al parecer su presencia de ánimo, se volvió para hacer dos o tres reverencias al público y llevó a la artista al tocador cogida de la mano.

Poco después, la artista volvía a estar en circulación entre el público y cuatro hombres muy escandalosos, sentados a una mesa, se esforzaban pacientemente en meterle en el cuerpo tal cantidad de licor, que en su próximo número ya no se acordaría, con toda seguridad, de mirar al director para que le diese aquel permiso final.

Pasó una mujer por el lado de mi mesa me dio las buenas noches. Tendría cerca de cincuenta años. Su cabello y los ojos eran muy negros y los últimos de tan avarienta expresión, que casi me recordaron las fichas de celuloide que aparecen en las máquinas registradoras, cuando se anota una venta en ellas.

─Está usted solo ─me dijo.

─Sí.

─Ya veré lo que puedo hacer ─dijo, sonriendo.

Dobló un dedo y meneó la cabeza en mi dirección. Inmediatamente una trigueña con la cara muy pintada fue a sentarse en la silla inmediata y exclamó:

─Hola. ¿Cómo estás esta noche?

─Muy bien ─dije─. ¿Quieres una copa?

Ella afirmó y el mozo apareció con tal rapidez, que casi llegué a sospechar que estaba oculto debajo de la mesa.

─Un whisky ─dijo la trigueña.

─Otro para mí ─ordené.

El mozo se alejó. Mi compañera apoyó los codos en el mantel, entrelazó los dedos debajo de la barbilla, me dirigió una mirada de sus ojos grandes negros y dijo:

─Me llamo Carmen.

─Yo Donald.

─¿Vives aquí?

─Estoy de viaje. Vengo aquí cada tres o cuatro meses.

El mozo trajo su vasito de whisky lleno de té frío y a mí me sirvió un vaso con hielo y whisky. Al mismo tiempo, me entregó una nota por un dólar veinticinco centavos. Saqué el fajo de Bertha Cool para tomar un dólar y medio, le entregué los dos billetes y dije a Carmen:

─¡A tu salud!

─Lo mismo digo ─exclamó.

Se echó al coleto el vaso de té frío y presurosa tomó el vaso de agua, como si lo que acababa de tragar fuese fortísimo. Después de tomar dos sorbos de agua, exclamó:

─Lo cierto es que no debiera beber. Además, cuando me mareo empiezo a hacer cosas raras.

─¿Muy raras? ─pregunté.

─¡Oh, sí, mucho! Tú no habías venido aún aquí, ¿verdad?

─Una vez, en mi último viaje. Y me divertí mucho.

Ella arqueó las cejas, en señal de interrogación.

─Encontré a una muchacha llamada Evaline ─dije─. Supongo que ya no estará aquí.

Ella, con voz que carecía de expresión y con mirada distraída, me preguntó:

─¿Conocías a Evaline?

Se acercó más a mí y en voz baja añadió:

─Bueno, muchacho, no te acuerdes más de ella.

─¿Por qué? ─pregunté.

Ella me indicó de un modo vago la parte posterior de la sala.

─Andan por ahí dos policías de paisano, que se dedican a interrogar a todos los individuos que conocían a Evaline.

─¿Qué ha pasado? ─pregunté.

─Pues que alguien la mató esta tarde.

─¿Esta tarde? ─repetí, irguiéndome sobre mi silla.

─Sí. Procura no impresionarte, Donald, y haz de modo que nadie pueda darse cuenta de lo que hablamos. Te doy un consejo de amiga y nada más.

Reflexioné unos momentos, sacando luego disimuladamente de mi bolsillo un billete de cinco dólares, dije:

─Gracias, niña. Tiende la mano por debajo del mantel. Quiero decirte una cosa.

Sentí sus dedos en contacto con los míos y tomó el billete. Y puso el torso casi en contacto con la mesa, mientras se ocultaba el billete en la media.

─Y muchas gracias. Tengo a mi esposa en San Francisco y me molestaría mucho que me interrogasen.

─Ya me lo figuré ─me contestó ella─. Evaline era una buena muchacha. Es vergonzoso lo que ha pasado. Tal vez la pobre daba celos a alguien.

─¿Y cómo ocurrió eso?

─Pues que alguno penetró en su cuarto, le puso una cuerda alrededor del cuello y apretó.

─Ése no es modo de tratar a una señorita ─dije.

─¿A mí me lo cuentas? ─contestó, conmovida─. Cuando pienso en lo que son los hombres, lo que exigen a una muchacha y lo que hacen con ella…

─Se encogió de hombros y sonrió─. Eso no se hace. Hay que estar sonriente, porque de lo contrario, no hay parroquianos.

─Tienes razón. Cuando se quiere hacer negocio, es preciso poner buena cara.

─Lo mismo nos pasa a nosotras. Siempre es preciso sonreír. A los muchachos les gustan las mujeres que pasan por la vida sin sentir la menor preocupación. Y si alguien que trabaja en este cabaret para mantener a una niña que está en casa, con la tos ferina y tiene mucha fiebre, y que una está preocupada, no encuentra a nadie que le dé un centavo.

─¿Tienes una niña? ─pregunté.

Por un momento se humedecieron sus ojos, contuvo las lágrimas y contestó:

─Mira, no me hables de eso, porque se me estropeará el maquillaje. ¿Otra copa? Pero no, dispensa. Me has dado ya bastante dinero y puedo darte conversación.

─El camarero mira hacia acá.

─Que mire. Por cada copa tenemos veinte minutos de conversación y algo más, si es necesario.

─¿Os dan comisión?

─¡Claro!

─¿Y qué bebéis?

Whisky ─contestó con aire de reto.

─¿Estás encargada de un número?

─Sí; canto una canción y doy unos pasos de baile.

─¿Y quién es esa mujer cincuentona?

─Dora, la encargada. Cuando estuviste aquí, la otra vez, había otra encargada llamada Flo. ─Y en vista de que yo asentía, continuó─: Dora es una buena mujer, pero no se distrae. Parece que tiene ojos en el cogote. Sabe todo lo que pasa.

─¿Y que fue de Flo? ─pregunté.

─Lo ignoro. Se marchó. No sabemos lo que pudo pasar. Tal vez se peleó con el amo. Dora lleva una semana aquí, pero creo que estará algún tiempo. Pero mira, tú no has venido aquí para hablar de mí misma, de mis apuros o del negocio. ¿Quieres que bailemos?

Asentí. El pequeño espacio destinado a los bailarines estaba lleno, de modo que las parejas chocaban entre sí al bailar. Carmen se apretó contra mí, desorbitó casi los ojos, levantó la cabeza, sonrió y durante todo el baile no cambió de expresión. Bailaba muy bien, de un modo íntimo, aunque sin dejar de pensar en el crío que tenía en casa, con la tos ferina.

Nada dije, para no alterar el curso de sus ideas.

Cesó la música y volvimos a nuestra mesa. Advertí a Carmen que el mozo miraba y le ordené pedir otra copa.

Ella me dio las gracias y entonces hice una señal al camarero, que se acercó presuroso.

─Llene usted los vasos ─dije. Y en cuanto se los hubo llevado, pregunté a Carmen─: ¿Conocías bien a Evaline?

Ella meneó la cabeza.

─Me había dicho que tenía algunos parientes en el norte del Estado. No puedo recordar el nombre de la población ─dije.

─No tenía ningún pariente en el Estado ─contestó Carmen─. Los tenía en el Este.

─¿Se había casado?

─Creo que no.

─¿Y le marchaban bien las cosas?

─No lo sé ─exclamó, mirándome recelosa─. Casi pareces un policía. ¿Cómo demonios puedo saber estas cosas? Tengo mis propias preocupaciones.

─Acuérdate de que, según te dije, esa muchacha me gustó mucho.

─Mal hiciste en encapricharte. Eres demasiado decente para una mujer como nosotras. Claro está que valemos tanto como cualquiera, pero hemos de tratar a los hombres sin otra idea que sacarles lo más posible. Y en cambio, tú estás casado, burlas a tu mujer y estoy segura de que no lo merece. Por más que la gente es muy rara. Tienes un hogar y te pasas la vida fuera de él, para venir a donde hay música, bebida y jaleo. Yo he de trabajar aquí y daría mi brazo derecho a cambio de tener un hogar, un marido y mucho trabajo en la casa.

─¿Y por qué no te casaste? Seguramente no te sería difícil.

─Sí, puedo casarme con una niña de cinco años ─exclamó, riendo, amargada─. Estás loco, amigo.

─¿Una niña de cinco años? ─exclamé sorprendido.

─Como lo oyes. Aquí tienes, por ejemplo, a Evaline. Era una criatura lozana y encantadora. Yo, desde luego, cuando me arreglo y… pero ¡demonio! ¿Por qué hablamos de eso? Mira, si estás triste, emborráchate. Luego empieza a contarme historias, pero si seguimos hablando como hasta ahora, me echaré a llorar.

El camarero nos trajo los vasos llenos.

─¿Han hablado contigo los policías? ─pregunté a Carmen.

─¡Ya lo creo! Me han vuelto del revés, como una media. Pero no pude decirles nada. Ten en cuenta que aquí trabajamos a comisión. Durante una noche, quizá me sentaré a una docena de mesas. Si tengo suerte, alguien me pagará algunas copas y si se emborracha es posible que, después de entregar un billete de cinco dólares al mozo, me regale el cambio, pero eso pasa pocas veces. Aquí hay diez muchachas y todas trabajamos igual. Evaline formaba parte del personal de la casa. ¿Qué puedo saber yo de los hombres que trataba? Tengo mis propias preocupaciones. Y ahora, si me lo permites, Donald, he de preguntar algo por teléfono.

Regresó poco después y dijo:

─Bueno, la niña duerme tranquila y parece que la tos ferina no la molesta.

─Se pondrá bien ─contesté─. A lo mejor los niños tienen una fiebre intensa y luego no es nada.

─Ya lo sé; pero cuando se trata de un hijo, la cosa es diferente ─contestó.

─¿Tienes algún plan venidero, Carmen?

─Únicamente los forjé para mi hija. A mí no me importa nada.

─Una pregunta más acerca de Evaline ─añadí─. ¿Quién era un individuo alto, corpulento como un buey, de un metro ochenta, cabello gris y ojos grises que, al parecer, estaba loco por ella? Tenía una verruga en una mejilla. Ella me avisó que si alguna vez veía aquí a ese hombre, no me acercase a ella, sino que convenía tomar a otra muchacha cualquiera y…

Ella me dirigió la mirada de un pajarillo fascinado por una serpiente. Se retiró un tanto de la mesa, y asombradísima exclamó:

─Oye, ¿también sabes eso? Estás demasiado enterado.

─No, mujer… Te aseguro…

─Parece mentira que no me haya dado cuenta antes ─exclamó─. Hasta ahora siempre me había creído ser capaz de reconocer…

─Me parece que me tomas por otro, Carmen.

Siguió mirándome, como si fuese un pez raro en un acuario.

─Me parece que no lo eres. Y en tal caso… Dispensa un momento vuelvo en seguida.

Se puso en pie para dirigirse a la habitación de las mujeres, y vi cómo hacía una rápida señal a la encargada, que la siguió. Poco después salió para ir a hablar con el director, y éste, como por casualidad, pasó por delante de mi mesa. Observó los dos vasos vacíos y me preguntó:

─¿Ha sido usted bien atendido?

─Sí ─contesté.

─¿Ha venido una de las artistas? ─preguntó.

─Sí, señor.

─¿Y le ha dejado?

─Ha ido a ponerse polvos.

─¿Hace mucho rato?

─No.

─Ya comprenderá usted que hemos de vigilar a esas muchachas, porque… Me figuraba que había usted pasado un largo rato solo.

Yo no contesté y él añadió:

─Me he permitido preguntarle todo eso en su obsequio. Hágame el favor de ver si lleva el reloj y la cartera.

─Desde luego ─contesté─. No les ha pasado nada.

─Me gustaría que se cerciorase de ello.

─Estoy seguro.

─No puedo recordarlo a usted ─añadió, después de examinarme─. ¿Es usted un cliente habitual?

─He estado otra vez aquí.

─¿Cuándo?

─¡Oh! Hace ya dos o tres meses.

─¿Y se sentó a su mesa alguna de las muchachas?

─Sí.

─¿No recuerda cómo se llamaba?

─No.

─Esta noche lo ha acompañado Carmen, ¿verdad?

─Sí.

Tomó una silla, se sentó y dijo:

─Es una gran muchacha. Me llamo Winthrop.

Y me extendió la mano, que yo estreché.

─Me llamo Donald ─contesté.

─Me alegro mucho de conocerlo, Donald. Mi primer nombre es Bartsmouth. Mis amigos me llaman Bart. ¿Quiere usted que tomemos una copa a cuenta de la casa?

─¡Magnífico! ─repliqué.

Hizo una seña al camarero y le ordenó:

─Llene usted el vaso de este caballero. Yo tomaré whisky. ¿Le han tratado a usted bien, Donald?

─Sí.

─Me esfuerzo en que este establecimiento se halle dentro de la ley, pero a los clientes les gusta el movimiento y la broma, y he de procurar proporcionárselos. Desde luego, he de fiar de un modo absoluto en la buena voluntad de los clientes y luego en la propaganda que se hacen de uno a otro.

─Comprendo.

─¿Y cuánto tiempo dice usted que ha pasado desde entonces?

─Dos o tres meses.

─Me gusta mucho que los clientes vuelvan con mayor frecuencia.

─Es que yo soy viajante ─contesté.

─¡Ah! Comprendo. ¿Y a qué género se dedica?

─Arcas de caudales ─contesté.

Después de un momento de reflexión dio un puñetazo en la mesa.

─¡Vaya una coincidencia! ─exclamó─. El arca de mi oficina es de un modelo anticuado y a veces llegamos a reunir cantidades considerables. Me proponía comprar un arca nueva. Y no sabe usted cuánto me gusta poder hacer negocios con un cliente. Tengo el despacho en el segundo piso. La escalera está detrás de esa puerta, al lado de la caja registradora. ¿Quiere usted subir para dar un vistazo al arca?

─¡Hombre, no quisiera dejar plantada a Carmen!

─Yo le mandaré aviso.

─No, prefiero arreglar el asunto a mi manera. ¿Que le parece si voy allá dentro de diez minutos? Deseo conocer el número el teléfono de Carmen.

─Yo se lo daré ─contestó─ y procurará que esté aquí cuando usted llame.

─Gracias, pero prefiero hacerlo a mi manera.

El camarero nos sirvió y dije:

─A su salud.

Levanté el brazo, pero no hice más que tomar un pequeño sorbo. Él permaneció pensativo, me ofreció la mano otra vez y dijo:

─Bueno, nos veremos dentro de diez minutos. Suba usted por la escalera. La primera puerta a la derecha, y entre sin cumplidos.

─Gracias, así lo haré.

Tenía los dedos delgados, duros y fuertes. Su sonrisa era afable. Y añadió:

─Si tiene usted alguna diferencia con Carmen, avíseme.

─Gracias, pero confío en que no será necesario.

─Lo mismo creo. Bien, Donald, hasta luego.

Echó a andar, pero cuando había dado tres pasos se volvió para decirme:

─Necesitaré una buena arca. Supongo que por dos mil dólares podrá usted proporcionármela.

»Muy bien. Suba y podrá valorar mi arca, porque, naturalmente, deseo venderla. Desde luego, no me darán mucho y, además, seré también razonable.

─Perfectamente.

Cuando se alejaba dijo algo a la encargada. Luego se dirigió al arca registradora, abrió la puerta inmediata y desapareció.

Yo me puse en pie y me dirigí a la cocina. Un camarero me dijo:

─El lavabo para los caballeros está a la izquierda.

Di las gracias, pero penetré en la cocina. Un cocinero negro levantó la cabeza y le dije:

─Oye, muchacho, acaba de entrar mi mujer por la puerta principal. ¿Cómo salgo?

─¿No se marcha usted sin pagar? ─preguntó.

─Estos veinte dólares te aseguran que no.

─Por aquí ─dijo, guardándose el billete.

Lo seguí por un corredor estrecho y maloliente, pasé por delante de una hedionda letrina, en cuya puerta había un letrero que decía: «Sólo para los empleados», y salí a una callejuela llena de cubos de basura.

─Mira ─le dije─: será conveniente que no te acuerdes más de esto.

─¿Se figura que soy tonto? ─replicó.

Salí a la calle principal, en dirección al lugar en donde dejara el coche.