coolCap5

EN silencio regresamos a la oficina. Dejé el coche en el lugar destinado al estacionamiento, tomamos el ascensor y, una vez en la oficina nos acomodamos en unos sillones. Bertha Cool me miró.

─¿Cómo te has enterado de que ha sido asesinada? ─preguntó.

─¿De qué demonio habla usted? ─contesté.

Bertha Cool frotó un fósforo en el lado inferior del cajón de la mesa escritorio, encendió el cigarrillo, volvió a mirarme, fumó en silencio unos instantes al fin dijo, pensativa:

─Aquello estaba lleno de automóviles de la policía y tú, al parecer, no los viste siquiera. Tampoco observé en ti el menor deseo de llamar al cuarto de esa muchacha. En cambio, querías ver al director. Subimos, y después de hacer un par de preguntas emprendimos el regreso. Sabías, pues, que había ocurrido algo, y lo que te interesaba averiguar era si la policía estaba o no por allí. ¿No quieres decirme lo que te ha pasado?

─No hay nada que decir ─contesté.

Abrió un cajón, sacó una tarjeta, se fijó en el número que había en ella y lo marcó en el teléfono. Cuando le contestaron, dijo con su voz más agradable:

─Señora Eldridge, creo que el señor Donald Lam tiene una habitación alquilada en la casa de usted. Habla la señora Cool, directora de la agencia de detectives Cool. Ya sabe usted que Donald trabaja a mis órdenes. Tengo necesidad de encontrarlo cuanto antes. ¿Sabe usted si está en su habitación?

Bertha Cool prestó oído, mientras el receptor producía algunos ruidos, y al fin dijo:

─Ya comprendo. ¿Hace cosa de una hora? Bien. ¿Podría usted decirme si tuvo alguna visita poco antes de salir?

De nuevo prestó oído y al fin replicó:

─¡Oh, sí, desde luego! ¿Podría usted describirme a esa joven?

Escuchó atentamente durante unos momentos.

─Muchas gracias, señora Eldridge ─dijo al fin─. En cuanto le vea, ¿querrá usted decirle que lo necesito con urgencia?

Colgó el receptor, y volviéndose a mí, exclamó:

─Bien, Donald: ¿quién era ella?

─¿Quién?

─Esa muchacha que fue a verte.

─¡Oh! Una joven compañera de estudios de la Facultad de Leyes. Hacía ya mucho tiempo que no la veía. Se enteró de que trabajaba para usted y esta tarde telefoneó aquí para averiguar las señas de mi casa. Elsie se las dio.

Bertha Cool continuó fumando y luego marcó otro número de teléfono.

En cuanto hubo obtenido respuesta, dijo:

─Elsie, habla Bertha. ¿Recuerda usted si esta tarde telefoneó alguien preguntando por las señas del domicilio de Donald? ¿Quién era ella? ¿No dio su nombre? ¡Ah! ¿Él se lo dijo? Bien, Elsie, gracias; nada más, por el momento.

Colgó el receptor telefónico y me dijo:

─Tú mismo dijiste a Elsie que habías visto a esa muchacha.

─Bueno, como quiera ─repliqué─. No creo oportuno enterar a Elsie de mis asuntos amorosos. Esta muchacha fue compañera de estudios. Y se dirigió a mi alojamiento, donde estuvimos charlando cosa de media hora y luego se marchó. Fue una visita de cumplido.

─De cumplido, ¿eh? ─replicó Bertha Cool.

Yo no contesté. Bertha siguió fumando y luego exclamó:

─Bueno, muchacho, vamos a cenar. La agencia paga.

─No tengo hambre ─contesté.

─Pienso mostrarme generosa ─añadió─ Y esta vez cargaremos la cena a la cuenta de gastos.

─No quiero nada ─contesté, moviendo la cabeza.

─Bueno, por lo menos acompáñame.

─No, gracias; quiero reflexionar.

─Pues piensa cuando estés a mi lado ─replicó ella.

─No. Aquí podré imaginar muchas cosas más.

─Es natural ─contestó Bertha Cool. Acercó el aparato telefónico, marcó un número y dijo─: Llama Bertha Cool. Haga el favor de mandarme un bocadillo de carne asada, doble ración, y una botella de cerveza de a litro. ─Colgó el teléfono, añadiendo─: Lamento mucho que no tengas apetito, Donald, pero Bertha permanecerá aquí para hacerte compañía.

No contesté.

En silencio continuamos sentados y Bertha fumando, me observaba a través de sus entornados párpados. Poco después alguien llamó a la puerta y Bertha me dijo:

─Abre y haz entrar al mozo.

Éste, que había subido desde el restaurante de la planta baja, llevaba en una bandeja un bocadillo doble y un litro de cerveza. Bertha Cool le indicó que lo dejase todo sobre la mesa escritorio, pagó, le dio una propina y dijo:

─Mañana por la mañana venga a recoger los platos, porque esta noche tendremos mucho que hacer.

El mozo le dio las gracias y salió. Bertha empezó a morder el bocadillo y se lo tragó a fuerza de cerveza.

─Desde luego esto no es ninguna cena ─dijo─; pero me calma el hambre. Siento que no tengas apetito.

En cuanto hubo terminado, empezó a fumar un cigarrillo, y yo, tras de consultar mi reloj, dije:

─Ya no hay necesidad de esperar más.

─Tienes razón ─contestó ella, sonriendo─. ¿Quién era ella? ¿Para qué habría de telefonear ahora?

─Es una muchacha muy guapa ─repliqué─. Dijo que me llamaría para que fuésemos a cenar juntos. Y ahora, vamos a ver. ¿Acaso un hombre no puede salir con una amiguita sin que todo el personal de la oficina haya de meterse en su vida amorosa?

─Parece que no ─contestó Bertha en tono plácido─. Bueno, si quieres salir, vamos.

Una vez en la calle, subimos de nuevo al coche.

─Me parece que me voy a un cine para matar el tiempo. ¿Quiere usted venir?

─Estoy cansada… Preferiría ir a casa, desnudarme y leer un rato.

La llevé a su casa, se apeó y, apoyando su enjoyada mano en mi brazo izquierdo, dijo:

─Lo siento.

─No tiene importancia. Esa muchacha no ha llamado. Quizá lo hizo durante nuestra ausencia, o tal vez la esperaba otro en cuanto yo la dejé.

─No te apures, Donald, porque hay muchas mujeres. Un muchacho guapo como tú no ha de sentir ningún apuro acerca del particular. Buenas noches. Que duermas bien.

Le di las buenas noches y regresé a toda prisa a la oficina. El reloj me indicó que apenas había estado veinticinco minutos ausente. Y esperé que Marian no hubiese llamado en aquel intervalo.

Casi me tendí en un sillón, me disponía encender un cigarrillo cuando oí el ruido de una llave que entraba en la cerradura. Creí que sería el portero y grite:

─Tenemos mucho que hacer. Déjenos en paz hasta mañana. Haga el favor.

Se descorrió el pestillo entró Bertha Cool plácida y sonriente.

─Ya me lo figuraba ─exclamó al verme.

Luego atravesó la habitación para sentarse en el sillón giratorio que tenía ante la mesa escritorio, y añadió:

─Me parece que tú y yo, Donald, correríamos mucho mejor si no nos esforzásemos en engañarnos mutuamente.

Me disponía a contestar cuando empezó a repiquetear el teléfono que había sobre el escritorio. Bertha, con rápido movimiento de su grueso brazo derecho, acercó el aparato tomó el receptor y clamó:

─Diga.

Tenía los ojos clavados en mí y pude notar que brillaban como piedras preciosas. Extendió el brazo izquierdo para contenerme en caso de que yo quisiera apoderarme del receptor, pero permanecí quieto, fumando. Mientras tanto ella decía:

─Sí. Aquí es la agencia de Bertha Cool… No, querida. No está, pero me dijo que telefonearía usted y yo quedé encargada de tomar el recado… sí, sí, querida. Seguramente estará aquí dentro de pocos minutos. Dejó el encargo de que viniese usted cuanto antes… Sí, muy bien. Éstas son las señas. Venga usted en seguida. No pierda tiempo. Tome un taxi. Él desea verla.

Colgó el receptor y me miró.

─Ahora, Donald, vamos a ver si esto te sirve de lección. Cuando quieras servirte una porción de pastel acuérdate de Bertha, porque de lo contrario habrá jaleo.

─¿De modo que también quiere su parte? ─pregunté.

─Para esto estoy aquí ─contestó.

─Es verdad.

─Cuando viniste a trabajar a mis órdenes no sabías una palabra del oficio de detective. Te tomé a mi cargo cuando ya no te quedaba ni un solo centavo. Hacía dos días que no habías tragado bocado. Te di trabajo; ahora aprendes el oficio. Eres inteligente. Lo malo es que nunca te acuerdas de que yo soy el jefe. Estás persuadido de que diriges el negocio. Y eso no está bien.

─¿Algo más? ─pregunté.

─¿No es bastante? ─replicó ella.

─Demasiado ─dije─. ¿Ahora quiere usted saber qué trozo de pastel se ha cortado?

─Sería bastante agradable ─contestó sonriendo─. Supongo que no me guardas rencor, Donald.

─Ninguno.

─He de mantener mis derechos ─dijo ella─, cuando he de luchar, voy en busca de la victoria. No soy generosa y, si alguna vez lucho, lo hago para lograr algo. Y si lo consigo, ya no pido más.

─¿Y va a venir aquí? ─pregunté.

─Ahora mismo. Dice que quiere verte en seguida. Eso no me da la impresión de ser ninguna cita, muchacho, sino negocios.

─Lo es.

─Bueno, Donald; dime de qué se trata. Ya ves que me he metido en el asunto y quiero saber qué naipes tengo en la mano y también cuál es la apuesta. Pero no olvides que tengo los triunfos.

─Buenos ─dijo─. Se ha metido usted en un caso de asesinato.

─Ya lo sabía.

─La muchacha con quien ha hablado por teléfono es Marian Dunton. La pobre vivía en una pequeña población, al pie de las montañas, y quería marcharse de allí. Creía tal vez que ese caso de Lintig era más importante de lo que parecía. Siguió mi pista de regreso, quizá con la esperanza de obtener algunos informes; por eso fue allá.

─¿A casa de esa Evaline?

─Sí.

─Poco importa la historia ─replicó Bertha─. Ya me lo había imaginado. Ahora dime lo que no se a.

─Ignoro si la autopsia demostrará cuándo fue asesinada Evaline Harris. Probablemente debió morir poco antes de llegar Marian Dunton por vez primera a su habitación.

─¿Por vez primera? ─preguntó Bertha.

─Sí. Abrió la puerta del cuarto y vio a Evaline tendida en la cama. Creyó que se había dormido. Un individuo acababa de salir de la habitación. Marian creyó que no sería ningún momento favorable para obtener informes; de modo que cerró la puerta y regresó a la calle para sentarse en el coche, desde donde podía vigilar la puerta de la casa. Cosa de media hora después lo intentó de nuevo. Entonces se mostró más curiosa y menos tímida. Observó que Evaline tenía una cuerda atada en torno del cuello y que estaba muerta. Marian perdió la cabeza, no se le ocurrió pensar en nada ni en nadie más que en mí, y presurosa fue a mi habitación a darme cuenta de lo que pasaba. Yo la envié a la policía, encargándole que no les dijese que me había visto, ni que supiera una palabra de la agencia ni de la señora Lintig. Sencillamente, habría de declarar que fue al cuarto de Evaline para ver si podía ayudarla a encontrar trabajo en la ciudad. Que la primera vez se figuró que Evaline estaría durmiendo y que fue a esperar un rato sentada en el automóvil.

─Me parece que no se contentarán con esas explicaciones.

─Me parece que sí.

─¿Por qué?

─Esa muchacha no es de la ciudad y tiene toda la sencillez la ingenuidad de las jóvenes que viven en pequeñas poblaciones. Eso se le nota en todos los detalles de su aspecto. Aún no conoce las tácticas de la ciudad y es una muchacha sencilla, franca y sincera.

Bertha Cool dio un suspiro y dijo:

─Ésta es una de tus mayores debilidades, querido Donald. Todas las mujeres se vuelven locas por ti y, por tu parte, te enamoras de ellas como un tonto. Ya es bastante desagradable el hecho de que en cuanto hay leña salgas con las manos en la cabeza, pero esta afición tan extremada a las faldas es seguramente mucho peor. Será preciso que te libres de ese defecto. Si lo consiguieras, con la inteligencia que posees, podrías llegar a cualquier parte.

─¿Algo más? ─pregunté.

Ella sonrió y me dijo.

─No seas así, Donald. Hablo en serio y de negocios.

─Bueno ─contesté─. Ahora voy a comunicarle el resto del asunto. Marian pudo ver muy bien al individuo que salía del cuarto. Las señas que pudiera dar a la policía no tendrán ningún significado para ella o, por lo menos, así lo espero. En cambio fueron muy elocuentes para mí.

─¿Qué quieres decir?

─El individuo que salió del aquel cuarto era el doctor Charles Loring Alfmont, conocido también por el nombre de doctor James Lintig, pero prefiero que nosotros lo conozcamos como señor Smith.

Bertha Cool se quedó mirándome muy asombrada. Abrió luego despacio los párpados hasta desorbitar casi los ojos y profirió en voz baja una exclamación de asombro.

─Ahora bien ─añadí─: la policía no sabe una palabra de la intervención de Lintig en eso. También ignora quién es Alfmont. No existe ninguna razón articular para que sospechen del individuo a quien nosotros, en adelante, llamaremos Smith. Pero si Marian Dunton lo viese o le mostrase su retrato, no hay duda de que podría identificarlo en el acto.

Bertha Cool estaba mu asombrada.

─Por consiguiente ─añadí─, usted puede jugar de uno de los dos modos siguientes: O bien suelta usted a esa muchacha, en cuyo caso la policía acabará por enterarse de la existencia de ese Smith, que presentarán a Marian Dunton para que lo identifique, y se estropeará todo y usted quedará sin cliente, o bien procuraremos retener a Marian fuera de circulación durante el mayor espacio de tiempo posible, diremos a Smith todo lo que hemos averiguado, le obligaremos a que nos explique su versión de la historia, le diremos que puede contar con nuestra ayuda para defenderlo lo más posible, nos dará todo el dinero que le pidamos y nos esforzaremos en librarle de toda sospecha.

─¿Y eso no será algo parecido a la supresión de las pruebas judiciales? ─preguntó ella.

─Sí.

─Ya sabes que para una agencia particular de detectives eso es una cosa muy seria. En cuanto averiguasen que nos habíamos dedicado a eso, se apresurarían a retirarme la licencia.

─Si usted no supiera nada acerca del particular, nadie podría exigirle que fuese a contar cosas a la policía.

─Pero el caso es que ahora lo sé.

─Sí ─repliqué─. Usted misma se ha servido un pedazo de pastel. Marian está a punto de llegar. Usted lo ha procurado. De modo que ya sabe ahora cómo está el juego.

Bertha Cool hizo retroceder su sillón y dijo:

─Perdóname, Donald. Ya comprendo que me será muy difícil salir de este enredo.

─No, no puede usted hacerlo ─contesté─ Recuerde que me impidió recibir el aviso telefónico de Marian y que, además, la ha invitado a venir. Yo no hubiese hecho tal cosa. Le habría dicho, por ejemplo, que nos veríamos en la estación de ferrocarril o en lugar semejante y nos habríamos encontrado allí. Tenga en cuenta que, con toda probabilidad, la vigilan.

Bertha Cool empezó a repiquetear sobre la mesa con sus dedos cargados de sortijas.

─¡Vaya lío! ─exclamó.

─Usted misma se ha metido en él.

─Lo siento mucho, Donald.

─No me extraña.

─Oye: ¿no podrías encargarte tú del asunto desde ahora en adelante…?

─Imposible ─contesté─. Si usted no se hubiese metido, yo podría seguir adelante y hacer todo lo que fuese necesario. Si alguien me interrogara luego, podría haberme hecho el mudo y nadie habría podido probarme cosa alguna. Ahora es diferente. Usted lo sabe y todo lo que sepa usted puede ser averiguado.

─Puedes tener confianza en mí ─dijo.

─Puedo, pero no quiero.

─¿No quieres?

─No.

Se endureció su mirada y añadí:

─Tampoco quiso usted confiar en mí pocos minutos antes.

Se oyó entonces una tímida llamada a la puerta y Bertha elevó la voz diciendo:

─Adelante.

No apareció nadie, y en vista de eso, fui a abrir la puerta exterior y pude ver a Marian Dunton, de pie en el umbral.

─Entre, Marian ─dije─. Quiero presentarle a mi jefe. Señora Cool, la señorita Dunton.

─¿Cómo está usted? Donald me ha contado muchas cosas muy agradables con respecto a usted. Hágame el favor de sentarse.

─Muchas gracias, señora Cool ─contestó Marian sonriendo─. Me alegro mucho de conocerla.

Luego vino a colocarse a mi lado y oprimió mi brazo rápida y disimuladamente, con dedos temblorosos, todavía por los acontecimientos.

─Siéntese, Marian ─dije.

Ella obedeció y le pregunté:

─¿Quiere tomar una copa de algo?

─Ya lo hice ─contestó, riéndose.

─¿Cuándo?

─Una vez que hubieron terminado conmigo.

─¿Fue muy desagradable?

─No demasiado ─contestó, dirigiendo una significativa mirada a Bertha Cool.

─Ya lo sabe todo ─observé─. Puede usted hablar claro y contárnoslo todo.

─¿Y está también enterada de…?

─¿De que fue a mi casa?

─Sí.

─Lo sabe todo. Adelante. Marian. ¿Qué sucedió?

─Salí bien de la prueba. Fui a la Jefatura de Policía y les dije que deseaba dar cuenta de mi hallazgo de un cadáver. Me enviaron a la sección de tráfico, tal vez figurándose de que era un accidente de automóvil. Tuve que explicar a dos o tres personas de qué se trataba. Enviaron un automóvil a hacer investigaciones y el coche, que llevaba radio, llamó a la Brigada de lo Criminal. Después, hubo mucha actividad y un fiscal de distrito, muy joven y agradable, me tomó declaración.

─¿La firmó usted? ─me apresuré a preguntar.

─No. Una taquígrafa tomó nota, pero no hizo la traducción y no me dijeron que lo firmase.

─Eso va muy bien ─dije.

─¿Por qué? No podría negar nada de lo que dije.

─No. Pero el detalle de que no le han hecho firmar la declaración indica que aceptan como buena su historia.

─En especial ─dijo Marian─ les interesaba mucho el hombre que salió de la habitación.

─Es natural ─observé.

─Trataron de convencerme de que realmente lo vi salir por la puerta trescientos nueve y que no era posible que fuese otra cosa. El joven fiscal del distrito ha sido muy amable. Me explicó, que para considerar culpable a un hombre de asesinato, es preciso que el fiscal demuestre su culpa más allá de toda duda razonable. En fin, usted ya lo sabe, Donald. Hay mucho que hablar de que una cosa sea o no razonable. Tal vez aquel individuo salió de otra habitación, pero no lo parecía y, cuanto más pienso en ello, más segura estoy de que salió del trescientos nueve. En cambio, si yo manifestara la más pequeña duda, el abogado defensor del asesino podría utilizarla para burlar la justicia. En resumidas cuentas, Donald, todo ciudadano tiene responsabilidades y obligaciones que cumplir y un testigo ha de aceptar la responsabilidad de decir las cosas tal como las vio.

─Ya veo ─observé sonriendo─ que ese fiscal ha sido muy amable.

─No sea usted así, Donald. No podrá negarme que los hechos son tal como acabo de expresar.

Afirmé inclinando la cabeza.

─Ahora la policía va a hacer averiguaciones con respecto a Evaline Harris. Se enterarán de quiénes eran sus amigos y también se enterarán acerca de cada uno de ellos. Yo seré uno de ellos. Yo seré llamada para llevar a cabo algunas identificaciones y probablemente me mostrarán, ante todo, algunas fotografías.

─¿De modo que se figuran que el criminal fue algún amigo de la víctima? ─pregunté, dirigiendo a Bertha Cool una mirada significativa.

─Sí. Creen que ha sido un crimen de celos y que el asesino fue el amante de la víctima. Tenga usted en cuenta que el cadáver yacía desnudo en la cama y que no había señales de lucha. Tal vez el criminal le puso la cuerda alrededor del cuello y la estranguló antes de que la pobre mujer se diera cuenta de lo que sucedía.

─¿Y usted qué deberá hacer mientras tanto? ¿Continuar aquí o regresar a Oakview?

─He de estar a disposición de la policía ─contestó la joven─. Han hecho algunas averiguaciones con respecto a mí y telefonearon al sheriff de Oakview, que es antiguo amigo mío. Él les contestó que podían confiar absolutamente en mí.

─¿Y no obraron en ningún momento ─pregunté─ como si creyesen que usted había podido ser la autora del crimen?

─No. El hecho de ir a dar cuenta de lo ocurrido fue un indicio en mi favor. Además, me conduje tal como usted me había indicado.

─Magnífico ─dije─. ¿Qué le parece la cena, Marian? ¿Ha comido usted?

─No. Tengo apetito para comerme un caballo.

Sonreí a Bertha Coofy le dije:

─Es una lástima que haya usted cenado ya, señora Cool. Voy a llevar a Marian a que lo haga. Necesito dinero para gastos.

Bertha Cool sonrió satisfecha y contestó:

─Desde luego, Donald. Llévala a cenar. Esta noche no tienes nada que hacer.

─Necesito dinero para gastos.

─Procura estar mañana a las nueve aquí, Donald, y si ocurre algo esta noche, ya te llamaré.

─Mu bien. ¿Y el dinero para gastos?

Bertha Cool abrió el cajón de la mesa y luego el bolso. Sacó de él una llave, abrió una cajita, contó cien dólares en billetes y me los entregó. Yo seguí con la mano tendida y repliqué:

─Más. Y ya le avisaré cuando haya bastante.

Ella se disponía a decir algo y, al fin, me dio cincuenta dólares más.

─Eso es todo lo que hay en el cajón ─exclamó─. En la oficina no tengo más dinero.

Dejó caer la tapa de la cajita, la cerró y luego hizo lo mismo con el cajón.

─Vamos, Marian ─dije.

Bertha Cool nos sonrió amable, y dijo:

─Vayan a divertirse. He cenado ya. El día ha sido muy pesado y lo que necesito ahora es ir a casa, ponerme en pijama y descansar un poco. Sin duda empiezo a envejecer. En cuanto hay un día de trabajo me quedo derrengada.

─Tonterías ─exclamó Marian─. Es usted joven, señora Cool.

─Me veo obligada a llevar conmigo toda esta grasa ─replicó ella.

─No es grasa. Tiene aspecto musculoso ─insistió Marian─. Lo que pasa es que tiene usted un esqueleto muy desarrollado.

─Gracias, niña.

─Vámonos, Marian ─dije tomándole de la mano.

Bertha Cool cerró la mesa escritorio, metió la llave en su bolso, se puso en pie y dijo:

─No te molestes en llevarme a casa, Donald. Tomaré un taxi.

Atravesó la oficina con aquel paso peculiar que parecía no costarle ningún esfuerzo y que era tan suave como el movimiento de un yate en un mar tranquilo. Bertha no anadeaba al andar. Al parecer no le costaba ningún esfuerzo. Daba unos pasos cortos, sin apresurarse nunca, pero siempre avanzaba con la misma rapidez, cualquiera que fuese el tiempo, frío o caluroso o el terreno empinado o descendente.

En cuanto hubimos entrado en un restaurante, Marian dijo:

─Es una mujer muy notable, Donald. Parece competente y confiada en sí misma.

─Sí.

─Y parece enérgica.

─No lo sabe usted bien ─contesté─. Pero ahora hablemos de usted. ¿Por qué se marchó de Oakview?

─Con objeto de ver a Evaline Harris.

─¿Se lo comunicó a su tío?

─No. Únicamente le dije que quería tomar una parte de mis vacaciones.

─Me dijo usted que se había ido a pescar.

─Sí, pero volvió.

─¿Cuándo?

─Vamos a ver ─dijo frunciendo las cejas─: Fue… inmediatamente después de haberse marchado usted.

─¿Cuánto tiempo después?

─Un par de horas.

─¿Y usted emprendió el viaje inmediatamente después de su regreso?

─Sí.

─Bueno. Y ahora dígame usted, por qué demonios se ha metido en esto.

─¿Qué quiere decir?

─Ya lo sabe. Dijo usted que si yo quería establecer entre nosotros una comunicación mutua de informes, no tendría inconveniente en trabajar conmigo y que si no hacía eso, usted iría por su propia cuenta.

─Ya sabe usted cuáles son mis sentimientos ─contestó ella─. Quiero salir de ese periódico y también de Oakview. Sabía ya que es usted detective…

─¿Cómo lo averiguó?

─No soy ciega ─replicó─. No había más remedio. Usted trabajaba para alguien, se esforzaba en adquirir informes y no andaba detrás de cobrar un crédito o una factura y menos después de haber pasado veintiún años del hecho.

─Bien. Prosiga…

─Me enteré, pues, de que era usted detective y comprendí que la señora Lintig debía de estar comprometida en algo muy gordo. Varias personas han demostrado mucho interés acerca de ella. Y me imaginé que le habían puesto a usted el ojo a la funerala precisamente por haber intentado averiguar algo con respecto a esa mujer. Comprendí que sería importante y que yo podría utilizar con ventaja mis conocimientos en Oakview con objeto de averiguar qué andaba buscando toda esa gente, así como también para quién trabajaban todos ustedes. Y entonces me proponía ir al encuentro de esta señora Bertha Cool para comunicarle los informes que ya poseyera y buscar el modo de que me diera algún trabajo.

─¿Qué clase de trabajo? ─pregunté.

─Pues, por ejemplo, el de detective. Sé muy bien que hay mujeres que se dedican a eso.

─¿De modo que usted pensaba dirigirse a Bertha Cool para solicitar ese trabajo?

─Sí, señor. Claro está que no conocía a Bertha Cool, ni tampoco quién era esa señora. Supuse que estaría al frente de una agencia importante.

─¿Y qué sabe usted del trabajo de detective?

─En Oakview he tenido que hacer de reportero y aunque se trate de un periódico de escasísima importancia, es preciso tener cierto olfato para las noticias, si no se quiere fracasar. Soy ambiciosa y nadie podría impedirme que lo pruebe siquiera.

─No se acuerde más de eso ─contesté─. Regrese a Oakview y cásese con Carlos. Y ahora que recuerdo, ¿cómo está?

─Muy bien ─contestó, evitando mis ojos.

─¿Y qué opina él acerca de la intención de usted de salir de Oakview para venir a la ciudad y emplearse en una agencia de detectives?

─No sabe una palabra de eso.

Seguí observándola, y ella, al notar, mi mirada, siguió con los ojos fijos en el mantel.

─Espero ─dije─ que me cuente usted la verdad.

─¡Oh sí! ─contestó ella, dirigiéndome una rápida mirada.

Un camarero vino a preguntarnos qué deseábamos y luego nos sirvió la cena. Marian no pronunció una palabra hasta después de terminar la sopa.

Luego alejó el plato y dijo:

─Oiga, Donald, ¿cree usted que ella podría darme trabajo?

─Ya tiene secretaria ─contesté.

─Quiero decir como detective.

─No sea tonta, Marian. Usted no puede ser detective.

─¿Por qué no?

─No conoce usted bastante el mundo. Tiene ideales. Usted… Es una tontería pensarlo siquiera. Bertha Cool acepta todos los casos y especialmente los de divorcio.

─Conozco ya las realidades de la vida ─exclamó Marian, indignada.

─Nada de eso ─repliqué─. Se lo figura. Y además, luego sería desgraciada. Le confiarían trabajos de seguir a alguna persona, se vería obligada a mirar por los agujeros de las cerraduras, a chapotear por los lodazales de la vida… y de todo eso no sabe usted una palabra.

─Habla usted como un poeta, Donald ─dijo inclinando la cabeza para mirarme─. En usted hay algo poético. Tiene una boca bien dibujada y unos ojos negros y grandes.

Di un gruñido por toda respuesta y el camarero nos sirvió la ensalada. Yo seguí mirando a mi compañera, que evitaba mis ojos. Esperé a que hablase y ella guardaba silencio. De pronto levantó la cabeza y dijo:

─Oiga, Donald. ¿Conoce usted a ese hombre que salía de la habitación de Evaline Harris?

Al mismo tiempo me dirigió una mirada escrutadora.

─Éste es el resultado de haberme dejado engañar por la policía.

─¿Qué quiere usted decir?

─Cuando me habló por primera vez de eso ─repliqué─, no me dijo que aquel individuo saliera de la habitación de Evaline, sino que avanzaba por el corredor.

─Bueno, salió de un cuarto.

─Pero usted no sabía entonces que fuese el de Evaline Harris.

─No podía se otro.

─¿Lo cree usted así?

─Sin duda.

─¿Y sabía usted que aquél era su cuarto?

─Desde luego, exactamente, no. Pero no había otro remedio, Donald.

─Bueno ─dije─; mañana, cuando ya se haya calmado un tanto la excitación producida por este asunto, usted y yo iremos a esa casa. Saldrá usted del ascensor y yo me situaré ante la puerta del cuarto trescientos nueve, y echaré a andar en el momento en que usted salga del ascensor. Y luego repetiremos la prueba con las otras dos puertas.

─Sí ─dijo, mirándome de reojo─; tal vez podría resultar algo. Y es posible que al señor Ellis le guste que yo haga eso.

─¿Quién es Ellis?

─Larchmont Ellis, el ayudante del fiscal del distrito.

─No. No tendrá ningún interés en que haga usted eso, hasta que haya hablado dos veces más con usted. Entonces tendrá ya la seguridad completa de que aquel hombre salía del trescientos nueve. Entonces el fiscal se lo hará demostrar, para acabar de convencerla por completo.

─No hará nada de eso ─contestó la joven─ porque se propone obrar con la mayor corrección. Es un joven muy agradable.

─Sí, ya lo sé.

El camarero nos trajo el plato de carne, y en cuanto se hubo alejado, ella dijo:

─Oiga, Donald. Necesito una habitación para esta noche.

─¿Le indicó el fiscal dónde debía alojarse?

─No. Únicamente me encargó que me presentara mañana a las diez.

─Oiga ─le dije─: Deseo estar en contacto con usted. No quiero, por otra parte, que se vea obligada a buscarme de un lado a otro y tampoco quiero ir al hotel en que usted se aloje. Vámonos ahora a la casa en donde tengo alquilada una habitación y diré a la patrona que es usted parienta mía a fin de que le alquile un dormitorio. Creo que tiene uno desocupado. De este modo la veré con frecuencia, sin necesidad de despertar sospechas de nadie.

─Eso me parece muy bien, Donald.

─Tenga en cuenta que no la llevo a un hotel ─añadí─, sino simplemente a una casa en que alquilan habitaciones y…

─Ya lo sé ─contestó.

─Iremos después de cenar. Tengo algo que hacer, pero antes quiero dejarla ya instalada.

─Creí que no tendría usted ninguna ocupación para esta noche. La señora Cool dijo…

─A ella no le importa la hora en que trabajo, ni tampoco las que dedico al sueño. Lo único que desea es que le ofrezca resultados. Si el obtenerlos me cuesta veintitrés horas cada día, no le importa nada lo que pueda hacer con la hora restante.

Se echó a reír, pero interrumpiéndose en seco, me miró.

─Donald ─dijo─. ¿Trabaja usted para el individuo que salió de aquella habitación?

─Usted no sabe de dónde salió, Marian ─repetí con la mayor paciencia.

─Oiga, Donald. No deseo hacer cosa alguna que pueda molestar o perjudicar a usted. ¿No le parece que sería muy buena idea que pusiera las cartas sobre la mesa para que yo las viese?

─No.

─¿Y por qué no?

─Porque sabría demasiado.

─¿No le inspiro confianza?

─No es eso. Tiene ya bastantes preocupaciones. Si me ayudara usted sin saberlo, nadie podría oponerse. Pero si me ayudase a sabiendas y resultara que yo me encuentro en una situación peligrosa, usted se vería en igual caso.

─¡Oh! ─exclamó─ Entonces es que trabaja usted para él.

─No hable más y coma ─exclamé─ Tengo que hacer.

Apresuré cuanto pude la terminación de la cena y la llevé a mi casa. La señora Eldridge escuchó mis explicaciones cuando le dije que la joven era mi prima y que había llegado inesperadamente. Añadí que quizá pasaría uno o dos días en la casa, pero que, de momento, no podría precisarlo.

La señora Eldridge dio a Marian una habitación de la parte delantera de la casa en el mismo piso donde estaba la mía. Luego me dirigió una mirada venenosa observó:

─Cuando vaya usted a visitar a su primar, deje la puerta abierta.

─Así lo haré ─dije.

Y tomé el recibo que me dio. En cuanto se hubo marchado, Marian dijo:

─Así, pues, tendremos la puerta abierta.

─Desde luego.

─¿Muy abierta?

─Dos o tres pulgadas. Y ahora me marcho.

─Me gustaría mucho que no me dejara, Donald. ¿No podría usted quedarse un rato conmigo… y hacerme una visita?

─No. A lo mejor a Carlos no le gusta.

Ella hizo una mueca y replicó:

─Me gustaría que no se burlase más de mí.

─¿Y cuál es su nombre verdadero? ─pregunté.

─Ese nombre no existe. Usted lo ha creado ─contestó─. Y si no le gusta Carlos, ¿por qué no imagina otro nombre?

─Porque Carlos me va muy bien para el caso.

─Bueno, pues sígalo llamando así.

─Ahora tengo que hacer ─repetí─. De modo que voy a marcharme.

─Me gustaría, Donald ─dijo la joven─, no acordarme más de aquello. Tenía una figura muy bonita y aquella cuerda alrededor del cuello… Su rostro estaba hinchado, ennegrecido y…

─Cállese y no piense más en eso ─dije─. Acuéstese y procure dormir. El cuarto de baño se halla en el extremo del corredor.

─¿A qué hora volverá usted, Donald?

─No lo sé. Muy tarde tal vez.

─Y si le aguardo despierta, ¿entrará a verme antes de acostarse?

─No. Porque no quiero que me aguarde y, además, quizá volveré muy tarde. Acuéstese y duerma.

─¿Nos veremos por la mañana?

─No puedo prometérselo, porque no sé lo que haré.

Ella apoyó las puntas de los dedos en mi antebrazo.

─Gracias por la cena y… por todo, Donald.

Le di unas palmaditas en el hombro y le dije:

─No se desaliente, porque todo se arreglará. Buenas noches.

Se dirigió a la puerta y, mientras yo bajaba la escalera, no separó la mirada de mí.

La señora Eldridge me esperaba en el vestíbulo de la planta baja.

─Su prima ─me dijo─ parece una joven muy agradable.

─Así es.

─Como se comprende, deseo al unos detalles acerca de las personas que se alojan en mi casa y más cuando son muchachas jóvenes.

─Mi prima ─contesté─ es novia de un marino. Y cree que mañana llegará el barco.

─Pues si viene a visitarla ─replicó─ dígale a ella que no cierre la puerta. ¿Quiere que se lo diga yo?

─No hay cuidado de que venga a visitarla ─contesté─. Su madre vive aquí, de modo que será ella quien irá a visitarlo a casa de su madre. Ella misma tenía la intención de alojarse allí, pero no pudo porque habían llegado unos forasteros.

─¡Ah! Ya comprendo ─contestó la señora Eldridge.

─¿Algo más? ─pregunté.

─En vista de eso, nada más.

Subí al coche de la agencia y lo llené de combustible, de aceite y de agua, porque casi no tenía ninguna de las tres cosas.