ERAN exactamente las nueve y cinco minutos de la mañana cuando entré en el consultorio del doctor Charles Alfmont. Una enfermera, que parecía muy eficiente, me pidió mi nombre, mis señas y mi ocupación. Le dije que era viajante, que tenía unas molestias en los ojos y como entonces llevaba unas gafas de cristales ahumados, ella me creyó. Le di un nombre y unas señas supuestos, manifestándole que deseaba ver cuanto antes al doctor Alfmont.
─Un momento ─contestó─. Por aquí, haga el favor. El doctor Alfmont le recibirá en seguida.
La seguí a través de una sala destinada a exámenes oculares y vi al doctor Alfmont sentado detrás de una mesa escritorio. En la estancia se advertían numerosas señales de prosperidad.
Levantó la cabeza y, como yo sospechaba, reconocí en él a nuestro cliente señor Smith. No llevaba sus gafas de cristales de color oscuro y entonces sus ojos estaban de acuerdo con el resto de su cara. Eran agudos, incisivos y grises. Al verme dijo:
─Buenos días. ¿Qué puedo hacer en su obsequio?
La enfermera iba de un lado para otro y contesté en voz baja:
─Estoy sufriendo una serie de molestias oculares que tal vez se deban a que he viajado en automóvil algunas noches seguidas sin dejar de guiar el coche.
─¿De dónde ha sacado usted esas gafas oscuras? ─preguntó.
─Las compré muy baratas en una tienda de drogas ─contesté─. He pasado toda la noche guiando el automóvil. La luz del día me hace daño.
─No podía usted haber hecho nada peor que guiar un automóvil durante la noche. Tal vez algún día sufra las consecuencias. Los ojos no son apropiados para hacer un esfuerzo tan grande. Acompáñeme a la sala inmediata.
Le seguí y la enfermera me indicó el sillón en que debía sentarme. El doctor Alfmont hizo una seña con la cabeza ella salió.
─Ahora quítese usted esas gafas ─me dijo el doctor─ y examinaremos los ojos. Apoye la barbilla en esta correa y mire directamente a este punto luminoso. Procure no desviar los ojos.
Se situó detrás del aparato y, mientras tanto, me quité las gafas. Él hizo ajustes y a uno y otro lado de aquel disco grande aparecieron unas luces.
Las hizo girar despacio y dijo:
─Ahora vamos a examinar el otro ojo.
Orientó el aparato convenientemente y repitió el proceso. Tomó algunas notas en un bloc de papel que sostenía en la mano y anunció:
─Al parecer, existe en sus ojos una irritación regular, pero no encuentro qué molestias puede haberle causado. Tal vez se tratará de una fatiga muscular momentánea. Tiene usted una contusión sobre el ojo derecho, pero el ojo, en sí, al parecer, no ha sufrido nada en absoluto.
Empujó el aparato a un lado y añadió:
─Ahora examinaremos…
Por primera vez se fijó en mi rostro. Se interrumpió en la mitad de la frase y abrió la boca a causa del asombro.
─Ayer, doctor ─exclamé─, su esposa estaba en Oakview.
Se quedó mirándome por espacio de diez segundos y luego, con su voz apacible y precisa, replicó:
─¡Caramba, señor Lam! Lamento no haber adivinado antes su pequeña astucia. Está usted en el… bueno, venga a mi despacho particular.
Me puse en pie, abandonando el sillón y le seguí hasta su despacho. Cerró la puerta con llave y dijo:
─Debiera haber esperado esto.
Yo me senté, sin pronunciar una sola palabra. Mientras tanto, él empezó a pasear muy nervioso y, unos momentos después, se volvió hacia a mí, diciendo:
─¿Cuánto?
─¿Por qué? ─repliqué.
─Ya lo sabe ─dijo─. ¿Cuál es su precio?
─¿Por los servicios prestados?
─Puede darle el nombre que quiera ─contestó irritado─. Dígame cuanto antes qué suma pretende cobrar. He sido un incauto. Ya había oído decir que todas las agencias particulares de detectives acaban por dedicarse al chantaje en cuanto se presenta la oportunidad.
─Pues se ha dejado engañar ─repliqué─. Nos esforzamos en prestar un servicio leal a nuestros clientes… cuando éstos nos lo permiten.
─¡Tonterías! Estoy muy bien enterado. Usted no tenía ninguna necesidad de ponerse en contacto conmigo. Le dije claramente que mis deseos consistían en que ustedes descubriesen el paradero de la señora Lintig, y que no debían hacer ningún esfuerzo por encontrar al doctor Lintig.
─Usted no nos dijo exactamente eso, doctor.
─Bien. Más o menos eso, quise indicar. Pero ya me ha encontrado. No perdamos tiempo. ¿Cuánto quiere?
Cruzó la estancia hasta situarse al otro lado de la mesa y tomó asiento.
Luego me dirigió una mirada escudriñadora.
─Debiera usted haber sido franco con nosotros ─dije.
─Bien. Desde luego, yo debía haberme imaginado que intentarían algo por el estilo.
─Escuche lo que he de decirle ─contesté─. Deseaba que encontrásemos a la señora Lintig. La hemos encontrado. Inesperadamente. Deseábamos ponernos en contacto con usted. Pero nos escribió una carta dando por terminadas nuestras pesquisas. Desde luego, tiene el derecho de hacer eso, si lo desea, pero hay otras cosas que, según me parece conveniente, debe usted conocer. En su calidad de cliente tiene derecho a que le demos cuenta de las gestiones llevadas a cabo.
─He prescindido de ustedes ─dijo con cierta irritación─ a consecuencia de su insistente intromisión en mis asuntos.
─¿Se refiere usted a las investigaciones que hemos hecho en el Colegio de Médicos?
─Sí.
─Bueno ─dije─. Eso no tiene remedio. Lo hemos encontrado a usted. Aquí está y aquí estoy yo. De modo que ahora podemos hablar claro.
─Eso es precisamente lo que deseo por mi parte, pero entiéndame bien, joven, no estoy dispuesto a dejarme atracar, porque…
─No se acuerde más de eso. Escúcheme bien. Dos personas más, aparte de mí, han estado en Oakview, deseosas de averiguar el paradero de su esposa. Una de ellas era un individuo llamado Miller Cross. No he podido descubrir nada acerca de él. La otra persona, que estuvo allí hace cosa de tres semanas, era una joven llamada Evaline Dell. Es una artista de cabaret, que trabaja en La Cueva Azul de la capital. Aún no he podido ir allá, pero tengo entendido que contrata artistas de segunda categoría, de buena figura, capaces de cantar una o dos canciones y que, en una palabra, proporciona una ocupación ostensible; pero que, por lo demás, les da una comisión sobre las bebidas ellas, por su parte, pescan todo lo que pueden, con el fin de aumentar los ingresos necesarios para sufragar sus gastos.
»Me he puesto en contacto con esta Evaline Harris. Por si le interesa, tengo aquí sus señas. Me presenté a ella, fingiéndome empleado de la Compañía de Ferrocarriles y encargado de zanjar las reclamaciones. El baúl de esa joven resultó con averías durante el viaje a Oakview. Ella se dejó engañar. Le dije que teníamos necesidad de enteramos de sus condiciones personales y de la razón de que viajase con nombre supuesto. Ella me contestó que había llevado a cabo una investigación con objeto de encontrar a una mujer por cuenta del marido. Ahora bien, ¿por qué no ha sido usted franco con nosotros?
Manifestó la mayor sorpresa mientras repetía para sí:
─El marido…
Yo afirmé, inclinando la cabeza.
─Así, pues, ¿está casada?
─Con usted.
─No, no, debe tratarse de otro.
─No hay nadie más. La señora Lintig se presentó en Oakview, contrató un procurador y retiró la demanda de divorcio. Pude hablar con ella…
─¿Habló usted con ella? ─me interrumpió. Afirmé con un movimiento de cabeza él añadió─: ¿Qué aspecto tiene? ¿Cómo está?
─Desde luego, como puede esperarse dados sus años ─contesté─. Supongo que, más o menos, tiene a misma edad que usted.
─Tres años más ─contestó.
─Bien. Nadie le supondría uno menos. Ha engordado bastante y tiene el cabello gris. Además, me parece mujer capaz de cuidar de sí misma.
─¿Y dónde está ahora? ─preguntó él.
─Lo ignoro. Salió de Oakview.
─¿Y por qué no la siguió? ─exclamó, dirigiéndome una dura mirada.
─Pues, simplemente ─repliqué─, porque Bertha Cool acababa de telefonearme diciéndome que usted daba por terminadas en absoluto nuestras investigaciones.
─¡Pero, hombre! ¿No se dan cuenta de esto precisamente era lo que deseaba? Tengo la absoluta necesidad de averiguar su paradero, saber lo que hace, lo que ha hecho y si está o no casada por segunda vez. Todo eso era lo que deseaba averiguar. Y usted ha permitido que se le escapara de entre las manos.
─Por la razón de que usted acababa de renunciar a nuestros servicios ─repetí, paciente─. Desde luego, me di cuenta de que usted obraba con aturdimiento y, por esta razón, vine aquí a darle cuenta de lo que pasa.
De nuevo se puso en pie y reanudó su paseo. De repente se volvió a mí, diciendo:
─No tengo más remedio que encontrarla.
─Para lograrlo, no tiene usted ningún recurso mejor que utilizar nuestra agencia.
─Sí, sí. Deseo que la encuentren ustedes. Continúen, pues, sus gestiones y trabajen activamente. No pierdan un momento. Ni uno solo.
─Muy bien, doctor ─contesté─. Pero cuando volvamos a encontrar la pista no nos despida otra vez. Por ahora no tiene que culpar a nadie más que a usted mismo de lo que ha ocurrido. Si hubiera confiado en nosotros y nos hubiera hablado con franqueza, podríamos haber terminado este asunto en menos de cuarenta y ocho horas, sin incurrir en nuevos gastos. Y ahora, en cambio, habremos de empezar de nuevo.
─Vamos a ver ─dijo─. ¿Puedo confiar en usted?
─No veo ninguna razón que lo impida ─repliqué.
─¿Y no intentará usted aprovecharse de las circunstancias?
Me encogí de hombros y repliqué:
─La circunstancia de que esté aquí, sin pedirle nada ni exigirle cosa alguna, es prueba de lo contrario.
─Tiene usted razón y discúlpeme. Y le ruego también que explique a la señora Cool la situación en que me veo. ¿Lo hará?
─Desde luego. ¿Quiere usted que nos encarguemos otra vez del asunto?
─Inmediatamente ─contestó─. Espere un momento. Deseo tomar nota de las señas de esa joven que asegura que yo le había dado ese encargo. Es monstruoso. Nunca oí hablar de nada parecido.
Le di las señas de Evaline Harris.
─Bueno. Empiece usted a trabajar inmediatamente ─dijo.
─Bien ─contesté─. ¿Querrá usted que le transmita aquí todo lo interesante que pueda descubrir?
─No, no. Sus partes habrá de darlos del mismo modo que ya indiqué a la señora Cool. Los dirigirán ustedes al señor Smith y a las señas que di a la señora Cool. En ningún caso deberán ustedes darse por enterados de dónde estoy o de quién soy, porque los resultados serían… sencillamente desastrosos.
─Comprendo ─contesté.
─Salga usted cuanto antes de esta población. Procure no trabar ninguna relación con nadie y también que no le vean a usted en las cercanías de mi consultorio.
─Está bien ─contesté─. Le protegeremos a usted con todos los medios a nuestro alcance, pero tenga cuidado por su parte con las comunicaciones que le enviemos.
─Ya he tomado todas las precauciones ─replicó.
─¿Y no sabe usted nada con respecto a esa Evaline Harris?
─Nada en absoluto ─exclamó.
─Bueno ─dije─. Eso va ser difícil, porque otra vez nos vemos obligados a trabajar sobre una pista casi borrada.
─Ya comprendo. Es culpa mía, no puedo negarlo, pero hágase cargo de que hace muchos años me preocupa la posibilidad de que alguien pueda encontrarme, haciendo investigaciones en el Colegio de Médicos. Han dado ustedes pruebas de ser muy astutos. Listos como el diablo. ¡Oh, sí! Como el mismo diablo.
─Otra cosa ─dije─. ¿Sabe usted quién puede estar interesado en ponerme un ojo a la funerala a causa del trabajo en que estoy ocupado?
─¿Qué quiere decir?
─Es un hombre de un metro ochenta de estatura, de unos ochenta kilos de peso, grueso, pero no gordo, de cabello negro, ojos grises y hundidos, de unos treinta y ocho años, o cuarenta a todo tirar, una verruga en la mejilla y un puño semejante a un martillo pilón.
El doctor Alfmont movió la cabeza, contestando, aunque al mismo tiempo desvió la mirada:
─No conozco a nadie de estas señas.
─Pues me esperó después de haberse metido en mi habitación del hotel ─contesté─. Estaba muy bien enterado de todo con respecto a mí. Luego se apoderó del automóvil de la agencia, que tenía parado en la parte posterior del hotel.
─¿Y qué quería?
─Pues simplemente me exigió que me marchara cuanto antes de la población.
─¿Y usted qué hizo?
─Cometer el error de llamar a la policía.
─¿Qué sucedió luego?
─Pues que, al recobrar el sentido, me vi lejos de la población y convertido en un paquete.
Temblaron las comisuras de sus labios, así como su barbilla, y luego dijo, con insegura voz:
─Sin duda, todo esto se debe a un error.
─¡Oh, sí! ─contesté, muy seco─. Ya lo comprendí.
─Es preciso que no permita usted a nadie averiguar lo que está haciendo o para quién trabaja. Esto es importantísimo.
─Muy bien ─dije─. Eso es lo que quería saber.
Al salir me di cuenta de que aquel hombre estaba luchando con sus propios temores. La enfermera me dirigió una mirada llena de curiosidad. Y tuve la certeza de que aquélla no era Vivian Carter y que nunca fue acusada de complicidad ni de adulterio en una demanda de divorcio.
Había pasado ya la hora del desayuno. Santa Carlota era una población que se hallaba a lo largo de la carretera de la costa. Vivía a costa de los turistas ricos. Había tres hoteles muy lujosos, media docena más dedicados a los viajantes de comercio y luego cierto número de campamentos para turistas. Los restaurantes eran buenos y pude escoger uno al azar.
En una de las ventanas pude ver un cartel político en el cual se publicaba un retrato del doctor Alfmont, aunque parecía tener allí diez años menos.
Me acerqué a la ventana y leí lo que decía aquel cartel:
Votad al doctor Charles L. Alfmont para que ocupe la Alcaldía. De este modo contribuiréis a la moralización de Santa Carlota. Es preciso acabar con la gente poco escrupulosa.
Liga de la Defensa Municipal de Santa Carlota.
Entré en el hotel, me senté a una de las mesas del restaurante y pude gozar de las delicias de un verdadero refresco de zumo de naranja, de unas uvas excelentes, de unos huevos frescos pasados por agua, de una magnífica tostada de pan de trigo recién hecho y que no había sido ablandada por el agua tibia.
Después de haber tomado café y fumado un cigarrillo, la camarera me preguntó se quería ver los periódicos. Contesté afirmativamente y, después de un momento, volvió disculpándose y diciéndome:
─No he podido encontrar ningún periódico de la ciudad, porque están todos en manos de los clientes, pero puedo ofrecerle uno de la población.
Me lo entregó y yo le di las gracias y empecé a leerlo.
Vi que estaba bastante bien redactado, que contenía buenos titulares, excelente servicio telegráfico y una serie de artículos de interés general muy importantes. Dirigí mi atención a la primera página y leí el artículo de fondo, dedicado por completo a la policía local.
Tal vez el medio de que se vale El Correo para atacar la candidatura del doctor Charles L. Alfmont será la mejor indicación posible para el votante indiferente el miedo que ya está produciendo el anuncio de la candidatura de este hombre honrado.
Hace ya mucho tiempo el observador normal habrá podido darse cuenta de que la influencia que en Santa Carlota vienen ejerciendo los jugadores de ventaja y la gente de escasa moralidad no podría existir sin un buen apoyo político. Desde luego, no hacemos ahora ninguna acusación directa, pero el votante que esté dotado de sentido común hará muy bien si observa la táctica de que se vale la oposición. Profetizamos desde ahora que se tratará de arrojarnos mucho barro, no sólo a nosotros, sino al mismo doctor Alfmont en su calidad de candidato. Nadie se molestará en contestar directamente las acusaciones que ha lanzado. Si la población no quiere un nuevo jefe o comisario de policía, los que actualmente ocupan estos cargos deberían estar dispuestos a tratar clara e imparcialmente acerca del estado de la moralidad. Pero, en vez de hacer eso, nuestros adversarios se contentan simplemente con lanzar acusaciones veladas. Y, desde luego, aseguramos que, si no se imprime inmediatamente una retractación del artículo de fondo publicado por el periódico de anoche, El Correo se verá envuelto por un proceso de difamación. Y hará muy bien El Correo recordando que, así como el anuncio político es algo que puede dar dinero, los perjuicios que habrá de pagar en cuanto sea condenado por difamación le costará una suma muy respetable.
Da la casualidad de que El Telégrafo sabe muy bien que los hombres de negocios que apoyan la candidatura del doctor Alfmont y que exigen una limpieza total en Santa Carlota no van a consentir, con los brazos cruzados, que alguien se entretenga en arrojarles barro a paladas sin tratar de defenderse. El artículo publicado anoche es simplemente un libelo y una difamación personal.
Es, desde luego, muy fácil evitar preguntas embarazosas que formule un candidato, emprendiendo una campaña de murmuraciones calumniosas contra ese mismo candidato. Pero así no se refutan las acusaciones de corruptela política que todo ciudadano de buen sentido sabe muy bien que son justificadísimas. Y cuando ya faltan menos de diez días para el de la elección, nuestros adversarios sólo saben dedicarse a calumniar.
La camarera me sirvió otra taza de café y yo, pensativo, me fumé dos cigarrillos más. Y, en cuanto le pagué la cuenta, le pregunté dónde estaba el Ayuntamiento del pueblo.
─Eche usted a andar calle abajo en cuanto haya llegado a la cuarta travesía, a la derecha, sígala usted. Verá inmediatamente el edificio del Ayuntamiento y lo reconocerá porque es nuevo.
Seguí las instrucciones que me había dado y no tardé en encontrarlo. Era un edificio nuevo e imponente que, sin duda, habían construido para la posteridad, de modo que los empleados del Municipio podían forjarse la ilusión de que cada uno de ellos estaba en un desierto.
Encontré la oficina ante cuya puerta había un rótulo que decía: «jefe de Policía», y entré. En la antesala estaba tecleando una mecanógrafa y había también dos hombres sentados, esperando. Me dirigí a la joven y le dije:
─¿Quién podría darme algunos informes acerca del personal del departamento?
─¿Qué desea usted? ─preguntó.
─Presentar una queja contra un agente. No pude tomar su número, pero podría dar sus señas exactas sin equivocarme.
─El jefe White ─contestó, en tono acre─ no puede ser molestado con esas quejas.
─Ya lo comprendo ─le repliqué─; por eso ando buscando a su secretario.
─El capitán Wilbur está de guardia ─dijo ella después de reflexionar─. Podrá decirle lo que debe usted hacer y adonde puede ir. Su despacho está en la segunda puerta del corredor.
Le di las gracias cuando ya me disponía a salir vi una fotografía en un marco que colgaba en la pared, cerca de a puerta. Era una fotografía panorámica, en la cual se veían a los agentes de policía alineados delante del edificio del Ayuntamiento. Le dirigí una mirada distraída y salí.
En la antesala del despacho del capitán Wilbur vi la misma fotografía y le pregunté al agente que estaba de guardia:
─¿Sabe usted quién hizo esta fotografía?
─Un tal Clover, que vive en la población.
─Buen trabajo ─observé. Y, acercándome, señalé al quinto individuo de la fila─: ¡Caramba! ─exclamé─. Ya veo a mi amigo Bill Crane.
─¿Quién? ─preguntó el agente.
─Bill Crane. Éramos amigos en Denver.
─Éste no es Bill Crane ─dijo, acercándose para mirar aquel sujeto─. Es John Hervert. Está en la Brigada del Vicio.
─¡Caramba! Pues se parece muchísimo a un amigo mío.
En cuanto el agente acudió a una llamada del capitán, yo salí, subí al coche de la agencia y me alejé de la población.
***
Bertha Cool se disponía a salir para tomar el lunch y, al verme, se iluminó su rostro.
─¡Hola, Donald! ─exclamó─. A tiempo llegas para tomar el lunch conmigo.
─No, gracias. Hace dos horas que he desayunado.
─Pero oye, querido, te invito a cargo de la casa.
─Lo siento mucho, pero no tengo apetito.
─Acompáñame, hombre. Hemos de hablar y deseo encargarte que busques y encuentres a ese Smith. Después de recibir tu carta quise comunicar con él, pero, al parecer, me había dado unas señas donde no vive. Allí reciben cartas para él, pero no quisieron decirme dónde está.
─Me parece muy bien.
─¡De ninguna manera! ─exclamó─. Ese hombre se ha asustado. Por otra parte, para mí es Santa Claus y ahora se ha atascado en la chimenea, dejando nuestras medias vacías.
─Bueno, si quiere usted que la acompañe a almorzar, iré.
─Así me gusta. Iremos al «Cisne de Oro». Allí hablaremos.
Bertha Cool y yo salimos. Al pasar saludé a Elsie, que me contestó con una inclinación de cabeza y sin interrumpir su tecleo en la máquina.
Una vez en el restaurante, Bertha me invitó a tomar un combinado. Acepté, anunciando que me iría a casa a dormir por la tarde, porque había viajado en automóvil toda la noche, y añadí que, a cosa de las diez, quería ir a la Cueva Azul.
─No vayas allá, Donald. Gastarás dinero y yo no puedo consentírtelo. A no ser que Smith nos dé nuevas instrucciones, soltaremos este asunto como si nos quemásemos. Claro está que la cosa no ha ido mal, porque ese individuo me pagó una cantidad por adelantado, pero tú, en cambio, me has hecho gastar mucho dinero.
Después de tomar el «Martini» encendí el cigarrillo y exclamé:
─Bueno, Smith dice que podemos continuar.
─Pero ¿has encontrado a Smith? ─preguntó ella. Y al notar que yo afirmaba inclinando la cabeza, añadió─: ¿Cómo lo has encontrado?
─Smith es el doctor Alfmont y el doctor Alfmont es el doctor Lintig.
Bertha Cool dejó el vaso del combinado, y exclamó, interesada:
─¡Caramba, caramba! ¿Qué me dices?
Estaba ya convencido de la improcedencia de dar demasiadas noticias a Bertha, pero estaba muy cansado y el viajar de noche no me resulta conveniente, y añadí:
─El doctor Alfmont ha presentado su candidatura para la alcaldía de Santa Carlota. Además, el individuo que me pegó y que me sacó de Oakview se llama John Herbert y pertenece a la policía de Santa Carlota. Probablemente será el jefe de la Brigada del Vicio.
─¡Caramba!
─Uno de los periódicos se ha dedicado a difamar al doctor Alfmont. El otro periódico asegura que el doctor emprenderá contra ellos un proceso de difamación, pero, al parecer, los difamadores están seguros del terreno que pisan se atreven a correr el riesgo de un proceso de esta clase. Y el doctor Alfmont se encuentra en una posición delicada, porque, si emprende una acción contra ellos, habrá de demostrar que lo han difamado. Y El Correo, que es el difamador, procurará enterarse de toda la vida y milagros del doctor. Éste lo comprende y no se atreve a meterse con ellos. Ante todo, necesita saber si su primera esposa se ha vuelto a casar o verdaderamente están divorciados.
La expresión de los ojos de Bertha Cool era la de un gato que se limpia la barbilla de las plumas de un canario.
─¡Qué barbaridad! ─exclamó, en voz baja─. Esto es magnífico. Mira, muchacho, vamos a ganar mucho dinero. Y ahora a ver si utilizas bien la sesera. Piensa cosas en beneficio de Bertha.
─Estoy muy cansado ─repliqué, moviendo la cabeza─; no quiero pensar ni hablar.
─En cuanto comas te sentirás mejor ─dijo Bertha.
Llegó el camarero y ella ordenó un suculento almuerzo. Encargó que me sirviesen lo mismo, pero yo me negué en redondo, diciendo que sólo aceptaría una cafetera llena de café y, además, un emparedado de jamón.
─Ya no me extraña que estés tan flaco ─me dijo Bertha.
Y volviéndose al camarero, observó:
─Bueno, sírvale lo que quiera. Estás muy pálido ─añadió─; no comes bastante.
Yo no contesté.
El sabor del jamón y el café me dieron una sensación de bienestar.
Pero no pude acabar el emparedado.
─Ya sé lo que es ─dijo Bertha─. Te has estropeado el estómago en esos indecentes restaurantes de Oakview. Y ahora, Donald, ¿te has dado cuenta de lo que será para nosotros esa campaña política del doctor Alfmont? Podemos fijar nuestro propio precio.
─El doctor ya nos ha autorizado para ello ─contesté.
─Pues bien, a trabajar, muchacho.
Yo me disponía a replicar, pero me contuve.
─No seas así, querido Donald. Dímelo.
Apuré la taza de café y dije:
─Entérese bien. El doctor Lintig se escapa con la enfermera de su consultorio. Probablemente ésta es considerada ahora como la señora Alfmont, aunque no se haya celebrado el matrimonio, porque habría sido un delito de bigamia. Pero, en fin, eso puede haber ocurrido o no. Si la señora Lintig está muerta o divorciada, el doctor Alfmont está en franquía. Si se ha casado por segunda vez no habrá delito de bigamia, y la enfermera será su esposa legítima. Es posible que tengan hijos. Pero si la señora Lintig no obtuvo el divorcio y asegura que no se lo concedieron, y en el supuesto de que esté viva y en buena salud, todo eso se publicará en Santa Carlota la víspera de la elección. Ella identificará al doctor Alfmont como doctor Lintig, es decir, que lo reconocerá como su marido, del que no se ha divorciado. La señora Alfmont volverá a ser Vivian Carter, la adúltera. Han vivido hasta ahora como marido y mujer y ya puede usted imaginarse el lío que se armará.
─Para eso ─contestó Bertha─ habrán de presentar a la señora Lintig.
─Probablemente la tienen preparada ya. Es muy sospechoso que se haya presentado ahora en Oakview, hablando de amor y de afecto hacia su marido y retirando la demanda de divorcio para que no quede rastro de ella.
─Bueno, háblame de eso, muchacho ─dijo Bertha Cool.
─Ahora no ─contesté, moviendo la cabeza─. Estoy demasiado cansado y me voy a casa a dormir que buena falta me hace.
─Mira, muchacho ─dijo ella, tomándome la mano─. Tienes frío, debes cuidarte.
─Voy a hacerlo. Pague usted la cuenta. Y ahora, a dormir.
─No te lleves el coche de la agencia. Toma un taxi. Pero no, espera; ¿crees que Alfmont me mandará más dinero?
─Así lo ha asegurado.
─Bueno, mira, toma el tranvía. No te lleves el coche.
─Lo necesitaré por la noche y, por lo tanto, me lo llevo ─repliqué.
Salí y me dirigí a mi hospedaje. Me acosté, tomé un buen vaso de whisky y me quedé sumido en una caliente y cómoda somnolencia.
Cuando, al parecer, había conseguido dormirme, empezó a molestarme una llamada. Intenté no hacerle caso, pero insistió tanto y tanto que al fin no tuve más remedio que hacer caso. Era una voz femenina que me llamaba.
Contesté con un gruñido cargado de sueño.
─Déjeme entrar, Donald ─exclamó la voz.
Salté de la cama y, atontado, me tambaleé para ir en busca de una bata.
─Déjeme entrar, Donald. Soy Marian.
Aunque oí estas palabras, no acabé de comprenderlas. Por último me dirigí a la puerta, di vuelta a la llave y abrí. Entró Marian Dunton, con los ojos desorbitados por la emoción.
─¡Oh, Donald! ¡Cuánto temía que no estuviese usted aquí! Pero la patrona insistió en que estaba en su cuarto. Dijo que no había dormido usted aquí esta noche y que llegó hace poco.
Mientras tanto, yo iba despertándome. Invité a la joven a que entrase y le pregunté qué quería.
─Ha sucedido una cosa terrible ─exclamó.
─¿Qué es eso, Marian? ─pregunté, peinándome con los dedos.
─Fui a ver a Evaline Harris.
─Bueno ─dije─; esta noticia se la di yo. Ahora dígame otra cosa.
─Donald… ha muerto. Asesinada.
Me senté en la cama y le dije:
─Cuéntemelo todo.
Marian se sentó a mi lado empezó diciendo:
─Mire, Donald. He de marcharme en seguida, porque la patrona es muy celosa. Me advirtió que dejase la puerta abierta, pero debe usted ayudarme.
Consulté mi reloj y vi que eran las cinco y cuarto.
─¿Qué ha sucedido?
─Pues que fui a su casa y, aunque llamé insistentemente por medio del timbre, no me contestó.
─Se levanta tarde, porque trabaja de noche ─observé.
─Ya lo sé. Al cabo de un rato oprimí el botón del timbre del director y le pregunté dónde podría encontrar a la señorita Harris. Me contestó que no lo sabía, que no se preocupaba mucho de seguir los pasos de sus inquilinos.
Parecía estar muy enojado. Pregunté si podía subir a la habitación de la señorita Harris y me dijo que lo hiciese, indicándome también que era el trescientos nueve.
»Por el ascensor subí al tercer piso. Cuando avanzaba por el corredor, salió un individuo de una habitación situada en el extremo y, aunque no podría asegurarle, me pareció que salía del trescientos nueve.
─Por eso, tal vez, no contestó ella a la llamada ─observé.
─Pero… óigame bien, Donald. Le he dicho que está muerta.
─¿Y cómo lo sabe?
─Entré en el trescientos nueve. No estaba cerrada la puerta con llave. Llamé dos o tres veces, y como no me contestara, empujé la hoja de madera. Entonces vi a una joven tendida en la cama. Me figuré que estaría dormida le pedí en voz baja que me disculpase, y me retiré.
»Salí a la calle y, media hora después, volví a llamar. Pero me cansé de hacerlo. Estaba segura de que no había salido, porque no perdí de vista la puerta de la calle. Mientras estaba llamando acudió una mujer, abrió la puerta de la planta baja y luego las dos empezamos a subir la escalera. Al llegar por segunda vez al tercer piso, llamé de nuevo, sin obtener respuesta. Vi que aún estaba tendida en la cama, en la misma posición, y al fijarme mejor me extrañó la postura. Entré, la toqué, con extraordinario horror, pude convencerme de que estaba muerta. Había sido estrangulada con una cuerda que aún se veía alrededor de su cuello. Tenía el rostro… espantoso y miraba hacia la pared. Es terrible, Donald.
─¿Y qué hizo usted?
─Quedarme muy asustada, porque, como ya le he dicho, media hora antes había estado allí y lo sabía el director, de modo que tuve miedo de que alguien pudiese figurarse… bueno, que lo había hecho yo.
─¡Qué tontería! ─exclamé─ ¿Cuánto tiempo hace de eso?
─Muy poco. Estaba ya enterada de las señas de esta casa, porque telefoneé a la agencia diciendo que yo era una antigua amiga de usted y que según me había dicho varias veces, allí podría averiguar su domicilio. La muchacha que contestó mi llamada me dijo que podría encontrarlo aquí y vine lo antes posible.
─Bueno ─dije─; tome su coche y, como un rayo, diríjase a la jefatura de Policía. Cuando esté allí, dígale que va a dar cuenta del lugar en donde hay un cadáver. No les diga que se trata de un asesinato y recuerde también de decirles que usted vive en Oakview.
─¿Por qué eso último? ─preguntó.
─Porque va a representar el papel de una muchacha de pueblo inocente y sencilla.
─Pero ellos averiguarán que estuve allí antes, cuando pregunté al director.
─Claro está. El mejor modo de meter la cabeza en un nudo corredizo es esforzarse en disimular, ¿comprende?
─Sí ─contestó, dudosa─. ¿Y no podría acompañarme a Jefatura?
─De ningún modo. Sería lo peor que pudiésemos hacer. Olvídese de que ha venido aquí y no pronuncie siquiera mi nombre o mencione la agencia de Bertha Cool. Fíjese bien, porque es preciso que siga exactamente estas instrucciones. Cuente sencillamente lo ocurrido y añada que después de observar que esa mujer estaba muerta se dirigió inmediatamente a la policía. No les dé cuenta de que ha podido observar que fue estrangulada. Diga simplemente que estaba muerta y que usted no tocó nada, ¿comprende?
─Sí.
─Usted no tocó nada, ¿verdad?
─No.
─¿Y quién era el hombre que vio salir del cuarto?
─No lo sé. Y ni siquiera estoy segura de que saliese de allí. Tal vez procedía de otro, pero me figuro que era aquél.
─¿Qué aspecto tenía?
─Era un hombre respetable, andaba muy erguido y tenía el cuerpo esbelto.
─¿Qué edad tendría?
─Mediana. Parecía distinguido, a juzgar por los signos externos apreciables.
─¿Cómo vestía?
─Una chaqueta cruzada, de color gris.
─¿Muy alto?
─Bastante. Tenía el aspecto respetable llevaba bigote gris.
─¿Le reconocería si lo volviese a ver?
─¡Claro!
─Bueno, váyase ─dije, llevándola hacia la puerta.
─¿Cuándo volveré a verlo, Donald?
─En cuanto hayan acabado de interrogarla llámeme por teléfono. Recuerde que no debe decirles nada de mí o de la agencia. Espere un momento. Le preguntaran para qué deseaba ver a Evaline Harris.
─¿Y que contestaré?
Reflexioné rápidamente, y dije:
─La conoció usted cuando ella se dirigió a Oakview. Se hicieron amigas y ella le dijo que era una artista de cabaret. No diga usted una palabra de la señora Lintig, ni hable tampoco de que esa muchacha llevara a cabo una investigación. No dé a entender que estaba enterada de que ella fue a Oakview para ocuparse de algún asunto. Ella le dijo que fue allá para pasar sus vacaciones. Usted es una muchacha del campo, y cuanto más sencilla e inocente parezca, mejor será. Debe desempeñar este papel. Dígales que deseaba marcharse de Oakview, como lo hace todo el mundo, porque no es lugar apropiado para ninguna muchacha que tenga aspiraciones. Quiere vivir en la ciudad aunque no tiene el menor deseo de trabajar en un cabaret. Sin embargo, se figuró que Evaline Harris tal vez tendría algunas relaciones y podría ayudarla. ¿Está enterado su tío de lo que hace usted aquí?
─No. Obro por mi propia cuenta, Donald. Hay muchas cosas… multitud de detalles que no puedo contarle ahora, unas circunstancias sospechosas que…
─Bueno. No me diga nada ─repliqué─. Los segundos tienen la mayor importancia. Si alguien descubre ese cadáver y avisa a la policía antes que usted, estará perdida. Acuérdese bien de que, al salir de allí, se dirigió a toda prisa a avisar a la policía. No sabe usted nada acerca del tiempo transcurrido. ¿Lleva reloj de pulsera?
─¡Claro que sí!
─Déjeme verlo.
Se lo quitó de la muñeca y yo hice retroceder las manecillas hasta las once y cuarto. Luego golpeé el reloj contra la esquina del tocador y la máquina se paro.
─Póngase otra vez el reloj en la muñeca. Recuerde que lo rompió esta mañana cuando venía hacia acá. Se le cayó cuando llenaba su coche de gasolina en una estación de servicio. ¿Está segura de que podrá repetir todo lo que le he recomendado?
─¡Oh, sí! ─contestó─. Le comprendo. Es usted muy bueno. Ya estaba segura de que podría confiar en su amistad.
─No vale la pena ─dije─. Dese prisa. Y no venga a visitarme. En cambio, vaya a la agencia. No me llame tampoco, ni me visite si la vigilan o al salir de la jefatura de Policía. Pero si, por fin, no hay más remedio que hablar, podrá decirles que me conocía y que tenía el propósito de visitarme. ¿No ha comunicado usted su nombre a Elsie Brand?
─¿Quién es?
─La empleada de la agencia.
─No. Me limité a decir que era una amiga de usted.
─Bien, niña, buena suerte y andando ─dije, dándole una palmadita en el hombro y empujándola hacia el corredor.
Esperé, temeroso de que la interrogase la patrona, y en cuanto oí que se cerraba la puerta de la calle telefoneé a la oficina. Me contestó Elsie. Le encargué que avisara a Bertha para que me aguardase, a fin de hablar de un asumo importante.
Luego me vestí, bajé a la calle, puse en marcha el automóvil de la agencia y a las seis menos diez penetré en el despacho.
Me esperaba Bertha.
─¿Qué pasa? ─me preguntó.
─¿Ha tenido al una noticia de Smith? ─pregunté.
─Sí ─contestó ella, sonriente─. Estuvo aquí y me dejó una cantidad muy satisfactoria.
─¿Hace mucho rato? ─pregunté.
─No más allá de media hora. Se mostró muy amable, pero, sin duda, estaba nervioso.
─¿Y qué quería? ─dije.
─No me habló de la situación política ─contestó Bertha─. Pero pude leer entre líneas. Reiteró su deseo de que encontrásemos a la señora Lintig; manifestó que él se hallaba en algunas dificultades y que, como necesitaría nuestros servicios para otras cosas, quería tener la convicción de que seguíamos ocupándonos en sus asuntos. Al parecer, le causaste muy buena impresión. Donald, porque me expresó su deseo especial de que te encargaras de este asunto. Tiene la opinión de que eres muy listo.
─¿Cuánto dinero ha dejado? ─pregunté a Bertha con rapidez.
─Una buena suma, Donald ─contestó Bertha, con la mayor cautela.
─¿Cuánto? ─insistí.
─¡Qué demonio! ─replicó, enojada─ La directora de la agencia soy yo.
─¿Cuánto? ─repetí.
Ella cerró la boca con fuerza.
─Tenga cuidado ─le dije─; hay en este asunto mucho más de lo que usted pueda sospechar. Ese Smith quiere que yo trabaje en su caso, de modo que se vería usted en un apuro si en este momento presentara mi dimisión.
─Esto no es posible ─contestó ella.
─¡Qué se cree usted eso!
Ella se quedó pensativa y, al fin, se decidió a contestar:
─Mil dólares.
─Ya me lo figuraba ─repuse─. Ahora deseo que me acompañe usted.
─¿Adónde?
─A visitar a Evaline Harris.
─¿A esa muchacha?
─Sí.
─Me parece que sacarías más resultado yendo solo, Donald.
─Creo que no. Ha llegado el momento en que se necesita el hábil tacto que sabe usted emplear.
─Muchas veces soy un poco brusca.
─Bueno, vamos.
─¿Qué te pasa, Donald? ─preguntó─. ¿Para qué tanta prisa? ¿Por qué estás nervioso?
─He reflexionado ─contesté.
─Debo confesar que sabes hacerlo ─admitió, de mala gana.
Se puso en pie y, dirigiéndose al armario que contenía el lavabo, se puso polvos en la nariz y se pintó los labios. Yo paseaba impaciente por la estancia, consultando a veces mi reloj.
─¿Dijo el doctor Alfmont cuándo había llegado o a qué hora se propone marchar? ─pregunté.
─Me rogó de un modo especial que no nos refiriésemos a él dándole el nombre de doctor Alfmont, de modo que en nuestras conversaciones convendrá nombrarlo siempre como el señor Smith.
─Bueno; ¿dijo a qué hora había llegado o a qué hora piensa marchar?
─No.
─¿Llevaba un traje gris, de americana cruzada?
─Sí.
─¿Manifestó la razón de haber venido?
─Me dijo que había reflexionado acerca de tu visita de la mañana y que decidió venir para ofrecerme sus disculpas a causa de la carta que nos había escrito y que, por otra parte, deseaba entregarme algún dinero.
─Bueno, bueno, vámonos ─repliqué.
─¿Por qué tienes tanta prisa, Donald?
─Me parece que Evaline Harris podrá decirnos algo.
─Has tenido toda la tarde a tu disposición para ir allá. ¿Qué mosca te ha picado ahora?
─Antes estaba demasiado fatigado para reflexionar con claridad. Y me he decidido hace muy poco rato.
─Bueno, como quieras. Vamos.
─Además, necesito dinero para gastos.
─¿Otra vez? ¡Dios mío, Donald, no puedo…!
─Mire ─le dije─. Éste va a ser uno de los casos más importantes en que ha intervenido usted. Esos mil dólares no son más que una gota de agua.
─Me gustaría compartir tu optimismo.
─No tiene usted necesidad, puesto que yo comparto el dinero.
─Ya sabes que trabajas a mis órdenes y que yo soy la agencia, Donald. Por ahora no eres socio.
─Ya lo sé ─repliqué.
─Aún no me has dado la lista de tus últimos gastos.
─Ya lo haré.
Dio un suspiro se dirigió al cajón en donde guardaba el dinero, sacó veinte dólares y me los dio. Yo me quedé con el dinero en la mano, esperando, y poco después me dio veinte más. Seguí con la mano extendida y ella, dando un profundo suspiro, me dio otros diez dólares. Hecho esto, empujó con fuerza el cajón y lo cerró con llave.
─Me parece que se te ha subido a la cabeza la idea de tu propio valer.
─Vámonos ─contesté, guardándome el dinero en el bolsillo.
Luego quise obligar a Bertha a que bajara la escalera a toda prisa para hacerla subir al coche, pero mi empeño resultó un vano esfuerzo. Cuando llegamos al automóvil de la agencia, yo había malgastado la energía nerviosa suficiente para ir y volver de casa de Evaline Harris, sin que por eso se hubiese anticipado un solo segundo el paso de Bertha Cool. Hacía todas las cosas a una marcha determinada, como un camión que en el motor tiene un regulador.
Me senté al volante, derrengado, y Bertha ladeó el coche al encaramarse a él para ocupar luego un asiento.
Obligué al motor a que profiriese sus acostumbrados ruidos, solté el freno de mano, embragué y emprendí la marcha. Bertha Cool observó:
─Es un coche bastante bueno todavía, ¿verdad?
No contesté.
Por suerte, no era hora de gran tráfico en el barrio comercial y llegamos en poco tiempo a casa de Evaline Harris. Frente a la casa estaban parados numerosos automóviles que tenían las luces rojas propias de los coches de la Policía. Fingí no haberme fijado en ellos, pero Bertha Cool los observó muy bien. Dos o tres veces me miró, pero no le dirigí la palabra.
Acerqué el coche a la casa y observé:
─Me parece que sería buena idea ir en busca del director. De este modo podremos subir sin que nos anuncie nadie.
Llamé dos o tres veces por el timbre al director de la casa, pero sin obtener respuesta.
Se acercó un automóvil de Prensa y se apeó de él un fotógrafo provisto de un aparato rápido y de una bombilla de magnesio sincronizada con el disparo. Le seguía un individuo esbelto, cuyo rostro tenía la dura expresión del reportero endurecido ya en su oficio. Quisieron abrir la puerta, pero estaba cerrada. El periodista se volvió para preguntarme si vivía allí. Le contesté que no, entonces el fotógrafo aconsejó a su compañero:
─Llama al director, Pete.
Así lo hicieron y, en vista de que no contestaba nadie, el periodista empezó a pulsar todos los botones y timbres que había al alcance de su mano.
Por fin se abrió la puerta, entraron, y Bertha Cool y yo hicimos lo mismo tras ellos.
─¿Qué numero tiene ese cuarto? ─preguntó el reportero.
─El trescientos nueve ─replicó su compañero.
Sentí la mirada de Bertha Cool y yo le di un codazo y le pregunté:
─¿Ha oído usted eso?
─Sí.
Los cuatro nos metimos en el ascensor, aunque Bertha Cool lo ocupó casi por entero. La cabina subió tambaleándose.
El tercer piso estaba casi lleno de gente. Un policía impidió el paso del periodista. Éste le mostró su carnet y luego siguió adelante, acompañado por el fotógrafo. El policía me interceptó el paso, preguntándome qué quería.
─Nada ─contesté, mirando curioso.
─Pues salga de aquí, porque entorpece el paso.
─Estoy buscando al director ─contesté─ ¿Está por ahí?
─¿Y a mí que me cuenta? Supongo que sí.
─Quisiera verlo acerca del alquiler de un cuarto que me interesa.
─Vuelva dentro de un par de horas.
─¿Qué ha sucedido aquí? ─pregunté.
─Homicidio. Una mujer del trescientos nueve. ¿La conoce?
─¿Conoce usted a alguien aquí, Bertha? ─pregunté volviéndome a ella.
Movió la cabeza y el policía añadió:
─Bueno, márchense.
─¿Y no podemos ver al director?
─No, no sé dónde está ahora. Probablemente contestando algunas preguntas. Bueno, márchense.
Nos dirigimos otra vez al ascensor.
─Bueno ─dije─; alguien se nos ha anticipado.
Bertha no contestó. Bajamos en el ascensor y salimos a la calle para subir al coche de la agencia.
─Volveremos a la oficina ─dije─, y reflexionaré un poco. ¿Quiere que la deje en su casa?
─No, Donald. Volveré a la oficina y te ayudaré a pensar.