DORMÍ unas horas en un campamento para automovilistas y llegué a Oakview a hora temprana del martes por la mañana. Desayuné en el comedor del hotel. Me sirvieron de un modo infame. Apuré el último sorbo de café frío y salí al vestíbulo. El empleado exclamó:
─¡Hola, señor Lam! Aquí tengo su maleta. Ignorábamos si volvería usted. Salió impensadamente y estábamos… preocupados acerca de usted.
─No había necesidad. Deje usted la maleta ahí hasta que la recoja. Ahora pagaré mi cuenta.
Examinó mi ojo a la funerala mientras le daba algún dinero.
─¿Accidente? ─preguntó.
─No. En ataque de sonambulismo, una locomotora tropezó conmigo.
─¡Oh! ─exclamó.
Me dio el recibo y el cambio.
─¿Se ha levantado ya la señora Lintig?
─Me parece que no; aún no ha bajado.
Le di las gracias, salí a la calle y me encaminé a la oficina de La Hoja. Salió Marian Dunton del despacho cerrado con cabina dijo:
─¡Caramba! ¿Qué hay de nuevo? ¡Dios mío! ¿Qué le ha pasado a su ojo?
─Inadvertidamente me metí el dedo pulgar. Hice cuanto pude a fin de conseguir para usted veinticinco dólares, pero fracasé. Y ¿qué hace aquí esa mujer?
─Al parecer, se dedica a visitar a sus amigos. Acuérdese de que le avisé.
─¿Y después de tanto tiempo viene a visitar a sus amigos y se aloja en el hotel?
─Sí.
─¿Qué aspecto tiene?
─En primer lugar, representa sus años. La señora Purdy, madre de una de sus antiguas amigas, la ha visto y dice que está hecha una ruina. Tiene el cabello blanco y ha aumentado mucho de peso. La señora Purdy dice que le aseguró no haber tenido un solo momento de felicidad desde que el doctor Lintig la dejó.
─Han pasado ya veintiún años ─observé.
─Sí, es mucho tiempo para una persona desgraciada.
─No es eso ─repliqué─ ¿Y por qué me ha recordado usted ahora el aviso que me dio?
─Porque no me gusta que se burlen de mí.
─Y, ¿quién se burla?
─Usted.
─No comprendo.
─No disimule, Donald ─contestó─ La señora Lintig está envuelta en algo importante. Aquí han venido muchas personas interesándose por ella, y si usted no quiere confiarse a mí… Bueno, ya está avisado.
─¿Y no podría darme algunos informes? ─pregunté.
─Depende. ¿Qué le pasó a su ojo, Donald?
─Que encontré a Carlos ─contesté.
─¿A Carlos?
─Sí, a su amigo. Al parecer, le molestó mucho que la llevase a cenar.
─¡Oh! ─exclamó, inclinando los ojos al suelo y sonriendo─. ¿Estaba celoso?
─Mucho.
─¿Le pegó usted primero?
─Él dio el primer golpe ─respondí.
─¿Y quién recibió el último? ─preguntó.
─El primero fue el suyo ─contesté─. Aquel antiguo proverbio de que el primero será el último, se aplica a las luchas a puñetazos.
─Tendré que hablar con Carlos ─replicó─ ¿Sabe usted si se lastimó la mano?
─Es muy posible que se le haya acortado el brazo cinco centímetros a consecuencia del golpe. Pero aparte de eso, está bien. ¿Qué hay con respecto a mi información?
─¿Qué quiere saber?
─Me refiero a la policía local ─dije─. ¿Poseen ustedes un agente de un metro ochenta, cuarenta años, unos ochenta kilos de peso, cabello negro, ojos grises, barbilla partida y una verruga en la mejilla derecha? Tiene el carácter propio de un camello y la malignidad de una mula. Y tal vez se llame Carlos.
─No tenemos ninguno de estas señas ─contestó─. Nuestros agentes tienen de sesenta a sesenta y cinco años. Son nombrados gracias a las influencias políticas. Mastican tabaco, son recelosos y su deber principal es hacer pagar bastantes multas a los automovilistas forasteros para lograr el dinero suficiente a fin de que se les pague su salario. ¿De modo que fue un agente el que le puso el ojo enlutado?
─No sé. ¿Qué le parece si matamos ese anuncio en el periódico?
─Ya es tarde. Ahí tiene usted su correo.
Sacó una bolsa de papel llena de cartas y atada con un cordel.
─¡Dios mío! ─exclamé─. Supongo que me habrán escrito todos los habitantes de la población.
─No hay más que treinta y siete cartas ─dijo─. No es nada. La Hoja obtiene siempre buenos resultados.
─Necesito una secretaria ─observé─. Algo así como de veintidós o veintitrés años, ojos de color pardo, cabello castaño, de fácil sonrisa, pero no de dientes para afuera, sino una sonrisa que le ilumine toda la cara.
─Supongo ─repitió ella─ que, además, habría de ser leal para su jefe.
─¡Naturalmente!
─Pues no conozco a nadie de estas señas a quien pueda interesarle ese empleo, pero lo recordaré. ¿Cuánto tiempo va a pasar aquí? ─preguntó.
─Depende de Carlos ─contesté─. Y ¿qué le parece si me da un empleo de dos horas?
─¿Para hacer qué?
─Representando a La Hoja.
─Podríamos emplear a un hombre de veintiséis a veintisiete años, de un metro sesenta y cinco de estatura, cabello oscuro y ondulado, ojos grandes y negros… y un ojo a la funerala. Pero sería preciso que trabajase en beneficio del periódico y no de sí mismo.
─Es usted pariente del director del periódico, ¿verdad? ─pregunté.
─Sí, es mi tío.
─Pues dígale que ha contratado un reportero ─contesté, echando a andar hacia la puerta.
─Procure usted no comprometemos, Donald.
─No hay cuidado.
─¿Va usted a visitar a la señora Lintig?
─Sí.
─¿Y desea usted hacerlo como reportero de La Hoja?
─Sí.
─Esto podría traer complicaciones, Donald ─contestó─. Me parece que a mi tío no le gustaría.
─Lo sentiré mucho. Y por si acaso, pondré a su tío, como a Carlos, en la lista de mis enemigos personales en esta localidad.
─¿No quiere usted su correo?
─Ahora no─ contesté─. Ya volveré. ¿Esa persona por quién he preguntado, no será un suplente del sheriff?
─No, porque llevaría un sombrero de anchas alas… y, además, son personas decentes.
─Ese hombre tiene maneras metropolitanas ─dije, yendo hacia la puerta.
─Si quiere trabajaré con usted ─exclamó, elevando la voz.
─No puedo impedírselo ─repliqué, observando una mirada de satisfacción.
─Bueno ─dijo─. Por lo menos le he hecho el ofrecimiento.
Asentí inclinando la cabeza y cerré la puerta. Volví al hotel. Nadie había visto a la señora Lintig en el vestíbulo y el empleado me aconsejó avisarle por teléfono.
El hotel estaba orgulloso de su sistema telefónico, recientemente instalado para «modernizar el establecimiento». Había un rótulo con letras de treinta centímetros de altura, anunciando aquella mejora. Debajo había un aparato telefónico. Me acerqué a él y el empleado me puso en comunicación con la señora Lintig. Su voz me pareció dura al preguntar quien llamaba.
─El señor Lam, de La Hoja ─contesté─. Desearía hacerle unas preguntas.
─¿Acerca de qué? ─preguntó.
─De la impresión que le ha causado Oakview después de su prolongada ausencia.
─¿Y no querrá hablar… de mis asuntos particulares?
─Ni una sola palabra. Si quiere, subiré a su habitación.
Se disponía a protestar, pero yo colgué el receptor y subí. Estaba ante la puerta de su habitación, esperándome.
Era una mujer gruesa, de cabello plateado ojos negros y duros. Tenía pocas arrugas en la cara y sus ojos centelleaban vigilantes.
Daba la impresión de ser mujer capaz de cuidar de sí misma.
─¿Es usted el que me ha telefoneado? ─preguntó─. ¿Cómo se llama?
─Lam.
─¿Trabaja usted en uno de los periódicos de la localidad?
─Sí, no hay más que uno.
─¿Cuál es?
─La Hoja.
─¡Ah, sí! Bueno, pues no deseo sostener ninguna entrevista.
─Lo comprendo, señora Lintig. Como es natural, a usted le molesta que un periódico intervenga en sus asuntos, pero podía darnos algunas impresiones acerca de su regreso a la ciudad. Ha estado usted ausente mucho tiempo.
─Veintiún años.
─Y, ¿qué impresión le ha causado la ciudad?
─La de un maldito pueblo. No comprendo cómo pasé aquí una parte de mi vida. Si pudiese recuperar el tiempo que aquí perdí… ─Me dirigió una mirada y añadió─: Supongo que no debería decir eso.
─No, señora.
─Ya me lo figuraba. ¿Qué debería decir?
─Por ejemplo, que la ciudad conserva su aspecto especial. Otras poblaciones pueden haberse desarrollado más, pero en el proceso, han perdido sus características. Oakview tiene un encanto particular que siempre lo distinguió.
Ella me miró entornando los párpados.
─Creo haberme dado cuenta de las respuestas ─aclaró─. Acérquese a la luz para que pueda verlo. ─Lo hice así, y añadió─: Parece usted muy joven para ser reportero.
─Sí, soy joven.
─No veo bien. Este hotel podría ganar el premio como el peor del mundo… Hace quince minutos, en cuanto llegué, un «botones» me rompió las gafas. Les echó encima una maleta y las destrozó.
─Es una lástima ─contesté─. ¿Y no tenía usted otras?
─No. He tenido que encargar otras nuevas. Supongo que las recibiré hoy.
─¿Desde dónde se las mandan?
─Mi oculista se encarga de ello ─contestó mirándome.
─¿Desde San Francisco?
─Mi oculista me las manda por correo ─replicó.
─¿De modo que se ha dado usted cuenta de los cambios ocurridos en la población?
─¿Yo?
─Naturalmente. Es fácil que recuerde usted pocas cosas y que todo le parezca más pequeño.
─Me da la impresión como cuando se mira con los gemelos al revés ─contestó ella─. ¿Por qué demonios seguirá la gente viviendo aquí?
─Por el clima ─repliqué─. A mí me sentó bastante mal y por eso me alejé una temporada, pero después de haber regresado, me encuentro perfectamente en todos los aspectos.
─¿Y qué le pasó a usted? ─preguntó extrañada.
─¡Oh, muchas cosas!
─No parece usted vigoroso, pero tiene buen aspecto.
─Sí. Supongo que se sentirá usted inclinada a contemplar nuestra pequeña población con ojos de quien está acostumbrado a viajar por todo el mundo. Cuando se marchó usted, formaba parte de esta comunidad y ahora, en cambio, se ha convertido en ciudadana del mundo. Dígame, señora Lintig, ¿qué resulta de la comparación de Oakview con Londres?
─Es mucho más pequeño ─dijo. Y después de una pausa, añadió─: ¿Quién le ha dicho que estuve en Londres?
Le dirigí mi mejor sonrisa, de la que no hizo caso, quizá porque no tenía gafas.
─Me pareció advertirlo por sus maneras ─contesté─. Son cosmopolitas y ya nadie podría tomarla por natural de Oakview.
─¡No lo quiera Dios, porque este pueblo me pone frenética!
Saqué el libro de notas y escribí algo.
─¿Qué hace usted? ─preguntó recelosa.
─Anotar sus palabras acerca de que la población le parece muy linda y que ha conservado su individualidad.
─Veo que es usted una persona de tacto ─exclamó.
─Un reportero ha de serlo por fuerza. ¿Ha conservado usted el contacto con el doctor Lintig?
─¡Ojalá! Creo que anda por ahí ganando mucho dinero. Después de la avaricia con que me trató, no le perjudicaría hacer algo en mi beneficio.
─¿De modo que no ha sabido de él?
─No.
─Sin duda este asunto ─observé con la mayor simpatía posible─ debió de ser algo terrible para usted, señora Lintig.
─¡Oh, sí! Destruyó mi vida entera. Lo tomé demasiado en serio. Le quería más de lo que me figuré, y al descubrir su infidelidad me puse furiosa. Aún me escandaliza pensar que pudiera tener relaciones con aquella mujer ante mis propios ojos.
─Los antecedentes que hay en la población acerca del caso parecen demostrar que su esposo le entregó a usted cuanto poseía.
─Ésta fue la gota de agua que hizo rebosar el vaso. En este mundo no es posible destrozar el corazón de una mujer, arruinar su vida y luego arrojarle un poco de dinero al regazo, con la esperanza de que siga viviendo como si no hubiese ocurrido nada.
─Comprendo. Y según tengo entendido, este caso no llegó a ser resuelto ante el tribunal.
─Pues ya ha sido retirada la demanda ─contestó.
─¿Ah, sí?
─Sí. ¿Para qué, si no, habría vuelto a Oakview?
─Quizá para visitar a los antiguos amigos.
─Ya no me queda ninguno. Los que tenía se han marchado. Al parecer, todas las personas que representaban algo se han ido a vivir a otra parte. Pero ¿qué le habrá pasado a esta población?
─Ha tenido mala suerte. El ferrocarril trasladó sus talleres y luego ocurrieron otras cosas desfavorables.
Ella se limitó a proferir un gruñido de asentimiento y yo continué:
─Supongo, puesto que ha retirado su demanda, que seguirá usted siendo la esposa del doctor Lintig.
─Claro que sí.
─Y durante los veintiún años transcurridos, ¿no ha sabido más de él?
─Oiga, habíamos quedado en que no hablaríamos de mis asuntos ─replicó ella.
─Desde luego no se publicará nada de eso ─contesté─ Me he limitado a situarla a usted en el fondo que realmente le pertenece.
─Bueno, pues hable de otra cosa.
─La historia ─dije─ habría de ser tratada desde un punto de vista humano, es decir, referirnos a las verdaderas consecuencias desagradables del divorcio y todo lo demás. Usted y el doctor Lintig estaban aquí muy bien establecidos y considerados. Tenían numerosos amigos. Luego, y sin que nadie pudiese sospecharlo, ocurrió lo que ya sabemos y usted se vio en la necesidad de empezar otra vez su vida.
─Me alegro mucho ─replicó─ de que coincida usted con mis puntos de vista.
─Me esfuerzo en ello y me gustaría conocer algunas opiniones de usted acerca de eso, porque mi historia resultaría mucho más interesante.
─Es usted un hombre de tacto y yo no ─contestó─. Usted sabe cómo escribir y a mí no me ocurre lo propio.
─¿Me da usted, pues, su permiso para hacer uso de mi buen juicio?
─Sí… y no. Espere un momento. Me parece que no. Creo que lo mejor será que no hablase de eso. Puede decir, por ejemplo, que se ha retirado la demanda y eso es más que suficiente. No quiero que mis sentimientos sirvan para alimentar la curiosidad de una cantidad de chismosos.
─Usted no tuvo la culpa de nada, sino el doctor Lintig.
─Me parece que me porté como una tonta. Si yo hubiese conocido mejor la vida habría cerrado los ojos acerca de lo que sucedía y hubiese continuado viviendo con él en calidad de es osa.
─¿Quiere usted indicar, pues, que habría continuado viviendo en Oakview?
─No por Dios ─contestó, estremeciéndose─. Esta población es algo espantoso. Ha conservado su individualidad y supongo que resulta agradable para las personas aficionadas a estas cosas.
─Es posible que sus viajes la hayan cambiado un poco, en tanto que Oakview ha continuado como siempre, sin alteración.
─Tal vez.
─¿Dónde vive usted ahora, señora Lintig?
─Aquí, en el hotel.
─Me refiero a su morada permanente.
─¿Quiere usted publicar eso?
─¿Por qué no?
─Y en el acto ─replicó, riéndose─ empezaría a recibir cartas de todos los chismosos de la población. No. Estoy harta de Oakview y no me importa nada ni de la población ni de sus habitantes. Aquí se desarrolló el capítulo más amargo de mi vida y quiero cerrarlo y olvidarlo.
─En tal caso, le convendría divorciarse para recobrar su libertad.
─No la necesito.
─¿Puedo preguntar por qué no?
─No le importa nada. ¡Dios mío! ¿Acaso no me será posible volver aquí para cuidar de mis asuntos particulares, sin que vengan los periodistas a hacerme una serie de preguntas de carácter personal?
─La gente se interesa por usted y muchos se han preguntado qué le ocurrió en realidad.
─¿Quiénes?
─¡Oh, muchos!
─Sea usted más concreto.
─Por ejemplo, nuestros lectores.
─No lo creo ─contestó─. Con toda seguridad no pueden recordar a una persona que abandonó la población hace más de veinte años.
─¿Ha hablado usted últimamente con alguien del divorcio?
─Y si lo he hecho, ¿qué?
─¡Oh! Simplemente era una curiosidad mía, sin trascendencia.
─Es usted demasiado curioso, joven ─replicó─. Y me prometió no preguntar nada acerca de mis asuntos personales.
─Simplemente lo que quiera usted decirme, señora Lintig.
─Pues nada en absoluto y estamos en paz.
─Cualquiera podría creer, en vista de las circunstancias, que una señora tan… perdóneme, señora Lintig… tan atractiva como usted, habría podido encontrar a un hombre que le conviniese y casarse con él.
─¿Quién ha dicho que me he casado otra vez? ─preguntó irónica, dirigiéndome una dura mirada.
─Tan sólo ha sido una suposición.
─Bueno. Vale más que los habitantes de Oakview se ocupen en sus propios asuntos. Ya cuidaré yo de los míos.
─Y naturalmente todo el mundo se pregunta qué fue del doctor Lintig y de aquella enfermera.
─Me importa un pito lo que haya sido de él. Me interesa muchísimo más mi propia vida.
─Tenga usted en cuenta que, al retirar la demanda de divorcio, borra usted todo lo sucedido. Seguirá casada legalmente con el doctor Lintig. Será, pues, su esposa legítima… a no ser que haya habido un divorcio en Reno o…
─Bueno, pues no ha habido ningún divorcio.
─¿Está segura de eso?
─Supongo estar enterada de mis asuntos y segura de lo que he hecho.
─¿Y qué habrá hecho él, por su parte?
─Poco me importa. La demanda de divorcio, se presentó aquí, en Oakview, y este tribunal tenía jurisdicción sobre el asunto. Hasta el momento en que se retirase la demanda, él no habría podido solicitar el divorcio en otra arte.
─¿Opina así su abogado, señora Lintig?
─Me parece, señor Lam ─replicó─, que ya hemos hablado bastante de este asunto. Nada he de decir acerca de mis cosas para que sean publicadas. Quería usted saber qué impresión me ha causado Oakview y se lo he dicho. Aún no he desayunado y, a causa de la rotura de las gafas, tengo un dolor de cabeza espantoso. ¡Qué «botones» tan estúpido! ─Se puso en pie, se dirigió a la puerta y me preguntó─: ¿No publicará usted nada con respecto al doctor Lintig?
─El hecho de haber retirado la denuncia figurará en el juzgado.
─¿Y qué?
─Es una noticia.
─Bueno, publíquela.
─Y también está usted aquí. Es otra noticia.
─Publíquela también.
─Sus comentarios también son noticias.
─No he hecho ninguno. Usted ha hablado y yo no he demostrado ningún interés en discutir. No quiero que publique una sola de las palabras que he pronunciado. Adiós, señor Lam.
─Muchas gracias por la entrevista, señora Lintig ─contesté inclinándome afable.
Cerró la puerta, mientras yo me alejaba por el corredor. Inmediatamente me dirigí a la oficina de La Hoja.
─Oiga ─pregunté a Marian─. ¿Tiene usted a un muchacho que pueda tomar nota de lo que voy a decirle?
─Desde luego, señor Lam ─contestó─ Lo tenemos para nuestros más distinguidos reporteros.
─¿Dónde está?
─En ese rincón. Se llama señor Smith˗Corona.
─Bueno, antes de empezar a trabajar ─dije─ le informaré de que he tenido una entrevista muy interesante con la señora Lintig. Ella, desde luego, si lo publicamos, lo negará todo, y, además, amenaza al periódico con perseguirlo por difamación. ¿Lo publicamos o no?
─No ─se apresuró a contestar.
─Yo podría escribir una historia estupenda, que interesaría mucho a sus lectores.
─¿Nos proporcionaría nuevos suscriptores? ─preguntó.
─Tal vez.
─¿De dónde?
─Lo que acaba usted de decir son argucias muy desagradables ─repliqué.
─Tenga en cuenta ─dijo, sonriendo─ que aquí no somos progresistas, señor Lam. Mi tío es un hombre anticuado y no le gusta ser perseguido por difamación ni por otra causa.
─Pues bien le encargó salir a cenar conmigo para obtener material para un artículo ─contesté─. Eso demuestra que le interesan las noticias curiosas.
─Me alegro mucho de que me recuerde mi deber ─dijo─. ¿Qué le parece a usted si escribo un artículo?
─Si lo publica su tío ─contesté─ lo perseguiré por difamación.
─Por lo menos podría usted satisfacer mi curiosidad personal.
─La conozco bien ─contesté─. En cuanto tuviera usted los datos para el artículo, me abandonaría por completo y a mí no me gusta ser abandonado. Recuerde cómo me aleccionó en el hotel para pedir la cena.
─Pues mi tío no me permitiría que le acompañase, si no obtengo algún resultado.
─Me da usted una buena idea ─contesté.
─¿Qué ha hecho usted con respecto al baúl de Evaline Dell? ─preguntó.
─Espere un momento ─dije─; cada cosa a su tiempo ¿Qué baúl de Evaline Dell es ése?
─Se lo diré, Donald. Es usted hombre de recursos. Hicimos investigaciones acerca de Miller Cross y Evaline Dell y pudimos averiguar que los nombres y las señas de ambos eran ficticios. No pudimos enterarnos de nada más y, como es natural, nos hemos informado de todo lo que ha hecho usted.
─¿Y qué han puesto en claro?
─Que ha hecho usted una serie de preguntas con respecto a ese baúl.
─¿Y qué más?
─Pues que escribimos a la Compañía del Ferrocarril. Esta mañana recibí una carta afirmando que se hizo una reclamación, pero no a nombre de Evaline Dell, sino de Evaline D. Harris.
─¿Tiene usted sus señas?
─Sí. La Compañía de Ferrocarril, de vez en cuando, nos da alguna noticia.
─¿Y se proponen ustedes visitar a esa muchacha?
─¿Y usted?
─Depende.
─¿Y qué le dijo, Donald?
Meneé la cabeza y ella, después de mirarme un momento, dijo amargada:
─Lleva usted un juego muy raro. Tan sólo quiere averiguar cosas y no comunicar nada.
─Lo siento, Marian. Quería usted trabajar conmigo en este asunto y cambiar informes. Pero yo no podía aceptarlo. Trabaja usted para el periódico necesita material para un artículo. Yo, en cambio, necesito otras cosas y la publicidad me perjudicaría.
Con el lápiz empezó a dibujar unas figuras geométricas en el papel que tenía delante y luego dijo:
─Bueno, me parece que ya nos conocemos mutuamente y que estamos de acuerdo.
─¿Está aquí su tío? ─pregunté.
─No, ha salido a pescar.
─¿Y cuándo salió?
─Ayer por la mañana.
─Entonces no está enterado de la gran noticia.
─¿Cuál?
─La llegada de la señora Lintig.
─¡Oh! Ya la conocía antes de marcharse.
─Y la dejó a usted aquí, para que se ocupe en este asunto y lo hiciera salir en el periódico.
─No es ninguna noticia sensacional ─contestó ella─. Aquí nadie se interesa a por la señora Lintig. Es una historia antigua. Sus amigos se marcharon hace tiempo. Durante la época de prosperidad, ganaron dinero, pero cuando empezaron a estropearse los negocios, se marcharon.
─¿Y qué le ocurrió a esta oblación? ─pregunté.
─Que el ferrocarril trasladó sus talleres. La mina encontró una vía de agua y quedó inundada. Nunca más pudieron ponerla en seco. Y han ocurrido otra serie de cosas por el estilo. En cuanto una población empieza a resbalar por la pendiente todo el mundo se marcha.
─¿Y su tío pasó aquí las épocas de prosperidad y de depresión?
─Ha nacido aquí y se siente anclado en la población.
─¿Y usted?
─Si pudiese hallar el modo de sacudir de mis pies el polvo de esta maldita población ─exclamó con mirada centelleante se odio─ me marcharía con tal rapidez que se quedaría usted sorprendido. ─Señaló con el dedo un armario y añadió─: Allí están mi abrigo y mi sombrero. Dígame cómo me podré ganar la vida en la capital y me marcharé sin ponerme ni una cosa ni la otra.
─Pues si tales son sus sentimientos, ¿por qué no se dirige a la capital para trabar algunas relaciones?
─Uno de estos días voy a probarlo.
─¿Y qué dirá Carlos?
─Déjelo usted en paz ─exclamó.
─Oiga ─repliqué─, supongo que su amigo debe ser un individuo alto y corpulento, que tiene un pliegue en la barbilla y una verruga en la mejilla.
─No quiera tomarme el pelo ─contestó ella.
─Nada de eso. Hago una pregunta.
─Mire, Lam, usted lleva algo entre ceja y ceja ─contestó ella dejando caer el lápiz─ y a mí no me engaña. Es listo, astuto y cauteloso. Tengo la seguridad de que ocurre algo raro. Si yo pudiese averiguar qué es, me valdría de ello para salir de aquí y buscar en la capital un modo de vivir. Y eso precisamente es lo que voy a hacer.
─Si es así ─contesté─, le deseo suerte.
─¿Suerte?
─Sí, mala suerte ─contesté echando a andar hacia la puerta.
Me di cuenta de que la joven se había puesto en pie, detrás del mostrador, y que me miraba, triste e indignada a la vez, pero no volví la cabeza.
Me dirigí al hotel y el empleado me dijo que me llamaban a conferencia interurbana. Subí a mi habitación, tomé el receptor telefónico y, después de esperar tres minutos, oí la voz de Bertha Cool que, con voz muy suave, me dijo:
─Oye, querido Donald. No vuelvas a hacer eso.
─¿Qué?
─Marcharte sin avisar.
─Tenía que hacer ─contesté─ y salí para ocuparme de ello. Aún así se ha perdido mucho tiempo. Y ahora supongo ─añadí─ que cuando se reciba un telegrama para mí pagará usted el porte.
─Sí, Donald ─contestó─; aquella mañana estaba de mal humor.
─Bueno, ¿y no me ha llamado usted más que para decirme que estaba de mal humor?
─No, querido Donald. Quería decirte que tenías razón.
─¿Acerca de qué?
─Del doctor Lintig. Acabo de adquirir informes del Colegio de Médicos. Me costó bastante ponerme en comunicación con la persona que pudiese informarme acerca de eso, pero al fin lo conseguí.
─¿Y qué ha averiguado usted? ─pregunté.
─En mil novecientos diecinueve, el doctor Lintig presentó un certificado demostrando que había cambiado su nombre por el de Charles Loring Alfmont. De acuerdo con esto, cambiaron su licencia y ahora ejerce su carrera en Santa Carlota, como especialista de ojos, nariz y garganta.
─Muy bien ─contesté─. Pero aún no me ha dicho por qué me ha llamado.
─Oye, Donald ─dijo con voz azucarada─: te necesito.
─¿Qué ha sucedido? ─pregunté.
─En cierto modo, Donald, tú tienes la culpa.
─¿Qué pasa?
─Nos han despedido.
─¿Qué quiere usted decir?
─El señor Smith me ha mandado una carta certificada. Dice que las órdenes que nos dio consistían en encontrar a la señora Lintig y no preocuparnos acerca del doctor Lintig. Que lamenta mucho nuestro fracaso por no haber seguido sus instrucciones y que no debemos continuar trabajando en este asunto.
Unos instantes después, en vista de que yo no contestaba, Bertha añadió:
─Oye, Donald, ¿estás ahí?
─Sí ─contesté─; estoy reflexionando.
─Oye tú. ¡Por Dios! No te dediques a reflexionar en plena conferencia interurbana.
─Ya nos veremos mañana por la mañana ─dije.
Colgué el receptor mientras ella seguía hablando y luego me senté para reflexionar por espacio de dos cigarrillos. Al fin tomé de nuevo el teléfono para pedir que me pusieran en comunicación con la señora Lintig en seguida.
Pero el empleado me contestó:
─Lo siento mucho, señor Lam. Pero esta señora se ha marchado ya. Recibió un telegrama y dijo que se veía obligada a salir inmediatamente.
─¿Dejó sus señas para que le enviasen el correo que se pueda recibir para ella?
─No.
─¿Salió en tren?
─No. Alquiló un automóvil y dijo algo al conductor en el sentido de que la llevase al campo de aviación más inmediato, donde pudiese tomar pasaje en un aeroplano.
─Un momento ─contesté─. Ya bajo. Deseo hablar con usted.
Metí todos mis efectos en la maleta, bajé al vestíbulo y dije:
─He de marcharme. Asuntos urgentes. Hágame la cuenta en seguida. Oiga usted, la señora Lintig tenía unas gafas encargadas.
─Sí ─contestó el empleado─. Fue un accidente muy desagradable. El hotel se manifestó dispuesto a pagar esas gafas, aunque no tenemos la absoluta seguridad de que fuese culpa nuestra.
─Cuando lleguen esas gafas ─dije─ haga el favor de reexpedirlas a mi nombre, y a estas señas.
Dejé nota de mis señas en el reverso de una tarjeta.
─Es posible que vengan contra reembolso o con portes pagados ─dije─. De cualquier modo que sea, haga el favor de mandármelas. Si las envían contra reembolso, yo me encargo de él y dejaré a ustedes libres de toda responsabilidad. Soy pariente de la señora Lintig. Es mi tía. Pero hágame el favor de no decir nada a nadie, porque es una mujer muy sensible y como en otro tiempo vivió aquí… en fin, ya se hará usted cargo. Hubo un divorcio. En fin, pagaré lo que valgan las gafas.
─Muy bien, señor Lam. Es usted muy amable.
Metí mi maleta en el coche de la agencia y emprendí el viaje en dirección a Santa Carlota.