BERTHA Cool dejó a un lado la acumulación de correo propio del lunes, encendió un cigarrillo y, mirándome a través de la mesa, exclamó:
─¡Por Dios, Donald! Ya has vuelto a pelearte.
─No ha sido ninguna pelea.
─¿Pues qué ha sido?
─Que me acompañaron a la salida de la población.
─¿Y quién te acompañó?
─A juzgar por su conducta, me atrevo a creer que pertenecía al cuerpo de agentes de la autoridad de aquel pueblo, pero sus tácticas eran demasiado refinadas para Oakview. No creo que aquel hombre fuese de allí. Sin duda, lo siguió un amigo en otro coche o tenía allí uno preparado para el regreso.
Dejó a mi disposición el cacharro de la agencia y aún compró gasolina.
─¿Y por qué te figuras que era un policía?
─Pues porque obraba, hablaba y parecía uno de ellos.
─Veo, Donald ─replicó Bertha, sonriendo─, que a veces pasas muy malos ratos. ¿Volviste?
─No.
─¿Por qué no?
─El clima ─contesté─ es muy cálido. Hay malaria y mosquitos.
─¡Naderías! ─replicó ella.
─Además ─añadí─ podremos trabajar mejor aquí que allí.
─¿Cómo?
─Me habían precedido ya dos personas que andaban buscando lo mismo que yo, y supongo que se llevaron más de lo que dejaron.
─¿Por qué, pues, quisieron alejarte de allí?
─No lo sé.
─Eso es muy raro, Donald ─dijo ella, mirándome a través del humo de un cigarrillo.
─Me alegro de que opine así.
─No te enojes. En fin, ya sabes que éstos son tropiezos del oficio. Y algunos se imaginan que es fácil quitarte de en medio. ¿Quién era ese individuo?
─No lo sé. Al llegar a mi habitación, él se había instalado ya. Eso fue después de haberle mandado a usted el telegrama. Y me disponía a regresar a Oakview cuando se me ocurrió una pista que podría seguir mucho mejor desde aquí.
─Bueno, háblame de eso ─replicó ella.
Saqué mi libro de notas y le di un sumario de los informes adquiridos.
─La señora Lintig ─replicó Bertha─ no realizó aquel viaje a lo largo del Canal, ni en mil novecientos diecinueve ni tampoco en mil novecientos veinte. Y menos aún con su nombre. De modo que, si utilizó alguno supuesto, podemos darnos por derrotados. Ya ha pasado demasiado tiempo para que se pueda seguir la pista de una persona sin más base que una descripción, y no podemos pagar veinticinco dólares a cambio de esos informes. Nos pagan por obtener esos datos y hemos de aplicar el dinero a salarios, gastos de oficina y beneficios. De modo que no vuelvas a malgastar palabras en un telegrama haciendo preguntas por el estilo.
─Fue un telegrama de madrugada, que me concedía cincuenta palabras, de modo que ello no le ha costado a usted ni un centavo de más.
─Ya lo sé. Conté las palabras para asegurarme, pero no vuelvas a hacerlo. ¿Quién te dio esos informes?
─Una muchacha. Ahora no me siento animado de tanta generosidad con respecto a ella, porque el individuo que me sacó de allí pudo ser muy bien el amigo Carlos.
─¿Quién es ése?
─No lo sé. Es un apodo. ¿Qué pudo averiguar acerca de ese baúl?
─Una tal Evaline Harris hizo una reclamación de setenta y cinco dólares por averías en el baúl y su contenido.
─¿Y qué resultó de esa reclamación?
─Aún está discutiéndose. La Compañía de Ferrocarriles estropeó una esquina del baúl, pero aseguran que éste era viejo y malo, y sostienen que es exagerada la reclamación.
─¿Se ha procurado usted las señas de Evaline Dell? ─pregunté.
─Evaline Harris ─contestó.
─Es igual. Estuvo allí cosa de una semana.
─Ya lo sé. Veamos, ¿dónde está? Nunca encuentro nada. ─Tomó el teléfono y dijo a Elsie Brand─: Búsqueme usted las señas de Evaline Harris. Se las di. Sí, estoy segura… ¡Oh…! En el cajón de la derecha de mi mesa… Gracias…
Bertha Cool abrió aquel cajón, rebuscó entre algunos papeles y sacó uno muy pequeño. Copié las señas en mi libro de notas.
─¿Vas a ir a verla? ─preguntó.
─Sí. Tengo un presentimiento. El Colegio de Médicos tal vez ha recibido la petición de traspasar el título de médico del doctor James T. Lintig a otro nombre.
─¿Y por qué crees eso?
─Lintig era especialista en ojos, nariz, garganta y oído. Luego desapareció, acompañado de su enfermera. Ahora imagínese usted lo que debió ocurrir. Nadie tira por la borda el derecho de ejercer su profesión.
─¿Y por qué crees que ejerce en nuestro Estado?
─Porque no podría ir a otro cualquiera sin especificar detalladamente lo que ha hecho en éste. Ello originaría investigaciones. Probablemente ha recibido orden del tribunal de cambiar su nombre. Y luego mandó una copia certificada al Colegio de Médicos del Estado para que, de un modo rutinario, le traspasaran su licencia a ese nuevo nombre. Todo eso sería muy sencillo.
Bertha Cool me miró, guiñando un ojo en señal de aprobación sus ojos fríos y grises.
─Donald ─dijo─: eres un tuno con sesera. Creo que has dado en el clavo. ─Un momento después añadió─: Desde luego, nuestras instrucciones consisten en concentrar los esfuerzos en la señora Lintig.
─Cuando la hayamos encontrado ─repliqué─, nadie sabrá cómo lo hicimos. Necesito cincuenta dólares para gastos.
─Gastas demasiado ─observó─. Ahí los tienes. Procura que te duren. ¿Crees que él sabe dónde está su mujer?
─El doctor Lintig ─contesté─ se lo dio todo y, probablemente, celebró con ella un acuerdo secreto del reparto de sus propiedades.
Conté el dinero y me lo embolsé.
─Y si lo hizo, ¿qué?
─Si estaba dispuesto a dárselo todo, podía continuar ejerciendo en Oakview, donde tenía la clientela. Ningún tribunal le habría desposeído de sus posesiones en tanto grado como lo hizo él mismo. Deseaba marcharse y desaparecer. Y si hubo un acuerdo secreto entre ambos, es posible que conozca el paradero de ella.
─Me parece que en todo eso hay algo de cierto ─dijo Bertha Cool, entornando los párpados.
─¿Tiene usted el número del teléfono de Smith? ─pregunté.
─Sí.
─Pues llámelo y…
Me interrumpí, y ella preguntó:
─¿Qué, Donald?
─Debemos procurar que Smith no sepa lo que estamos haciendo. Encontraremos a nuestro modo a la señorita Lintig. Yo puedo presentarme a Evaline Harris como empleado de ferrocarril y encargado de llegar a un acuerdo sobre su reclamación. Le pagaré setenta y cinco dólares por daños y perjuicios a su baúl, y le pediré recibo. Luego puedo presentarme de nuevo a ella diciéndole que le he pagado aquel dinero asumiendo facultades que no me pertenecen. Eso me dará, de todos modos, la posibilidad de aproximarme a ella.
─Pero oye, Donald ─exclamó Bertha Cool, desorbitando los ojos─. ¿Te has figurado que la agencia está hecha de dinero? No nos falta más que ir a pagar las deudas de la Compañía de Ferrocarriles.
─Cargue usted en cuenta esa suma como gastos.
─No seas tonto, Donald. Ya habrá otros. Y cuanto más paguemos, menos habrá para mí.
─Más de setenta y cinco dólares le costará seguir una pista vieja y casi borrada.
─No me gusta ─exclamó ella─. Piensa en otra cosa, Donald.
─Bueno ─dije, cogiendo el sombrero─. Lo haré.
Tenía ya la mano en el pomo de la puerta cuando me llamó.
─Y sigue trabajando en eso, Donald, porque mientras reflexionas pierdes el tiempo.
─En ello trabajo. He publicado un anuncio en La Hoja de Oakview, pidiendo informes acerca de la señora Lintig o de sus herederos, dando a entender que ha muerto alguien, legándoles su fortuna.
─¿Cuánto cuesta ese anuncio? ─preguntó Bertha Cool.
─Cinco dólares.
─Es demasiado ─replicó, mirándome a través del humo de su cigarrillo.
─Tal vez sí ─contesté, abriendo la puerta, para cerrarla antes de que pudiese replicar.
Guié el coche de la agencia hasta la casa de Evaline Harris. Era un edificio barato, de tres pisos, destinado a alquilar habitaciones. Al lado de los buzones para correo había una lista de los inquilinos y botones para llamar. Averigüé que Evaline Harris ocupaba el trescientos nueve, y oprimí el botón. Tuve que insistir dos veces más antes de que el zumbador me advirtiese que se abría la puerta. Entré.
Había un vestíbulo que ocupaba toda la anchura del edificio y una profundidad de cinco metros. Estaba oscuro tétrico y olía muy mal. A la izquierda vi una puerta sobre cuyo dintel había la palabra «Directo». Hacia la mitad del corredor, una luz eléctrica muy débil brillaba sobre la entrada del ascensor automático. Subí al tercer piso y me dirigí al trescientos nueve.
Evaline Harris estaba en pie en la puerta, mirando hacia el corredor con ojos hinchados por el sueño. No tenía ningún aspecto virginal, y me preguntó qué quería, con voz áspera algo ronca.
─Soy empleado de la Compañía de Ferrocarriles y me dedico a zanjar reclamaciones. He venido para tratar de ese baúl.
─¡Dios mío! ─exclamó─. Ya era hora. ¿Y por qué ha venido usted a esta hora de la mañana? ¿No se da cuenta de que una muchacha que trabaja de noche ha de dormir a veces?
─Lo siento ─contesté, esperando que me invitase a entrar.
Ella continuaba en la puerta. Por encima de su hombro pude ver una cama plegable en un rincón, medio deshecha y con la almohada arrugada.
Continuó en la puerta, expresando la duda, la hostilidad y la avaricia a un tiempo.
─Lo único que quiero es un cheque ─dijo, al fin.
Era rubia y no pude descubrir ninguna coloración negra en las raíces de sus cabellos. Llevaba un pijama anaranjado, lleno de arrugas, y una bata echada encima de los hombros, que recogía por delante con la mano izquierda. El dorso de aquella mano me indicó que tal vez hubiese podido pasar por una joven de veintidós. Poco pude colegir acerca de su figura, pero en parte era propia de una persona joven y esbelta.
─Bueno ─exclamó al fin─; entre.
Así lo hice.
El cuarto olía a sueño. Cubrió la cama, se sentó en el borde y dijo:
─El sillón está ahí en ese rincón. Acérquelo. Cuando armo la cama tengo necesidad de alejarlo. ¿Qué desea usted?
─Algunos detalles acerca de su reclamación.
─Ya les he dado todos los que pude reunir ─contestó─. Debiera haber reclamado doscientos dólares. Y entonces me habrían pagado, por lo menos, setenta y cinco, que es el valor verdadero del daño sufrido. Y si ahora intentan rebajar algo, no pierdan su tiempo ni intenten hacérmelo perder. Y no vuelva usted nunca más antes de las tres de la tarde.
─Lo siento mucho ─contesté.
A la cabecera de la cama y sobre un pequeño estante había un paquete de cigarrillos y un cenicero. Tomó un cigarrillo, lo encendió y aspiró el humo.
─Bueno, hable ─invitó.
Tomé un cigarrillo de los míos lo encendí.
─Creo que podré entregar su reclamación a la sección correspondiente, después que me haya dado usted uno o dos detalles.
─Eso ya me gusta más ─contestó─. ¿Cuáles son esos detalles? Si quiere ver el baúl, está abajo. Tiene una punta completamente aplastada. Las astillas de madera me rompieron las medias de seda y uno de mis mejores trajes.
─¿Conserva usted esas medias y el traje? ─pregunté.
─No ─repuso, evitando mis ojos.
─Nuestro fichero indica que cuando estaba usted en Oakview se hacía llamar Evaline Dell.
Se quitó el cigarrillo de la boca y me dirigió una mirada de indignación.
─Son ustedes unos curiosos inaguantables. ¿Y qué les importa el nombre que usaba entonces? ¿Me rompieron el baúl, si o no?
─En asuntos de esta clase ─repliqué─, la Compañía, como es natural, quiere obtener una garantía legal de que no se verá obligada a pagar otra vez.
─Bueno. Ya se la daré. Si quiere firmaré el recibo con el nombre de Evaline Dell. En realidad, me llamo Evaline Dell Harris. Y si me ha de servir para algo, soy capaz de firmar con otro nombre cualquiera.
─¿Vive usted aquí con el nombre de Harris?
─¡Claro! Evaline Dell era mi nombre de soltera y Harris el de mi marido.
─Pues si está casada, su marido habrá de firmar.
─¡Imposible! Hace tres años que no veo a Bill Harris.
─¿Se ha divorciado? ─pregunté.
─Sí ─contestó, tras leve vacilación.
─Tenga en cuenta ─expliqué─ que si la Compañía llega a un acuerdo obtiene un recibo que no haya sido firmado por la persona dueña del baúl: quedaría obligada aún a pagar.
─¿Va usted a decirme, acaso, que no soy dueña de mi baúl?
─No es eso ─respondí─, sino que hay una discrepancia en los nombres. Y la Compañía insiste en que se explique bien esa discrepancia.
─Pues ya está explicada.
─El jefe de la Sección de Reclamaciones es muy exigente, señora Harris.
─Señorita Harris ─corrigió.
─Bien, señorita Harris. El jefe de la Sección de Reclamaciones es muy detallista. Me ha enviado para averiguar la reclamación que hiciera usted en el viaje a Oakview con el nombre de Evaline Dell y no Evaline Harris.
─Transmítale usted mis saludos más respetuosos y dígale que se deje de niñerías ─replicó.
Recordé entonces la expresión de avaricia que advertí en su rostro cuando estaba en la puerta. Me puse en pie y dije:
─Bueno. Se lo diré. Lamento haberla molestado. Ignoraba que trabajase usted por las noches.
Y me dirigí a la puerta. Tenía la mano en el pomo cuando me dijo:
─Espere un momento. Siéntese.
Fui a tirar la ceniza de mi cigarrillo a su cenicero y me senté otra vez.
─Dijo usted que desea zanjar este asunto.
─Sí. Me gustaría dejar terminado este asunto. Desde luego, si no lo conseguimos, lo entregaremos a nuestra sección legal para que se encargue de él.
─No deseo hacer ninguna reclamación ante un tribunal.
─Nosotros tampoco.
─Fui a Oakview para tratar de asuntos particulares que no les importan a ustedes nada en absoluto.
─No nos interesan sus asuntos, sino la razón que tuvo para tomar otro nombre.
─No fue otro nombre, puesto que era el mío.
─Temo mucho que este argumento no servirá.
─Bueno ─replicó─. Fui allá para obtener unos informes acerca de alguien.
─¿Puede usted darme el nombre de esa persona?
─No. ─Titubeó mientras tiraba la ceniza del cigarro en el cenicero, y añadió─: Un individuo me mandó a Oakview para pedir informes de su mujer.
─Me gustaría comprobar eso. ¿Puede usted darme su nombre y sus señas?
─Puedo, pero no quiero.
Saqué el cuaderno de notas y, en tono de duda, exclamé:
─Bueno. Yo quisiera arreglar eso, pero me temo que la Sección de Reclamaciones no quedará satisfecha. Dada esta confusión de nombres, querrán conocer toda la historia.
─Y si pudiese arreglarlo, ¿cuándo recibiría el cheque?
─Casi en seguida.
─Necesito el dinero ─añadió. Yo no contesté, y ella prosiguió diciendo─: El asunto que me llevó allí era muy confidencial.
─¿Acaso es usted una detective particular? ─pregunté.
─No.
─¿En qué se ocupa?
─Trabajo en un club nocturno ─respondió.
─¿Dónde?
─En la Cueva Azul.
─¿Canta usted?
─Estoy encargada de un número.
─Dígame una cosa: ¿vivían juntos marido y mujer?
─No.
─¿Cuánto tiempo llevaban separados?
─Mucho.
─¿Puede darme el nombre de algún testigo que conozca los hechos?
─¿Qué tiene que ver todo eso con mi baúl?
─Supongo que usted llevó a cabo su propósito en Oakview y entregó los informes al marido.
─Sí.
─Oiga; si quiere usted arreglar en seguida su reclamación deme usted el nombre la señas de ese individuo. Iré a visitarlo y le pediré una confirmación de lo que me ha dicho. La incluiría en mi información y eso dejaría satisfecha a la Compañía.
─No puedo hacerlo.
─Pues entonces estamos donde estábamos en un principio.
─Mire ─dijo─. Ése era mi baúl y dentro llevaba mis ropas. La reclamación es mía y nadie más ha de enterarse de ella. Es decir, que no ha de saber nada la persona que me mandó allí.
─¿Por qué?
─Porque eso sería descontado de mi sal… compensación.
─Ya comprendo. ─Cerré de golpe el libro de notas, lo guardé en el bolsillo, atornillé la tapa de la pluma, y añadí─: Veré lo que puedo hacer. Me temo mucho que el jefe deseará nuevos informes. Hasta ahora el asunto está lleno de agujeros.
─Si usted me entrega el cheque, le regalo una botella de whisky ─dijo ella.
─No, gracias; no haga eso.
Me puse en pie, arrojé la colilla al cenicero y ella, haciéndome sitio, dijo:
─Siéntese usted aquí en la cama. Es un muchacho simpático.
─Es verdad ─contesté.
─¿Cómo se llama? ─preguntó, sonriendo.
─Lam.
─¿Y qué nombre?
─Donald.
─Bueno, Donald, seamos amigos. No quiero luchar con su Compañía, pero necesito el dinero. ¿No podría usted arreglarlo?
─Haré cuanto pueda.
─Es usted un buen muchacho. ¿Quiere que desayunemos? ¿Ha tomado ya algo?
─Hace ya muchas horas ─contesté.
─Si tiene apetito, puedo ofrecerle una tostada y una taza de café.
─No, gracias; aún tengo mucho que hacer.
─Oiga, Donald: procure arreglarme eso, ¿quiere? Y ¿quién le puso un ojo a la funerala?
─Un individuo que me dio un puñetazo.
─¿Y no podría usted hacer un informe que dejara satisfecho al viejo gruñón?
─¿Alude al jefe de las reclamaciones? ─pregunté.
─Sí.
─¿Lo conoce?
─No.
─Pues tiene treinta y cinco años, cabellos negros ondulados y ojos de igual color. Las mujeres se chiflan por él.
Ella manifestó el mayor interés, y replicó:
─Pues me compondré bien y luego iré a hablar con él. Estoy segura de que me entregará el cheque inmediatamente.
─No es mala idea ─dije─; pero no vaya hasta que yo le haya presentado mi informe. Tal vez eso será lo que decida el caso. Si me pone algún inconveniente, yo se lo avisaré a usted y entonces podrá ir para arreglar el asunto.
─Está bien, Donald. Gracias.
Nos estrechamos las manos y salí. En la esquina había una droguería y llamé por teléfono a Bertha Cool. Elsie Brand me puso en comunicación con Bertha sin hacer el menor comentario.
─Donald al habla ─dije.
─¿Dónde has estado? ─preguntó Bertha.
─Trabajando. Creo que he descubierto algo.
─¿Qué?
─Esa Harris es una cupletista de un local nocturno. Lintig la envió para averiguar algo acerca de su mujer.
─Oye, tú, Donald: ¿qué demonio te has propuesto haciéndote expedir telegramas con porte debido?
─Ignoraba que alguien pudiese mandármelos.
─Bueno, pues aquí llegó uno con cincuenta centavos de cargo.
─¿De quién es?
─¡Qué sé yo! Lo devolví. No estaba dirigido a la agencia, sino a ti. Y quítate de la cabeza la idea de que yo soy una representante de los Reyes Magos.
─¿De qué Compañía? ─pregunté.
─De la Western Unión.
─¿Hace mucho rato?
─Veinte minutos. Debe de estar ahora en la oficina principal.
─Bueno ─contesté.
Colgué le receptor, me dirigí a la oficina de Telégrafos y tuve que esperar cinco minutos a que llegase el telegrama. Pagué los cincuenta centavos. Procedía e Oakview y leí:
Persona interesada registró su nombre verdadero en hotel. ¿Voy ganando algo con eso?
MARIAN.
Tomé un sobre del bolsillo y en el dorso del telegrama escribí:
«Éste es el telegrama, Bertha. Me encontrará en el Palace Hotel, en Oakview. Avise a nuestro cliente».
Siempre llevaba sobres franqueados para entrega urgente y dirigidos a la agencia, a fin de enviar mis partes. Metí el telegrama en su sobre, lo cerré, lo deposité en el buzón y emprendí el camino hacia el Norte, deseando que Bertha Cool adquiriese un coche nuevo o se encargase de asuntos cercanos a la ciudad. También me pregunté por qué demonio todo el mundo parecía interesado en buscar a la señora Lintig después de una ausencia de veintiún años y también me extrañó que aquella mujer decidiera regresar a Oakview y aposentarse en el Palace Hotel con su propio nombre. Díjeme que tal vez la causa se hallara en el anuncio que había hecho publicar. En tal caso, la señora Lintig no debía estar muy lejos de Oakview. Y eso ofrecía multitud de interesantes posibilidades.