coolCap15

EL coroner se ocupó de aquel asunto de un modo rutinario. Algunos testigos identificaron el cadáver, diciendo que aquella mujer era Flo Danzer, camarera de un cabaret, y yo expliqué que era un nombre supuesto que tomó mi tía, después de haber abandonado a John Wilmen. Le di una historia completa, según la cual la difunta salió de Oakview con el nombre de señora Lintig. Dije que luego había tomado otra vez su nombre de soltera. Amelia Sellar, que obtuvo el divorcio en Méjico y se casó con John Wilmen. Al dejar a éste, adoptó el nombre de Flo Danzer, y últimamente volvió a usar el de Amelia Lintig. Le di cuenta del viaje que hizo a Oakview, y en efecto, el mozo del hotel y el empleado cuyos gastos de viaje había pagado la agencia, identificaron el cadáver sin la menor duda.

Después de la autopsia, me entregaron el cadáver y yo lo llevé a Oakview para efectuar el entierro. Asistieron a él muy pocas personas, lo cual me complació. En el cementerio no consentí que abriesen el ataúd, diciendo que creía interpretar de este modo los deseos de la difunta.

El predicador dijo todo lo que pudo en la oración fúnebre. Expresó la esperanza de que, por fin, Amelia se había arrepentido del crimen; añadió que la justicia era divina y que ninguno de nosotros podía atreverse a arrojar la primera piedra. En fin, no hay que censurarlo, porque realmente su papel era muy difícil.

Bertha Cool envió una gran corona de flores con una cinta que decía:

«De una antigua amiga». También mandaron otra corona sin inscripción. Habría jurado que la envío el tío de Marian.

Cuando más tarde fui a la oficina del periódico para despedirme de Marian, oí cómo alguien escribía a máquina detrás de la vidriera.

─¿Un nuevo reportero? ─pregunté a Marian.

─Es el tío Steve. Ha querido escribir por sí mismo el artículo necrológico. Al parecer, conocía muy bien a la difunta.

Arqueé las cejas y Marian me dirigió una mirada.

─Vamos a ver, Donald ─dijo─. ¿Era realmente su tía?

─Mi tía favorita ─contesté.

Se acercó al mostrador para que su tío no pudiera oírme, extendió las manos a través de aquél. Me miró con tristeza, preguntando:

─¿Cuándo volveré a verlo?

─Muy pronto ─contesté─. Bertha le ha buscado a usted un empleo en la ciudad.

─¡Donald!

─Como se lo digo.

Dio la vuelta al mostrador y se situó a mi lado.

En el despacho interior seguía sonando el lento clac, clac, clac de la máquina de escribir en tanto que Steve Dunton escribía el artículo necrológico de la mujer con quien la murmuración local había relacionado su propio nombre veintiún años atrás.

En el bolsillo interior de la chaqueta llevaba un sobre que contenía el certificado de defunción de aquella pobre mujer. El sobre estaba dirigido a Charles Loring Alfmont, alcalde de Santa Carlota. Y el tal sobre quedó muy arrugado a causa de la presión del cuerpo de Marian Dunton mientras me daba un estrecho abrazo, pero yo creí que sería muy conveniente no echar el sobre al buzón del correo hasta incluir en él un recorte del artículo de La Hoja de Oakview.

─¡Querido Donald!

─Lo ha hecho Bertha ─contesté─. Y ahora, ¿qué va a decir a Carlos?

─¿Carlos?

─Sí. Tu amigo.

─¡Ah! ─exclamó riéndose─. Le até una sartén al rabo. Era muy pesado. Además, le gusta vivir aquí.

─¿Y cuando ocurrió eso? ─pregunté.

─Al día siguiente de haberme llevado a cenar al hotel ─contestó─. Estaba en el comedor, sentado detrás de ti, y aún llegué a figurarme que él te había puesto el ojo a la funerala.

─Fue el sargento Herbert. Y, oye, Marian, ¿crees tú que tu tío Steve procuró evitar el encuentro de mi tía?

─Sí. Se da cuenta de que está muy grueso y calvo y de que, al fin y al cabo, carece de todo refinamiento y elegancia. Él se figuró que esa pobre mujer había vivido largos años en las grandes capitales, que sería muy elegante y que estaría acostumbrada al lujo y a la distinción, de modo que tal vez lo mirara como si fuera un destripaterrones.

Y se interrumpió al notar que la máquina dejaba de teclear.

Steve Dunton había terminado el artículo necrológico.