coolCap14

BERTHA Cool fue a avisarme al hospital.

─Tengo un taxi abajo para cuando quieras salir ─me dijo─. ¿Cómo estás?

La enfermera miró mi gráfico y dijo:

─Sufre los efectos de una excitación nerviosa muy fuerte, y además ha respirado mucho gas.

─Naturalmente. ¡Pobre muchacho! ─dijo Bertha─. Ha trabajado veinticuatro horas al día y no tiene fuerzas para tanto.

─Es preciso tomar las cosas con mayor calma ─me dijo la enfermera.

─Ya estoy mejor ─contesté─. Me parece que ya podré marcharme.

─Un momento ─dijo la enfermera─. Necesitamos el permiso del médico.

Se alejó por el corredor, marcó un número en un teléfono y luego habló en voz muy baja, de modo que no pude entender lo que decía.

─Cuénteme lo que pasa ─dije a Bertha.

─Lo habías adivinado ─contestó ella en voz baja─. Esa mujer asesinó a Evaline Harris.

─¿Hablaba también de Alfmont en su confesión?

─No, no estaba terminada, ni tenía firma, pero sin embargo, empezaba diciendo que había estrangulado a Evaline Harris.

─¿Y no mencionaba a Herbert?

─No. Su nombre constaba en la carta que me escribió a mí.

─¿Y no vamos a hacer uso de ella?

─Me parece que no.

─Por si acaso ─dije─, recuerde que le dejamos un sobre impreso con nuestras señas provisto de sello de Correos para el caso de que quisiera escribirnos. Ella misma echó la carta al Correo y…

─¡Por Dios, Donald! No te figures que todos son tontos menos tú. En cuanto me tiraste la carta por la claraboya, ya supe lo que se había de hacer. Y no haremos uso de esta carta, porque es más peligrosa que la dinamita.

─En ella habla de Herbert ─exclamé.

─Sí, lo cuenta todo. Y explica que Herbert deseaba hacer presión en el doctor Alfmont.

─Voy a telefonear a ese Herbert y le diré que nosotros…

─Pues te costaría bastante encontrarlo ─contestó Bertha Cool─. Porque ha echado a correr y aún no se ha parado. El fiscal ha telefoneado a Santa Carlota para dar cuenta del suicidio. Herbert se puso en pie, salió del edificio y aún no ha vuelto, ni volverá.

─Pues yo habría querido decírselo.

─Eres rencoroso como una mala bestia, Donald.

─¿Y qué ha sido de la verdadera señora Lintig?

─Flo no lo sabía. Amelia se casó con un tal Wilmen y luego los dos marcharon a algún lugar de la América Central. No se ha sabido más de ellos. Amelia dejó su baúl a Flo. Ésta lo registró, y sacó lo que deseaba, figurándose que Amelia había muerto ya.

─Pero ¿podía probarlo?

─No.

─Eso es lo que temo. Insista usted en que esa mujer es Amelia Lintig. Tal vez podremos obtener un certificado de su muerte.

─Pero, hombre, ¿te figuras que no he pensado en eso?

Volvió la enfermera acompañada por el médico y éste me dijo:

─Lo siento mucho, señor Lam, pero tengo la orden de que, en cuanto pueda usted salir de aquí, habrá de ir directamente al despacho del fiscal.

─¿He de considerarme preso?

─Algo parecido ─contestó.

─¿Y por qué?

─Lo ignoro. Ésta es la orden que me han dado. Creo que últimamente ha trabajado usted demasiado. Es usted fuerte y resistente, y aunque está magníficamente constituido, sus nervios no podían resistir el intenso trabajo que les ha obligado a hacer. Y ahora dispénseme, pero si quiere salir habrá de hacerlo en compañía del detective que va a llegar.

─¿Podrá acompañarme la señora Cool? ─pregunté─. Me gustaría que pudiese confirmar algunos puntos de mi relato.

─Me parece que no ─dijo el doctor─. En fin, pregúnteselo usted al detective.

Poco después, entró un detective y me dijo:

─Bueno, vámonos, Lam. He de conducirle a usted al despacho del fiscal.

─¿Y para qué me quiere?

─En realidad no lo sé.

─El pobrecillo está muy nervioso ─dijo Bertha─. De modo que no se halla en situación de sufrir un interrogatorio o malos tratos.

El detective se encogió de hombros y Bertha me cogió del brazo diciendo:

─Te acompaño, Donald.

─Puede hacerlo hasta la puerta del despacho del fiscal ─dijo el detective─. Ya veremos si el señor Ellis la deja entrar.

Fuimos allá y el secretario nos dijo que el señor Ellis quería verme. Bertha entró conmigo en el despacho, a pesar de las protestas del secretario. Parecía una gallina que cuida amorosa de sus polluelos.

El señor Ellis era uno de esos individuos guapos, elegantes, buenos muchachos, atléticos y mimados por todo el mundo. Y muy serio, me miró y dijo:

─Señor Lam, sus actividades en este asunto han sido realmente muy notables.

─Estoy impresionadísimo, señor fiscal, después de haberme enterado de que mi pobre tía había cometido un asesinato.

─Y ello ─replicó el fiscal─ en un caso que investigaba usted.

─¿Yo? ─pregunté con expresión de inocencia y de pasmo a la vez.

─Aquí hay algún error ─dijo Bertha─. Donald trabaja para mí y puedo asegurarle que no hacíamos investigaciones acerca de ningún asesinato.

─¿Y por qué fue a Oakview? ─preguntó Ellis.

─Lo ignoro ─contestó Bertha─. Sin duda se trataba de un asunto puramente personal. Me pidió unos días de permiso, pues deseaba ir en busca de su tía. Y al parecer la encontró en Oakview.

─Ya lo sé ─contestó Ellis, frunciendo el ceño─. Y puesto que no tenía usted nada que ver en el asesinato de Evaline Harris, señor Lam, tal vez me hará el favor de explicarme por qué tomó a su cargo el alojamiento de la señorita Dunton en la misma casa en que duerme usted, presentándola como prima suya y…

─Por creer que corría peligro ─repliqué─. Durante mi estancia en Oakview contraje amistad con la señorita Dunton. Y me preocupé ante la situación en que se hallaba. Díjome que podía identificar al individuo a quien vio cuando salía de aquella habitación. Yo, de momento, creía que sería el asesino y…

─La historia no está mal ─replicó─. Pero da la casualidad de que estoy enterado de que usted quería ocultar a esa joven para que no la encontrasen.

─¡Dios mío! ─exclamé─. No comprendo… ¡Ah, sí! Le dije que cuidaría de comunicar a ustedes sus nuevas señas, más por desgracia, me olvidé. Lo que ocurrió con respecto a mi pobre tía…

─¿Y qué le pasaba a su tía? ─preguntó.

─Quería casarse con un individuo que sólo andaba en busca de su dinero y yo me proponía hacer algunas averiguaciones con respecto a él. Hablé de eso con la señora Cool, quien me autorizó para valerme de la agencia y…

Ellis tomó el receptor telefónico y dijo:

─Háganme el favor de traer acá a la señorita Dunton.

Poco después se oyeron unos rápidos pasos que se aproximaban y Marian Dunton abrió la puerta. Creo que ya esperaba vernos allí. Sonrió, algo preocupada, y tendiéndome la mano, exclamó:

─¿Cómo está usted, Donald? Me habían dicho que se hallaba en el hospital. Está usted blanco como el papel.

Le tomé la mano, y mientras tanto ella me guiñó solemnemente su ojo izquierdo.

─Se preocupa usted demasiado, Donald ─añadió─. Y cuando quiso protegerme, debía haber comunicado con las autoridades, en vez de tomar a su cargo…

─Yo lo interrogaré, señorita Dunton ─dijo Ellis, en tono severo.

─¿Qué desea usted saber, señor Ellis? ─pregunté.

─En primer lugar, cuál fue la causa de la confusión en que se hallaba aquel cuarto.

─¿Cuál?

─El que había ocupado la señorita Dunton.

─No lo sé ─contesté, poniendo cara de tonto.

─¿Y tampoco puede explicar las manchas de sangre?

─¡Oh, sí! ─exclamé─. Durante aquel día tuve varias epistaxis. Fui en busca de algunos de los efectos de la señorita Dunton y empezó a salirme sangre de la nariz. Me costó mucho contenerla, hasta el punto de que, por un momento, temí verme obligado a ir en busca de un médico. Y no pude recoger nada de lo que había ido a buscar, a causa de la hemorragia. Salí del cuarto para dirigirme al consultorio de algún médico, pero antes de que llegase allí, había cesado la hemorragia.

─¿Y no volvió usted para recoger esas prendas?

─No, señor. Me dirigí de nuevo hacia la casa, pero creí notar que alguien la estaba vigilando. Tuve miedo de que se fijasen en mí y me siguieran, con lo cual habrían podido averiguar el paradero de la señorita Dunton.

─¿Y no revolvió usted los muebles?

─No, señor. No sé de qué me habla. Tropecé con una silla, porque iba andando con el pañuelo en la cara y…

─Pues allí había todas las señales de lucha. El bolso de la señorita Dunton estaba en el suelo, abierto y…

─Sí, ya me dijo que se le había caído en cuanto empezó a sangrar por la nariz ─dijo Marian.

Ellis la miró, aunque no pudo hacerlo con severidad.

─Permítame, señorita Dunton ─dijo.

─¡Ah, como quiera! ─replicó ella, al parecer molesta.

Ellis ya no pudo poner nada más en claro. Había sido derrotado, de modo que cinco minutos después dijo:

─Bueno, todo eso es muy extraño. Pero le aconsejo, señor Lam, que si en alguna otra ocasión quiere proteger a un testigo que ya esté en relación con nosotros, avísenos y no cargue con esa responsabilidad.

─Lo siento mucho ─contesté─. Pero hice lo que me pareció más apropiado.

Miré a Bertha Cool y decidí dejar arreglado allí mismo el asunto que aún me preocupaba, de modo que pregunté a mi jefe:

─¿No dijo usted que alguien me ha acusado de haber atropellado a un…?

─Sí ─replicó─ Parece ser que unos agentes te esperaban en la puerta de la agencia para prenderte.

─No se apuren por eso ─se apresuró a contestar Ellis─ Este asunto está zanjado. No se acuerden más de él. Un agente de Santa Carlota telefoneó hace poco. El testigo que vio el automóvil se equivocó al dar el número de su matrícula.

─Bueno. Creo que podemos marcharnos ─dije a Bertha Cool.

─Yo salgo con ustedes, Donald ─exclamó Marian.

─Un momento, señorita Dunton ─dijo Ellis─. Si me lo permite, deseo hacerle algunas preguntas, después que se hayan marchado esos señores.

─Bueno, Marian ─dijo Bertha─, la esperamos fuera, en un taxi.

Cuando avanzábamos por el corredor, dije a Bertha:

─¿Lleva usted consigo la carta de Flo?

─Pero ¿es posible que me creas tonta? La carta está en un lugar seguro. ¿Qué te parece si avisamos a nuestro cliente?

─Es demasiado peligroso ─dije─. Se ha armado un escándalo considerable y es posible que nos vigilen y tengan intervenido nuestro teléfono. Ya lo leerá en los periódicos: «Amelia Lintig de Oakview, confiesa el asesinato de una camarera de cabaret y luego se suicida».

─Mira, hijo ─dijo Bertha─, no sacarás nada con fingir que esa mujer era tu tía, porque te demostrarán lo contrario.

─Les costará bastante. Realmente, era mi tía.

Bertha me miró sorprendida.

─No sabe usted una palabra de mi familia y de mis antecedentes ─dije.

─Ni lo deseo ─replicó─. Haz lo que quieras.

─Muy bien.

Esperamos cosa de diez minutos en el taxi y al fin acudió Marian. Me echó los brazos al cuello y exclamó:

─¡Cuánto me alegro de verle, Donald! No sabe cuánto temía su entrevista con el señor Ellis. Yo había arreglado ya las cosas. Le dije que usted y yo éramos muy amigos y que realmente estaba muy preocupado por mí.

─¿Y cómo la encontraron? ─pregunté.

─La culpa la tuvo la patrona ─contestó Marian─. Leyó en el periódico de la mañana las señas de la testigo que había desaparecido. Me parece que no tiene mucha confianza en usted, Donald.

─Creo ─dijo Bertha─ que habrías de buscarte otro hospedaje, muchacho.

─La señora Eldridge opina, sin duda, del mismo modo ─contesté─ Y usted, Marian ─añadí volviéndome a ella─, ¿ha tenido alguna dificultad con el señor Ellis? ─pregunté.

─Ninguna ─exclamó riéndose─. ¿Sabe usted por qué quiso hablarme a solas?

─Tal vez para preguntarle si quería casarse con él ─dijo Bertha.

─No. No me dijo nada de eso. Es un joven muy prudente, pero sin embargo, me invitó a cenar para ir luego al teatro.

Hubo un silencio y Marian me miraba, esperando.

─¿Y usted qué le contestó? ─interrogó Bertha.

─Que ya estaba comprometida con Donald.

Bertha dio un suspiro, y en voz baja exclamó:

─Que me maten si lo entiendo.