coolCap13

NOS inscribimos en el hotel con los nombres de señora Cool y Donald Cool, y Bertha dijo:

─Mi sobrino y yo deseamos dos habitaciones con un baño común. Espero que me llamarán por teléfono. Hágame el favor de ponerme en comunicación inmediatamente. Nuestro equipaje vendrá luego.

Hizo centellear sus brillantes y todo el personal del hotel se dispuso a servimos.

En cuanto estuvimos solos en nuestras habitaciones telefoneé a Frieda Tarbing encargándole que, en cuanto supiera algo, telefonease al número 621 del Hotel Westmount.

─Bien ─contestó ella─; por ahora no hay nada. Ya llamaré.

Colgué el receptor, y dirigiéndome a la cama, tomé el periódico que Bertha dejara allí, y en la primera página encontré unos grandes titulares anunciando que el testimonio principal del asesinato de Evaline Harris había desaparecido. Todo lo que se sabía hasta entonces hacía recelar a la policía que fue víctima de algún atentado. Y el periódico añadía que, con toda probabilidad, a una hora más avanzada, se habrían descubierto ya los detalles de lo sucedido.

Resolví representar una comedia para engañar a Bertha Cool.

─¡Dios mío! ─exclamé─. ¿Qué le habrá pasado? ¿Es posible que la policía haya sido tan torpe que no previera algo por el estilo? Es evidente que han dejado sin la menor protección a esa pobre muchacha. Me estremezco al pensar lo que ha podido ser de ella.

─No te apures, muchacho ─contestó Bertha─. No le ha pasado nada.

─¿Cómo lo sabe usted?

─Ten en cuenta ─replicó─ que la única persona a quien ella podía identificar era a nuestro cliente. Y bien sabes que él sería incapaz de hacerla víctima de la menor violencia.

Volví a leer el artículo y observé:

─En su cuarto había algunas manchas de sangre.

─No te apures, Donald. A esa muchacha no le ha pasado nada. Si hubiesen querido matarla, lo habrían hecho allí mismo y la policía hubiese encontrado su cadáver. El hecho de que no esté allí, demuestra que aún vive. Ya la encontrará la policía.

─Ojalá tenga usted razón ─exclamé paseando nervioso por la estancia.

─No te apures. Además, no podrías hacer nada. Tenemos otros asuntos más importantes en este momento y es preciso que no te dejes ofuscar.

Continué paseando por la habitación, fumé un par de cigarrillos, leí de nuevo el periódico y luego me acerqué a la ventana para mirar a la calle.

Bertha, que estaba fumando, llamó a la oficina y habló con Elsie Brand; ya colgado el receptor me dijo:

─La policía te espera en la calle ante la oficina. No hay duda de que esos individuos de Santa Carlota tienen ganas de hacer cosas.

No hice caso de tal observación y guardé silencio unos minutos.

Estábamos los dos impacientes a causa de la inacción. Me dirigí a la cama y me tendí. Me habría gustado mucho echar un sueño, pero comprendí que no podía dormir. Mi cerebro estaba tan excitado como si hubiese ingerido una cantidad extraordinaria de café.

Reflexionaba acerca de todos los detalles de aquel caso y pasaba revista a todas las posibilidades.

Pensé en Marian Dunton, preguntándome si tenía novedad. No me atrevía a llamarla, a causa de la presencia de Bertha Cool en la estancia.

De pronto el timbre telefónico me despertó de un profundo sueño. Automáticamente me incorporé y me puse en pie, aunque sin saber dónde estaba ni lo que ocurría. Pero no tardé en oír la voz de Bertha Cool que decía:

─Sí, habla la señora Cool. ¿No ha habido conferencia? Bueno, vamos allá.

Colgó el receptor del aparato, y volviéndose a mí dijo:

─Es Frieda Tarbing. Dentro de una hora acaba su guardia me lo ha recordado. Y también me ha dicho que esa mujer no ha llamado a nadie por teléfono.

Me dirigí al lavabo para lavarme la cara y los ojos con agua fría dije:

─Llame a Elsie Brand y pregúntele si alguno de los agentes le ha dado el parte. Probablemente ha ocurrido algo inesperado y, con toda seguridad, esa mujer ha salido del hotel.

Bertha se apresuró a hacer lo que le indicaba, pero Elsie le dijo que no había recibido noticia alguna de nadie. Añadió que la policía continuaba en la calle esperándonos.

─¡Dios mío! ─exclamé mientras me peinaba ante el espejo─. No es posible que me haya equivocado. Esa mujer ha de haber comunicado con Herbert de un modo u otro. No tenía más remedio.

─Pues no ha sido así ─contestó Bertha.

─En tal caso sólo nos queda un recurso. Iremos a darle otro susto. Estamos ya tan metidos en harina, que no nos importa comprometernos un poco más. Pero antes voy a llamar por teléfono.

Marqué el número de la casa en que dormía y contestó una criada.

─Haga el favor de llamar a la señora Eldridge.

Poco después oí la voz de ésta y le dije:

─Habla Donald. ¿Quiere usted hacerme el favor de avisar a mi prima para que acuda al teléfono? Siento molestarla, pero se trata de algo importante.

─Su prima, Donald ─contestó la señora Eldridge con voz acre─, ha resultado ser Marian Dunton, es decir, la testigo que buscaba la policía en relación con un caso de asesinato. Hace tres horas que se la llevaron y creo que ahora andan buscándole a usted. Si se figura que va a utilizar mi casa como…

Me apresuré a colgar el receptor y Bertha Cool, después de mirarme, me preguntó con la mayor amabilidad:

─¿Tu prima, Donald?

─No. Es una amiga, pero dije que era mi prima.

─El número que has marcado era el de tu casa.

─Ya lo sé ─repliqué.

Bertha continuó mirándome.

─No hay duda de que las mujeres se chiflan por ti. Y ahora vámonos. No es posible continuar aquí todo el día sin saber lo que pasa. Y hay una posibilidad que no se te ha ocurrido.

─¿Cuál?

─Suponer que Herbert había convenido con Flo Danzer ir a recogerla esta tarde para llevársela a Santa Carlota.

─Ya lo había previsto ─contesté─. Pero los agentes nos habrían comunicado algo.

─Sí ─replicó Bertha─. Pero si ella sabía ya de antemano que Herbert iría a recogerla, no tendría necesidad de telefonearle, sino que se limitaría a esperar.

─Bueno, vamos. Ya no podemos estar más comprometidos ─repliqué.

─Ojalá tuvieses razón ─dijo Bertha disponiéndose a salir.

Una vez en la calle, encontramos un taxi parado ante el hotel. Subimos y di la orden al chófer de que se dirigiese al hotel Cayo Hueso.

Bertha y yo guardamos silencio y, al fin, tras un buen rato, ella dijo:

─No comprendo por qué has hecho eso con Marian. Lo cierto es que te has comprometido extraordinariamente y que ahora, si te cogen, te meterán en la cárcel.

─Cállese, porque estoy reflexionando ─repliqué.

Continuamos el viaje en silencio, y cuando ya estábamos muy cerca del Hotel Cayo Hueso, exclamé:

─Hemos sido unos tontos.

─¿Qué pasa, Donald? ─preguntó Bertha.

─Me refiero a las colillas que se encontraron en el cuarto de Evaline Harris. Una de ellas estaba manchada con un poco de carmín para los labios. La otra, en cambio, aparecía limpia. La policía creyó que eso indicaba la visita de un hombre, pero en realidad, da a entender todo lo contrario.

─¿Cómo?

─Recuerde ─añadí─ que Evaline Harris llegó muy tarde a su casa. Solía levantarse también a una hora muy avanzada, de modo que aún dormía cuando alguien llamó a su puerta.

─¿Cómo has llegado a esta conclusión?

─A causa del periódico que había sido echado por debajo de la puerta.

─Bueno, prosigue.

─Cuando usted se retira a descansar ─dije─, supongo que no se acostará con la cara pintada.

─No.

─Tampoco lo hizo Evaline, se quitó el maquillaje y se acostó. Y antes de que pudiera pintarse otra vez, recibió la visita del asesino. Éste se sentó en la cama para hablar, pero el asesino era una mujer, de modo que la colilla teñida de rojo pertenecía a la visitante y no a Evaline.

En aquel momento el coche se detuvo ante el hotel.

Bertha Cool me miraba con la mayor fijeza.

─¿Comprende usted? ─pregunté. Ella hizo una señal de asentimiento y añadí─: Bueno, vamos.

Despedimos el coche, y con el rabillo del ojo vi a uno de los detectives al lado del coche de la agencia y vigilando atentamente la puerta del hotel. Bertha lo vio también, pero no se molestó en hacerle la más leve señal.

Mientras sostenía la puerta abierta para que pasara Bertha, le dije:

─Procure entretener un minuto al empleado.

Ella inclinó la cabeza para asentir y se dirigió al despacho. El empleado acudió a saludarla yo me dirigí a Frieda Tarbing para preguntarle, en voz baja, si Flo había hablado por teléfono con alguien.

─No, señor ─me contestó─. ¿Quiere usted que finja una llamada a su cuarto?

Observé que el empleado procuraba oír nuestra conversación y dije en voz alta:

─No se moleste en llamar, porque mi tía Amelia está esperándome, de modo que subiré.

─De acuerdo con el reglamento ─contestó la joven─, tengo la obligación de llamar.

─No hay necesidad, señorita Tarbing. Pueden subir sin inconveniente ─añadió el empleado, dirigiendo una sonrisa a Bertha.

Ésta le correspondió de igual modo y yo abrí las puertas del ascensor para darle paso. Penetré a mi vez en la cabina y ésta emprendió la ascensión.

─¿Se te ha ocurrido alguna idea? ─preguntó Bertha en cuanto estuvimos en el corredor─. Esta vez será preciso darle un buen susto.

Asentí inclinando la cabeza y ella añadió:

─Y ahora debo advertirte que si la cosa se pone fea, tú no habrás de meterte en nada. Si es preciso luchar contra una mujer, conozco algunos puntos delicados que no se le ocurrirían siquiera a un hombre. Por consiguiente, déjame en libertad de hacer lo que convenza.

Llamamos, pero no pudimos oír ningún ruido. Volvimos a llamar, pero con el mismo resultado negativo.

─Nuestro agente se habrá dormido y esa mujer se nos ha escapado.

Llamamos de nuevo y como tampoco obtuviéramos respuesta, Bertha exclamó:

─Acompáñame abajo. Vas a oír lo que digo a ese idiota que está vigilando la puerta.

La seguí, porque realmente no podíamos hacer otra cosa. Pero apenas habíamos dado media docena de pasos cuando Bertha se detuvo para olfatear el aire. Se volvió a mí en el momento en que también yo acababa de sentir un pronunciado olor de gas.

A toda prisa volví a la puerta de la habitación y me puse a gatas, en mi deseo de ver algo por debajo de la puerta. Pero no lo conseguí, porque la rendija estaba cubierta por algo que no pude reconocer.

Me puse en pie de un salto, y dirigiéndome a Bertha, le dije:

─Vámonos.

A toda prisa la llevé al ascensor y bajamos al vestíbulo. Una vez allí dije al empleado:

─Temo mucho que a mi tía Amelia le haya ocurrido algo desagradable. Me esperaba a esta hora, pero lo cierto es que, aun cuando hemos llamado repetidas veces, no hemos obtenido ninguna respuesta.

─Tal vez habrá salido ─dijo el empleado en tono afable─ Seguramente no tardará en volver. ¿Quieren ustedes esperar en el vestíbulo?

─Estoy segura de que no ha salido ─observó Frieda Tarbing.

─Llámela por teléfono ─ordenó el empleado.

Lo hizo así la joven, y unos momentos después dijo:

─No contesta.

─Pues bien ─dijo el empleado─; lo siento mucho, pero no puedo hacer nada en absoluto.

─Al pasar por delante del corredor ─observé─ me pareció notar olor de gas.

Desapareció la sonrisa del empleado. Sin añadir palabra, pasó por debajo del mostrador, tomó una llave maestra y dijo:

─Vamos a ver qué pasa.

Subimos todos y el empleado, dirigiéndose a la puerta metió la llave en la cerradura. Pero no pudo abrir.

─Sin duda ─dijo él, empleado─ ha corrido el cerrojo interior.

─Donald ─dijo Bertha─: tú que eres delgadito, podrías romper el cristal de la claraboya, dejarte caer al otro lado y abrir la puerta.

─Ayúdeme ─ordené, volviéndome al empleado.

─No sé si debemos apelar a esos medios extremos ─dijo.

─Ven aquí y te subiré yo ─me dijo Bertha.

Me levantó como si no pesara nada y en absoluto y yo, envolviéndome un puño con el pañuelo, rompí el cristal. Recibí una racha de gas en plena cara. Entonces, dirigiéndome a Bertha, le rogué que se quitara un zapato y me lo diera. Ella lo hizo así, con el tacón del zapato, acabé de romper los cristales. Luego pasé por la abertura y me dejé caer al interior del cuarto. La atmósfera estaba saturada de gas. Reinaba en la habitación una intensa penumbra, porque todas las ventanas estaban cerradas. Distinguí la inmóvil figura de una mujer sentada y apoyada en la mesa escritorio, con la cabeza apoyada en la mano izquierda, en tanto que la derecha estaba extendida.

Contuve el aliento, me dirigí a la ventana, descorrí las cortinas, la abrí y asomé la cabeza al exterior para respirar aire puro. Abrí luego la otra ventana, y buscando con la mirada la tubería del gas, me apresuré a cerrar la llave.

A través de la puerta oí la voz del empleado que me decía:

─Abra usted.

Y Bertha replicó:

─Quizás el pobrecillo está casi asfixiado por el gas. Vaya usted a llamar a la policía.

Oí pasos que se alejaban por el corredor. Y luego la voz de Bertha que me decía:

─No te des prisa, muchacho. Regístralo bien todo.

Me acerqué a la mesa escritorio. Flo Danzer había escrito una carta a Bertha Cool. Estaba ya metida en el sobre. Me dirigí a la ventana y la examiné rápidamente. Era una larga relación de todos sus actos cuando quiso hacerse pasar por Amelia Lintig. Citaba allí a John Herbert, a Evaline Harris, y con gran disgusto mío, también al doctor Alfmont, de Santa Carlota.

Volví a meter la carta en el sobre y lo cerré. Saqué luego del bolsillo uno de los sobres dirigidos a nuestra agencia y provistos de un sello de Correos de urgencia, que yo utilizaba para enviar mis partes, y metí en él la carta de la muerta, lo cerré y, hablando a través de la puerta, con Bertha, le dije:

─Ahí va eso.

Y arrojé la carta por el agujero de la claraboya del tejado.

─Eche esa carta inmediatamente al buzón y no se acuerde más de ella ─recomendé.

Oí cómo se alejaba por el corredor. Estaba mareado y sentía náuseas.

Saqué la cabeza por la ventana y volví a respirar. Luego miré por debajo de la cabeza de la muerta. Descubrí un papel que sabía estado escribiendo cuando se quedó atontada por las emanaciones del gas. En la mano derecha aún tenía la pluma.

Saqué el papel y vi que estaba encabezado por la frase: «Al señor juez…».

La letra era muy mala.

El aire que entraba por las ventanas se llevaba gran parte del gas, pero aún se hacía notar. Sentía una ligereza especial en el cerebro. Oí cómo en el corredor una voz masculina decía: «Huele terriblemente a gas». Resonó luego la voz de una mujer y percibí unos pasos que se alejaban. El empleado del hotel dijo luego: «Va a venir la policía y también traerán una ambulancia. Hay que derribar la puerta. Ese pobre muchacho debe de estar sin sentido».

Entonces reflexioné acerca de lo que me convenía hacer. Oí los empujones que daban a la puerta. Me dirigí a la ventana y me dejé caer al suelo. Cerré los ojos, y como entre sueños, oí cómo se abría la puerta para dar paso a numerosas personas que se acercaron a mí. Me tomaron, uno por los hombros y otro por los pies y me sacaron al corredor. Oí numerosas carreras y los gritos de una mujer.

Sentí aire fresco en el rostro, al mismo tiempo que Bertha decía:

─Acérquenlo a la ventana, pero no le suelten, porque se caería.

Aspiré gran cantidad de aire fresco y abrí los ojos. Estaba rodeado de gente. Oí como el empleado decía: «Pobre muchacho. Era su tía…». Luego hubo un intervalo muy confuso para mí, y al fin pude oír una sirena.

Pocos momentos después unos agentes de policía se hicieron cargo de la situación. Llegó la ambulancia. La gente entraba y salía de la habitación. Miré a Bertha y le dije:

─Acuérdese usted de decirles cómo se llamaba. Es Amelia Lintig, de Oakview.

─Así consta en el registro, hijo ─contestó Bertha.

─Cerciórese, sin embargo, de que no se cambie el nombre.

Poco después probé de tenerme en pie. Me tambaleé y un hombre vestido con una bata blanca me preguntó:

─¿Cómo está, muchacho? ¿Se siente capaz de bajar por sus piernas hasta la ambulancia?

─Deseo continuar con mi tía ─dije.

─Ha respirado un poco de gas ─dijo Bertha─. Pero el pobre ha tenido un sobresalto espantoso a causa de su tía.

Aquel individuo de la bata blanca me aplicó al pecho un estetoscopio y dijo:

─Será preciso sacarlo al aire libre.

─Quiero saber lo que ha pasado ─contesté, dándole un empujón.

─No puede entrar ahí ─exclamó el de la ambulancia.

─Pues entraré.

─¡Pobre muchacho! ─exclamó Bertha─. Quería mucho a su tía.

─Aquí ya no se puede hacer nada ─contestó un agente─. Que nadie toque el cadáver hasta la entrada del coroner.

─Yo entraré ─dije.

─Vale más que vayas a la ambulancia, querido ─dijo Bertha.

─No puedo ─contesté─. Hay una carta importante.

─Ya lo sé. Déjalo a mi cuidado.

El de la ambulancia me rodeó los hombros con un brazo diciendo:

─Vamos, muchacho. Su agitación es muy pronunciada. Sin duda ha respirado una gran cantidad de gas. Si pudiera olerse su propio aliento, lo comprendería. Parece un gasómetro.

Bajé hasta la ambulancia, y en el vestíbulo fui objeto de la curiosidad general. Me tendí en una litera, sentí un pinchazo en el brazo y luego sonó la sirena.

Al poco rato me encontré mejor y comprendí que la ambulancia era el lugar más seguro para mí. También me convenía ir al hospital, porque la policía me buscaba en muchos sitios y por muy diversas causas.