coolCap12

APARECIÓ en un taxi hacia las nueve y media. Me dio la impresión de que estaba preocupada. Se acercó al agente y le dijo que media hora después llegaría el relevo. Y le recomendó que telefoneara antes de las cinco y podría decirle si tenía trabajo para él a la noche siguiente.

En cuanto estuvimos solos me dio cuenta de que había recibido respuesta al telegrama que envié a Sacramento, en el cual decían que Amelia Sellar se había casado en febrero de mil novecientos veintidós, con un tal John Wilmen. Añadían que no se habían divorciado y que no existían indicios de la muerte de ninguno de los dos contrayentes.

─Bien ─dije─. Eso nos pone en una situación difícil.

─¿Y qué vamos a decir a esa mujer? ─preguntó Bertha.

─Depende de su reacción. Déjeme hablar a mí y siga la táctica que yo adopte. He reflexionado mucho. Probablemente hoy se disponen a preparar la trampa. Sin duda apenas tienen tiempo suficiente, antes de la elección, para difundir algunos chismes, aunque ya no habrá tiempo tampoco para refutarlos.

En cuanto nos vio el empleado del despacho nos dirigió una sonrisa. Yo me encaminé hacia la centralita telefónica, donde Frieda no dio ninguna señal de haberme reconocido.

Le rogué que avisara a la señora Lintig de que su sobrino aguardaba en el vestíbulo. También le recomendé que procurase no sobresaltarla porque tal vez estuviese aún dormida.

El empleado oyó mis palabras, pero apenas se fijó en ellas. Frieda hizo algunos movimientos con las clavijas de la centralita y en voz baja me preguntó si realmente deseaba que llamase a la señora Lintig.

Le contesté en sentido negativo y ella, levantando la voz, disimuló.

Le di las gracias y, acompañado por Bertha Cool, me dirigí al ascensor.

Un «botones» negro nos llevó hasta el cuarto piso. Una vez allí nos dirigimos al número 43˗A y llamé a la puerta.

Oímos ruido en el interior, y dirigiéndome a Bertha, le dije:

─Sin duda hoy es el día señalado y esa mujer está ya preparada. Con toda probabilidad se dispone a ir a Santa Carlota para llegar por la tarde. Entonces empezarán a difundir sus chismes.

Se abrió la puerta y apareció la misma mujer a quien conociera en Oakview. Me miró ceñuda y luego dio muestras de haberme reconocido. Observé que no llevaba gafas.

─Buenos días, señora Lintig ─dije en tono cordial─ Supongo que me recuerda. Vengo de Oakview. Un amigo de usted, el sargento Herbert, me dijo que seguramente podría comunicarme algo interesante.

─Ignoraba que deseara publicar la historia en Oakview. Pero ¿conoce usted al sargento Herbert?

─¡Claro! Somos muy buenos amigos.

─Bueno ─replicó, dudosa─ Entren.

─Le presento a la señora Bertha Cool, la señora Lintig ─dije.

Luego entramos, cerré la puerta y observé que la cerradura era de golpe.

─Ignoro los detalles ─dije una vez estuvimos dentro─. Pero tengo entendido que el periódico de Santa Carlota va a publicar el asunto al mismo tiempo que nosotros.

─¿Y quién le envía a usted? ─preguntó.

─John Herbert ─contesté─, quien me dijo que usted se hallaba bien enterada.

─Sí. Desde luego. Y ya me dispensará si hablo con alguna cautela ─contestó─. La historia es la siguiente: Supongo que usted conoce ya la primera parte, o sea, que mi marido me abandonó sin ningún medio de subsistencia.

─Pero ¿no recibió usted antes cuanto poseía de él? ─pregunté.

─Sí, desde luego ─contestó─. Pero con eso no habría podido sostenerme dos años. Y han pasado veintiuno desde que huyó con esa mujerzuela. Desde entonces ando buscándolo. Pocos días atrás conseguí localizarlo y ¿a que no adivina usted dónde lo encontré?

─En Santa Carlota ─contesté.

─Pues, sí, señor. Vive allí con el nombre de doctor Charles Loring Alfmont. Él y esa mujer, llamada Carter, viven maritalmente con toda desvergüenza, y lo más asombroso es que él desea que lo elijan alcalde de la población. Desde luego, creo que mi marido retirará su candidatura. En este caso la historia no se publicará.

─Naturalmente ─contesté─. John ya me había advertido de eso y prometí no publicar la historia hasta recibir aviso. Ahora, con referencia a esa Evaline Harris que se dirigió a Oakview y luego fue asesinada, tengo entendido que trabajaba por cuenta de usted, a fin de averiguar cosas con respecto a su marido.

─John no pudo contarle eso ─contestó aquella mujer en tono receloso.

─Sí, señora ─dije.

Ella, al parecer más recelosa todavía, replicó:

─John nunca me dio cuenta de que tuviese un amigo en el periódico de Oakview.

─Es natural ─contesté riendo─. Hasta ayer él ignoraba que estuviese empleado allí. Pero ya hace varios años que nos conocemos.

─Bueno ─dijo ella, decidiéndose─. John no puede haberle dicho nada acerca de esa Harris porque no sabía una palabra. Y yo no la he visto nunca en mi vida.

─Es curioso ─repliqué─, porque era una camarera de La Cueva Azul, donde estaba usted también empleada. Además ─añadí, notando su sobresalto─ quiero contar una historia verdadera en el periódico, sin error ni falsedad alguna.

─Miente usted ─contestó─. No conoce siquiera a John Herbert.

─Pues sepa que somos dos buenos amigos ─repliqué.

─¡Márchense ustedes en el acto! ¡Los dos! ─exclamó con voz ronca.

Bertha y yo nos sentamos sin hacerle caso, y dirigiéndome a aquella mujer, le dije:

─Vamos a hacerle algunas preguntas.

─¿Quiénes son ustedes? ─preguntó ella, alarmada.

─Detectives ─contesté. Y observando que me dirigía una mirada de desesperación, añadí─: Ha sido una pista muy larga y fatigosa, Flo, pero lo hemos descubierto todo. En San Francisco vivía usted con Amelia. Se enteró de su historia y en cuanto ella se hubo casado con ese Wilmen, se quedó usted con sus documentos, guardados tal vez en un baúl, o quizás los robó. El caso es que los tenía en su poder.

─¡Mentira! ─exclamó.

─Recientemente los politicastros que se habían hecho dueños de Santa Carlota desearon encontrar a la señora Lintig; se dirigieron a usted, pero no pudo indicarles dónde estaba Amelia Lintig, tal vez porque ha muerto o porque se trasladó a otro Estado. Sin embargo, usted los convenció de que podría suplantarla, pues conocía muchos detalles acerca de ella.

»Además, era usted muy amiga de Evaline Harris, que trabajaba con usted en el cabaret y pensó en enviarla a Oakview para que hiciese algunas investigaciones, y, en especial, deseaba que se hiciese con todos los retratos de Amelia Lintig que se pudieran encontrar.

─Está usted loco ─replicó.

─Evaline regresó con las fotografías, pero estaba dominada por la curiosidad. Era una mujer avariciosa. Se le estropeó el baúl durante el viaje y aun cuando comprendía que usted no le habría dado su conformidad, para evitar que alguien pudiese seguir sus pasos, hizo la reclamación al ferrocarril. Y en cuando se dio usted cuenta de que su viaje no había pasado inadvertido, se alarmó.

»John Herbert le daba a usted instrucciones. Estaba enterado de todo lo referente a Evaline. Cuando empezó a buscar a Amelia, la pista lo llevó a usted. Solía frecuentar La Cueva Azul trabó amistad con Evaline, a quien dio instrucciones acerca de lo que debería hacer en Oakview.

─¡Mentira! ─repitió.

─No es mentira, porque se puede probar la verdad. Ahora bien, Evaline dejó rastro de su paso causa de su reclamación en el ferrocarril. Además deseaba recibir algún dinero como precio de su silencio y, por esta razón, la estrangularon.

─¡Salgan ustedes de aquí ahora mismo o les arranco los ojos! ─gritó.

El enorme brazo de Bertha Cool salió disparado como un martillo pilón.

Agarró el cabello de Flo, le dio unas cuantas sacudidas y exclamó:

─¡Cállese o le meto los dientes en la garganta! Ahora siéntese y no se mueva.

Por un momento las dos mujeres se miraron amenazadoramente y Bertha exclamó:

─Tenga cuidado, porque no sabe usted quién soy yo. Se lo aseguro.

─Todo eso es mentira ─replicó Flo Danzer─. Pero díganme de una vez qué quieren.

─Pues que no vaya a Santa Carlota ─replicó Bertha Cool.

─Un momento ─interrumpí─. El asunto de Santa Carlota está listo. Cinco minutos después de haber contado esa novela, demostraríamos su impostura. Ahora lo que conviene es poner en claro el asesinato. Por consiguiente hable usted ─añadí, dirigiéndome a Flo.

─¡Váyase al cuerno! ─replicó ella─. Desde luego ha conseguido una cosa, y es que no iré a Santa Carlota para meter la cabeza en un nudo corredizo. Que se arregle John Herbert sin mí. Por lo demás no sé nada de nada, y si continúan ustedes aquí llamo a la policía.

─No se atreverá ─contesté.

─Por otra parte ─replicó ella─, en este momento no pueden acusarme de nada. No he hecho nada delictivo. Bien es verdad que me proponía contar una historia a un periodista de Santa Carlota y luego habría desaparecido, de manera que todo el mundo sospecharía que el doctor Alfmont me había quitado de en medio y, además, la policía lo habría acusado del asesinato de Evaline Harris. Hay testigos que lo habrían identificado y aun cuando no existiera la certeza de que me hubiese matado a mí, ya no tendría la menor probabilidad de ser elegido alcalde. Y ahora, por si les interesa saberlo, el asesino de Evaline es Alfmont. Quiso obtener algunos informes de ella, pero surgió una disputa y la mató. Desde luego que yo no soy ningún ángel, pero no transijo con el asesinato. Esta tarde tal vez podrían ustedes haberme acusado de algo, pero ahora no. Y voy a llamar a la policía.

─¿Cuándo vio usted por última vez a Evaline Harris viva? ─pregunté.

─Un día antes de su muerte. Y le aconsejé que tuviese cuidado con el doctor Alfmont porque es hombre peligroso. Además estaba convencido de que Evaline andaba buscando dinero de quien fuese. Tenía el vicio del chantaje, y aun a los hombres que se aficionaban a ella procuraba hacerlos víctimas de su codicia.

─Cuando la policía encontró su cadáver ─repliqué─ se observó que en el cenicero había unas colillas, una de las cuales estaba teñida de rojo.

─Evaline dormía con un paquete de cigarrillos al lado de la cama y, al despertar, se apresuraba a encender uno.

─Estoy convencido ─repliqué─ de que Evaline recibió la visita de una persona conocida. Debía de ser un hombre. Del diálogo nació la disputa y ese individuo la estranguló. Y usted sabe quién es el asesino.

─Claro. Fue el doctor Alfmont. Y él se indignó al observar que le pedía dinero.

─Bueno ─dije a Bertha, después de hacerle un guiño─. Ahora la policía está trabajando para descubrir las huellas dactilares en estas colillas, de modo que acabarán por descubrir quién fue el criminal. Sería muy curioso que esas huellas fuesen del sargento John Herbert y que éste pudiese demostrar la complicidad de Flo Danzer.

─No sea usted tonto ─replicó ella─. Puedo confesar todo lo que he hecho. Fui a Oakview diciendo que era la señora Lintig. ¿Qué importa eso? Cualesquiera que pudiesen ser mis intenciones, no he cometido ningún delito. Y no se haga usted ilusiones porque no podrá culpar de nada a John Herbert. El asesino es Alfmont.

Me puse en pie, y dirigiéndome a Bertha, le dije:

─Vámonos. Ahora mismo iremos a visitar al fiscal y pondremos las cartas sobre la mesa: le pediremos una orden de detención para Flo Danzer y John Herbert. Podemos demostrar todo lo que han hecho y esta señora se figura que no corre ningún peligro, pero no pasa de ser una ilusión.

Salimos Bertha y yo, aunque me costó bastante sacar a mi compañera, que estaba deseosa de dar una paliza a Flo. Ésta nos vio marchar, dirigiéndonos una mirada hostil, y en cuanto estuvimos en la planta baja del hotel, Bertha se volvió a mí exclamando:

─¡Dios mío, Donald! ¿Por qué has hecho eso? ¿No comprendes que esa mujer encontrará el modo de sincerarse si le dejamos unos momentos en paz?

─Tenga usted en cuenta ─repliqué─ que no podemos probar nada en absoluto. Además, recuerde que nuestra visita no tenía más objeto que el de obligar a esa mujer a que llamara a Herbert. Lo hará ahora mismo. Y lo que va a oír por teléfono la señorita Frieda Tarbing le pondrá seguramente los pelos de punta. Y en cuanto sepamos lo que se han dicho esos dos por teléfono, tendremos ya alguna prueba.

Me dirigí entonces a la telefonista, en voz alta, le di las gracias, pero añadí, de modo que sólo me oyese ella, que, dentro de quince minutos, la llamaría por teléfono.

Salimos a la calle y señalé a mi compañera el coche de la agencia, pero ella se negó a tomarlo.

─Mejor será tomar un taxi ─replicó.

─Veo que por aquí no pasa ninguno ─observé.

─Lo pediremos por teléfono.

─Ahora ─dije, observando a Bertha Cool con el rabillo del ojo─ convendría ir a ver a Marian.

─No es posible ─me contestó.

─¿Por qué?

─Ya te lo contaré luego. ¿No has leído los periódicos de la mañana?

─No. He estado trabajando toda la noche.

─Ya lo sé. Y ahora es preciso que sepas que no podemos volver a la oficina ni tampoco a tu casa o al lugar en que se encuentre Marian. Voy a telefonear pidiendo un taxi, tú comunica a nuestros agentes que me den el parte por teléfono al hotel Westmount. Vamos allá.

─¿Qué dicen los periódicos de la mañana? Voy a comprar uno.

─Ahora, no ─contestó Bertha─. No te acuerdes más de eso.

─Bueno. Vaya usted en busca del taxi y venga a recogerme.

Fui a recomendar a los agentes que diesen el parte por teléfono al hotel Westmount y que, en caso de que allí, no obtuviesen respuesta, llamaran a la agencia y diesen el parte a la señorita Brand.

Poco después compareció Bertha con un taxi. Subí en silencio nos dirigimos al hotel Westmount. Bertha llevaba un periódico debajo del brazo, pero no me permitió verlo.