coolCap11

ACABABA Bertha de tomar su tercera copa de coñac, al cabo de una hora, cuando llamó el teléfono.

─Sin duda nos van a dar el parte con respecto a Herbert ─dijo, consultando el reloj.

No pude oír lo que decían, pero observé los cambios de expresión del rostro de Bertha. Por último exclamó:

─Yo no guío ningún coche. Eso se puede comprobar.

Siguió un período de silencio, durante el cual ella prestó oído. Evitó mirarme y al, fin dijo:

─Tendré que consultar mis notas para saber cuál de mis agentes guiaba el coche en el momento que usted señala y también dónde se hallaba entonces el automóvil. Creo que habrá alguna equivocación, pero… No, no voy ahora a la oficina. Estoy en la cama. De nada serviría que fuese allá, porque las notas están a cargo de mi secretaria y no quiero que se la moleste a esta hora de la noche. Además, eso carece de importancia, porque casi siempre los testigos dan números de matrícula equivocados… Sí, mañana a las diez… Bueno, a las nueve y media… Antes no es posible… Tengo varios agentes y dos o tres de ellos dedicados a un caso… no, no puedo comunicarles su nombre ni la naturaleza del asunto. Es confidencial. Por la mañana me enteraré de eso y se lo comunicaré. No haré nada hasta entonces.

Colgó el receptor y me dijo:

─Parece, Donald que la cosa marcha de prisa. Santa Carlota ha telefoneado a la población de aquí pidiendo colaboración. Han encontrado un testigo que da el número de nuestro coche, acusándole de un atropello.

─No me figuraba que se atreviesen a eso ─repliqué.

─Te van a dar un disgusto, muchacho. Desde luego te ayudaré cuanto pueda, pero el asunto se verá en Santa Carlota. No hay duda de que es una pura calumnia.

─¿Cuándo ocurrió eso?

─Anteayer.

─Pues el coche estaba en un garaje ─contesté─. Tengo un recibo firmado.

─Parece ser que en el garaje han declarado que te llevaste el coche antes de que permaneciese allí dos horas, que estuviste ausente por espacio de otras dos y lo dejaste otra vez allí. Dicen que, al parecer estabas excitado. Nadie te conoce por tu nombre, pero han dado las señas.

─Aquel maldito bandido me amenazó con eso ─repliqué─. Pero no me figuré que lo hiciese.

─Pues lo ha hecho y…

Volvió a llamar el teléfono. Bertha titubeó y, al fin, se resolvió por contestar. Tomó el receptor y aquella vez no dio su nombre. Luego tomó un lápiz y un bloc de papel trazó algunas palabras.

─Un momento ─dijo luego─; no se mueva.

Cubrió el receptor con la mano y me dijo:

─Herbert salió de Jefatura y nuestro agente lo ha seguido hasta el Hotel de Cayo Hueso. Herbert entró en el local, al parecer, es muy lujoso, dio el nombre de Frank Barr, diciendo al empleado que llamase a la habitación cuarenta y tres A. La ocupa una tal Amelia Lintig, que, a su llegada, dijo proceder de Oakview, California. ¿Qué hacemos ahora?

─Espere usted un momento para que reflexione ─contesté─. Se trata de una conferencia preliminar o de una visita oficial. Quieren darse prisa porque la elección se celebrará mañana. Encargue a ese agente que no abandone a Herbert hasta que lleguemos allí.

─¿Y si Herbert sale antes de nuestra llegada?

─Que lo deje marchar ─contesté.

Transmitió estas instrucciones por teléfono y colgó el receptor.

Tomé el sombrero, en tanto que Bertha se ponía el suyo y luego el abrigo. Miró a las dos copas de coñac que había sobre la mesa, tomó una y me señaló la otra.

─Es un crimen beberse eso de prisa ─observé.

─Peor sería no aprovecharlo ─replicó ella.

Así fue como los dos bebimos aquel líquido ambarino, claro y suave.

Al bajar en el ascensor, Bertha me dijo:

─Cada uno de los pasos que damos nos compromete más, Donald. Estamos en una situación muy desagradable.

─Ya es tarde para arrepentirse.

─Eres un tío listo de verdad, pero tu defecto es que no ves nunca el momento de detenerte.

No contesté. Tomamos un taxi y nos dirigimos al lugar en que se hallaba el coche de la agencia. Continuamos el viaje y al llegar a Normandie, pues tal era la población indicada, Bertha descubrió a su agente. Al ser interrogado, éste dijo:

─El hombre a quien seguía salió, pero de acuerdo con las instrucciones recibidas, lo he dejado marchar.

─Muy bien. Ahora si ve salir a una mujer de unos cincuenta y cinco años, cabello gris, ojos negros y que aproximadamente pesará unos setenta kilos, sígala. Sitúe a su compañero en el callejón y si ve a esa mujer la seguirá él.

─No tenemos ningún coche ─contestó.

Les dije que tomasen el de la agencia y luego, dirigiéndome a Bertha, exclamé:

─Entre usted sola. Diríjase al empleado como si fuese una gran señora. Averigüe a qué hora se relevan las empleadas que cuidan de la centralita telefónica y entérese de sus nombres.

─Van a sospechar si pregunto tanto ─exclamó.

─No será así si lo hace usted bien. Diga que se esfuerza en seguir los pasos de su sobrino, que está encaprichado de una muchacha que trabaja en la centralita telefónica del hotel. Usted desea vigilar a esta última. Si es una buena muchacha, usted le dará su bendición y no alterará su testamento. Pero si es una cazadora de dotes, le pondrá la proa. Haga centellear sus brillantes a los ojos del empleado, pero obtenga, de un modo u otro, las señas de los domicilios de esas muchachas.

─¿Y qué te propones?

─Aún he de meditarlo.

─Mira, Donald ─exclamó ella─, antes de que trabajases conmigo, de vez en cuando podía dormir toda la noche. Pero ahora es imposible.

─Tenga en cuenta que el único modo de salir del aprieto en que se encuentra es obedecerme en todo.

Penetró en el hotel y mientras tanto empecé a pasear por delante de la puerta. Vi cómo charlaba con el empleado y tuve la esperanza de que no pronunciaría ninguna palabrota.

Poco después llegó un taxi desocupado y le hice seña de que lo tomaría. El automóvil paró y pocos minutos después salió Bertha y subió al vehículo.

Di instrucciones al chófer para que siguiera por la misma calle, sin darse prisa, y entonces interrogué a mi compañera.

─Ya lo tengo ─dijo─. No ha sido difícil. La muchacha que trabaja en el turno de día se llama Frieda Tarbing y vive en ciento diecinueve Cromwell Drive. Entra de turno a las siete de la mañana y trabaja hasta las tres de la tarde. Es una muchacha muy atractiva para los hombres. La que trabaja por la tarde es fea, pero muy hábil. Frieda también trabaja con acierto, pero es muy coqueta. El empleado está seguro de que mi sobrino anda persiguiéndola, porque la telefonista de la tarde no tiene novio y no lo ha tenido nunca.

─Eso resulta fácil ─dije.

Abrí la vidriera que nos separaba del chófer y le ordené que nos llevase a las señas que acababa de comunicarme Bertha.

Ésta se acomodó en el asiento y exclamó:

─Me gustaría saber lo que te propones.

─Yo también ─contesté.

Me miró con los párpados casi cerrados y dijo:

─Si te metes en otro lío, te retuerzo el pescuezo, como hay Dios.

No contesté, y mientras tanto el taxi avanzaba por las desiertas calles.

Llegamos a una casa que alquilaba habitaciones y no me costó ver el nombre de aquella muchacha en el zaguán. Mientras oprimía el botón del timbre, dije a mi compañera:

─Usted me ha de facilitar la entrada. Dígale a esa joven que necesita verla para hacerle ganar algún dinero. A esta hora de la noche no dejaría entrar a ningún hombre en su casa.

Silbó entonces el tubo acústico y una voz preguntó a Bertha qué deseaba.

─Soy la señora Cool ─contestó ella─ Deseo verla a usted para tratar de un asunto que podrá proporcionarle algún dinero. Un minuto me bastará.

─¿De qué negocio se trata?

─No puedo explicárselo aquí. Es reservado.

─Bueno. Suba ─contestó la voz.

Se abrió la puerta y yo la mantuve abierta para dar paso a Bertha. Encontramos un ascensor que nos llevó al cuarto piso, y llegamos así a la habitación de Frieda Tarbing. La claraboya que había sobre la puerta dejaba pasar luz, pero aquélla estaba cerrada.

Llamó Bertha y dio su nombre. La persona que se hallaba dentro abrió la puerta, defendida por una cadena, se asomó para mirar a Bertha hizo de modo que viese los brillantes de su mano.

─Entre ─dijo Frieda Tarbing─. ¡Dios mío! Ignoraba que la acompañase un hombre. ¿Por qué no me avisó?

─¡Oh, no importa! Es Donald ─dijo Bertha─. No haga caso.

Frieda Tarbing se volvió a la cama, quitándose antes las zapatillas, se tapó y dijo:

─Busquen ustedes un par de sillas que no tengan ropa encima. Mejor será que cierren la ventana.

Tenía el cabello casi negro y los ojos llenos de vida. Su rostro era muy lindo y lozano.

─Bueno; ¿qué desean? ─preguntó.

─Mi tía acaba de alquilar una habitación en el Cayo Hueso ─dije.

─¿Cómo se llama su tía?

─Amelia Lintig.

─¿Y qué tengo yo que ver en todo eso?

─Mi tía es viuda, tiene mucho dinero y poco sentido común. Hay un hombre que trata de conquistarla para hacerse dueño del dinero. Y yo quiero impedirlo.

Me miró sin mucho entusiasmo y dijo:

─¡Ya! De modo que usted es pariente y espera que su tía, y al morir, le deje todo el dinero. Ella, mientras tanto desea divertirse un poco y a usted no le agrada, ¿es así?

─No ─contesté─ No deseo su dinero, sino cerciorarme de que obra bien. Si quiere casarse con ese individuo no me importa. Pero sospecho que él quiere hacerla víctima de un chantaje. Creo que podría hacerlo, aunque ignoro cuál es el arma que posee contra mi tía. Es probable que sea algo serio. Tal vez la ha convencido de que ella podría ser un testigo contra él o viceversa, en un asunto de carácter criminal, pero lo cierto es que no estoy bien enterado.

─¿Y usted qué desea de mí?

─Pues que se entere de sus comunicaciones telefónicas, mañana por la mañana.

─No nos pondremos de acuerdo.

─Escuche usted. Mañana, cuando hable con ese individuo, si se hacen el amor no me interesa. Pero si él la amenaza o habla de algún crimen o delito, deseo enterarme. Tengo cien dólares para usted.

─Eso es diferente ─exclamó la joven─. ¿Y cómo me consta que hay cien dólares para mí?

─Porque se los vamos a pagar ahora mismo.

─Si alguien se entera podría costarme el empleo.

─Nadie podrá enterarse ─contesté.

─¿Y yo qué debo hacer?

─Avisarme cuando ella llame a ese individuo. Si la conversación es amorosa o carece de importancia, no me interesa. Si en cambio hay, al parecer, un intento de chantaje, entonces yo deseo poder poner las cartas boca arriba con respecto a ella y decirle: «Oiga, tía Amelia: Antes de que cometa usted una imprudencia, es preciso que me informe bien de lo que pasa».

Frieda Tarbing se echó a reír, tendió la mano y dijo:

─Venga.

─Dele usted cien dólares ─dije a Bertha.

Ésta, con cara avinagrada, abrió el bolso, contó cien dólares y los entregó a Frieda.

─Cuando me vea ─dije─ finja que no me conoce.

─¿Me cree tonta? ─contestó.

─Bien. Mañana irá a ver a mi tía Amelia. Al salir le entregaré a usted un pedacito de papel con un número. Si en la conferencia que celebre luego mi tía no hay nada de particular, llama usted a ese número me dice sencillamente: «Ha perdido usted la apuesta». Si advierte usted en la conferencia algo delictivo, me dirá: «Ha ganado usted la apuesta».

─Muy bien ─dijo─. Abran la ventana antes de salir y apaguen la luz. Voy a dormir un ratito antes de que llame el despertador. Adiós.

Se guardó los billetes debajo de la almohada, estiró las piernas y se dispuso a dormir.

Abrí la ventana y luego la puerta. Bertha apagó la luz. Salimos al corredor y Bertha preguntó:

─¿Qué hacemos ahora?

─Volver al taxi, dirigirnos al Cayo Hueso y vigilar a nuestros agentes para que no se estropee nada. Esto es lo que haré yo ─contesté─. Usted váyase a dormir un rato, a su habitación. No me atrevo a comparecer por la oficina porque, sin duda, me esperarán para detenerme con el pretexto de ese atropello. Usted procure no acercarse por allí. A las nueve o nueve y media vaya al Cayo Hueso y tendremos una conversación con mi tía Amelia.

─¿Y de qué hablaremos?

─Aún no lo sé. Antes debo reflexionar. Sin duda se me ocurrirá alguna idea.

Subimos al taxi y encargué al chófer que me llevase al Cayo Hueso y luego a Bertha a su habitación.

─¿Temes acaso que esa mujer se marche a estas horas de la madrugada, Donald?

─No lo creo, pero no quiero exponerme ─contesté.

El chófer me dejó delante del Hotel Cayo Hueso. Me apeé y después de despedirme de Bertha, fui a reunirme con nuestro agente, que vigilaba la fachada.

Me entretuve charlando con él hasta que llegó el día. Entonces, como ambos teníamos mucho frío, nos turnamos en la vigilancia para ir a tomar un café caliente. Mi compañero se alejó con este objeto y, a su regreso, le ordené que se sentara a mi lado sin decir una palabra porque tenía necesidad de reflexionar.

Hacia las siete de la mañana me dirigí al callejón para relevar al otro agente, a fin de que fuese a desayunar. A su regreso, me encaminé a una estación de servicio. Entré en el lavabo y me refresqué. Luego fui al restaurante y tomé un buen desayuno. Hecho eso, volví al Cayo Hueso en espera de la llegada de Bertha.