coolCap10

POCO antes de medianoche, me dirigí a la vivienda de Bertha Cool.

─¡Dios mío! ¿Dónde has estado? ─me preguntó al verme.

─Trabajando ─repliqué─. ¿Dónde está Marian? ¿Lo sabe usted?

─No. He telefoneado cuatro o cinco veces para hablar con ella. Me figuré que habría salido contigo a cenar.

─Esta tarde la he visto ─contesté.

─Bueno, que me maten ─exclamó Bertha Cool.

─¿Qué pasa? ─pregunté.

─Pues que, durante tu ausencia, esa muchacha no dejó trabajar a Elsie a fuerza de preguntar dónde estabas y cuándo volverías. Desde luego, está loca por ti.

─No lo crea. Está fascinada por el fiscal.

─¿Quién te ha dicho eso? ─replicó ella, en tono desdeñoso.

─Usted.

─¡Quise asustarte, hombre! Está loca por ti, como una cabra.

─Bueno ─pregunté─. ¿Qué pasa? ¿Ha conseguido encontrar a Flo Mortinson?

─Sí, ahora se hace llamar Flo Danzer. Pero es la misma. Tiene una habitación en el Hotel Mapleleaf. Ha pasado una semana sin comparecer por el hotel, pero yo me he instalado allí.

─¿Sabe usted si esa mujer tiene un baúl?

─Yo he llevado uno, bastante grande para contener el suyo, aunque sea muy voluminoso. Me figuré que desearías eso. El mío está en la planta baja, lo mismo que el de ella.

─Muy bien. Ahora haremos una pequeña alteración con los baúles. ¿Qué nombre dio usted en el registro del hotel?

─El mío; me pareció más prudente.

─Bueno, vamos a robar un baúl ─repliqué─. Además, habré de llevar un par de maletas llenas de ropa vieja, con objeto de que sirvan de relleno en caso de que el baúl de usted sea demasiado grande. Así no hará ruido.

─¿Y no podemos esperar hasta mañana? ─preguntó ella.

─Podemos hacerlo ahora mismo. Expídase usted misma un telegrama antes de ir allá. Cuando el telegrama sea entregado, tendrá usted una excusa para llevarse su baúl y marcharse.

Bertha Cool encendió un cigarrillo, que metió en su boquilla de marfil, y dijo:

─No quiero hacer nada más a ciegas, Donald.

─La luz podría dañarle los ojos ─repliqué.

─Y si no sé dónde está el fuego, podría quemarme los dedos. Las cosas claras, amigo.

─Espere a que nos apoderemos de ese baúl y entonces sabré si estamos en lo cierto.

─No. Si aciertas, importará poco. Pero si te equivocas, quiero saber lo que va a ocurrir. Y recuerda que si te engañas te arrojaré por la borda, puesto que si aceptas toda la responsabilidad habré de considerar que ése es tu juego y no el mío.

Afirmé, distraído.

─Vamos ─dijo Bertha─. Dímelo todo, porque si no…

─Si no, ¿qué? ─pregunté.

─No lo sé, Donald. En este asunto vamos unidos, pero la verdad es que quiero saber qué pasa y qué peligros pueden amenazarme.

─Por ahora ─contesté─ no hay nada más que una teoría.

─Bueno habla.

─Oiga usted ─dije─: la señora Lintig y su marido se separaron hace veintiún años. Ella salió de Oakview y la población cayó en una atrofia económica, de modo que se paralizaron todos los negocios.

─¿Y qué tiene que ver eso? ─preguntó Bertha.

─Simplemente, que los Lintig trataron de un modo principal a los jóvenes de la población, la mayor parte de los cuales se alejaron en busca de mejores oportunidades; por lo tanto, el último lugar de la tierra donde la señora Lintig podría hallar a alguno de sus antiguos amigos es precisamente Oakview…

─Bueno. Prosigue.

─Por espacio de veintiún años, nadie en Oakview se acordó siquiera de la señora Lintig. De pronto, apareció un individuo y empezó a indagar. Dos o tres semanas después se presentó Evaline Harris, con objeto de coleccionar fotografías. ¿Para qué las quería?

Bertha Cool manifestaba el mayor interés.

─Luego ─dije─ volvió a la ciudad y la asesinaron.

─¿Por las fotografías? ─replicó─ No lo creo, porque no tenían mucha importancia.

─A mi vez llegué a Oakview y me enteré del asunto ─añadí─ Veinticuatro horas después, un policía de Santa Carlota estaba enterado de todo. Fue allá, me dio una paliza, me sacó de la población y me abandonó en plena montaña. ¿Por qué?

─¿Para sacarte de allí? ─contestó Bertha.

─¿Y para qué quiso sacarme?

─Con objeto de que no pudieses adquirir ningún informe.

─No ─contesté─. Él sabía que, en breve, la señora Lintig iría a Oakview y no quería que yo estuviese allí durante la visita de esa señora.

─Es posible que tengas razón, Donald ─replicó Bertha, después de breve reflexión.

─Estoy seguro de ello ─contesté─ Ese policía es un hombre corpulento, pero también cobarde. Si alguien lo hubiese expulsado de allí a la fuerza, no habría tenido valor para volver. Siempre he notado que muchos individuos consideran que el arma más mortífera es la que ellos más temen. Esto es psicología y naturaleza humanas. Cuando a un hombre le da miedo un cuchillo, se imagina que a los demás les ocurre lo mismo.

─Adelante muchacho ─exclamó Bertha, que me oía con la mayor atención.

─Bien. Se presenta la señora Lintig. Fue una llegada preparada de antemano. Rompió sus gafas e hizo de manera que las rompiese el «botones». Luego aseguró que había pedido otras, pero no llegaron. ¿Por qué?

─Ya te contesté a eso. Porque el individuo que había de mandárselas sabía muy bien que ella no permanecería bastante tiempo allí para recibirlas.

─Hay otra explicación y es la de que no llegó a pedirlas.

─No comprendo ─dijo Bertha.

─Ella deseaba retirar la demanda de divorcio y estaba persuadida de que sus amigos se habían marchado de allí. Pero se dijo que aún quedaría en la población alguien que la conociera, aunque fuese de un modo vago, porque veintiún años son mucho tiempo.

─Creo que dices un despropósito.

─Ya nadie tenía ningún retrato de ella ─añadí─. Nadie tampoco podría reconocerla, sin duda alguna, y además no tuvieron oportunidad para ello, porque esa señora se metió en el hotel y, al parecer, no hizo ninguna visita ni salió a la calle. Registró su nombre en la oficina, persuadida de que ningún empleado la reconocería. Ella tampoco podía reconocer a sus antiguos amigos, porque sin las gafas no veía bien. Por esta causa desistió de visitarlos. Llamó a un abogado absolutamente desconocido y le hizo retirar la demanda de divorcio. Me concedió una entrevista, con la esperanza de que se publicara en la Prensa local, y luego se marchó.

»Ahora, fíjese usted en un detalle significativo. Cuando el doctor Lintig y su mujer se separaron, el hombre de quien estaba encaprichada ella era un tal Steve Dunton, que publicaba La Hoja. Contaría entonces cosa de treinta y tantos años y ahora tiene más de cincuenta. Usa visera verde, ha aumentado de peso y masca tabaco.

»Dije a la señora Lintig que yo era reportero de La Hoja. Ella no conocía siquiera el periódico y no llegó a preguntarme por Steve Dunton.

─¿Y qué hacía él mientras tanto? ─preguntó Bertha Cool.

─Pues se fue a pescar y no volvió hasta que ella se hubo marchado.

─¡Caray, Donald! Tal vez tengas razón. Y, en este caso, podría tratarse de un chantaje muy bien tramado.

─Algo más grave todavía ─dije─. El doctor Lintig empezó a trabajar en otra población, donde reinaba la inmoralidad pública. Él era demasiado inocente y sincero para adivinar lo que haría la oposición, es decir, buscar en su pasado, con la esperanza de encontrar algo.

»Como es natural, examinaron sus antecedentes y no les costó averiguar que, en realidad, se llamaba Lintig y que había practicado en Oakview. Fue allá un individuo para practicar una investigación. Dio el nombre de Cross.

»Eso les proporcionó todas las noticias que necesitaban, pero no tenían la certeza de que la señora Lintig hubiese muerto u obtenido el divorcio. Necesitaban, pues, que esta señora se presentara. De este modo podrían llevar a cabo lo que más les conviniera. Por ejemplo, que ella escribiese al doctor, exigiéndole que retirase su candidatura, o bien podrían hacerla aparecer para que afirmase determinadas cosas a los periodistas, no de Santa Carlota, sino de Oakview.

»Ahora imagínese usted lo que podría suceder. Su llegada a Oakview no tendría ningún aspecto político. Los periódicos de la localidad publicarían la noticia de que ella había localizado al doctor Lintig que vivía en Santa Carlota bajo el nombre de doctor Alfmont, en compañía de su amante, como si fuese su legítima esposa. Los periodistas de Oakview telefonearían a los de Santa Carlota, rogándoles que comprobasen esta noticia antes de publicarla. Y los de Santa Carlota comunicarían con los de Oakview, encargándoles que publicasen esta noticia y que ellos la harían figurar en sus propios periódicos, como si fuese un cambio de información.

─¿Por qué no te dijo ella eso mismo, cuando la viste en el hotel, Donald?

─Porque no estaba preparada todavía ─contesté─. Por el momento, sólo quería que los empleados del hotel se acostumbrasen a verla y considerarla como verdadera señora Lintig.

─¿Crees, pues, que no era ella?

─La policía de Santa Carlota no pudo encontrarla ─repliqué─. Solamente dieron con Flo Danzer, que antes se hacía llamar Flo Mortinson y que convivió con Amelia Sellar en San Francisco. Luego se vieron ante un obstáculo invencible, que Flo conoce muy bien. Y no se habrían atrevido a correr el riesgo de mostrar a esa mujer, si antes no se hubiesen convencido por completo de la imposibilidad de encontrar a la verdadera señora Lintig.

─Pero oye, muchacho ─dijo Bertha─. ¿Cómo sabían que Steve Dunton se iría a pescar? Él podía haberla confundido, demostrando su impostura.

─Desde luego, no lo sabían ─repliqué─, y especialmente porque la señora Lintig nada dijo de eso a Flo, o, lo que es más probable, porque ésta no recordara los nombres. Únicamente sabía que la señora Lintig se había relacionado con bastantes personas y eso le pareció suficiente.

»Ahora bien ─añadí, mientras Bertha seguía fumando en silencio─, el doctor Alfmont recibió una carta, al parecer, de su esposa. Él asegura que reconoció su carácter de letra, pero después de examinar tal carta, creo que es una falsificación.

─Lo interesante ─dijo Bertha─ es demostrar que la señora Lintig es una impostora.

─¿Y de qué serviría eso?

─Pondría al doctor Alfmont en una situación mucho más fácil y eso es precisamente lo que necesitamos.

─Antes quizá, pero ahora no serviría de nada. Quieren perseguir a Alfmont por asesinato, y si no hallamos el medio de evitarlo, mañana a las diez de la mañana este asunto se va a estropear definitivamente.

─Mira, muchacho ─dijo Bertha─. Podrías tratar del asunto con Marian. Procura que vea a Alfmont y que diga que no es el mismo a quien vio salir de aquella habitación.

─Olvida usted ─repliqué─ que muchos están enterados de eso y no necesitan otra cosa sino identificarlo. Ya han dicho al fiscal suplente que, a su juicio, el asunto tiene una derivación en Santa Carlota. Él les ha rogado que aguarden hasta que Marian Dunton esté convencida, en absoluto, de que el individuo a quien vio salía de la habitación trescientos nueve, y no de otra. Y están dispuestos a actuar.

»Supongamos ahora que muestran a Marian Dunton una fotografía del doctor Alfmont y ella se niega a reconocerlo. ¿Qué pasará entonces? Pues que la someterían a un pesado y minucioso interrogatorio, que ella no podrá resistir. No sería capaz de eso ninguna muchacha de su edad, a no ser que tuviese mucha más experiencia y hubiera sufrido más palos de la fortuna que Marian ha podido recibir.

»Ésta de pronto, se deja dominar por el histerismo y empieza a referir la historia verdadera o lo bastante de ella para que puedan llenar los huecos. Averiguarán que usted y yo la hemos protegido y aconsejado, mientras la joven se hallaba en la ciudad. No se molestarán en pedirle ninguna explicación ni en retirarle a usted la licencia. Se limitarán a prendernos como cómplices, acusándonos de haber intentado el soborno y las declaraciones falsas por parte de un testigo de cargo, y nos condenarán como perjuros, de modo que nos veremos muy bien encerraditos en la cárcel.

─Bien, muchacho ─replicó Bertha─. Vamos a ver cómo nos libramos. Hemos hecho todo lo posible. Podemos alegar que la señora Lintig es una impostora y desafiarla a que pruebe lo contrario. Eso nos dejaría limpios de toda culpa.

─Quizá nos quite las manchas de la ropa, pero no obtendremos ningún resultado agradable para nuestro cliente.

─Prefiero no obtener resultado, en favor de nuestro cliente y, en cambio, evitarme la estancia de veinte años en la cárcel de mujeres de Tehachapi.

─Lo que necesitamos ─contesté─ es mantenernos lejos de la cárcel, dar una oportunidad a nuestro cliente y lograr que lo elijan alcalde de Santa Carlota. Usted necesita negocios. Y en cuanto gozara de la protección del alcalde de Santa Carlota, eso equivaldría para usted a muchísimo dinero.

─Vamos a ver ─dijo Bertha─. Fuiste a San Francisco en el autobús, ¿verdad?

─Sí.

─¿Y dejaste el automóvil en Santa Carlota?

─Sí.

─¿Y lo recogiste a hora avanzada de esta mañana?

─Sí.

─Entonces había en Santa Carlota alguien que te tiró de la nariz. ¿Quién era? ¿Un policía? ─Y en vista de que yo afirmaba, añadió─: ¿El mismo que te obligó a salir de Oakview?

─Sí.

─Pues eso no me gusta ─dijo─ Un policía bandido puede enredarte de tal manera, que ya no puedas librarte fácilmente.

─Ya lo sé ─contesté, sonriendo.

─¿Y de qué te ríes?

─Porque éste es un juego en el que pueden tomar parte dos personas. Un hombre listo puede armar un lío a un policía, de modo que éste ya no pueda hacer lo mismo con el otro. Y, por si quiere saberlo, en este momento el sargento John Herbert está ocupadísimo y no me extrañaría que se viese obligado a dar multitud de explicaciones.

─¿Qué ha sucedido? ─preguntó ella.

─En primer lugar ─dije─, se le vio frecuentar La Cueva Azul y el trato de Evaline Harris. Cuando necesitaron enviar a alguien a Oakview, para adquirir todos los retratos existentes de la señora Lintig, mandaron a Evaline. Y cuando ésta fue asesinada y la policía empezó a preguntar quiénes eran sus amigos del sexo masculino, Herbert hizo presión sobre el director del cabaret. No sé hasta qué punto lo consiguió, pero todas las muchachas recibieron orden de no hablar de Herbert. De modo que ya ve usted que ese individuo se verá en muy mala situación si alguien destapa la olla.

─¿La has destapado tú? ─pregunto Bertha.

─Sí.

─Mira, Donald ─añadió ella─, sentiría muchísimo haber tenido alguna vez la tentación de darte un tirón de narices, porque estoy segura de que me lo harías pagar caro.

─Sin duda alguna ─contesté.

─Bueno. Ahora, si quieres, vamos a robar ese baúl.

─Antes es preciso que se dirija usted un telegrama ─le recordé.

Nos encaminamos al Hotel Mapleleaf. El empleado saludó a mi compañera y me miró receloso. Pero Bertha le sonrió, diciendo:

─Es mi hijo. Sale de la Academia Militar.

─¡Oh! ─exclamó el empleado.

Subimos a la habitación de Bertha y a los quince minutos llegó el telegrama que ella misma se había expedido. Bajamos para hablar con el empleado nocturno.

─Acabo de recibir malas noticias ─dijo Bertha─. He de tomar un avión de madrugada, hacia el Este. Necesito que suban mi baúl a mi cuarto, para hacer el equipaje.

─Ahora no está el mozo ─contestó el empleado─. Pero creo que podremos sacarlo.

─Yo lo subiré en el ascensor si me proporciona una carretilla de mano ─dije.

─En el sótano hay una ─contestó el empleado.

─Necesitaré un baúl y una maleta. Y tú, Donald, ¿te crees capaz de subir el baúl?

Contesté afirmativamente, y el empleado, muy amable, nos dio la llave del sótano. Dos minutos después, encontramos un baúl con las iniciales «F. D.» y una etiqueta que decía: «Propiedad de Florence Denzer, habitación seiscientos dos».

Abrimos el baúl de Bertha y entre los dos metimos dentro el de Flo. Quedaba algún espacio libre en los lados, pero lo rellenamos de ropa y periódicos. Cerramos el baúl de Bertha, lo cargamos en una carretilla de mano y así lo conduje hasta el ascensor. Treinta minutos después estaba a cargado en la trasera de un taxi y nos dirigimos a la estación. Allí cambiamos de vehículo para no dejar una pista, y regresamos al piso de Bertha.

El muchacho del ascensor nos proporcionó una carretilla llevamos el baúl a la habitación de Bertha. No pude abrir la cerradura del baúl de Flo, pero en pocos minutos pude cortar las cabezas de los remaches que la sujetaban al baúl.

Antes de vaciar la mitad de su contenido, encontramos lo que andábamos buscando: un paquete de papeles y documentos, rodeados de un cordel fuerte.

Los examinamos y pudimos encontrar el permiso de matrimonio del doctor Lintig, algunas cartas que éste escribió durante el noviazgo, cuando era aún estudiante, algunos recortes de periódicos y un retrato del doctor Lintig y de su novia, en traje de boda.

El primero había cambiado algo desde entonces. Me fijé en la cara de la novia y Bertha exclamó:

─¿Es ésta la que viste en el hotel?

─No ─contesté.

─Pues no hay duda ─replicó Bertha─. Los hemos derrotado.

─Al parecer, no se acuerda usted del asesinato.

Al registrar mejor el baúl, encontramos algunos papeles escritos en español. Los examiné y dije:

─Esto parece una sentencia de divorcio pronunciada en Méjico.

Y en efecto lo era.

─¿Sirve de algo? ─preguntó Bertha.

─No mucho ─contesté─. Algunos Estados mejicanos exigían la estancia de un día para poder obtener un divorcio y aun consentían que esa residencia pusiera ser la de un representante de cualquiera de los cónyuges. Los abogados mejicanos ganaron mucho dinero con esos divorcios. Luego hubo los correspondientes matrimonios, de modo que las autoridades acabaron por cerrar los ojos ante aquellos delitos de bigamia.

─¿Qué te parece? ─preguntó Bertha─. ¿Por qué hizo ella eso?

─Porque quería casarse de nuevo, pero sin que se enterase el doctor Lintig. De este modo podría amenazarlo constantemente. Por esta razón obtuvo el divorcio en Méjico. No había tenido en cuenta esta posibilidad.

─¿Y cómo se explica que le pasara por alto?

─Ya lo veremos ─contesté.

Me dirigí al teléfono y dicté un telegrama para las autoridades de Sacramento, California, pidiendo informes acerca del matrimonio de Amelia Sellar, así como también que me comunicaran si había muerto y si se le había enterrado según su nombre de soltera o de casada, en el supuesto de que hubiese contraído nuevo matrimonio.

─Me parece que estamos obteniendo resultados, muchacho. Caramba, Donald, si fueses capaz de luchar…

─Debería usted tener a mano una lista de detectives particulares, a los que pudiera llamar con urgencia.

─La tengo ─contestó Bertha.

─Bueno, pues llame a dos. Les dará la descripción de John Herbert. Que vigilen la Jefatura de Policía. Quiero saber adónde va ese Herbert cuando salga de allí.

─¿No regresará a Santa Carlota? ─preguntó.

─No lo creo. Por lo menos me parece que no irá en seguida.

Bertha Cool se dirigió a su escritorio y empezó a telefonear. Yo volví a examinar el contenido del baúl. Cuando Bertha hubo terminado, había encontrado ya algunos trajes antiguos, de escena, unas cuantas fotografías para publicidad, de una mujer que vestía un traje de malla. Algunos de aquellos retratos estaban dedicados y los firmaba Flo.

─Añadamos veinte años y otros tantos kilos a la mujer de estos retratos ─dije─ y será la misma a quien vi en Oakview y que se hacía llamar señora Lintig.

Bertha Cool se dirigió a su alacena para regresar con una botella de coñac. Examiné la fecha de la etiqueta y vi que indicaba el año 1875.