ABRÍ la puerta en la que había un rótulo que decía:
«BERTHA COOL ˗ INVESTIGACIONES CONFIDENCIALES ˗ ENTRADA».
Elsie Brand separó la mirada de sus notas taquigráficas y, sin perder uno solo de sus tecleos en la máquina, dijo:
─Entre. Está esperando.
El espaciado ritmo de su escritura me siguió mientras atravesaba la oficina y abría la puerta en la que se leía:
«BERTHA COOL ˗ PARTICULAR».
Bertha Cool, maciza, corpulenta, agresiva, tenaz como un bulldog y de un lenguaje no muy limpio, estaba sentada ante su mesa escritorio, en tanto que sus diamantes brillaban a la luz del sol de la mañana mientras movía la mano sobre un montón de papeles, que escogía y ordenaba. El individuo flaco, de cuarenta y tantos años, sentado en el sillón destinado a los clientes, me miró con unos ojos llenos de ansiedad y aprensión.
─Has tardado mucho en venir, Donald ─dijo Bertha Cool.
No le contesté, pero examiné al cliente, hombre esbelto, de cabello gris, bigote corto de igual color, y una boca que indicaba mayor decisión de la que podía deducirse, dada su ansiedad. Llevaba gafas de cristales azules y no se podía ver por tanto el color de sus ojos.
─Éste es Donald Lam, señor Smith ─dijo Bertha Cool─, de quien ya le hablé. Donald, el señor Smith.
Incliné la cabeza y Smith, como hombre que se ha acostumbrado a subordinar las impresiones generales a la mayor precisión contestó:
─Buenos días, señor Lam.
No me ofreció la mano y parecía haber sufrido un desencanto.
─No se engañe usted con respecto a Donald ─dijo Bertha Cool─. Este muchacho va a donde quiere. Bien sabe Dios que no tiene fuerza para resistir la coz de un mosquito, pero en cambio tiene algo en la cabeza. Es un muñeco de alfeñique, y cuando le pegan se pone furioso, pero sabe por dónde ha de ir. Y no haga usted caso si suelta alguna palabrota, señor Smith.
El cliente inclinó la cabeza para asentir. Quizá lo hizo con poca sinceridad, pero no pude ver sus ojos.
─Siéntate Donald ─dijo Bertha Cool.
Fui a ocupar una silla de madera, de respaldo recto.
─Si alguien es capaz de ello, Donald podrá encontrarla ─dijo Bertha a Smith─. No es tan joven como parece. Era abogado, pero lo expulsaron del Colegio por haber indicado a un cliente la manera de cometer un asesinato absolutamente legal. Donald creyó oportuno explicar a su cliente un punto técnico de la Ley, pero al Colegio de Abogados no le gustó y dijeron que eso constituía una falta de ética. Y también quedaron persuadidos de que el truco no tendría éxito. ─Bertha Cool hizo una pausa bastante larga para sonreír, y continuó─: Donald vino a trabajar conmigo, y en el primer caso que tuvo, les demostró claramente que había una falla en el Código penal y que un hombre podía deslizarse por ella con toda tranquilidad. Parece que ahora están reformando la ley. Y eso es Donald.
Bertha me dirigió una sonrisa, con sintética expresión de afecto que no significaba nada, y Smith afirmó inclinando la cabeza.
─En mil novecientos dieciocho, Donald ─añadió Bertha Cool─, el doctor James Lintig y su señora vivían en Chesnut Street cuatrocientos diecinueve, Oakview. Hubo un escándalo y Lintig puso pies en polvorosa, pero nada nos importa él. Tú has de ocuparte en encontrar a la señora Lintig.
─¿Continúa en Oakview? ─pregunté.
─Nadie lo sabe.
─¿Tiene parientes?
─Al parecer, no.
─¿Cuánto tiempo llevaba casada en el momento de desaparecer?
Bertha miró a Smith y éste meneó la cabeza. Ella siguió mirándole, y el cliente, con aquellas frases precisas y académicas que, sin duda, eran características de él, dijo:
─No lo sé.
─Fíjate en eso, Donald ─añadió Bertha─. Nadie debe enterarse de esta investigación. En especial no ha de saber nadie quién es nuestro cliente. Toma el coche de la agencia y sal en seguida. Deberías llegar allí a primeras horas de la noche.
Miré a Smith y dije:
─Tendré que hacer algunas investigaciones.
Y él me contestó:
─Sin duda.
─Hazte pasar por pariente lejano ─aconsejó Bertha.
─¿Cuántos años tiene esa señora? ─pregunté, rápidamente.
Smith, pensativo, frunció las cejas y dijo:
─No lo sé con exactitud. Al llegar allí ya lo averiguará.
─¿Tiene hijos?
─No ─contestó Smith.
Miré de través a Bertha Cool. Abrió el cajón de su mesa, sacó una llave, hizo girar la cerradura de una caja y me entregó cincuenta dólares.
─Ahorra gastos, Donald ─dijo─. Tal vez tengamos que emplear algún tiempo en este caso y conviene que el dinero dure.
Smith unió las yemas de los dedos, apoyó las manos sobre la parte anterior de su americana gris cruzada y dijo:
─Exactamente.
─¿Pueden darme algún dato que me sirva de base? ─pregunté.
─¿Qué más necesitas? ─inquirió Bertha.
─Todo lo que pueda averiguar ─contesté, mirando a Smith.
Él meneó la cabeza.
─¿Sabe usted algo de esa señora, como por ejemplo, si tenía educación comercial, si sabía hacer algún trabajo, quiénes eran sus amigos, si tenía dinero y, por fin, si era gorda, flaca, alta, baja, rubia o trigueña?
─No ─contestó Smith─. No puedo darle ningún detalle de ésos.
─Y cuando la encuentre, ¿qué hago? ─pregunté.
─Avisarme ─contestó Bertha.
Me guardé los cincuenta dólares, hice retroceder mi silla y dije:
─Me alegro mucho de conocerle, señor Smith.
Y salí.
Elsie Brand no se molestó en levantar los ojos cuando atravesé su oficina.
El coche de la agencia era un anticuado montón de piezas y sus cubiertas estaban ya tan desgastadas que se veía el tejido. El agua del radiador se salía, las ruedas delanteras empezaban a bailar un shimmy en cuanto corría el coche a más de ochenta y causaba tales ruidos en todas sus partes que casi no se oía el motor. Hacía mucho calor y me costó bastante atravesar las montañas. En el valle la temperatura era más alta aún, de modo que mis ojos parecían ya haberse convertido en huevos duros. El resplandor reflejado en la carretera me los cocía en las órbitas. No tuve bastante hambre para interrumpir el viaje, pero compré un emparedado en el camino y me lo comí sujetándolo con una mano mientras guiaba con la otra. Y llegué a Oakview a las diez y media de la noche.
Aquella población se hallaba al pie de una montaña, de modo que el ambiente era más fresco y húmedo, pero también abundaban los mosquitos. De la montaña surgía un estruendoso río que serpenteaba luego, rodeando a Oakview y se derramaba al fin en las llanuras inferiores.
El pueblo era la capital del condado, pero había perdido toda su prosperidad. A las nueve de la noche las aceras de las calles se veían completamente solitarias. Las casas eran viejas, así como también los árboles que había a lo largo de las calles. La población no había crecido con bastante rapidez para proporcionar a los padres de la capital del condado una excusa suficiente para ensanchar las calles y podar los árboles.
Estaba abierto el Palace Hotel. Tomé una habitación y me metí en ella.
El sol de la mañana, que atravesaba la ventana, me despertó. Me afeité, me vestí y, desde la ventana, examiné la población a vista de pájaro. Vi un patio de antiguo estilo, divisé el río, por entre las copas de los árboles y luego contemplé un callejón lleno de cubos de basura y de cajas de embalaje.
Di unas vueltas en busca de un lugar apropiado para desayunar y encontré un restaurante que, exteriormente, tenía buen aspecto, pero que por dentro olía a grasa rancia.
Después de desayunar, me senté en los escalones del edificio del Juzgado y esperé a que dieran las nueve.
Llegaron los empleados sin darse prisa. Casi todos eran viejos, de apacibles rostros y andaban despacio por las calles, deteniéndose de vez en cuando para masticar algún bocado escogido de murmuración. Me dirigieron miradas llenas de curiosidad mientras subían la escalera principal. Yo era un forastero. Lo habían notado y lo demostraron claramente.
Me dirigí a una oficina y una mujer angulosa, de incierta edad, clavó en mí sus ojos negros y desprovistos de animación y de brillo; escuchó mi petición y me dio el registro de mil novecientos dieciocho, volumen encuadernado en papel, que a empezaba a amarillear.
La impresión de aquel registro indicaba que había sido llevado a cabo en el periódico de la localidad.
En la letra L encontré lo siguiente:
«LINTIG, James; médico: 419 Chesnut Street; edad 33 años» y «LINTIG, Amelia Rosa; esposa; 419 Chesnut Street».
La señora Lintig no había indicado su edad.
Pedí el registro de mil novecientos diecinueve y no encontré ninguno de esos dos nombres. Y salí, sintiendo clavada en el corazón la mirada de la hábil secretaria.
Había un periódico en la población, titulado La Hoja. La muestra de la ventana me dio a entender que era un semanario. Entré y golpeé el mostrador.
El ruido interrumpió el funcionamiento de una máquina de escribir y una muchacha de cabello castaño y ojos de igual color y de dientes muy blancos salió de detrás de una vidriera para preguntarme qué deseaba.
─Dos cosas ─contesté─. Su archivo de mil novecientos dieciocho y un buen sitio para ir a comer.
─¿Ha probado usted la Elite? ─me preguntó.
─He desayunado allí.
─¡Oh! ─exclamó. Y un momento después, añadió─: Podría probar el Grotto o el Palace Hotel. ¿Desea usted el archivo de mil novecientos dieciocho?
Afirmé inclinando la cabeza.
Ya no volví a ver sus blancos dientes, sino unos labios muy bien cerrados y unos ojos castaños opacos. Empezó a decir algo, cambió de idea y se metió en una oficina. Poco después salió con un tablero, en el que estaban ensartados numerosos periódicos.
─¿Desea usted algo en particular? ─preguntó.
Contesté que no y empecé a examinar el número del primero de enero de mil novecientos dieciocho. Examiné rápidamente dos ediciones y dije:
─Me figuraba que eran ustedes un semanario.
─Ahora sí ─contestó─. Pero en mil novecientos dieciocho, éramos diario.
─¿Y a qué obedece el cambio?
─Eso ocurrió antes de que yo trabajara aquí.
Me senté, dedicándome a examinar el periódico. La página anterior la ocupaban las noticias de la guerra y, especialmente, los buques hundidos por los alemanes, las actividades de los submarinos, etc. Se publicaban historias falsas y con fines de propaganda, tales como la de que los alemanes cortaban las manos a los niños otras atrocidades por el estilo. Los comités del Empréstito de la Libertad hacían propaganda en pro de la suscripción. Oakview había alcanzado uno de los primeros puestos. Habíanse celebrado mítines y los patriotas pronunciaron arengas. Un veterano canadiense, que volvió mutilado, hacía una gira para referir, en varias poblaciones, la historia de la guerra. El dinero empezaba a afluir a Europa para no volver.
Tuve la esperanza de que el asunto que andaba buscando habría alcanzado bastante notoriedad para figurar en la primera página. Pero en vano recorrí todo el año mil novecientos dieciocho, porque no puede encontrar cosa alguna.
─¿Podría conservar interinamente esta colección y examinar la de mil novecientos diecinueve? ─pregunté.
La muchacha me trajo el archivo sin pronunciar una sola palabra. Continué examinando las primeras páginas. Se había firmado ya el armisticio; los Estados Unidos eran los salvadores del mundo. El dinero americano, la juventud americana y los ideales americanos habían salvado a Europa del egoísmo y de los celos de vecindad. Se formaría una Gran Liga de las Naciones que se encargaría de regir el mundo y de proteger al débil contra el fuerte. Habíase ganado la guerra que había de acabar con la guerra. El mundo estaba ya seguro de la Democracia. Otras noticias empezaron a filtrarse en la primera página.
En uno de los números del mes de julio encontré lo que andaba buscando:
Un especialista de Oak˗view solicita el divorcio. El doctor Lintig alega crueldad mental.
El periódico trataba de aquel asunto con toda delicadeza, y casi no hacía otra cosa que glosar las alegaciones del doctor. Poste y Warfield eran los procuradores del demandante. Leí que el doctor Lintig tenía muy buena clientela y que se dedicaba a las especialidades de oftalmología y otorrinolaringología, y que la señora Lintig era uno de los miembros más destacados de la buena sociedad. Marido y mujer eran muy populares. Ninguno de los dos hizo el menor comentario al representante de La Hoja. El doctor Lintig indicó al reportero que fuese a interrogar a sus procuradores y la señora Lintig dio a entender que también presentaría sus quejas al tribunal.
Diez días después, el caso Lintig ocupó los mayores titulares del periódico y en la primera página se leía:
LA SEÑORA LINTIG SEÑALA A LA AMANTE DE SU MARIDO. UNA DAMA DE LA ALTA SOCIEDAD ACUSA A LA ENFERMERA DE SU MARIDO.
Gracias a un artículo me enteré de que la señora Lintig se presentó al juez E. Gillfoil y presentó, a su vez, una demanda de divorcio contra su marido. En ella acusaba a Vivian Carter, la enfermera del consultorio del doctor Lintig, como amante de éste.
El doctor Lintig se negó a hacer ningún comentario. Vivian Carter estaba ausente y no se pudo comunicar con ella por teléfono. En el artículo había algunos datos históricos. Fue enfermera gel hospital donde el doctor Lintig trabajó como interno. Poco después este último abrió un consultorio en Oakview, llamó a su lado a Vivian Carter y la retuvo en calidad de enfermera. Según el relato del periódico, la joven había conquistado gran número de amistades éstas se apresuraron a acudir en su defensa, calificando de absurdas todas las acusaciones contenidas en la demanda de la esposa.
La edición de La Hoja del día siguiente decía que el juez Gillfoil había dirigido una citación a Vivian Carter y al doctor Lintig para que declarasen; que éste se había ausentado de la población para cuidar a un enfermo y que no fue posible comunicar con él, y que Vivian Carter no había regresado aún.
En números sucesivos había algunos comentarios diseminados. El juez Gillfoil acusó al doctor Lintig y a Vivian Carter de permanecer ocultos para no darse por enterados de la citación. Poste y Warfield, indignados, lo negaban, y protestaron de que la acusación era una tentativa ilegal para influir en la opinión pública. Y aseguraron, por fin, que su cliente estaría a disposición de la autoridad judicial «a su debido tiempo».
A partir de entonces, el caso fue a parar a las páginas interiores del periódico. Al cabo de un mes se publicó la noticia de que todas las propiedades del doctor Lintig habían sido cedidas a su esposa. Ésta negó que se hubiese llegado a un acuerdo acerca del particular. Los procuradores también formularon negativas. Un mes después, un tal doctor Learkspur compró a la señora Lintig el consultorio y la instalación del doctor Lintig y empezó a trabajar. Poste y Warfield no hicieron más comentarios, sino que «a su debido tiempo, regresaría el doctor Lintig para esclarecer satisfactoriamente el asunto».
Seguí hojeando los periódicos sin encontrar nada más. La joven que me recibió estaba sentada en un taburete, más allá del mostrador, y observando cómo yo volvía las páginas. Al fin dijo:
─Ya no encontrará usted nada más hasta el segundo número de diciembre. En la columna destinada a «Comadreos locales» encontrará usted un párrafo.
Puse los periódicos a un lado y pregunté:
─¿Qué necesito yo?
─¿No lo sabe acaso? ─preguntó mirándome atentamente.
─Sí.
─Pues entonces siga el camino trazado.
Una voz masculina y áspera se hizo oír al otro lado de la vidriera llamando a la joven.
Ella se deslizó del taburete y acudió a la llamada. Oí el rumor de aquel individuo, que hablaba en voz baja y ella contestó unas palabras. Tomé de nuevo el archivo y consulté el segundo número de diciembre. En la columna destinada a los chismes locales encontré un párrafo indicando que la señora james Lintig se proponía pasar las fiestas de Navidad con unos parientes, en el Este, y que tomaría el tren hacia San Francisco para embarcarse luego y atravesar el Canal. Como respuesta a las preguntas que se le dirigieron acerca del estado de su demanda de divorcio, la señora contestó que el asunto estaba en manos de sus procuradores, que ignoraba en absoluto el paradero de su marido, y además, calificó de absurdo y falso el rumor de que, enterada al fin del lugar en que se hallaba su esposo, se propusiera reunirse con él.
Esperé a que volviera a salir la joven, pero no se dejó ver. Me dirigí a una droguería que se hallaba en la esquina inmediata y consulté el listín telefónico bajo el epígrafe de abogados y procuradores. Pero allí no estaba el nombre de Gillfoil y tampoco el de Poste y Warfield. En cambio encontré un tal Frank Warfield, que tenía su oficina en el edificio del First National Bank.
Eché a andar por el lado de la sombra de una calle calurosa y, dos manzanas más allá, subí una escalera insegura, avancé por un pasillo algo desnivelado y encontré a Frank Warfield, con los pies sobre la mesa llena de libros legales y fumando en pipa.
─Soy Donald Lam. Desearía hacerle algunas preguntas. ¿Se acuerda usted de un caso de Lintig contra Lintig, que fue llevado por…?
─Sí ─contestó.
─¿Podría usted decirme algo acerca del paradero actual de la señora Lintig?
─No.
Repasé las instrucciones de Bertha Cool y decidí aventurarme.
─¿Conoce usted el paradero del doctor Lintig?
─No ─contestó. Y un momento después, añadió─: Aún nos debe los gastos que pagamos por su cuenta en su demanda de divorcio.
─¿Sabe usted si dejó otras deudas? ─añadí.
─No.
─¿Tiene usted idea de si vive o ha muerto?
─No.
─¿Y con respecto a la señora Lintig?
Movió la cabeza.
─¿Dónde podría encontrar al referido juez Gillfoil, que la representaba?
Sus ojos azules pálidos sonrieron.
─En la cumbre de la colina ─dijo, señalando al Noroeste.
─¿En la colina?
─Sí, en el cementerio. Murió en mil novecientos treinta. Así es.
─Muchas gracias ─contesté.
Él no dijo nada y yo salí.
Volví al Juzgado y dije a aquella mujer de aspecto receloso que deseaba examinar los documentos archivados en el caso de Lintig contra Lintig.
Diez segundos más tarde estaba ya examinándolos.
Allí había la demanda, las manifestaciones del demandado, la contrademanda de éste, un escrito que concedía diez días más al demandante para contestar a la contrademanda, la concesión de veinte días más, luego de treinta y, por fin, la declaración de que no se había presentado. Al parecer no se logró hacer llegar la citación a manos de Vivian Carter y, por esta razón, el asunto no llegó a juicio, aunque tampoco se llegó a sobreseer.
Salí perseguido por la hostilidad de los ojos de aquella mujer que se clavaron en mi cogote.
Regresé a mi hotel y, en el salón de escritura, envié una nota a Bertha Cool escrita en el papel del establecimiento:
B. Haga investigaciones en las listas de pasajeros de las Compañías de navegación, de los que salieron de San Francisco durante el mes de diciembre de 1919 con rumbo al Este, vía Canal. Busque usted el barco que llevó a la señora Lintig, procúrese la lista de los demás pasajeros y vea si puede enterarse de que la acompañaba alguno. La señora Lintig tenía muchos problemas matrimoniales y tal vez dio cuenta de ellos a algún compañero de viaje. Ha pasado mucho tiempo, pero, sin embargo, estas noticias podrían sernos de grande utilidad. La pista aparece muy borrosa por aquí.
Firmé con mis iniciales, lo metí todo en un sobre que llevaba sus señas y el empleado del hotel me aseguró que saldría en el tren de las dos y media.
Fui a hacer una prueba del Grotto para almorzar y luego regresé a la oficina de La Hoja tan pronto hube concluido.
─Deseo publicar un anuncio ─dije.
La joven de los ojos castaños extendió la mano a través del mostrador para tomar el texto del anuncio. Lo leyó varias veces, contó las palabras y luego desapareció en la oficina inmediata.
Poco después un individuo grueso, de hombros caídos y que llevaba una visera sobre la frente y los labios manchados de tabaco, salió preguntando:
─¿Se llama usted Lam?
─Sí.
─¿Quiere usted publicar este anuncio en el periódico?
─Sí. ¿Cuánto cuesta?
─Tal vez pudiera usted referirme una historia ─replicó.
─Tal vez sí, y quizá no ─contesté.
─Un poco de publicidad le ayudaría a obtener lo que anda buscando.
─Y podría darse el caso contrario.
─Según este anuncio hay algún dinero destinado a la señora Lintig ─observo a su vez.
─No he dicho tal cosa.
─Pero podría decirla. Aquí promete una recompensa generosa a quien le dé informes acerca del paradero de la señora de James Lintig, que salió en mil novecientos diecinueve de Oakview, o en el caso de que haya muerto, los nombres y residencias de sus herederos legales. Eso da la impresión de que usted es uno de esos cazadores de herederos y, además, eso concuerda con otras cosas.
Se volvió, fijó la mirada en la escupidera y, de un modo explosivo, le disparó un salivazo. Luego dijo:
─Yo le he preguntado en primer lugar.
─La cuestión inicial ─repliqué─, que sin duda ha perdido ya de vista, era el costo del anuncio.
─Cinco dólares las tres inserciones.
Le di cinco dólares del dinero de Bertha y pedí recibo.
─Espere un momento ─dijo ocultándose detrás de la mampara de cristales.
Un momento después salió la joven de ojos castaños y me dijo:
─¿Quiere usted recibo, señor Lam?
─Sí, señorita.
Pluma en mano, titubeó al extender el documento y preguntó:
─¿Cómo estaba la comida en el Grotto?
─Una porquería ─contesté─. ¿Cuál es el mejor sitio donde se puede cenar?
─El restaurante del hotel, si sabe usted lo que debe pedir.
─¿Y cómo lo sabré?
─Será preciso que se conduzca como detective ─contestó.
Yo dejé pasar por alto sus palabras y ella, al notarlo, añadió:
─Conviene entregarse al trabajo de deducción. En otras palabras, necesita un guía autorizado.
─¿Está usted autorizada? ─pregunté.
─No puede decirse tanto en mi perjuicio ─replicó ella.
─¿No es usted miembro de la Cámara de Comercio?
─Yo, no. El periódico, sí.
─Soy forastero y, por lo tanto, ignoro estas cosas. Tal vez estoy buscando un buen emplazamiento para una fábrica y sería vergonzoso que me llevase una mala impresión de la ciudad.
El hombre que estaba detrás de la vidriera tosió.
─¿Qué hace la gente de la población para ayudar a la Cámara de Comercio?
─Se casa.
─¿Y luego viven felices?
─Sí.
─¿Está usted casada?
─No. Como en el restaurante del hotel.
─Y, ¿sabe lo que ha de pedir?
─Sí.
─¿Qué le parece si comiese con un forastero ─pregunté─ y le enseñara los secretos? Podríamos comer y, al mismo tiempo, hablar.
─¿Y de qué hablaríamos?
─De cómo una joven que trabaja en la oficina de un periódico local podría ganar algún dinero extra.
─¿Mucho? ─preguntó.
─Lo ignoro. Tendría que averiguarlo.
─Yo también ─contestó ella.
─¿Qué hay de la cena? ─pregunté.
Dirigió una rápida mirada hacia su espalda y luego asintió.
─De acuerdo.
Esperé mientras su pluma volaba al extender el recibo.
─Empezará a salir mañana. Y ahora somos un semanario ─dijo.
─Ya lo sé. ¿Vendré a recogerla aquí?
─No, no. Estaré a la seis en el vestíbulo del hotel. ¿Conoce usted a alguien en la población?
─No.
Mi respuesta pareció dejarla complacida.
─¿Hay otros periódicos en la población? ─pregunté.
─Ahora no. Hubo otro el año dieciocho, pero cerró el veintitrés.
─¿Y qué me dice usted con respecto a esa pista que quiero seguir?
─Pues que ya está en ella ─contestó, sonriendo.
Se oyó otra tos de aquel hombre y me pareció que era un aviso.
─Me gustaría tener el archivo del diecisiete, dieciocho y diecinueve.
Me los entregó y pasé gran parte de la tarde leyendo las noticias de la buena sociedad, tomando nota de las personas que habían asistido a las reuniones en que estuvieron presentes el doctor Lintig y su señora. Dispuse aquellos nombres en columnas y los vi repetidos con la frecuencia suficiente para darme idea del círculo social en que vivieron los Lintig.
La muchacha, que estaba al otro lado del mostrador, pasó largo rato sentada en el taburete observándome, y luego dentro de la vidriera, escribiendo a máquina. No volví a oír la voz de aquel hombre, pero recordé aquella tos avisadora y ya no hice ninguna otra tentativa para hablar con la joven. Ella firmó el recibo con su nombre: Marian Dunton.
Hacia las cinco de la tarde regresé al hotel, me lavé y me vestí. Luego fui al vestíbulo a esperarla y llegó hacia las seis.
─¿Cómo está el bar para tomar unos combinados?
─Bien.
─¿Cree usted que los combinados nos permitirán apreciar mejor la cena?
─Me parece que sí.
Tomamos un «martini» cada uno y propuse otro.
─¿Quiere usted que me maree? ─preguntó ella.
─¿Con dos combinados?
─La experiencia me ha demostrado que dos son un buen comienzo.
─¿Y para qué habré de desear que se maree usted?
─Lo ignoro ─contestó, riéndose─. Y ahora dígame cómo podría ganar algún dinero una muchacha que trabaja en Oakview en la oficina de un periódico.
─Aún no lo sé ─dijo. Depende de la pista.
─¿Qué hay con respecto a ella?
─Quiero averiguar si ha sido borrada y quién la borró.
─¡Oh! ─exclamó ella.
Sorprendí la mirada del encargado del bar y le señalé los dos vasos vacíos. Mientras nos servía el segundo combinado, dije:
─Estoy escuchando.
─Es buena costumbre ─dijo─. Trataré de cultivarla.
─¿Le han dado dinero alguna vez? ─pregunté.
─No. ¿Y a usted?
─Un poco.
─¿Cree que yo podría hacer lo mismo?
─No. Me parece que, en cambio, podría ganar dinero hablando. ¿Cómo se explica que sea usted la única muchacha guapa de la población?
─Gracias. ¿Ha echo usted el censo?
─Fíjese usted que tengo dos ojos.
─Ya lo he notado.
El encargado del bar llenó los vasos y mi compañera dijo:
─La cajera del cine dice que todos los viajantes le preguntan por qué es la única muchacha guapa de la población.
─Tal vez sea un cumplido muy agradable, aunque no conduce a nada.
─¿Y por qué no busca usted otro?
─Lo haré. En mil novecientos diecinueve esta población sostenía a un especialista de ojos, oídos nariz y garganta. Y ahora, al parecer, no podría darle bastante trabajo.
─Es verdad.
─¿Qué ocurrió?
─Muchas cosas. No están consignadas en lista, porque resultarían deprimentes para los forasteros.
─Cite algunas.
─Bueno, en primer lugar, el ferrocarril tenía talleres aquí. Hicieron una nueva división técnica de las secciones, trasladó los talleres y así se produjo la depresión del veintiuno.
─¿De veras?
─Así me lo han asegurado. Los negocios empezaron a decrecer y, por fin, la política acabó de estropearlo, completamente.
─¿Y cuáles son las opiniones de La Hoja?
─Defender los intereses locales en favor de los empleados. Pero ahora, si le parece bien, acabemos de tomar el combinado y vayamos al comedor, antes de que los expertos se traguen lo mejor que haya.
Apuramos los vasos de combinado y la acompañé al comedor. En cuanto nos hubimos sentado tomé el menú y pregunté:
─¿Qué comeremos?
─En primer lugar, no tomaremos picadillo y tampoco croquetas, porque sirvieron los pollos el miércoles. Si hay pastel de ternera es el sobrante del martes. En cambio, el rosbif sería bueno y tendrán las patatas bien cocidas.
─Las patatas cocidas con mucha mantequilla compensarán otras cosas ─dije─. ¿Y cómo se explica que cene usted a mi lado?
Ella abrió mucho los ojos y replicó:
─Usted me ha invitado.
─¿Y cómo la invité?
─¡Caramba! Me gusta tanto descaro ─replicó ella.
─La invité porque usted me habló del asunto.
─¿Yo?
─Indirectamente, y lo hizo usted porque así se lo aconsejó aquel hombre que trataba de sonsacarme. En vista de que no lo conseguía, se metió en su despacho, persuadido de que ésta era una buena idea.
─Me parece que se engaña.
─Y se lo aconsejó porque deseaba algunos informes que le conviene adquirir a cambio de los que él pueda darme.
─¿Sí?
─Eso le consta.
─Lo siento, pero no sé leer el pensamiento ajeno.
Llegó la camarera, tomó nuestro encargo y observé que mi compañera miraba a su alrededor.
─¿Está preocupada? ─pregunté.
─¿Por qué?
─Tal vez Carlos la verá mientras cena conmigo antes de que usted tenga la oportunidad de decirle que se trata de un asunto comercial que le ha encargado su jefe.
─¿Quién es Carlos?
─El amigo de usted.
─No conozco a ninguno de este nombre.
─Es posible; pero, sin embargo, hábleme de él y lo llamaremos Carlos. Eso ahorra tiempo y simplifica el asunto.
─Ya ─exclamó─. Pues, no. No me preocupa Carlos. Es un muchacho comprensivo y tolerante.
─¿Lleva armas de fuego?
─No. Han transcurrido tal vez seis meses desde que disparó contra otro y aún le dio en el hombro, de modo que, en menos de seis semanas de hospital, aquel individuo quedó curado.
─Me gusta mucho esa prudencia. Yo temía que Carlos pudiera ser hombre violento.
─¡Oh, no! Es muy paciente y bondadoso para los animales.
─¿Y cómo se gana la vida? ─pregunté.
─Trabaja aquí.
─¿En el hotel?
─No. En la población.
─¿Y le gusta vivir aquí?
La joven hundió el tenedor en el rosbif y dijo:
─Magnífico.
─Sí.
Reinó un largo silencio entre nosotros. El comedor estaba casi lleno y me imaginé que no todos los comensales tenían habitación en el establecimiento. Al parecer, la mayoría de los reunidos eran gente de negocios. Algunos miraron con interés a Marian Dunton y a su compañero. Me figuré que la muchacha sería bien conocida. Le hice algunas preguntas más acerca de la población y ella me dio los informes requeridos. Al parecer, ya no intentaba bromear conmigo, como si hubiese perdido la animación. Quise adivinar si ello se debía a que hubiese visto a alguien. De ser así, podría dar la culpa a dos individuos de edad mediana que parecían estar absortos en la comida y en su propia conversación o también al grupo familiar que parecía estar constituido por unos turistas automovilísticos. Eran un hombre de mediana edad, calvo, de ojos grises, una mujer gruesa, una niña de nueve años y un niño de siete.
Después del postre ofrecí un cigarrillo a mi compañera y ella aceptó. Los encendimos y sacando la lista de los nombres que había copiado se la entregué.
─¿Cuántas personas de esta lista viven aún en la población? ─pregunté.
Ella examinó unos momentos la lista y replicó:
─Es usted listo. Y lo digo sinceramente. ─Luego añadió─: Aquí hay quince nombres, pero solamente cuatro o cinco continúan en la población.
─¿Qué fue de los demás?
─Se alejaron en cuanto hubieron trasladado los talleres del ferrocarril. Cuando vivía aquí el doctor Lintig, constituían el grupo de personas jóvenes de la buena sociedad. Yo he conocido a algunos. Cuando los negocios empezaron a estropearse, media docena de ellos se alejaron. En mil novecientos veintinueve, porque cerró sus puertas una fábrica de conservas de la localidad, muchos se fueron.
─¿Y qué me dice usted con respecto a los restantes? ¿Los conoce?
─Sí.
─¿Cómo podría comunicar con ellos?
─Buscando sus nombre en la Guía telefónica.
─¿Y no podría usted decírmelo?
─Sí. Pero preferiría que consultase la Guía telefónica.
─Comprendo.
Doblé la lista y la guardé en el bolsillo. En el cine daban una película que ya había visto. Propuse llevar a Marian y aceptó. Por su actitud creí adivinar que también había visto aquel film. Luego tomamos unos helados y volví a sacar a lista.
─¿Quiere usted señalar las personas que aún siguen aquí? Eso me evitaría la consulta de la Guía, ahorrándome tiempo.
Pensó un momento, tomó la lista y señaló cuatro nombres.
─Me parece que no obtendrá usted ningún resultado ─dijo─ porque, según creo, nadie en la población conoce el paradero de esa señora.
─¿Cómo está usted tan segura?
─Ya sabe usted que ese asunto llamó mucho la atención.
─¿Eso fue antes de la depresión? ─repliqué─. Desde entonces, otras cosas se habrán adueñado de la atención general.
Me pareció que se disponía a decirme algo y que se contuvo.
─Adelante ─invité─. Hágame este favor.
─Usted no me ha hecho ninguno ─replicó.
─Si pudiese encontrar a la señora Lintig, ello redundaría en beneficio de esa señora. Podría heredar una propiedad considerable.
─O también podría cobrar un premio en la lotería de las carreras de caballos ─contestó ella─ ¿Quiere usted decirme, de una vez, el por qué de tanta actividad con respecto a la señora Lintig? ─preguntó.
─Lo ignoro ─contesté, indiferente.
─¿Trabaja usted por su cuenta propia o a las órdenes de otra persona?
─Si la encontrase ─repliqué─, yo ganaría algo.
─Y si yo la encuentro, ¿qué? ─preguntó ella.
─Si sabe usted dónde está y quisiera darme algunos informes, desde luego, habría algo para usted.
─¿Cuánto?
─Lo ignoro hasta que haya podido hacer algunas preguntas. ¿Sabe usted dónde está esa señora?
─No, y me gustaría saberlo, porque averiguaría una historia muy interesante. Tenga en cuenta que soy la encargada de recoger noticias para La Hoja.
─¿Y le aumentarían el sueldo? ─pregunté.
─No.
─Quizá yo pudiese poner a usted en comunicación con alguien que le pagaría por esos informes mucho más de lo que pudiese pagar La Hoja.
─Ésta no pagaría nada.
─Entonces puedo ofrecer mejor recompensa.
─¿Cuánto?
─No sé. Lo averiguaré. ¿Y qué me dice usted de los demás?
─¿Cuáles?
─¡Caramba! ─exclamé, fingiendo sorpresa─. Los que también andan buscando a esa señora.
─Ya veo que hice mal y que, sin duda, hablé demasiado.
─Desde luego, al individuo del periódico no le gustó.
Fijó su mirada en el jarro de cerveza que, en otro tiempo, fue sin duda un jarro de cerveza en la historia de la población. Y mientras lo hacía girar, empujándolo con los dedos, preguntó:
─¿Cuánto tiempo ha vivido usted en la capital?
─Siempre.
─¿Le gusta? ─preguntó.
─No demasiado.
─Pues yo me figuré que estaría usted loco de alegría.
─¿Por qué?
─Por hallarse en el centro de las cosas ─contestó─ en vez de verse en una pequeña ciudad rural, donde se conoce a todo el mundo y todos le conocen a una. En una ciudad se puede vivir, hay millares de personas oportunidades ilimitadas para formar amistades y contactos, espectáculos, buenos salones de belleza y restaurantes.
─También hay estafas, automóviles, señales de tránsito, límites para dejar los coches, calles de circulación en un solo sentido, ruido, confusión y en cuanto a amistades… Cuando quiera usted verse sola por completo, viva en una gran ciudad. Todo el mundo es forastero y desconocido y cuando no se tienen las relaciones necesarias, no se consigue avanzar por ningún camino.
─Siempre sería mejor que ver continuamente rostros conocidos, un día tras otro, vivir en una población ya podrida y en donde la gente conoce mejor los negocios ajenos que los propios.
─¿De modo que la gente conoce mejor que usted sus propios asuntos?
─Se lo figuran.
─Anímese ─le dije─; le queda Carlos.
─¿Carlos? ¡Ah, sí!
─Si fuese usted a una gran capital ─añadí─, se vería obligada a dejar a Carlos, porque recuerde que a él le gusta vivir aquí.
─Vamos a ver. ¿Quiere usted hacerme pasar una noche agradable o sólo burlarse de mí?
─Me limito a preguntar. ¿Por qué no me da algunos informes que pudiese utilizar?
Con la punta de la cuchara tomó un poco de helado y lo cortó en pequeñas partículas, hasta que se hubo convertido en líquido.
─Vamos a ver ─dijo─ si le comprendo, Donald. Trabaja usted para alguien y anda buscando informes. Si yo le diese algunos interesantes, usted no podría pagarlos hasta que hubiese hablado con otro.
─Así es.
─¿Para qué, pues, habré de decirle algo?
─Para ser una buena muchacha, que quiere cooperar.
─Oiga, no necesito dinero ─respondió─. Es decir, no sé nada que valga dinero, pero podría ayudarle. En este caso, ¿me ayudaría usted a encontrar trabajo en la capital?
─Hablando con franqueza, no conozco ningún empleo disponible. Podría presentarla a alguien que tuviese estos datos, pero, en la actualidad, los empleos andan escasos.
─¿Si yo le ayudase a usted y luego me dirigiera a la capital, estaría dispuesto a darme buenos consejos para conseguir mi objeto?
─Si pudiera, desde luego.
─Y veo que está usted aprovechándose de mí. Éste es su cometido. Ha venido usted en busca de algo. Usted quiere averiguar determinadas cosas. Y si se figura que yo tengo algunos informes, tratará de obtenerlos sin decirme para qué los necesita. ¿Es así?
─Así es.
─Bueno. Pues yo jugaré el mismo juego. Si puedo obtener algún informe de usted, haré uso de él.
─Me parece muy bien.
─No venga diciéndome después que no le he avisado.
─No lo haré.
─¿Y qué quiere saber? ─preguntó.
─¿Conoce usted el paradero de la señora Lintig?
─No.
─¿Existen relatos de ella en el depósito de cadáveres del periódico?
─No.
─¿Lo ha comprobado alguna vez?
Afirmó, preocupada.
─¿Cuándo?
─Hace dos meses.
─¿Quién buscaba entonces a esa señora?
─Un individuo llamado Cross.
─¿Conoce usted las iniciales de su nombre?
─Se alojó en el hotel. Consulte el registro.
─¿Qué quería?
─Lo mismo que usted.
─¿Qué aspecto tenía?
─Unos cuarenta años, grueso, casi calvo y fumaba sin cesar un puro. Apestó la oficina del periódico mientras leía.
─¿Quién vino luego?
─Una mujer joven.
─¿Cómo se llamaba?
─Evaline Dell. ¿Le extraña este nombre?
─Los hay muy raros.
─Eso me llamó la atención.
─Entonces no hay duda de ello ─contesté.
─Quizá tenga usted razón ─replicó ella, pensativa─. En esa mujer observé algo muy raro. No puedo explicarlo.
─¿Qué aspecto tenía?
─Me parece que ha puesto usted el dedo en la llaga. Su aspecto era raro. Parecía una mujer bragada ya en muchas cosas. Pero no era así. Se conducía con mucha discreción y casi timidez, como si siempre anduviera de puntillas. Tenía magnífica figura, vestía a la última moda y puedo asegurarle que su ropa ponía de manifiesto su figura. Pero era demasiado bonita, demasiado suave, con aire excesivamente virginal.
─¿Y no daba la impresión de ser eso último?
─No. Se convencerá en cuanto vea a esa mujer. Creo que es pariente.
─¿Lo dijo así?
─Tuve la impresión de que era una hija de un matrimonio anterior.
─¿Y qué edad daría eso a la señorita Lintig?
─Unos cincuenta años. Yo me figuré que Evaline Dell debía de ser muy niña cuando su madre se casó con el doctor Lintig. Tal vez era una hija que ella tuvo en secreto.
─Eso indica que ahora debe de tener veintiséis o veintiocho años.
─Más o menos. Pero nadie sabía por aquí que la señora Lintig tuviese una hija.
─¿Se alojó en el hotel?
─Sí.
─¿Cuánto tiempo estuvo aquí?
─Una semana.
─¿Qué hizo mientras tanto?
─Buscó una buena fotografía de la señora Lintig. Creo que compró cuatro. Viejas instantáneas de álbumes familiares. Las mandó no sé adónde. En el hotel me dijeron que había enviado por correo varias fotografías y que pidió cartón ondulado para envolverlas.
─¿Le comunicaron en el hotel las señas de esos envíos?
─No. Los echó al buzón de la oficina de Correos, pero aquí le dieron todo lo necesario, y los empleados del hotel se enteraron de que eran fotografías.
─¿Algo más? ─pregunté.
─Nada más.
─Gracias, Marian. No sé qué utilidad tendrá todo eso. Supongo que servirá. En tal caso le entregaré algún dinero. No mucho, pero sí algo. Mis jefes no son demasiado generosos.
─No importa. Preferiría lo otro.
─¿Qué es lo otro?
─Usted averiguará por mí lo que pueda y yo haré lo mismo con usted. Le ayudaré. Si yo fuese a la capital en busca de trabajo, usted ayúdeme en lo que pueda.
─Podré hacer poco.
─Ya lo comprendo, pero hará lo que pueda, ¿verdad?
─Sí.
─¿Va usted a permanecer aquí mucho tiempo?
─No lo sé; depende.
─Quizá descubra algo. En tal caso, ¿dónde podré encontrarle?
Saqué una tarjeta, que sólo contenía mi nombre y puse las señas de la oficina de Bertha Cool, añadiendo:
─Recibiré las cartas que me mande a esta dirección.
Leyó la tarjeta, la guardó en el bolso y me sonrió. Le ayudé a ponerse el abrigo y la llevé a su casa en el coche de la agencia. Vivía en un edificio de dos pisos que necesitaba una buena capa de pintura. No había ninguna indicación exterior de que se alquilaran habitaciones, de modo que me figuré que tal vez vivía con una familia. Pero eso no me preocupó, pues sabía que, en cuanto necesitara datos acerca de ella, los encontraría, porque, como me había manifestado, en aquella población todo el mundo estaba enterado de los asuntos ajenos.
A juzgar por su conducta, ella esperaba que yo no le diera un beso como despedida, y me abstuve.
Llegué al hotel antes de medianoche. Un cigarro bastó para que el empleado nocturno se mostrara comunicativo. Luego examiné el registro del hotel y encontré las firmas de Miller Cros y de Evaline Dell. Supuse que las señas serían falsas, pero, sin embargo, las anoté con disimulo por precaución en tanto que el empleado trabajaba en la centralilla telefónica.
Al volver a su puesto, charlamos un rato y me dijo que la señorita Dell había llegado en el tren, que su baúl resultó averiado por un golpe y que solicitó el testimonio del mozo del hotel y del encargado del transporte. Y el empleado no sabía si llegó a reclamar a la Compañía de Ferrocarriles.
Me enteré que podía expedir un telegrama por teléfono y mandé el siguiente a Bertha Cool:
Lentos progresos. Obtenga información completa en reclamación contra Compañía Ferrocarril Sur˗Pacífico por baúl averiado expedido a Oakview, cosa de tres semanas atrás. La reclamación quizá se hizo a nombre de Evaline Dell. ¿Puedo pagar veinticinco dólares a persona que proporcione informes útiles?
Colgué el receptor telefónico y subí a mi habitación. Metí la llave en la cerradura no se abrió. Cuando reflexionaba acerca de ello, la puerta se abrió por dentro y un hombre alto y grueso, cuya silueta se recortaba sobre la ventanilla iluminada, invitó:
─Adelante, Lam.
Encendió las luces y me quedé en el umbral mirándolo. Medía un metro ochenta y quizá pesaba ochenta kilos. No estaba flaco y tampoco delgado. Tenía los hombros muy anchos y la mano con la que me agarró por la corbata parecía una garra. Y, al mismo tiempo que me invitaba a entrar, me dio un tirón de la corbata.
Penetré en la estancia, como arrojado por una catapulta. Meneé los hombros y pasé planeando por encima de la alfombra para estrellarme en un rincón.
De una patada cerró la puerta y exclamó, satisfecho:
─Así me gusta.
Se situó entre mí y la puerta y también me impedía llegar al teléfono. Por lo que vi en la centralilla de abajo, pude calcular que el empleado tardaría por lo menos treinta segundos en acudir a la llamada telefónica. Y no pude imaginar al intruso quieto y paciente mientras yo trataba de llamar a la policía. Enderecé la corbata, me arreglé el cuello, y pregunté:
─¿Qué quiere usted?
─Así me gusta ─repitió, tomando una silla y sentándose cerca de la puerta.
Sonrió y su sonrisa no fue de mi agrado. Bien es verdad que aquel tipo me resultaba antipático. Parecía un buey y obraba como si fuese el dueño del hotel y de la ciudad entera.
─¿Qué quiere usted? ─pregunté.
─Que se largue cuanto antes de aquí.
─¿Por qué? ─pregunté.
─El clima ─respondió─. Es muy malo para los bebés como usted.
─Hasta ahora no me ha sentado mal ─dije.
─No; pero en breve notará lo contrario. La malaria. Por la noche, los mosquitos revolotean cantando. Le morderán y mañana se encontrará usted mal.
─¿Y a dónde había de ir para evitar los insectos?
─Bueno, pequeño ─dijo con rostro sombrío─. Basta de bromas.
Saqué un cigarrillo y lo encendí. Él me observó y se echó a reír al notar que me temblaba la mano. Agité el fósforo para apagarlo, aspiré hondo el humo y exclamé:
─Adelante. Usted manda.
─Ya se lo he dicho. Ahí está su maleta. Ciérrela y le acompañaré a usted hasta el automóvil.
─¿Y si no necesito escolta?
─Si se marcha ahora ─contestó cordial, pero con acento significativo─, podrá hacerlo con sus propias piernas.
─¿Y si espero?
─Es posible que tenga un accidente.
─No he tenido ninguno, como saben mis amigos.
─A lo mejor tiene usted un ataque de sonambulismo y se tira por la ventana. Y aunque sus amigos vengan a averiguar, no conseguirán saber nada.
─Podría empezar a gritar ─contesté─, y es posible que me oyera alguien.
─¡Oh, desde luego!
─Y avisar a la policía.
─Claro está.
─¿Y qué ocurriría entonces?
─Que ya no me encontrarían aquí. Y a usted tampoco.
─Bueno ─dije─. Voy a probarlo.
Y empecé a gritar:
─¡Socorro! ¡Pol…!
Salió de su silla disparado con la rapidez de un gato. Se arrojó sobre mí y yo, con toda mi fuerza, le asesté un puñetazo en el estómago.
Pero mi mano no llegó al blanco. Algo golpeó un lado de mi cabeza que, al parecer, me desarticuló el cuello, y tuve la impresión de que se había apagado la luz. Al recobrar el sentido estaba en el coche de la agencia y éste rodaba de prisa. Me dolía la cabeza y tenía la mandíbula tan lastimada que no podía moverla. Aquel hombre corpulento se había sentado al volante y cuando me volví, se volvió a mirarme, y exclamó:
─¡Pero hombre! ¿Adónde va usted con este cacharro indecente? ¿Por qué no le proporciona la agencia otro coche mejor?
Saqué la cabeza por la ventanilla para que el aire de la noche me aclarase las ideas. Él apoyaba su pesado pie sobre el acelerador y el coche de Bertha Cool, exteriorizando sus protestas, hacía un ruido espantoso y describía eses a lo largo de la carretera. Ésta era muy empinada y recorría el lado de una masa rocosa: en el fondo había un precipicio.
Poco después salía a un terreno llano, poblado de pinos, cuyas masas se recortaban sobre el cielo de la noche. El hombre corpulento disminuyó la marcha, como si buscase un camino lateral. Aproveché aquella oportunidad para acercarme al volante, que agarré con ambas manos y le di la vuelta.
Mas no pude hacer girar la rueda, aunque el coche se inclinó a un lado del camino y luego al otro, como si se opusiera a mi maniobra. Él levantó el codo, sin quitar la mano del volante y me golpeó el punto dolorido de la mandíbula, cosa que me obligó a soltar el volante. Luego un martillo pilón me golpeó en la nuca y lo que puedo recordar es que, más tarde, me vi tendido de espaldas y a oscuras, esforzándome en averiguar dónde estaba.
Unos momentos después pude coordinar los sucesos y metí la mano en el bolsillo, en busca de fósforos. Encontré uno y lo encendí. Estaba en el interior de una cabaña de troncos y tendido sobre unas ramas de pino. Me incorporé y encendí otro fósforo. Como encontré una bujía, la encendí y consulté mi reloj. Eran las tres y cuarto.
La cabaña llevaba, sin duda, mucho tiempo sin haber sido habitada. Estaba sucia y olía a moho. Las ventanas aparecían cerradas. Las ratas habían saqueado aquel lugar y diseminaron por el suelo algunas cortezas de pan duro, que encontraron en el armario. Una araña, en su enorme tela, parecía mirarme amenazadora. Algunas agujas de pino del camastro se me enredaron en el pelo y al incorporarme se metieron por el cuello de la camisa y fueron a parar a mi espalda.
Tenía la impresión de que me había pasado por encima una apisonadora de vapor.
Estaba solo en la cabaña. Observé las ventanas tapiadas e intenté abrir la puerta figurándome que estaba cerrada, pero no era así. El aire fresco de la montaña, impregnado del olor de los pinos, llegó hasta mi olfato. Vi algo negro ante la puerta. Saqué la bujía y reconocí el coche de la agencia.
Una corriente de la montaña hacía gran ruido, al parecer, a corta distancia de la cabaña. Gracias a la bujía, llevé a cabo una corta exploración y encontré una senda que conducía hasta la corriente. Humedecí el pañuelo en el agua helada, lo apliqué a mi frente, a mis ojos y luego a la nuca. Una racha de aire apagó la bujía y me senté a oscuras, en espera de que el agua fría hiciera su efecto.
Poco después, con mis dedos fríos húmedos, saqué los fósforos y encendí otra vez la bujía. Regresé a la cabaña sin tener la más remota idea del lugar en que me hallaba.
Apagué la bujía, cerré la puerta de la cabaña y subí al automóvil de la agencia. Encontré las llaves de la ignición. Puse en marcha el motor y vi que el tanque estaba lleno de combustible hasta la mitad. Los faros iluminaron un áspero camino montañoso que salía de la cabaña. Embragué el coche y, a cosa de un cuarto de milla de distancia, encontré una carretera bien cuidada. Como no tenía ninguna orientación, emprendí el camino cuesta abajo, deseoso de llegar al valle.