FROM LOST TO THE SPACE

Marzo de 1999.

Entre Cabo Cañaveral y Robledo de Chavela

Era de madrugada y casi seguro que miércoles, cuando Leroy Washington, controlador aéreo de la NASA con destino en Cabo Cañaveral, creyó oír una conversación entre extraterrestres. Por unos segundos, o a lo mejor fueron minutos, Leroy quedó ensimismado mirando los controles del panel electrónico de seguimiento. Ajustó los cascos contra sus oídos presionando con el dedo índice de cada mano y abrió mucho la boca, como para ensanchar sus vías auditivas (un viejo truco que no sirve para nada, pero queda muy profesional). Estaba solo y no tenía a quien recurrir para ratificar lo que estaba experimentando.

Hasta el momento, la misión sopetecientos de la nave Columbia había transcurrido sin incidentes. No era un viaje difícil: despegar, llegar hasta la estación Alfa, entregar unas cajas de chocolatinas a sus tripulantes y para casa. A Leroy todo esto le parecía un dispendio absurdo, pero en el fondo sabía que un astronauta con mono de chocolatina puede hacer tonterías irreparables. En fin, para eso eran el imperio de moda y había que demostrarlo.

A lo que vamos, el caso es que el pobre Leroy no daba crédito. Según todos los cálculos la nave se encontraría ahora sobrevolando la estación de seguimiento espacial de Robledo de Chavela (Spain). Y, si los controles no fallaban (y no tenían que fallar porque eran de una casa muy seria), la conversación que escuchaba se mantenía entre la nave Columbia y un tal Manolo, de Robledo. De hecho, Leroy pudo reconocer el tono de voz de ambos interlocutores. Uno, sin duda, era Manolo, al cual había conocido en uno de sus viajes de trabajo. Aún recordaba Leroy las raciones de patatas bravas y de boquerones en vinagre que se habían atizado juntos por los bares del pueblo. El identificador de voz confirmó que el otro era el astronauta español Paul Count (Pablo Conde).

«But what’s going on here, conio!», exclamó Leroy rememorando una de las pocas palabras aprendidas en España. «¡No puede ser!», se decía para sí mismo. «¡Ya está!», éstos son los mamones de los rusos que me están tomando el pelo otra vez. Pero, al segundo, la posibilidad de que fueran extraterrestres los que, imitando voces humanas, estuvieran estableciendo comunicaciones cifradas, cobró fuerza. Los rusos no podían ser. Acababa de recordar que habían puesto a la venta todo el equipo de transmisiones nocturnas para pagar los plazos Soyuz. Estaban tiesos los tíos. «Oh my god, the aliens are coming!», gimoteó.

La solución al embrollo apareció clara en su mente: esos perros de extraterrestres se han escondido tras la cara oculta de la Luna y hacen rebotar sus transmisiones sobre la carcasa del Columbia para hacernos creer que no son ellos. «¡Soy un genio!», concluyó.

Antes de llamar a su supervisor, cerró los ojos, como para centrarse, reajustó los cascos, aumentó el volumen, abrió otra vez la boca y escuchó:

Nave: —Malone, two with milk and one alone! (¡Manolo, dos con leche y uno solo!)

Tierra: —Don’t take my hair, champion! (¡No me tomes el pelo, campeón!)

Nave: —What happened with the Atleti? (¿Qué pasó con el Atleti?)

Tierra: —We palm it in the Marinvilla. (La palmamos en el Villamarín).

Nave: —Consequently garlic and water. (Pues ajo y agua).

Tierra: —Now I tell you… (Ya te digo…)

Nave: —With another mister other cock would sing. (Con otro entrenador otro gallo cantaría).

Tierra: —We go bottom first. (Vamos de culo).

Interferencias y ruido de motor (brrrrrrr).

Nave: —Male, we are going full rag now! (¡Macho, ahora vamos a todo trapo!)

Tierra: —Throw the brake Madaleno! (¡Echa el freno Madaleno!)

Más ruidos (fiuuuuufiuuuiii).

Nave: —Good, little trunk, to more see. (Bueno tronqui, hasta más ver).

Tierra: —Voucher. (Vale).

Leroy abrió los ojos, cerró la boca, se quitó los cascos y se fue a hacer pis. Días más tarde pidió la baja y se unió a la secta de Los Siervos del Más Allá. Ahora vive en San Bernardino (Ca). en bastante estado de trance.

Manolo y Pablo Conde se durmieron esa noche mirando las mismas estrellas, pero a distinta distancia. Con esa sonrisa que se le queda a uno después de hablar con un buen amigo.