Domingo 8 de Noviembre (Tarde/Noche)

Las ocho y media, domingo por la tarde. Al mismo tiempo que la ambulancia con Virginia y Lacke conduce sobre el puente de Traneberg, al mismo tiempo que el jefe de la policía de Estocolmo muestra una fotografía a los periodistas ávidos de material gráfico, al mismo tiempo que Eli elige vestido en el armario de la madre de Oskar, al mismo tiempo que Tommy echa pegamento en una bolsa de plástico y aspira por la nariz el dulce embotamiento y el olvido, al mismo tiempo que una ardilla es el primer ser viviente que ve a Håkan Bengtsson en las últimas catorce horas, Staffan, uno de los que ha participado en la búsqueda, está a punto de servir el té.

No ha notado que la tetera está un poco desportillada justo en el orificio de salida, y buena parte del té se escurre por la manga, por la tetera, y cae en la encimera. Murmura algo y vuelca el recipiente tan deprisa que el líquido rebosa y la tapa de la tetera cae en la taza. El té hirviendo le salpica las manos y suelta de golpe la tetera, pone los brazos rígidos a lo largo del cuerpo mientras mentalmente recita el alfabeto hebreo para contener el impulso de lanzar el recipiente contra la pared. Aleph, Beth, Gimel, Daleth

Yvonne entró en la cocina y vio a Staffan doblado sobre el fregadero con los ojos cerrados.

—¿Qué ha pasado?

Staffan meneó la cabeza.

—Nada.

Lamed, Mem, Nun, Samesh…

—¿Estás triste?

—No.

Koff, Resh, Shin, Taff. Así. Mejor.

Abrió los ojos, hizo un gesto señalando a la tetera.

—Para mí que ésta es una mala tetera.

—¿Es mala?

—Sí, se… se sale fuera cuando uno vierte el líquido

—No lo he notado nunca.

—Pues se sale de todas formas.

—Pero si está bien.

Staffan apretó los labios, extendió la mano que se había quemado hacia Yvonne e hizo un gesto hacia ella: Calma. Shalom. Cállate.

—Yvonne. Siento en este momento… unas ganas enormes de darte un tortazo. Así que, por favor: no hables más.

Yvonne dio medio paso atrás. Algo dentro de ella estaba preparado para esto. Era una intuición de la que no había querido ser consciente, pero sí que había sospechado que Staffan, detrás de su mansa fachada, ocultaba alguna que otra forma de… rabia.

Se cruzó de brazos, tomó aire unas cuantas veces mientras Staffan estaba quieto, con la mirada fija en la taza de té con la tapa dentro. Luego dijo:

—¿Sueles hacerlo?

—¿Qué?

—Pegar. Cuando algo te sale mal.

—¿Te he pegado?

—No, pero dijiste…

—Yo dije. Y tú escuchaste. Y ahora está bien.

—¿Y si no te hubiera escuchado?

Staffan parecía totalmente calmado e Yvonne se relajó, bajó los brazos. Él le cogió las manos entre las suyas, le besó suavemente el dorso de las dos.

—Yvonne. Uno tiene que escuchar al otro.

Sirvieron el té y lo tomaron en el cuarto de estar. Staffan anotó en su memoria que tenía que comprar una tetera nueva de regalo para Yvonne. Ésta le preguntó acerca de la búsqueda en el bosque de Judarn y Staffan se lo contó. Ella hizo lo que pudo para mantener viva la conversación alrededor de otros temas, pero al final llegó de todos modos la pregunta inevitable.

—¿Dónde está Tommy?

—Yo… no sé.

—¿No lo sabes? Yvonne…

—Bueno. En casa de un amigo.

—Hmm. ¿Cuándo vuelve?

—No, creo que… iba a pasar la noche. Allí.

—¿Allí?

—Sí. En casa de…

Yvonne repasó en su cabeza los nombres de los amigos de Tommy que ella conocía. No quería decirle a Staffan que Tommy pasaba la noche fuera de casa sin que ella supiera dónde. Staffan se tomaba muy en serio eso de la responsabilidad de los padres.

—… en casa de Robban.

—Robban. ¿Es su mejor amigo?

—Sí, debe de serlo.

—¿Cómo se apellida ese Robban?

—… Ahlgren, ¿por qué? Tienes algo que…

—No, sólo estaba pensando.

Staffan cogió su cucharilla, dio un golpecito con ella en la taza de té. Un suave tintineo. Asintió.

—Bien. No, escucha… creo que debemos llamar a casa de ese Robban y pedirle a Tommy que venga un momento. Para que yo pueda hablar un poco con él.

—No tengo el número.

—No, pero… Ahlgren. ¿Sabrás dónde vive? No hay más que mirar en la guía telefónica.

Staffan se levantó del sofá e Yvonne se mordió el labio inferior, se dio cuenta de que estaba construyendo un laberinto del que iba a ser cada vez más difícil salir. Él cogió la guía y se colocó en mitad del cuarto de estar, hojeándola mientras decía en voz baja:

—Ahlgren, Ahlgren… Hmm. ¿En qué calle vive?

—Yo… en Björnsonsgatan.

—Björnsons… no. No hay ningún Ahlgren allí. Pero hay uno aquí, en la calle Ibsengatan. ¿Puede ser él?

Como Yvonne no contestaba, Staffan puso el dedo en la guía y dijo:

—Creo que voy a probar con él de todas formas. Era Robert, ¿no?

—Staffan…

—¿Sí?

—Le prometí que no iba a decirlo.

—Ahora no entiendo nada.

—Tommy. Le dije que no iba a decir… dónde está.

—Así que no está en casa de Robban.

—No.

—¿Dónde está entonces?

—Yo… yo se lo prometí.

Staffan dejó la guía sobre la mesa y se sentó al lado de Yvonne en el sofá. Ella dio un sorbito de té, manteniendo la taza delante de la cara como para esconderse mientras Staffan la estaba aguardando. Cuando dejó la taza en el plato notó que las manos le temblaban. Staffan colocó su mano en las rodillas de ella.

—Yvonne. Tienes que comprender que…

—Se lo prometí.

—Yo sólo quiero hablar con él. Perdóname, Yvonne, pero creo que es precisamente este tipo de incapacidad para afrontar los problemas cuando éstos se presentan lo que hace que… bueno, que ocurran. Mi experiencia en lo que se refiere a personas jóvenes es que cuanto antes se reacciona ante sus actos, mayor es la posibilidad de… por ejemplo un heroinómano. Si alguien hubiera reaccionado cuando sólo le daba, digamos, al hachís…

—Tommy no anda metido en eso.

—¿Estás completamente segura de ello?

Se hizo un silencio. Yvonne sabía que por cada segundo que pasara su «sí» como respuesta a la pregunta de Staffan perdía valor. Tictac. Ya había contestado «no», sin pronunciar la palabra. Tommy estaba raro a veces. Al volver a casa. Algo en los ojos. Piensa si él…

Staffan se echó hacia atrás en el sofá, sabía que había ganado la batalla. Ya sólo esperaba la rendición.

Yvonne buscaba algo en la mesa con la mirada.

—¿Qué buscas?

—Mi tabaco, ¿lo has…?

—En la cocina. Yvonne…

—Sí. Sí. No puedes ir a buscarle ahora.

—No. Eso lo tienes que decidir tú. Si te parece…

—Mañana por la mañana, entonces. Antes de que se vaya a la escuela. Prométemelo. Que no vas a ir allí ahora.

—Lo prometo. Bueno. ¿Y cuál es ese sitio tan misterioso en el que se encuentra ahora?

Yvonne se lo contó.

Después fue a la cocina y se fumó un cigarro, echando el humo a través de la ventana entreabierta. Se fumó otro más, menos preocupada de adónde iba a parar el humo. Cuando Staffan entró en la cocina, sacudió el humo con la mano intencionadamente y preguntó dónde estaban las llaves del sótano, ella le dijo que lo había olvidado, pero que probablemente lo recordaría mañana por la mañana.

Si, él era bueno.

Cuando Eli se hubo marchado, Oskar volvió a sentarse a la mesa de la cocina y estuvo mirando los artículos que tenía delante. El dolor de cabeza había empezado a aflojar a medida que se concentraba en organizar sus impresiones.

Eli le había explicado que el viejo estaba… contagiado. Más que eso. El contagio era lo único vivo dentro de él. El cerebro estaba muerto, y el contagio le dirigía hacia Eli.

Eli le había dicho, rogado que no hiciera nada. Eli se iría de allí al día siguiente tan pronto como se hiciera de noche, y Oskar lógicamente le había preguntado por qué no se iba ya, esa misma noche.

Porque… no puede ser.

¿Por qué? Yo puedo ayudarte.

Oskar, no puede ser. Estoy demasiado débil.

¿Cómo es posible? Si has…

Lo estoy, nada más.

Y Oskar comprendió que él era el causante de la falta de energía de Eli. Toda la sangre que había perdido en la entrada. Si el viejo encontraba a Eli, sería culpa de Oskar.

¡La ropa!

Oskar se levantó tan deprisa que la silla cayó hacia atrás y golpeó contra el pavimento.

La bolsa con la ropa ensangrentada de Eli estaba todavía en el suelo delante del sofá, la camisa colgaba fuera. La empujó para dentro y el brazo se le puso como si hubiera apretado una esponja húmeda cuando cerró la bolsa y… Se detuvo, se miró la mano con la que había aplastado la camisa.

La herida que se había hecho tenía una costra un poco abierta que mostraba lo que había debajo.

… la sangre… no quería mezclarla… ¿me habré… contagiado ya?

Automáticamente se dirigió hacia la puerta con la bolsa en la mano, prestó atención por si se oía algo en el portal. Nada, y corrió escaleras arriba hasta el hueco por el que se tiraba la basura, abrió la portezuela. Introdujo la bolsa y la sostuvo en esa posición, moviéndola sobre la oscuridad del pozo.

Sopló una ráfaga de aire frío a través del agujero, enfriándole la mano que permanecía allí agarrada al nudo de plástico de la bolsa. El blanco de ésta resaltaba contra el negro de las paredes algo rugosas del túnel. Si la soltara, la bolsa no caería hacia arriba. Caería hacia abajo. La fuerza de la gravedad tiraría de ella hacia abajo. Hacia el saco.

Dentro de unos días llegaría el camión de la basura a buscar el saco. Venían por la mañana temprano. La luz anaranjada, parpadeante, se reflejaría en el techo de Oskar a la misma hora en que él solía despertarse y se quedaría en la cama oyendo el estruendo, el aplastamiento succionador cuando la basura era triturada. Puede que se levantara y mirara a los hombres con monos que con movimientos expertos echaban los sacos, apretaban el botón. Las fauces del camión de la basura que se cerraban y los hombres que saltaban dentro y conducían el pequeño trayecto hasta el siguiente portal.

Y aquello le daba siempre una sensación de… calor. De hallarse seguro en su habitación. De que las cosas funcionaban. Y quizá también un sentimiento de añoranza. De aquellos hombres, del camión. De poder estar sentado dentro de esa cabina débilmente iluminada, arrancar…

Soltar. Tengo que soltar.

Tenía la mano compulsivamente agarrada a la bolsa. Le dolía el brazo de tenerlo estirado tanto tiempo. La corriente le estaba empezando a enfriar el dorso de la mano. Soltó.

El roce de la bolsa al chocar contra las paredes, medio segundo de silencio cuando caía libremente y luego un golpe sordo cuando aterrizó en el saco.

Yo te ayudo.

Se volvió a mirar la mano. La mano que ayuda. La mano…

Mato a alguien. Entro y cojo el cuchillo y salgo y mato a alguien. A Jonny. Le corto el cuello, recojo la sangre y se la llevo a Eli a su casa porque qué importa si ya estoy contagiado y pronto voy a…

Las rodillas se le querían doblar y tuvo que apoyarse en el borde del hueco de las basuras para no caer al suelo. Había pensado aquello. En serio. No era como el juego con el árbol. Había pensado… por un momento… que iba a hacerlo realmente.

Calor. Tenía mucho calor, como de fiebre. Le dolía todo el cuerpo y quería acostarse. Ya.

Estoy contagiado. Me voy a convertir en un… vampiro.

Obligó a las piernas a bajar las escaleras mientras con una mano

la que no estaba contagiada

buscó apoyo en el pasamanos. Consiguió entrar en el piso, en su habitación, se echó en la cama y se quedó mirando fijamente el papel pintado. El bosque. Enseguida apareció una de sus figuras, mirándole a los ojos. El diminuto troll. Pasó el dedo sobre él mientras aparecía un pequeño pensamiento increíblemente tonto.

Mañana iré a la escuela.

Y tenía una copia que no había hecho. África. Debería levantarse y sentarse delante del escritorio, encender la lámpara y empezar a buscar en el atlas. Buscar palabras sin sentido y copiarlas en las líneas de puntos.

Eso era lo que debería hacer. Acarició lentamente el gorro del troll. Luego dio unos golpecitos.

E.L.I.

No hubo respuesta. Habrá salido y hará lo que nosotros hacemos.

Se puso el edredón encima de la cabeza. Unos escalofríos le recorrieron el cuerpo. Intentó imaginárselo. Cómo sería. Vivir para siempre. Temido, odiado. No. Eli no le odiaría. Si ellos… juntos…

Trató de figurárselo, fantaseó. Después de un rato se abrió la puerta de la calle y su madre llegó a casa.

Almohadas de grasa.

Tommy miraba con los ojos vacíos la imagen que tenía delante. La chica apretaba sus pechos con las manos de manera que parecían dos globos, poniendo morritos. Parecía absolutamente morboso. Había pensado en hacerse una paja, pero le pasaba algo en el cerebro porque tuvo la impresión de que la tía parecía como un monstruo.

Sorprendentemente despacio cerró la revista, la guardó debajo del cojín del sofá. Permanecía atento a cada movimiento por pequeño que éste fuera. Estaba totalmente amodorrado por el pegamento. Y era una suerte. El mundo no existía. Sólo la habitación en la que se encontraba, y fuera de ella… un desierto ondulado.

Staffan.

Intentó pensar en Staffan. No podía. No conseguía imaginárselo. Sólo veía a ese policía de cartón que estaba arriba, en Correos. En tamaño natural. Para disuadir a los ladrones.

¿Vamos a robar a Correos?

No, ¡tasloco, allí hay un policía de cartón!

Tommy se rio cuando al policía de papel le puso la cara de Staffan. Castigado. A vigilar Correos. También ponía algo en ese muñeco de cartón, ¿qué era lo que ponía?

Delinquir no vale la pena. No. La policía te ve. No. ¿Cómo cojones era? ¡Cuidado! ¡Que soy el ganador de tiro con pistola!

Tommy se reía. A carcajadas. Le daban sacudidas de la risa y le pareció que la bombilla pelada del techo se balanceaba hacia delante y hacia atrás al compás de su risa. Se rio de ello. ¡En guardia! ¡Policía de cartón! ¡Con pistola de cartón! ¡Y cerebro de cartón!

Sonaron unos golpes en su cabeza. Alguien quería entrar en Correos.

El policía de cartón aguza el oído. Hay doscientos papeles en Correos. Quitó el seguro de la pistola. Bang-bang. Paf. Paf. Paf. Pang.

… Staffan… mamá, joder…

Tommy se puso rígido. Intentó pensar. Imposible. Sólo una nube deshilachada en su cabeza. Luego se tranquilizó. Quizá fueran Robban o Lasse. O sería Staffan. Y estaba hecho de cartón.

Pene de imitación, hecho de cartón.

Tommy carraspeó, dijo con la voz pastosa:

—¿Quién es?

—Yo.

Reconoció la voz, pero no podía identificarla. Staffan no, en cualquier caso. No el papá de cartón. Barbapapá. Déjalo.

—¿Y quién eres?

—¿Puedes abrirme?

—El correo ha cerrado por hoy. Vuelve dentro de cinco años.

—Tengo dinero.

—¿Dinero de papel?

—Sí.

—Entonces está bien.

Se levantó del sofá. Despacio, despacio. Los contornos de las cosas no querían quedarse quietos. La cabeza llena de plomo. La visera de hormigón.

Permaneció quieto unos segundos, se tambaleó. El suelo de cemento se inclinaba como en sueños hacia la derecha, hacia la izquierda, como en la Casa Encantada. Fue hacia delante, paso a paso, levantó el pasador, empujó la puerta. Fuera estaba esa chica. La amiga de Oskar. Tommy se quedó mirándola fijamente sin comprender lo que veía.

Sol y playa.

La chica sólo llevaba encima un vestido ligero. Amarillo, con lunares blancos que absorbían la mirada de Tommy y él intentaba fijar la vista en los lunares, pero éstos empezaron a danzar, a moverse de tal manera que hacían que se mareara. Era unos veinte centímetros más baja que él.

Bonita como… como el verano.

—¿Ha llegado el verano de repente? —preguntó.

La chica ladeó la cabeza.

—¿Qué?

—No, como llevas puesto un… cómo se llama… vestido de verano.

—Sí.

Tommy asintió, satisfecho de haber encontrado la palabra. ¿Qué había dicho ella? ¿Dinero? Ah, sí. Oskar le habría contado…

—¿Es que quieres… comprar algo?

—Sí.

—¿El qué?

—¿Puedo entrar?

—Sí, sí.

—Di que puedo entrar.

Tommy hizo con el brazo un gesto exagerado, envolvente. Vio su propia mano moviéndose en ultrarrápido, un pez drogado nadando en el aire por encima del suelo.

—Entra. Bienvenida a la… sucursal.

No le quedaban fuerzas para estar más tiempo de pie. El suelo quería hacerse con él. Se volvió, se desplomó en el sofá. La chica entró, después cerró la puerta, echó el cerrojo. Él la vio como un pollo increíblemente grande, se rio de la ocurrencia. El pollo se sentó en la butaca.

—¿Qué pasa?

—Nada, yo sólo… estás tan… amarilla.

—Ah.

La chica cruzó las manos encima de un bolso pequeño sobre las rodillas. Él no se había fijado en que lo llevaba. No. Un bolso no. Más como un… neceser. Tommy lo miró. Uno ve un bolso. Se pregunta qué habrá en él.

—¿Qué llevas en… eso?

—Dinero.

—Sí, claro.

No. Esto no encaja. Aquí hay algo raro.

—¿Y qué es lo que quieres comprar?

La chica abrió la cremallera del neceser y sacó un billete de mil. Otro. Otro. Tres mil. Los billetes parecían ridículamente grandes en sus manos pequeñas cuando se inclinó y los puso en el suelo.

Tommy resopló:

—Pero ¿esto qué es?

—Tres mil.

—Sí. ¿Para qué?

—Para ti.

—No.

—Que sí.

—Será alguna cagada de… dinero del Monopoly o algo así, ¿no?

—No.

—¿No?

—No.

—Entonces, ¿por qué me lo das?

—Porque quiero comprarte algo.

—Quieres comprar algo por tres mil… no.

Tommy estiró uno de sus brazos todo lo que pudo, agarró un billete. Comprobó el tacto, lo arrugó, lo puso a contraluz y vio que llevaba la marca al agua. El mismo rey o lo que fuera que había en el billete. Auténtico.

—O sea, que no estás bromeando.

—No.

Tres mil. Puedo… viajar a algún sitio. Volar a algún sitio.

Staffan y su madre se podían quedar ahí y… Tommy sintió que se le aclaraba la cabeza. Todo esto era una locura, pero de acuerdo: tres mil. Ahí estaban. Ahora sólo quedaba saber…

—¿Qué es lo que quieres comprar entonces? Por esto puedes tener…

—Sangre.

—Sangre.

—Sí.

Tommy dio un bufido, meneó la cabeza.

—Oye, no, lo siento. Las reservas se… han acabado. La chica estaba sentada tranquilamente en la butaca, mirándole. Ni siquiera sonrió.

—No, pero en serio —dijo Tommy—: ¿qué quieres?

—Tú tienes el dinero… si yo tengo un poco de sangre.

—No tengo.

—Sí.

—No.

—Sí.

Tommy comprendió.

Qué cojones…

—¿Estás hablando en serio?

La chica señaló los billetes.

—No es peligroso.

—¿Pero… qué… cómo?

La chica metió la mano en el neceser, sacó algo. Un trozo de plástico blanco, rectangular. Lo meneó. Raspaba un poco. Entonces Tommy vio lo que era. Un paquete de cuchillas de afeitar. Lo dejó en la rodilla, sacó otra cosa. Un rectángulo de color carne. Una tirita grande.

Esto es ridículo.

—No, déjalo ya. No comprendes que… te puedo limpiar sencillamente ese dinero, ¿eh? Metérmelo en el bolsillo y decirte «No, qué va». ¿Tres mil? No las he visto en mi vida. Eso es mucho dinero, ¿no lo entiendes? ¿De dónde lo has sacado?

La chica cerró los ojos, suspiró. Cuando los abrió de nuevo ya no parecía tan amable.

—¿Quieres o no quieres?

Está hablando en serio. No me jodas que está hablando en serio. No… No…

—¿Qué vas a hacer…?, ¿un corte o así…?

La chica asintió, impaciente.

¿Un corte? Espera un poco. ESPERA ahí un momento… qué era eso… cerdos…

Arrugó el entrecejo. El pensamiento rebotaba en su cabeza como una pelota de goma lanzada con fuerza en una habitación, intentaba agarrarse, parar. Y se paró. Recordó. Abrió la boca. La miró a los ojos,

—¿No…?

—Pues sí.

—Esto será una broma, ¿no? Escucha: lárgate ahora mismo. No. Ahora te largas de aquí.

—Tengo una enfermedad. Necesito sangre. Te puedo dar más dinero si quieres.

Revolvía en el neceser, rebuscando, sacó otros dos billetes de mil, los dejó en el suelo. Cinco mil.

—Por favor.

El asesino. Vällingby. El cuello cortado. Pero qué cojones… esta chica…

—Para qué lo quieres… pero qué cojones… no eres más que una cría, tú…

—¿Tienes miedo?

—No, yo está claro que puedo… tú tienes miedo, ¿no?

—Sí.

—¿Por qué?

—Por si me dices que no.

—Bueno, pues te digo que no. Esto es… no, espabílate. Vete a casa.

La chica estaba sentada tranquilamente en la butaca, pensando. Después asintió con la cabeza, se levantó y recogió el dinero del suelo, lo guardó en el neceser. Tommy miraba el sitio donde habían estado. Cinco. Mil. Un ruido metálico al abrirse el cerrojo. Tommy se puso boca arriba en el sofá.

—Pero… ¿qué?…, ¿me vas a cortar el cuello?

—No. Sólo en la parte interior del codo. Un poco.

—¿Pero qué vas a hacer con ello?

—Bebérmelo.

—¿Ahora?

—Sí.

Tommy se sondeó por dentro y vio esa lámina de la circulación de la sangre puesta como un papel de calco en la parte interior de su cabeza. Sintió, tal vez por primera vez en su vida, que tenía una circulación sanguínea. No sólo puntos aislados, heridas por donde salen una o dos gotas de sangre, sino un gran árbol que bombeaba lleno de arterias llenas de… ¿cuánto sería?… cuatro, cinco litros de sangre.

—¿Qué enfermedad es ésa?

La chica no dijo nada, estaba al lado de la puerta con el picaporte en la mano, observándole, y las líneas de las arterias y de las venas de su cuerpo, el mapa, adquirieron de pronto el aspecto de una lámina de despiece. Eludió ese pensamiento, pensó en cambio: Hazte donante. Veinticinco coronas y un bocadillo de queso. Después dijo:

—Entonces, dame el dinero.

La chica abrió la cremallera del neceser, volvió a sacar los billetes.

—¿Y si te doy… tres ahora y dos después?

—Vale, vale. Pero podría sobradamente… echarme encima de ti y quitarte el dinero, ¿es que no lo entiendes?

—No. No podrías.

Le extendió tres billetes de mil, sujetos entre los dedos índice y corazón. Él miró cada uno de ellos a contraluz, comprobó que eran auténticos. Los enrolló como un cilindro y los cogió con la mano izquierda.

—Bueno. ¿Ahora entonces?

La chica dejó los otros dos billetes de mil en la butaca, se sentó de rodillas al lado del sofá, sacó el paquete de cuchillas del neceser, extrajo una cuchilla.

Ya ha hecho esto antes.

La chica volvió la cuchilla como para ver qué lado era el más afilado. Se lo acercó a la cara. Un leve aviso cuya única palabra era: Schvittt. Ella dijo:

—No se lo cuentes a nadie.

—¿Qué pasa entonces, di?

—No lo cuentes. A nadie.

—No —Tommy miró de reojo hacia su codo estirado, hacia los billetes que había en la butaca—. ¿Y cuánto me vas a sacar?

—Un litro.

—¿Es… mucho?

—Sí.

—¿Es tanto que yo…?

—No. No te pasará nada.

—Se renueva otra vez, claro.

—Sí.

Tommy asintió. Luego miró fascinado mientras la cuchilla, reluciente como un pequeño espejo, bajaba hasta su piel. Como si le estuviera pasando a otro, en algún otro sitio. Sólo vio el juego de líneas. Las mandíbulas de la chica, su pelo negro, su propio brazo blanco, el rectángulo de la cuchilla que apartaba el ralo vello del brazo y llegaba a su meta; se apoyó un momento sobre la vena hinchada, algo más oscura que la piel de alrededor.

Presionó hacia abajo, suave, suave. Una esquina se hundió en la piel sin romperla. Luego:

Schvittt

Una sacudida hacia atrás y Tommy resopló, apretó la otra mano, en la que tenía los billetes, con más fuerza. Dentro de su cabeza, los dientes retumbaron al apretar y rechinar unos contra otros. Apareció la sangre, salía a borbotones.

El tintineo cuando la cuchilla cayó al suelo y la chica cogió su brazo con las dos manos, apretando sus labios contra el pliegue del codo.

Tommy volvió la cabeza, no sintió más que sus cálidos labios, la lengua batiendo contra su piel y de nuevo vio el mapa interior de su cuerpo, los canales por los que corría la sangre, agitándose contra… la hendidura.

Sale de mí.

Sí. El dolor iba aumentando. El brazo empezaba a paralizarse, ya no sentía los labios, sólo la succión, cómo se… absorbía de él, cómo…

Sale.

Se asustó. Quería dejarlo. Dolía demasiado. Los ojos se le llenaron de lágrimas, abrió la boca para decir algo, para… no pudo. No había palabras que pudieran… Dobló el brazo que tenía libre sobre la boca, apretando la mano cerrada contra los labios. Sintió el cilindro de papel que sobresalía. Lo mordió.

21.17, domingo por la tarde, explanada de Ängby.

Un hombre es observado fuera de un salón de peluquería. Está con la cara y las manos apoyadas contra el escaparate. Parece muy borracho. La policía llega al lugar quince minutos más tarde. El hombre ya lo ha abandonado. Los cristales de la ventana no presentan ningún daño, sólo restos de barro y tierra. En el escaparate iluminado unas cuantas fotos de jóvenes, modelos de peluquería.

—¿Estás dormido?

—No.

Un soplo de perfume y de frío cuando su madre entró en la habitación de Oskar y se sentó al borde de la cama.

—¿Te lo has pasado bien?

—Sí, claro.

—¿Qué has hecho?

—Nada especial.

—He visto los periódicos. En la mesa de la cocina.

—Mmm.

Oskar se tapó más con el edredón, hizo como que bostezaba.

—¿Tienes sueño?

—Mmm.

Verdad y mentira. Estaba cansado, tan cansado que le zumbaba la cabeza. Quería solamente envolverse en el edredón, cerrar la entrada y no salir hasta que… hasta que… pero sueño, no. Y… ¿podría dormir ahora que estaba contagiado?

Oyó que su madre le preguntaba algo acerca de su padre, y dijo «bien» sin saber a qué estaba respondiendo. Se quedaron en silencio. Después su madre suspiró, profundamente.

—Pero pequeño, ¿qué te pasa? ¿Puedo hacer algo?

—No.

—¿Qué es lo que te pasa?

Oskar hundió la cabeza en la almohada, respirando de tal manera que la nariz, la boca y los labios se le llenaron de aire caliente. No podía soportarlo. Demasiado difícil. Tenía que contárselo a alguien. Con la cabeza en la almohada dijo:

—… yotoyagiado…

—¿Qué has dicho?

Oskar levantó la cabeza de la almohada.

—Estoy contagiado.

La mano de su madre le acarició el pelo, la nuca, siguió hacia abajo y el edredón se deslizó un poco.

—Cómo que conta… pero… si tienes la ropa puesta.

—Sí, es que…

—A ver que te miro. ¿Tienes calor? —puso su fría mejilla en la frente de su hijo—. Tienes fiebre. Ven. Tienes que quitarte la ropa y acostarte como es debido. —Se levantó de la cama sacudiendo con cuidado a Oskar en el hombro—: Vamos.

Ella respiró con más fuerza, se le ocurrió algo. Dijo en otro tono:

—¿Te has vestido en condiciones cuando has estado en casa de papá?

—Sí, claro. No es eso.

—¿Te has puesto el gorro?

—Síí. No es eso.

—Entonces, ¿qué es?

Oskar volvió a apoyar la cabeza en la almohada, se abrazó a ella y dijo:

—… ooyasermpiro…

—Oskar, ¿qué dices?

—Me voy a convertir en vampiro.

Pausa. El sonido calmado del abrigo de su madre cuando ésta se cruzó de brazos.

—Oskar. Ahora te levantas. Te quitas la ropa. Y te metes en la cama.

—Me voy a convertir en un vampiro.

La respiración de su madre. Evidentemente, enfadada.

—Mañana voy a ser yo la que coja y tire todos esos libros que lees.

El edredón de Oskar desapareció. Se levantó, se quitó la ropa despacio; evitó mirar a su madre. Se volvió a meter en la cama y ella le colocó bien el edredón.

—¿Quieres algo?

Oskar negó con la cabeza.

—¿Tomamos la temperatura…?

Oskar meneó la cabeza con más fuerza. Entonces miró a su madre. Ella estaba inclinada sobre la cama, con las manos sobre las rodillas. Los ojos observadores, preocupados.

—¿Quieres algo?

—No. Bueno, sí.

—¿Qué es?

—No, no era nada.

—Pero dilo.

—¿Me puedes… contar un cuento?

Un vislumbre de diferentes sentimientos cruzó el rostro de su madre: tristeza, alegría, inquietud, una sonrisa forzada, una arruga de preocupación. Todo en unos segundos. Luego dijo:

—Yo… no me sé ningún cuento. Pero… puedo leerte uno si quieres. Si tenemos algún libro…

Su mirada voló hacia la estantería que había al lado de la cabeza de Oskar.

—No, no hace falta.

—Pero si lo hago encantada.

—No. No quiero.

—¿Por qué no? Si acabas de decir…

—Sí, pero… no. No quiero.

—¿Te… canto algo?

—¡No!

Su madre se mordió los labios, ofendida. Después decidió no estarlo, puesto que Oskar estaba enfermo:

—Tal vez pueda inventarme algo si eso…

—No, está bien. Ahora quiero dormir.

Su madre acabó dándole las buenas noches, salió de la habitación. Oskar permaneció acostado con los ojos abiertos mirando hacia la ventana. Trataba de notar si se estaba… convirtiendo. No sabía lo que tenía que notar. Eli. ¿Cómo fue en realidad cuando él se… convirtió?

Separarse de todo.

Abandonar. Madre, padre, la escuela… Jonny, Tomas… Estar con Eli. Siempre.

Oyó cómo se encendía la tele en el cuarto de estar, se bajaba enseguida el volumen. El ruido suave de la tetera en la cocina. El fuego de la cocina que se enciende, el tintineo de copas y tazas. Armarios que se abren.

Los sonidos habituales. Los había oído cientos de veces. Y se puso triste.

Las heridas se habían curado. De los arañazos sólo quedaban en el cuerpo de Virginia líneas blancas, en algunos sitios restos de costras que aún no se habían desprendido. Lacke le acariciaba la mano, sujeta al cuerpo por un cinturón de cuero, y una costra más se desmigó bajo sus dedos.

Virginia había opuesto resistencia. Una resistencia violenta cuando recuperó la consciencia y comprendió lo que estaba a punto de suceder. Se arrancó la sonda para la transfusión de sangre, gritó y pataleó.

Lacke no tuvo fuerzas para ver cómo peleaban con ella, que estaba como transformada. Bajó a la cafetería y se tomó un café. Después otro y otro más. Cuando iba a servirse el cuarto, la cajera le recordó cansada que sólo estaba incluida una taza extra. Lacke le había contestado que estaba sin blanca, y se sentía tan mal como si se fuera a morir al día siguiente, y que si no podía hacer una excepción.

Sí que podía. Incluso invitó a Lacke a un bollo «que de todos modos habría que tirar mañana». Se comió el bollo con un nudo en la garganta, pensando en la bondad relativa de las personas y en su relativa maldad. Luego salió a la entrada y se fumó su penúltimo cigarro del paquete antes de subir a ver a Virginia.

Se la encontró atada.

Una enfermera había recibido tal golpe que las gafas se le rompieron y un trozo de cristal le había cortado una ceja. Los intentos de tranquilizar a Virginia resultaron vanos. No se habían atrevido a ponerle ninguna inyección a causa de su estado general, y por eso le habían sujetado los brazos con cinturones de cuero, sobre todo para, eso dijeron, «evitar que ella misma se lesionara».

Lacke frotó la costra entre los dedos; un polvo fino como pigmento le coloreó de rojo las yemas. Un movimiento en el rabillo del ojo; la sangre de la bolsa que colgaba del pie al lado de la cama de Virginia goteaba en un cilindro de plástico y bajaba por la sonda hasta entrar en el brazo de su amiga.

Evidentemente, primero, cuando determinaron su grupo sanguíneo, le habían hecho una transfusión en la que bombearon un cierto volumen de sangre, pero ahora, cuando su estado se había estabilizado, se la administraban con goteo. En la bolsa medio llena había una etiqueta con un montón de indicaciones incomprensibles, dominadas por una A grande. El grupo sanguíneo, claro.

Pero… espera un poco…

Lacke tenía el grupo B. Recordaba que él y Virginia habían hablado de ello alguna vez, que Virginia también tenía ese grupo y que por eso podían… sí. Justamente eso fue lo que dijeron. Que podían darse sangre el uno al otro porque compartían el mismo grupo sanguíneo. Y Lacke tenía B, de eso estaba seguro.

Se levantó, salió al pasillo.

¿No cometerán errores de este tipo?

Encontró a una enfermera.

—Perdona, pero…

Ella echó una mirada a su ropa vieja, se mantuvo algo expectante, dijo:

—Sí.

—Sólo me pregunto… Virginia… Virginia Lindblad, que… la habéis ingresado antes…

La enfermera asintió, adoptando ahora una actitud casi de rechazo. Quizá había estado presente cuando ellos…

—No, sólo quiero saber… el grupo sanguíneo.

—¿Qué pasa con él?

—Sí, que he visto que pone A en la bolsa que… pero ella no tiene ese grupo.

—No entiendo.

—Pues… eh… ¿Puedes venir un momento?

La enfermera echó un vistazo al pasillo. Tal vez para comprobar si había alguien que pudiera ayudarla si aquello se ponía feo, tal vez para demostrar que tenía cosas más importantes que hacer, pero de todas formas acompañó a Lacke a la habitación en la que Virginia estaba tumbada con los ojos cerrados y la sangre goteando despacio a través del tubo. Lacke señaló la bolsa:

—Aquí. Aquí pone A. Quiere eso decir que…

—Que hay sangre del grupo A en ella. Hay una falta enorme de donantes en la actualidad. Si la gente supiera cómo…

—Perdona. Sí. Pero ella tiene el grupo B. ¿No es peligroso entonces…?

—Sí, claro que lo es…

La enfermera no fue directamente desagradable, pero su actitud daba a entender que el derecho de Lacke a poner en tela de juicio la competencia del hospital era mínimo. Se encogió ligeramente de hombros, añadió:

—… si uno tiene el grupo B. Pero este paciente no lo tiene. Ella tiene el grupo AB.

—Pero… ahí pone A… en la bolsa.

La enfermera lanzó un suspiró, como si le estuviera explicando a un niño que no hay personas en la luna.

—Las personas con sangre del grupo AB pueden recibir sangre de todos los grupos sanguíneos.

—Pero… bueno. Entonces ha cambiado de grupo.

La enfermera arqueó las cejas. El niño acababa de asegurar que había estado en la luna y había visto gente allí arriba. Con un movimiento de la mano, como si estuviera cortando una cinta, dijo:

—Eso sencillamente no sucede.

—No, bueno. Pues se equivocaría entonces.

—Será eso. Si me disculpas, tengo otras cosas que hacer ahora.

La enfermera controló la sonda del brazo de Virginia, giró un poco el pie del goteo y con una mirada que decía que aquéllas eran cosas importantes y que Dios te libre de enredar con ellas, abandonó la habitación con paso firme.

¿Qué pasa si a uno le ponen la sangre del grupo que no es? La sangre… se coagula.

No. Tiene que haber sido Virginia la que se equivocara.

Se dirigió a una esquina de la habitación en la que había una pequeña butaca, una mesa con una flor de plástico. Se sentó en la butaca y observó la habitación. Paredes desnudas, suelo reluciente. Tubo fluorescente en el techo. La cama de Virginia de barras de acero; sobre ella, una manta amarilla, descolorida, en la que ponía Diputación.

Así va a ser.

En Dostoievski, la enfermedad y la muerte eran casi siempre sucias, pobres. Aplastado bajo la rueda de un carro, barro, tifus, pañuelos manchados de sangre. Y así sucesivamente. Pero qué leches, ¿acaso era preferible aquello antes que esto? Antes que quedar apartado en una especie de máquina reluciente.

Lacke se echó hacia atrás en la butaca, cerró los ojos. El respaldo era demasiado corto, se le vencía la cabeza. Se enderezó, puso el codo en el reposabrazos y apoyó la cara en la mano. Contempló la flor de plástico. Era como si la hubieran puesto allí únicamente con la intención de subrayar que en ese lugar no se permitían cosas vivas, aquí todo estaba como debe ser.

La flor permaneció en su retina cuando cerró los ojos de nuevo. Se convirtió en una flor de verdad, creció, se convirtió en un jardín. El jardín de la casa que se iban a comprar. Lacke estaba en el jardín mirando un rosal con esplendorosas rosas rojas. Desde la casa salía la sombra alargada de una persona. El sol descendió rápidamente y la sombra creció, se hizo más larga, se extendía por todo el jardín…

Dio un respingo y se despertó. La mano estaba llena de saliva que le había caído por la comisura de los labios mientras dormía. Se pasó la mano por la boca, paladeó e intentó enderezar la cabeza. No podía. La nuca se había quedado bloqueada. La obligó a enderezarse con un crujido del ligamento, se detuvo.

Unos ojos muy abiertos lo estaban mirando.

—¡Hola! Estás…

La boca se cerró. Virginia estaba boca arriba, atada con las correas, con el rostro vuelto hacia él. Pero la cara estaba demasiado quieta. Ni un gesto de reconocimiento, de alegría… nada. Los ojos no parpadeaban.

¡Muerta! Está…

Lacke se levantó de la butaca y algo se le quebró en la nuca. Se tiró de rodillas delante de la cama, se agarró a las barras de acero y acercó su rostro al de Virginia como si quisiera, con su presencia, obligar al alma a que volviera de las profundidades a la cara de su amiga.

—¡Ginja! ¿Me oyes?

Nada. Sin embargo podría jurar que sus ojos, de alguna manera, veían en los ojos de él, que no estaban muertos. La buscó a través de ellos; lanzaba ganchos de abordaje desde sí mismo hasta los agujeros que eran las pupilas de Virginia para allí, en la oscuridad, agarrarse si…

Las pupilas. Ése es el aspecto que tienen cuando uno

Sus pupilas no eran redondas. Las tenía alargadas en sentido vertical, estiradas en punta. Hizo una mueca cuando un hilillo frío de dolor se deshizo en su nuca, se echó la mano y se frotó.

Virginia parpadeó. Abrió los ojos de nuevo. Y estaba allí.

Lacke abrió la boca como un tonto, se siguió frotando la nuca con la mano de forma mecánica.

Un crujido como de madera cuando Virginia le preguntó:

—¿Te duele?

Lacke retiró la mano de la nuca, como si lo hubieran sorprendido haciendo algo feo.

—No, yo sólo… creía que estabas…

—Estoy atada.

—Sí… peleaste un poco antes. Espera, voy a… —Lacke metió la mano entre dos barras de la cama, empezó a aflojar los cinturones.

—No.

—¿Qué?

—Déjalo como está.

Lacke vaciló con la correa entre los dedos.

—¿Vas a pelear más, o qué? Virginia cerró un poco los ojos.

—Déjalo como está.

Lacke soltó el cinturón, no sabía qué hacer con las manos privadas de su tarea. Sin levantarse, girando las rodillas, arrimó, con un nuevo latigazo de dolor en la nuca como consecuencia, la pequeña butaca a la cama y se subió torpemente a ella.

Virginia asintió casi imperceptiblemente.

—¿Has llamado a Lena?

—No. Puedo…

—Bien.

—¿No quieres que…?

—No.

Entre los dos se hizo el silencio. Un silencio que es especial de los hospitales y que se deriva de la propia situación —uno en la cama, herido o enfermo, y el otro sano al lado— que en realidad lo explica todo. Las palabras se vuelven pequeñas, superficiales. Sólo se puede decir lo más importante. Se estuvieron mirando un rato. Se dijeron lo que se podían haber dicho, sin palabras. Después Virginia volvió la cabeza, se quedó mirando al techo.

—Tienes que ayudarme.

—Lo que haga falta.

Virginia se humedeció los labios, tomó aliento y soltó el aire con un suspiro tan profundo y tan largo que parecía que expulsara reservas ocultas en su cuerpo. Después deslizó su mirada sobre el cuerpo de Lacke. Escrutando, como si estuviera dando el último adiós al cadáver de un ser querido y quisiera grabar su imagen en la memoria. Se frotó los labios y por fin consiguió pronunciar las palabras.

—Soy vampira.

Las comisuras de los labios de Lacke quisieron dibujar una mueca de burla; la boca, algún comentario que allanara la situación, preferiblemente algo cómico. Pero las comisuras no se movieron y el comentario se esfumó, no llegó nunca hasta los labios. En vez de eso le salió sólo un «no».

Se llevó la mano a la nuca para cambiar de posición, la inmovilidad que convertía todas las palabras en verdades. Virginia habló con calma, contenida.

—Me fui a por Gösta. Para matarlo. Si no hubiera pasado… lo que pasó, lo habría hecho. Y luego… hubiera bebido su sangre. Lo habría hecho. Era mi intención. Con todo. ¿Entiendes?

La mirada de Lacke vagaba por las paredes de la habitación como si buscara un mosquito, la causa del doloroso, silbante sonido que en silencio cosquilleaba en su cerebro haciéndole imposible pensar. Se paró finalmente en los tubos fluorescentes del techo.

—Putos tubos, qué manera de zumbar.

Virginia miró el tubo, y dijo:

—No soporto la luz. No puedo comer nada. Tengo unos pensamientos terribles. Voy a hacer daño a la gente. A ti. No quiero vivir. Por fin algo concreto, algo a lo que se podía contestar.

—No digas eso —dijo Lacke—. ¿Me oyes? No digas eso. ¿Lo oyes?

—No entiendes.

—No, claro que no lo entiendo. Pero tú no te vas a morir, joder. ¿Lo sabes? Ahora estás aquí ingresada, hablas, estás… es normal.

Lacke se levantó de la butaca, dio unos pasos al tuntún extendiendo la mano.

—Es que no puedes… no puedes decir eso.

—Lacke. ¿Lacke?

—Sí.

—Lo sabes. Sabes que es verdad. ¿No es así?

—¿El qué?

—Lo que te estoy diciendo.

Lacke resopló, sacudió la cabeza mientras se daba palmadas en el cuerpo, en los bolsillos.

—Tengo que fumarme un cigarro. Esto…

Buscó el arrugado paquete, el encendedor. Consiguió sacar el último pitillo, se lo puso en la boca. Después se dio cuenta de dónde estaba. Se guardó el cigarro.

—Joder, me echarán de aquí de cabeza si…

—Abre la ventana.

—Quieres decir que me tire yo solo.

Virginia sonrió. Lacke se acercó a la ventana, la abrió de par en par y sacó el cuerpo todo lo que pudo.

La enfermera con la que había hablado seguro que podía notar el humo a diez kilómetros. Encendió el cigarrillo y dio una calada profunda, esforzándose por echar el humo de manera que no entrara por la ventana, mientras contemplaba las estrellas. Detrás de él, Virginia comenzó a hablar de nuevo:

—Fue ese niño. Me contagió. Y luego… no ha hecho más que crecer. Sé dónde está. En el corazón. En todo el corazón. Como el cáncer. No puedo controlarlo.

Lacke expulsó un poco de humo. Su voz retumbó entre los altos edificios de alrededor.

—No dices más que tonterías. Tú eres… normal.

—Me esfuerzo. Y, además, ahora me han puesto sangre. Pero me puedo debilitar. En cualquier momento me puedo debilitar. Y entonces, él toma el control. Lo sé. Me ha pasado. —Virginia respiró profundamente unas cuantas veces, continuó—: Tú estás ahí. Te veo. Y quiero… morderte.

Lacke no sabía si era la contractura de su nuca u otra cosa lo que se deslizaba por su espalda. Se sintió de pronto desprotegido. Rápidamente apagó el pitillo contra la pared y lanzó la colilla con los dedos dibujando un arco. Se volvió hacia dentro, hacia la habitación.

—Esto es una locura.

—Sí. Pero es así.

Lacke se cruzó de brazos. Con una sonrisa grave preguntó:

—Entonces ¿qué quieres que haga?

—Quiero que… destroces mi corazón.

—¿Qué dices? ¿Cómo?

—Como quieras.

Lacke alzó los ojos.

—¿Pero tú te oyes? ¿Cómo suena? Es una locura. ¿Cómo? ¿Voy a… clavarte una estaca, o qué?

—Sí.

—No, no, no. Puedes ir olvidándote de eso, ya lo sabes. Tendrás que buscarte algo mejor.

Lacke se reía meneando la cabeza. Virginia lo miraba mientras iba de un lado a otro de la habitación, todavía con los brazos cruzados. Después ella, sosegada, asintió:

—De acuerdo.

Él se le acercó, tomó su mano. Era ridículo que la tuviera… sujeta. Apenas tenía espacio para cogérsela entre las suyas. La mano de su amiga era cálida, acariciaba la suya. Con la que tenía libre le rozó la mejilla.

—¿No quieres que te quite estos cinturones?

—No. Puede… venir.

—Te vas a poner bien. Todo esto se va a arreglar. Yo sólo te tengo a ti. ¿Quieres que te cuente un secreto?

Sin soltar la mano de Virginia, se sentó en la butaca y empezó a contárselo. Todo. Los sellos, el león, Noruega, el dinero. La casita que iban a tener. Pintada del tradicional color rojo de Falun. Explayándose en imaginaciones acerca de cómo iba a ser el jardín, qué flores iban a plantar y cómo podrían sacar fuera una mesa pequeña, hacer un cenador en el que se pudieran sentar y…

En algún momento en medio de todo empezaron a caer lágrimas de los ojos de Virginia. Perlas silenciosas y transparentes que le corrieron por las mejillas y mojaron el almohadón. Sin hipidos, sólo lágrimas que caían, ¿joyas de tristeza… o de alegría?

Lacke se calló. Virginia apretó su mano con fuerza.

Después Lacke salió al pasillo, consiguió con una buena dosis de persuasión y una buena dosis de ruegos hacer que el personal pusiera una cama extra en la habitación. Lacke la movió de manera que quedó justo al lado de la de Virginia. Luego apagó la luz, se quitó la ropa y se metió bajo las tiesas sábanas, buscó y encontró la mano de ella.

Estuvieron así, en silencio, mucho tiempo. Luego vinieron las palabras:

—Lacke. Te quiero.

Y Lacke no contestó. Dejó que las palabras flotaran en el aire. Que se inflamaran y crecieran hasta convertirse en una manta grande y roja que planeara sobre la habitación, se posara sobre él y lo mantuviera caliente toda la noche.

4.23, lunes por la mañana, plaza de Islandstorget.

Algunas personas próximas a la calle Björnsonsgatan son despertadas por unos fuertes gritos. Alguien llama a la policía creyendo que es un bebé el que grita. Cuando la policía llega al lugar, diez minutos más tarde, los gritos han dejado de oírse. Registran la zona y encuentran varios gatos muertos. Algunos aparecen con las extremidades separadas del cuerpo. La policía anota el nombre y el número de teléfono de los gatos que llevan collar con la intención de ponerse en contacto con sus dueños. Llaman a los servicios de limpieza del ayuntamiento para que despejen la zona.

Media hora hasta la salida del sol.

Eli está sentado en el sofá del cuarto de estar. Ha permanecido en casa toda la noche, la madrugada. Ha empaquetado lo que se puede empaquetar.

Mañana por la tarde, tan pronto como oscurezca, irá a una cabina, pedirá un taxi. Desconoce a qué número tiene que llamar, pero probablemente eso es algo que todo el mundo sabe. No tiene más que preguntar. Cuando llegue el taxi cargará sus tres cajas en el maletero y le pedirá al taxista que le lleve…

¿Adónde?

Eli cierra los ojos, intenta imaginarse un lugar en el que le gustaría estar.

Como siempre, lo primero que aparece es la imagen de la casita en donde vivía con sus padres, sus hermanos. Pero ha desaparecido. En las afueras de Norrköping, en el lugar donde estaba, hay ahora una rotonda. El arroyo en el que su madre aclaraba la ropa se ha secado, se ha convertido en una hondonada al lado del arcén.

Eli tiene mucho dinero. Podría pedirle al taxista que condujera a cualquier sitio, tan lejos como la oscuridad se lo permitiera. Hacia el norte. Hacia el sur. Sentarse en el asiento de atrás y decirle que condujera hacia el norte por dos mil coronas. Luego bajarse del taxi. Empezar de nuevo. Encontrar a alguien que…

Eli echa la cabeza para atrás, gritando hacia el techo:

—¡No quiero!

Las polvorientas telarañas se balancean un poco con el aire que expulsa al gritar. El sonido se ahoga en la habitación cerrada. Eli se lleva las manos a la cara, apretando las yemas de los dedos contra los párpados. Siente en el cuerpo la proximidad del amanecer como un desasosiego. Susurra:

—Dios. ¿Dios? ¿Por qué no puedo yo tener nada? ¿Por qué no puedo…?

Lleva años repitiendo la misma pregunta.

¿Por qué no puedo vivir? Porque deberías estar muerto.

Solamente una vez desde que se contagió había encontrado a otra persona portadora. Una mujer mayor. Igual de cínica y de estropeada que el hombre de la peluca. Pero Eli tuvo entonces respuesta a una pregunta que le había tenido preocupado.

—¿Somos muchos?

La mujer, meneando la cabeza, dijo con fingida tristeza:

—No. Somos muy pocos, muy pocos.

—¿Por qué?

—¿Por qué? Pues porque la mayoría se suicida, claro. Eso te lo puedes imaginar. Tan duuuro de sobrellevar, huy, huy, huy —agitó las manos y añadió con voz chillona—: Ooooh, yo no puedo tener muertos sobre mi conciencia.

—¿Podemos morir?

—Pues claro. Basta con prendernos fuego nosotros mismos. O dejar que la gente lo haga; lo hacen encantados, siempre lo han hecho. O… —la mujer alargó su dedo índice, lo presionó con fuerza en el pecho de Eli, por encima del corazón—: Ahí. Es ahí donde está, ¿no es cierto? Pero ahora, querido, se me ha ocurrido una buena idea…

Y Eli había podido huir de aquella buena idea. Como antes. Como después.

Se puso la mano sobre el corazón, sintió sus lentos latidos. Quizá fuera porque era un niño. Quizá por eso no había acabado con todo. Los remordimientos de conciencia, menores que las ganas de vivir.

Eli se levantó del sofá. Håkan no vendría aquella noche. Pero antes de acostarse tenía que ir a ver a Tommy. Ver que se había recuperado. Que no se había contagiado. Por Oskar, quería ir a comprobar si Tommy se encontraba bien.

Apagó todas las luces y salió de casa.

Abajo, en el portal de Tommy, no tuvo más que empujar la puerta del sótano; hacía tiempo, cuando estuvo allí abajo con Oskar, había metido una pelotilla de papel en la cerradura para que el pestillo no se bloqueara al cerrar la puerta. Entró en el pasillo del sótano y la puerta se abatió tras él con un golpe sordo.

Se paró, escuchó. Nada.

No se oía la respiración de alguien dormido; sólo ese persistente olor a disolvente, pegamento. Recorrió el pasillo con paso rápido hasta llegar al trastero, abrió la puerta.

Vacío.

Veinte minutos hasta el amanecer.

Tommy había pasado la noche en una modorra de sueños, despertares, pesadillas. No sabía cuánto tiempo había transcurrido cuando empezó a despertarse de verdad. La luz de la bombilla pelada del sótano era siempre la misma. Podía ser el amanecer, por la mañana temprano, de día. A lo mejor había empezado ya la escuela. Le daba igual.

La boca le sabía a pegamento. Recién despertado miró a su alrededor. Encima de su pecho había dos billetes. De mil. Dobló el brazo para cogerlos, sintió que le tiraba. Tenía una tirita grande pegada en el pliegue del codo, en el centro de la tirita había una mancha pequeña de sangre que la había traspasado.

Era… algo más…

Se dio la vuelta en el sofá, buscó a lo largo debajo de los cojines y encontró el rollo que había perdido durante la noche. Otras tres mil. Extendió los billetes, los juntó con los del pecho, sopesó cuánto era, los frotó. Cinco mil. Todo lo que podía desear.

Se miró la tirita, se rio. Joder qué bien pagado, sólo por tumbarse y cerrar los ojos.

Joder qué bien pagado, sólo por tumbarse y cerrar los ojos. ¿Cómo era eso? Lo había dicho alguien, alguien…

Sí, eso era. La hermana de Tobbe, ¿cómo se llamaba…?, ¿Ingela? Iba de puta, le había dicho Tobbe. Que le pagaban quinientas coronas por eso, y el comentario de Tobbe fue:

—Joder qué bien pagado, sólo por…

Sólo por tumbarse y cerrar los ojos.

Tommy apretó los billetes que tenía en la mano, los aplastó hasta hacer con ellos una bola. Ella había pagado por, y había bebido de, su sangre. Una enfermedad, había dicho. ¿Pero qué puta enfermedad era ésa? Nunca había oído hablar de algo semejante. Y si uno tenía una cosa así, entonces uno se iba al hospital, allí le darían… Pero, joder, no se bajaba uno al sótano con cinco mil y…

Schvittt.

¿No?

Tommy se sentó en el sofá, se desprendió del edredón.

Eso no existe. No, no. Vampiros. La chica, la del vestido amarillo tiene de alguna manera que creer que ella es… pero espera, espera. Estaba lo de ese asesino ritual que… ése al que andan buscando…

Tommy apoyó la cabeza en las manos; los billetes crujieron contra su oreja. No acababa de entenderlo. Pero de todos modos le dio un miedo terrible aquella chica.

Justo cuando había empezado a sopesar la idea de subir al piso a pesar de todo, aunque fuera todavía de noche, de soportar lo que se le iba a venir encima, oyó cómo se abría la puerta arriba, en su portal. El corazón le latía como el de un pájaro asustado y lanzó una mirada a su alrededor.

Un arma.

Lo único que había era el cepillo de barrer. La boca de Tommy dibujó una mueca que duró un segundo.

El cepillo de barrer, una buena arma contra los vampiros.

Luego se acordó, se levantó y salió del trastero mientras se guardaba el dinero en el bolsillo del pantalón. Cruzó el pasillo de una zancada y se deslizó dentro del refugio al mismo tiempo que se abría la puerta del sótano. No se atrevió a cerrar por miedo a que ella lo oyera.

Se acurrucó en la oscuridad, intentando hacer el menor ruido posible al respirar.

La cuchilla relucía en el suelo. En una de las esquinas tenía una mancha de color marrón, como de óxido. Eli cortó un trozo de la portada de un periódico, envolvió la cuchilla en el papel y se la guardó en el bolsillo.

Tommy había desaparecido, lo cual significaba que estaba vivo. Había salido de allí por su propio pie, se habría ido a casa a dormir y, aunque pudiera relacionar los hechos, no sabía dónde vivía Eli, así que…

Todo está como debe estar. Todo está… estupendamente. El cepillo de madera estaba apoyado contra la pared, con su palo largo.

Eli lo cogió, partió el palo contra la rodilla, por abajo, casi a la altura del cepillo. Quedó una superficie irregular, en punta. Una estaca delgada del largo de un brazo. Se puso la punta contra el pecho, entre dos costillas. Exactamente en el punto donde la mujer había clavado su dedo índice.

Respiró profundamente, agarró el palo y trató de pensar.

¡Dentro! ¡Dentro!

Expulsó el aire, aflojó la presión. Lo volvió a apretar. Con fuerza.

Llevaba dos minutos con la punta a un centímetro del corazón, apretando fuertemente el palo con la mano, cuando se oyó el cerrojo de la puerta del sótano y ésta deslizándose.

Eli se quitó la estaca de madera del pecho, escuchó. Pasos lentos, inseguros, en el pasillo, como de un niño que acabara de aprender a andar. De un niño grande que acabara de aprender a andar.

Tommy oyó los pasos y pensó: ¿Quién?

Ni Staffan, ni Lasse, ni Robban. Alguien que parecía enfermo, alguien que arrastraba algo muy pesado… ¡Papá Noel! Se llevó la mano a la boca para ahogar una risita cuando se imaginó a Papá Noel, en la versión de Disney…

¡Hohoho! ¡Say «mamá»!

… llegar dando tumbos por el pasillo del sótano con su enorme saco a la espalda.

Sus labios temblaron bajo la palma de la mano y apretó los dientes para evitar que entrechocaran unos con otros. Todavía en cuclillas se alejó de la puerta paso a paso. Sintió el ángulo del rincón contra su espalda al mismo tiempo que el haz de luz que entraba por la abertura de la puerta se oscurecía.

Papá Noel estaba parado entre la lámpara y el refugio. Tommy se tapó la boca con las dos manos para no gritar, temiendo que la puerta se abriera.

No había escapatoria.

A través de las rendijas de la puerta se dibujaba el cuerpo de Håkan con líneas entrecortadas. Eli alargó el palo todo lo que pudo, empujó la puerta con él. Se abrió un decímetro, luego se interpuso el cuerpo que había fuera.

Una mano agarró el borde de la puerta, tirando de ella hacia arriba con tanta fuerza que ésta chocó contra la pared, se salió de un gozne. La puerta se descolgó y rebotó colgando torcida, golpeando el hombro al cuerpo que ahora llenaba el hueco de la puerta.

¿Qué quieres de mí?

Todavía se podían distinguir manchas de color azul claro en la bata que le cubría el cuerpo hasta las rodillas. El resto era un mapa sucio de tierra, barro y manchas que la nariz de Eli pudo identificar como sangre de animales, sangre humana. La bata estaba rota por varios sitios; en las aberturas se vislumbraba una piel blanca, marcada con rasguños que no curarían nunca.

La cara no había cambiado. Una masa mal trabajada de carne desnuda con un único ojo rojo estampado allí como de broma, una guinda pasada para coronar un pastel podrido. Pero ahora tenía la boca abierta.

Un agujero negro en la mitad inferior de la cara. No había labios que pudieran ocultar los dientes, que estaban al descubierto; una irregular corona blanca que hacía la oscuridad aún más oscura. El agujero se ensanchó, se redujo como si masticara algo y de él salió:

—Eeeiiiij.

No se podía distinguir si el sonido quería decir «hej» o «Eli», puesto que pronunciaba la jota o la ele sin ayuda de los labios o de la lengua. Eli dirigió el palo hacia el corazón de Håkan, diciendo:

—Hola.

¿Qué quieres?

La no-muerte. Eli no sabía nada de ella. No sabía si el ser que tenía delante estaba dominado por las mismas limitaciones que él mismo. Si sería suficiente con destrozarle el corazón. Sin embargo, el hecho de que Håkan estuviera parado ante el hueco de la puerta parecía indicar una cosa: que necesitaba una invitación.

La pupila de Håkan se movía de arriba abajo, sobre el cuerpo de Eli que se sentía desprotegido con el ligero vestido amarillo. Habría deseado que tuviera más tela, que hubiera más obstáculos entre su propio cuerpo y el de Håkan. Tanteando, acercó el palo al pecho de éste.

¿Podrá sentir algo? ¿Podrá ya siquiera… sentir miedo? Eli revivió una sensación casi olvidada: el miedo al dolor. Todo se curaba, pero de Håkan emanaba una amenaza de tal magnitud que…

—¿Qué quieres?

Se oyó un sonido gutural hueco cuando aquel ser expulsó aire y una gota de líquido viscoso de color amarillento salió del doble orificio donde había estado la nariz. ¿Un suspiro? Luego un susurro roto: «Aaaajjj»… y uno de los brazos dio una sacudida rápida, espasmódica,

movimientos de bebé.

Se agarró con torpeza la bata por la parte de abajo, casi por el dobladillo, y se la subió.

El pene de Håkan emergía tieso del cuerpo, llamando la atención, y Eli observó su rígida hinchazón surcada por una red de venas y…

Cómo puede… tiene que haberlo tenido todo el tiempo.

—Aaaajjj…

Sacudidas violentas de la mano de Håkan cuando se movía el prepucio arriba y abajo, arriba y abajo y el glande aparecía y desaparecía, aparecía y desaparecía, como el muñeco de la caja, mientras profería un sonido de placer o algo parecido.

—Aaaaeee…

Y Eli rio aliviado.

Todo esto. Para hacerse una paja.

Permanecería allí, incapaz de moverse del sitio hasta que… hasta que…

¿Podría correrse? Iba a permanecer allí una… una eternidad.

Eli vio ante sí la imagen de una de esas muñecas obscenas a las que se daba cuerda con una llave; el monje al que se le levantaba el hábito y empezaba a masturbarse mientras durara la cuerda.

Clik clik, clik clik…

Eli se reía, estaba tan distraído con la demencial imagen que no notó cuando entró Håkan en el cuarto, sin que nadie lo invitara. No notó nada hasta que el puño, que hacía un momento estaba apretado alrededor de un placer imposible, se alzó sobre su cabeza.

En un espasmo rápido como el rayo golpeó con el brazo hacia abajo y el puño cayó sobre la oreja de Eli con una fuerza que habría bastado para matar a un caballo. El golpe cayó oblicuo y la oreja de Eli se dobló hacia dentro con tanta fuerza que se le rasgó la piel y media oreja se le despegó de la cabeza cayendo súbitamente al suelo dando contra el cemento con un golpe sordo.

Cuando Tommy comprendió que lo que avanzaba por el pasillo no se dirigía al refugio, se aventuró a quitarse las manos de la boca. Estaba sentado pegado al rincón, e intentó escuchar.

La voz de la chica.

Hola. Qué quieres.

Luego la risa. Y, además, esa otra voz. No sonaba siquiera como si viniera de una persona. Después, golpes amortiguados, ruido de cuerpos que se movían.

Ahora se estaba produciendo algún tipo de… movimiento allí dentro. Algo fue arrastrado por el suelo y Tommy no pensó en tratar de averiguar qué era. Pero aprovechó aquel ruido para acallar el que pudiera hacer al levantarse, ir a tientas a lo largo de la pared y buscar el montón de cajas de cartón.

El corazón le palpitaba como un tambor de juguete y las manos le temblaban. No se atrevió a encender el mechero, y para concentrarse mejor cerró los ojos buscando con la mano encima de la pila de cajas.

Los dedos se cerraron alrededor de lo que encontró: el trofeo de tiro con pistola de Staffan. Con cuidado, lo levantó del sitio donde estaba, lo sopesó en la mano. Si lo agarraba por el pecho de la figura, el pedestal de piedra funcionaría como un mazo. Abrió los ojos y se dio cuenta de que podía distinguir vagamente la silueta del tirador de plata.

Amigo. Querido amigo.

Con el trofeo apretado contra su pecho se agachó otra vez en la esquina, esperando a que todo aquello terminara.

Eli era manipulado.

Mientras nadaba hacia la superficie desde la oscuridad en la que se había hundido, sintió cómo su cuerpo, a distancia, en otra parte del mar… era manipulado.

Una presión fuerte en la espalda, las piernas apretadas hacia arriba, hacia atrás, y aros de hierro alrededor de los tobillos. Los tobillos con sus aros de hierro uno a cada lado de la cabeza y la columna vertebral tan forzada, tan estirada que estaba a punto de romperse.

Me rompo.

La cabeza era un contenedor de dolor vivo cuando su cuerpo fue doblado en dos violentamente, empaquetado como un fardo de tela, y Eli creyó que aún se hallaba en una alucinación de dolor porque, cuando sus ojos empezaron a ver, sólo vieron amarillo. Y detrás del amarillo, una gran sombra agitada.

Después llegó el frío. Sobre la fina piel de sus nalgas se restregaba una bola de hielo. Alguien intentaba, primero tanteando, finalmente empujando, penetrarlo.

Eli resopló; la tela del vestido que le había tapado la cara se levantó, y pudo ver.

Håkan estaba encima de él. Su único ojo miraba fijamente hacia abajo, hacia las nalgas abiertas de Eli. Tenía las manos alrededor de sus tobillos. Las piernas habían sido brutalmente dobladas hacia atrás de manera que las rodillas quedaban apretadas contra el suelo a ambos lados de los hombros de Eli, y cuando Håkan presionó aún más Eli oyó cómo los ligamentos de la parte interior de la nalga se le rompían, igual que la cuerda de una guitarra demasiado tensa.

—¡Nooo!

Eli aulló en la cara deforme de Håkan, en la que no se podía percibir ningún sentimiento. Un reguero de baba viscosa que salía de su boca se alargó y cayó en los labios de Eli, y el sabor a cadáver le llenó la boca. A Eli se le despegaron los brazos del cuerpo, sin vida como los de una muñeca de trapo.

Algo debajo de los dedos. Redondo. Duro.

Intentó pensar, se esforzó para crear una campana neumática de luz dentro de la negra, absorbente locura. Y se vio dentro de la campana. Con una estaca en la mano.

Sí.

Eli agarró el palo del cepillo y cerró los dedos alrededor de la pobre tabla de salvación mientras Håkan seguía tanteando, empujando, intentando penetrarlo.

La punta. La punta tiene que estar del lado correcto.

Giró la cabeza hacia el palo y vio que la punta estaba en la dirección del golpe.

Una posibilidad.

La cabeza de Eli se quedó en silencio cuando visualizó lo que tenía que hacer. Después lo hizo. En un movimiento levantó el palo del suelo y lo lanzó con todas sus fuerzas hacia arriba, hacia la cara de Håkan.

El antebrazo rozó su muslo y el palo dibujó una línea recta que… se detuvo a unos centímetros de la cara de Håkan cuando Eli, a causa de la postura de su cuerpo, no pudo llevar su brazo más lejos.

Había fallado.

Durante un segundo, Eli alcanzó a contemplar la idea de que quizá tuviera la capacidad de ordenar a su propio cuerpo morir. Si cerraba todas las…

Después Håkan dio un empujón, apretando al mismo tiempo la cabeza hacia abajo. Con un sonido suave como el de una cuchara de madera entrando en la papilla, la punta de la estaca se le clavó en el ojo.

Håkan no gritó. Quizá ni siquiera lo notó. Quizá fue sólo el desconcierto de que ya no podía ver lo que le hizo aflojar las manos alrededor de los tobillos de Eli. Sin notar el dolor de sus piernas destrozadas por dentro, Eli se soltó los pies y dio una patada con ellos hacia delante, contra el pecho de Håkan.

Un sonido de golpe húmedo cuando la planta del pie dio contra la piel y Håkan cayó hacia atrás. Eli bajó las piernas y con una ola de dolor frío en la espalda se puso de rodillas: Håkan no había caído, sólo se había doblado hacia atrás, y, como una muñeca electrónica de la casa de los fantasmas, se enderezaba de nuevo.

Estaban de rodillas el uno frente al otro.

El palo que Håkan tenía en el ojo se movía con pequeñas sacudidas hacia abajo, hacia abajo, con la precisión de un segundero, y luego cayó, tamborileó un poco en el suelo y se paró. Un líquido transparente empezó a manar del orificio en el que había estado, un mar de lágrimas.

Ninguno de los dos se movió.

El líquido del ojo de Håkan goteaba en sus piernas desnudas.

Eli concentró en su brazo derecho toda la fuerza que le quedaba. Cerró el puño. Cuando el hombro de Håkan se movió y el cuerpo hizo un intento de echarse sobre Eli otra vez, seguir donde lo había dejado, Eli golpeó con su mano derecha la parte izquierda del pecho de Håkan.

Se le rompieron las costillas y la piel se estiró por un instante; cedió, después reventó.

La cabeza de Håkan se inclinó hacia abajo para ver lo que no podía ver mientras Eli buscaba a tientas dentro del pecho del hombre y encontró el corazón. Una masa fría, blanda. Inmóvil.

No tiene vida. Pero claro que tiene que…

Eli apretó el corazón hasta destrozarlo. Éste cedió sin oponer resistencia, dejándose aplastar como una medusa muerta.

La reacción de Håkan no fue mayor que si una mosca pesada se le hubiera posado en la piel; se llevó la mano para apartar lo que le molestaba y, antes de que consiguiera coger la muñeca de Eli, éste sacó la mano con jirones del corazón derramándosele del puño.

Tengo que largarme de aquí.

Eli quería levantarse, pero las piernas no le obedecían.

Håkan, ciego, buscaba a tientas con las manos, le buscaba a él. Eli se tumbó boca abajo y empezó a salir reptando del cuarto, con las piernas rozando contra el cemento. Håkan volvió la cabeza siguiendo el sonido, alargó los brazos y agarró el vestido, consiguió romper una de las mangas antes de que Eli alcanzara el hueco de la puerta y se pusiera de nuevo de rodillas.

Håkan se levantó.

Eli dispuso de unos segundos de prórroga antes de que Håkan encontrara el hueco de la puerta. Intentó ordenar a sus tendones rotos que se curaran lo suficiente como para poder sostenerse en pie, pero cuando Håkan alcanzó la salida los tendones no le permitieron más que levantarse apoyándose en la pared.

Las astillas de las bastas maderas se le clavaban en las yemas de los dedos al apoyarse en ellas para no caer. Y ahora lo sabía. Que sin corazón, ciego, Håkan lo perseguiría hasta… hasta…

Tengo que… destruirlo… tengo que… destruirlo.

Una línea negra.

Una línea vertical, negra, delante de los ojos. No había estado allí antes. Eli sabía lo que tenía que hacer.

—¡Ahhh!…

La mano de Håkan alrededor de uno de los marcos de la puerta y luego el cuerpo que salía tambaleándose del local del sótano, tanteando con las manos por delante. Eli apretó la espalda contra la pared, esperando el momento.

Håkan salió, un par de pasos indecisos, se detuvo después justo enfrente de Eli. Escuchando, olisqueando.

Eli se inclinó hasta que sus manos estuvieron a la misma altura que uno de los hombros de Håkan. Luego tomó impulso apoyándose contra la pared y se arrojó hacia delante haciendo todo lo posible para que Håkan perdiera el equilibrio.

Lo consiguió.

Håkan dio un pequeño paso hacia un lado y cayó contra la puerta del refugio. La rendija que Eli había visto como una línea negra se ensanchó mientras la puerta se abría hacia dentro y Håkan rodaba buscando apoyo con las manos dentro de aquella oscuridad. Al mismo tiempo, Eli se cayó boca abajo en el pasillo, consiguiendo frenar antes de que su cara chocara contra el suelo; después se arrastró hacia la puerta y agarró el volante inferior del cierre.

Håkan estaba tendido en el suelo cuando Eli empujó la puerta y giró los volantes, cerrando. Luego se arrastró hasta el local del sótano, buscó el palo y lo trabó entre las ruedas para que no se pudiera abrir desde dentro.

Eli siguió concentrando todas sus energías en curarse y comenzó con bastante dificultad a tratar de salir del sótano. Un reguero de la sangre que salía de su oreja le seguía desde el refugio. Cuando alcanzó la puerta se encontraba ya tan restablecido que pudo levantarse. Enderezó el cuerpo y, con las piernas temblorosas, subió las escaleras.

Descansar, Descansar, Descansar.

Empujó la puerta y se encontró a la luz del farol del portal. Estaba destrozado, humillado y la salida del sol amenazaba en el horizonte.

Descansar, Descansar, Descansar.

Pero tenía que… exterminarlo. Y había solamente una manera de que aquello funcionara: Fuego. Tambaleándose, salió del patio hasta el único lugar donde sabía que él no podía encontrarle.

7.34, lunes por la mañana, Blackeberg.

Salta la alarma del supermercado ICA en la calle Arvid Mörnes. La policía llega once minutos más tarde y se encuentra el cristal del escaparate roto. El dueño de la tienda, que vive al lado, se halla presente. Manifiesta que, desde su ventana, ha visto abandonar el lugar corriendo a una persona muy joven, morena. Se inspecciona la tienda sin que al parecer falte nada.

7.36, amanece.

Las persianas del hospital eran mucho mejores, cerraban mejor que las suyas. Sólo por un sitio estaban las lamas un poco estropeadas y dejaban filtrar un hilo de la luz de la mañana que dibujaba un ángulo de color gris sucio en el techo oscuro.

Virginia estaba tendida, rígida, en la cama mirando la línea gris que oscilaba cada vez que un golpe de viento hacía vibrar la ventana. Luz tenue, reflejada. No más que una leve irritación, un grano de arena en el ojo.

Lacke sorbía mocos y roncaba en la cama de al lado. Habían permanecido despiertos mucho tiempo, hablando. Recuerdos, más que nada. Hacia las cuatro de la mañana Lacke se había quedado finalmente dormido, todavía con la mano de ella en la suya.

Había tenido que liberar su mano de la de Lacke una hora más tarde, cuando entró una enfermera para controlar la presión de la sangre; le pareció que todo estaba bien y los dejó, echando una mirada de reojo bastante tierna a Lacke. Virginia había oído cómo había insistido Lacke para poder quedarse, la razón que había dado. De ahí, probablemente, la tierna mirada.

Virginia estaba ahora con las manos cruzadas sobre el pecho, luchando contra el impulso de su cuerpo de… cerrarse. Dormir no era siquiera la palabra apropiada. Tan pronto como dejaba de concentrarse conscientemente en la respiración, ésta se paraba. Necesitaba estar despierta.

Esperaba que entrara una enfermera antes de que Lacke se despertara. Sí. Lo mejor sería que él pudiera dormir hasta que todo hubiera pasado.

Pero eso sería esperar demasiado.

El sol alcanzó a Eli a la entrada del patio, una tenaza al rojo que agarró su oreja lacerada. De forma instintiva se echó hacia atrás para permanecer dentro de la sombra del arco, abrazando las tres botellas de alcohol de quemar contra el pecho, como para protegerlas también a ellas del sol.

Diez pasos más allá estaba su portal. A veinte, el de Oskar, y a treinta, el de Tommy.

Imposible.

No. Si hubiera estado fuerte y sano posiblemente se hubiera atrevido a intentar entrar por el portal de Oskar atravesando el chorro de luz que aumentaba su potencia a cada segundo que esperaba. Pero por el de Tommy no. Y menos ahora.

Diez pasos. Después estaré en el portal. La ventana grande de la escalera. Y si tropiezo… Si el sol…

Eli echó a correr.

El sol se lanzó sobre él como un león hambriento, mordiéndole la espalda. A punto estuvo de perder el equilibrio empujado por la fuerza física, ensordecedora del sol. La naturaleza escupía su aversión hacia su transgresión. No exponerse a la luz del sol ni siquiera por un instante.

Quemaba. La espalda de Eli borboteaba como el aceite caliente cuando alcanzó el portal y abrió. El dolor casi le hizo desmayarse y subió las escaleras a ciegas, como drogado; no se atrevía a abrir los ojos por miedo a que se le derritieran.

Se le cayó una de las botellas, la oyó rodar por el suelo. Nada que hacer. Con la cabeza agachada, una mano abrazando las dos que quedaban, la otra en el pasamanos, subió las escaleras cojeando. Llegó al rellano. Quedaba un tramo.

A través de la ventana el sol le dio un último zarpazo en la nuca; trató de morderlo, lo mordió después en las piernas, las pantorrillas, los talones mientras subía los peldaños. Estaba ardiendo. Lo único que faltaba eran las llamas. Consiguió abrir su puerta, cayó en la agradable, fresca oscuridad que había dentro. Cerró de golpe. Pero no estaba del todo oscuro.

La puerta de la cocina estaba abierta y allí no había mantas en la ventana. Esta luz era, a pesar de todo, más débil y más gris que aquella otra a la que acababa de exponerse y, sin dudarlo, tiró las botellas al suelo y siguió. La luz le arañaba la espalda de una forma relativamente cariñosa mientras se arrastraba a lo largo del pasillo hacia el cuarto de baño y el hedor a carne quemada le llenaba la nariz.

Nunca volveré a estar entero.

Estiró el brazo, abrió la puerta del cuarto de baño y se deslizó dentro de la compacta oscuridad. Apartó unos bidones de plástico, cerró y echó el pestillo.

Antes de meterse en la bañera alcanzó a pensar:

No he cerrado la puerta de fuera.

Pero era demasiado tarde. El sueño lo desconectó en el mismo instante en que se sumergió en la húmeda oscuridad. De todos modos, no habría tenido fuerzas.

Tommy estaba sentado sin moverse, apretado contra el rincón. Contuvo la respiración hasta que empezaron a zumbarle los oídos y una lluvia de estrellas cruzó la noche ante sus ojos. Cuando oyó la puerta del sótano golpear de nuevo se atrevió a soltar el aire en un jadeo prolongado que rebotó a lo largo de las paredes de hormigón, como un eco.

Todo estaba en silencio. La oscuridad era tan grande que tenía masa, peso.

Se llevó una mano a la cara. Nada. Ninguna diferencia. Se frotó la cara como para asegurarse de que realmente existía. Sí. Bajo los dedos sintió su nariz, sus labios. Irreales. Aparecían bajo sus dedos, desaparecían.

La pequeña figura que tenía en la otra mano parecía más viva, más real que él mismo. La abrazó, era su compañero.

Tommy había estado sentado con la cabeza apoyada en las rodillas, con los ojos cerrados y las manos apretadas contra los oídos para no enterarse, para no tener que oír lo que ocurría en el local del sótano. Le había parecido que la chiquilla había sido asesinada. Pero no pudo, no se atrevió a hacer nada y por eso había tratado de negar toda la situación desapareciendo él mismo.

Había estado con su padre. En el campo de fútbol, en la playa, en la piscina de Kaanan. Finalmente se había detenido en el recuerdo de aquella vez en el campo de Råcksta cuando ambos probaron a volar un avión con mando a distancia que alguien del trabajo le había dejado a su padre.

Su madre los había acompañado un rato, pero al final le pareció que era muy aburrido estar mirando cómo el avión hacía sus acrobacias en el aire y se fue a casa. Su padre y él siguieron hasta que se hizo de noche y el avión no era más que una silueta contra el cielo rosa del atardecer. Después se marcharon a casa a través del bosque cogidos de la mano.

Absorto en el recuerdo de aquel día, Tommy había permanecido distraído de los gritos, de la locura que tenía lugar a unos metros de él. Todo lo que existía era el zumbido irritado del avión, el calor de la enorme mano de su padre sobre su espalda mientras él manejaba nervioso el aparato en amplios círculos sobre el campo, el cementerio.

Por aquel entonces Tommy no había entrado nunca allí; se había imaginado personas que vagaban al azar entre las tumbas, llorando lágrimas brillantes como las de los tebeos que caían salpicando las piedras. Pero eso era antes. Después su padre había muerto y Tommy tuvo que enterarse de que la tristeza de un camposanto rara vez, muy rara vez es así.

Las manos aún más apretadas contra los oídos y fuera de aquellos pensamientos. Piensa en el camino a través del bosque, piensa en el olor de la gasolina especial del avión, en su botellita, piensa…

Sólo cuando a través de la protección oyó el pestillo de una cerradura se quitó las manos y miró. Inútilmente, porque el cuarto del refugio estaba más oscuro que el espacio que había detrás de sus párpados. Empezó a contener la respiración mientras el otro pestillo sonó en su sitio, continuó mientras lo-que-fuera estaba todavía en el sótano.

Después, el golpe lejano de la puerta del sótano; las paredes retumbaron y aquí estaba él ahora. Con vida.

No me agarró.

No sabía con exactitud qué había sido «eso», pero fuera lo que fuese no le había descubierto.

Tommy abandonó su postura. Un hormigueo le recorrió los músculos dormidos de las piernas cuando intentó avanzar hacia la puerta tanteando la pared. Tenía las manos sudorosas por el miedo y la presión contra los oídos, la estatua a punto estuvo de resbalársele.

Con su mano libre encontró un volante de la cerradura y empezó a darle la vuelta.

Se movió un decímetro, pero luego se paró.

Qué es esto…

Apretó con más fuerza, pero el volante se negó a moverse más allá. Soltó la estatuilla para poder tirar con las dos manos y cayó al suelo con un

ruido sordo.

Tommy se paró.

Qué raro ha sonado. Como si hubiera algo… blando.

Se agachó al lado de la puerta, intentó mover el volante de abajo. Pasó lo mismo. Unos diez centímetros y luego stop. Se sentó en el suelo. Trató de pensar de una manera práctica.

Joder, se va a quedar uno aquí sentado.

Más o menos, algo así.

De todos modos apareció furtivamente aquel miedo que había sentido unos meses después de la muerte de su padre. Hacía mucho tiempo que esa sensación le había abandonado, pero ahora, encerrado en aquella boca de lobo, empezaba de nuevo. El amor a su padre que, a través de la muerte, se había convertido en miedo de él. De su cuerpo.

Empezó a formársele un nudo en la garganta, los dedos se le pusieron rígidos.

Ahora piensa. ¡Piensa!

Había velas en una balda en el almacén, al otro lado. El problema era llegar hasta allí en la oscuridad.

¡Idiota!

Se dio un golpe en la frente tan fuerte que restalló, se rió. ¡Pero si tenía un mechero! Y además: ¿de qué cojones le habría servido buscar las velas si no hubiera tenido nada con qué encenderlas?

Como aquel viejo con mil botes de conservas y ningún abrelatas. Muerto de hambre en medio de la comida.

Mientras buscaba el encendedor en el bolsillo pensó que su situación no era tan desesperada. Antes o después vendría alguien al sótano, su madre, al menos, y si tenía luz, pues ya estaba.

Sacó el mechero, lo encendió.

Sus ojos acostumbrados a la oscuridad quedaron cegados por la llama, pero cuando se recuperaron vio que no estaba solo. Tendido en el suelo, justo al lado de su pie estaba…

… papá…

No se le ocurrió pensar en que su padre había sido incinerado cuando a la luz de la oscilante llama vio la cara del cadáver y ésta respondía totalmente a sus expectativas sobre el aspecto que debe tener uno cuando se ha pasado varios años bajo tierra.

… papá…

Lanzo un chillido justo enfrente de la llama del encendedor y éste se apagó, pero un instante antes tuvo tiempo de ver cómo la cabeza de su padre daba una sacudida y…

… está vivo…

El contenido de sus tripas se vació en los pantalones con una explosión húmeda que le calentó el culo. Luego se le doblaron las piernas, el esqueleto se le descompuso y se desplomó perdiendo el mechero, que rodó por el suelo. Su mano cayó justamente sobre los pies helados del cadáver. Las uñas afiladas le arañaron la palma de la mano y mientras seguía gritando

¡Pero papá! ¿No te has cortado las uñas de los pies?

empezó a tocar, a acariciar el pie frío como si fuera un cachorro que necesitara consuelo. Siguió hacia arriba pasándole la mano por la espinilla, la pierna, sintiendo cómo los músculos tensos debajo de la piel se movían mientras él gritaba convulsionado, berreando como un corzo.

Las puntas de sus dedos tocaron metal. La escultura. Estaba recostada entre las piernas del cadáver. Agarró la figura por el pecho, dejó de gritar y volvió por un instante a lo concreto.

El mazo.

En silencio tras los gritos oyó el sonido pegajoso de algo que caía mientras el cadáver levantaba la parte superior del cuerpo, y cuando un miembro frío le rozó el dorso de la mano, la retiró y apretó la estatua.

No es papá.

No. Tommy se deslizó hacia atrás, lejos del cadáver con la deposición embadurnándole las nalgas, y le pareció por un momento ver en la oscuridad; en ese instante su sentido del oído se transformó en sentido de la vista y vio al cadáver levantándose en medio de la negrura, una silueta amarillenta, una constelación.

Mientras que él, con ayuda de los pies, se arrastraba hacia atrás, hacia la pared, el cuerpo de al lado profirió un breve sonido:

—… aaa…

Y Tommy vio

un elefante pequeño, un elefantito dibujado, y aquí viene (tuuuut) el elefante GRANDE, y entonces… ¡arriba!… con la trompa y suena «A», luego viene Magnus, Brasse y Eva y cantan «¡Allí! ¡Es aquí! Donde uno no…».

No, ¿cómo es…?

El cadáver tenía que haber tropezado con la pila de cajas porque se oyeron ruidos sordos, estrépito de radiocasetes que caían al suelo mientras Tommy se empotraba contra la pared, golpeándose la parte posterior de la cabeza de tal manera que el cerebro se le llenó de un zumbido blanco. A través del zumbido oyó el ruido de unos pies descalzos y entumecidos que se movían por el suelo, buscando.

Aquí. Es allí. Donde uno no está. No. Que sí.

Eso precisamente. Él no estaba aquí. No se veía a sí mismo, no veía a quien emitía los sonidos. Así que no eran más que sonidos. No era más que algo que él escuchaba sentado mientras miraba fijamente la tela negra de los altavoces. Esto era algo que no existía.

Aquí. Es allí. Donde uno no está.

A punto estuvo de cantarlo en voz alta, pero un resto lúcido de su consciencia le advirtió de que no debía hacerlo. El zumbido blanco empezó a desvanecerse, dejando tras de sí un espacio vacío en el que, con gran esfuerzo, empezó a situar los pensamientos.

La cara. La cara.

No quería pensar en la cara, no quería pensar en…

Algo de la cara que se había agitado a la luz del encendedor.

El cuerpo se aproximaba. No sólo oía los pasos cada vez más cerca como un rozón contra el suelo. No, podía sentir su presencia como una sombra más oscura que la oscuridad.

Se mordió el labio inferior hasta que notó el sabor de la sangre en la boca, cerró los ojos. Vio sus dos ojos desaparecer de la imagen como dos…

Ojos.

No tiene ojos.

Un soplo débil sobre su cara cuando una mano agitó el aire. Ciego. Está ciego.

No estaba seguro, pero la masa que había encima de los hombros de aquel ser no tenía ojos.

Cuando la mano volvió a volar, Tommy sintió en la mejilla la caricia del aire desplazado una décima de segundo antes de que le alcanzara, y tuvo tiempo de girar la cabeza de forma que la mano sólo le rozó el pelo. Completó el movimiento y se tiró al suelo de bruces, empezó a reptar moviendo las manos por delante del cuerpo, nadando en seco.

El encendedor, el encendedor…

Algo se le clavó en la mejilla. Sintió una nausea en el estómago cuando comprendió que se trataba de la uña del pie de aquel ser, pero rápidamente se echó a rodar para no encontrarse en el mismo lugar cuando llegaran las manos a buscarlo.

Aquí. Es allí. Donde yo no…

Se le escapó un bufido. Trató de evitarlo, pero no pudo. La saliva le salía a chorros por la boca y de su garganta destrozada llegaron hipidos de risa y de llanto, sollozos, mientras las manos, dos radares, seguían barriendo el suelo en busca de la única ventaja que él quizá, quizá tenía sobre la oscuridad que lo quería atrapar.

Dios, ayúdame. Deja que la luz de tu rostro… Dios… perdón por lo de la iglesia, perdón por… todo. Dios. Yo voy a creer siempre en ti, lo que tú quieras si… me permites encontrar el encendedor… sé mi amigo, por favor Dios.

Algo sucedió.

En el mismo instante en que Tommy sintió la mano de aquel ser tanteando su pie, la estancia se bañó durante una fracción de segundo de una luz azulada, como iluminada por el flash de una cámara, y Tommy vio realmente, durante esa fracción de segundo, las cajas volcadas, la vasta estructura de las paredes, el paso hacia el almacén.

Y el encendedor.

Estaba sólo a unos metros de su mano derecha, y cuando la oscuridad se cernió de nuevo a su alrededor tenía la posición del mechero grabada en la retina. Liberó el pie de la mano de aquel ser, estiró la mano y cogió el encendedor, lo agarró bien, se puso en pie de un salto.

Sin pararse a pensar si no sería demasiado pedir, empezó a recitar, para sus adentros, una nueva petición:

Haz que sea ciego, Dios. Haz que sea ciego, Dios. Haz que…

Encendió el mechero. Un fogonazo, parecido al que acababa de experimentar; luego, la llama amarilla con su centro azul.

El ser estaba quieto, volvió la cabeza hacia la luz. Empezó a caminar en dirección a ella. La llama osciló cuando Tommy dio dos pasos de lado y llegó hasta la puerta. El ser se paró donde Tommy había estado tres segundos antes.

Si hubiera podido alegrarse, lo habría hecho. Pero a la débil luz del encendedor todo se volvió despiadadamente real. Ya no era posible evadirse en la fantasía de que ni siquiera se encontraba allí, de que esto no le ocurría a él.

Estaba encerrado en un cuarto insonorizado junto con lo que más miedo le daba. Algo hizo que sintiera un vuelco en el estómago, pero no había nada más que expulsar. Sólo salió un pequeño pedo y aquel ser volvió de nuevo la cabeza, hacia él.

Tommy empujó el volante de la cerradura con la mano que tenía libre de manera que la que sujetaba el encendedor tembló, y la luz volvió a apagarse. El volante no se movía, pero Tommy había tenido tiempo de ver por el rabillo del ojo cómo el ser venía hacia él y se tiró lejos de la puerta, hacia la pared en la que había estado sentado antes.

Sollozó, se sorbió los mocos. Haz que esto TERMINE. Dios, haz que esto termine. De nuevo el elefante grande que se alzaba el sombrero y con su voz nasal decía:

¡Ya se terminó! Soplando en la trompeta, la trompa, ¡tuuuut! ¡Ya se terminó!

Me vuelvo loco, yo… eso…

Sacudió la cabeza, encendió el mechero otra vez. Allí, delante de él, estaba la estatua. Se agachó, la cogió y dio un par de saltos a un lado; continuó hacia la otra pared. Vio cómo el ser buscaba a tientas con las manos en el espacio que él había abandonado.

La gallinita ciega.

El encendedor en una mano, la estatua en la otra. Abrió la boca para decirlo, pero no salió más que un susurro silbante:

—Anda, ven…

El ser respondió, se volvió y fue hacia él.

Tommy levantó el trofeo de Staffan como si fuera un mazo, y, cuando el ser se encontraba a medio metro de él, lo lanzó contra su cara.

Como en un penalti perfecto en el fútbol, cuando uno nota en el mismo instante en que el pie toca el balón que esto… esto va a dar justo en la escuadra, de esa forma sintió Tommy cuando aún se hallaba a medio camino del lanzamiento que…

¡Sí!

… y cuando la afilada esquina de piedra golpeó la sien de aquel ser con una fuerza que se convirtió en un calambre a lo largo del brazo de Tommy, el triunfo ya se había instalado en él. No fue más que una confirmación de que el cráneo se había hecho pedazos con un estallido de hielo roto. Un líquido frio salpicó la cara de Tommy y el ser se derrumbó en el suelo.

El muchacho se quedó de pie, resollando. Miró el cuerpo que estaba reventado en el suelo.

Estaba empalmado.

Sí. Como una lápida funeraria minúscula, medio volcada, emergía del cuerpo la polla de aquel ser, y Tommy, quieto, miraba esperando que cayera. Pero no lo hizo. Tommy quería reírse, pero le dolía demasiado la garganta.

Sintió un dolor punzante en el dedo pulgar. Miró hacia abajo. El encendedor había empezado a quemarle la piel del dedo que apretaba la palanca del gas. Instintivamente soltó, pero el dedo se había quedado cerrado espasmódicamente sobre la palanca.

Inclinó el encendedor hacia otro lado. Aun así no quería apagarlo. Aun así no quería quedarse a oscuras con ese… Un movimiento.

Y Tommy sintió que algo esencial, algo que él necesitaba para ser Tommy, le abandonaba cuando aquel ser volvió a levantar la cabeza, volvió a ponerse en pie.

¡Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña! La tela se rompió. El elefante cayó a través de ella.

Y Tommy golpeó otra vez. Y otra más.

Después de un rato le empezó a parecer realmente divertido.