Domingo 8 de Noviembre

El puente de Traneberg. Cuando lo inauguraron en 1934 significó un pequeño orgullo nacional. El puente de hormigón de un solo tramo más grande del mundo. Un imponente arco tirado entre Kungsholmen y la Zona Oeste, que en aquel tiempo estaba formada por pequeños centros hortícolas en Bromma y en Äppelviken. Y en Ängby, las pequeñas casas prefabricadas tan de moda.

Pero la modernidad estaba en camino. Los primeros suburbios propiamente dichos, con edificios de tres pisos, ya estaban listos en Traneberg y en Abrahamsberg y el estado había comprado grandes extensiones de terreno al oeste para, en el plazo de unos años, empezar a construir lo que llegaría a ser Vällingby, Hässelby y Blackeberg.

Para todos ellos, el puente de Traneberg se convirtió en un paso obligado. Todos los que tienen que entrar o salir de la zona de Västerort pasan por él.

Ya en los años sesenta hubo informes alarmantes acerca de que el puente se estaba descomponiendo lentamente como consecuencia del intenso tráfico que soportaba. Fue reparado y reforzado en varias ocasiones, pero la gran reconstrucción, o la construcción de uno nuevo de la que tanto se hablaba, quedaba aún lejos en el tiempo.

Así que la mañana del domingo 8 de noviembre de 1981 el puente parecía cansado. Un viejo harto de vivir que pensaba desconsolado en aquellos tiempos en que los cielos eran más claros, las nubes más ligeras y cuando era el puente de hormigón de un solo tramo más grande del mundo.

El hielo había empezado a deshacerse a medida que avanzaba la mañana y el agua del deshielo corría por las grietas de la construcción. Ya no se atrevían a echar sal, puesto que eso podía acelerar el proceso de corrosión del viejo puente de hormigón aún más.

No había mucho tráfico a aquellas horas, y menos un domingo. El metro había dejado de funcionar por la noche y los pocos automovilistas que pasaban a esas horas añoraban llegar a sus camas o volver a ellas.

Benny Melin era la excepción. Bueno, claro que tenía ganas de llegar a casa y a la cama, pero probablemente estaba demasiado contento para poder dormir.

En ocho ocasiones había conocido a igual número de mujeres a través de los anuncios de contactos, pero Betty, con quien había quedado el sábado por la tarde, era la primera… la primera con la que había sentido ese «clic».

Aquello prometía. Los dos lo sabían.

Habían bromeado acerca de lo ridículo que iba a sonar: Benny y Betty. A pareja de circo a algo así, pero ¿qué le iban a hacer? Y si tenían hijos, ¿qué nombre les iban a poner? Lenny y Netty.

Sí, la verdad es que lo pasaban bien juntos. Habían estado en el pisito de ella en Kungholmen hablando de sus vidas, intentando hacerlas coincidir con bastante buen resultado. Al despuntar el día únicamente quedaban dos cosas que pudieran hacer.

Y Benny, no sin cierta resistencia, eligió la que le parecía correcta: despedirse con la promesa de volver a encontrarse el domingo por la tarde. Sentado al volante, condujo hacia casa pasando por la estación de Brommaplan cantando I can’t help falling in love with you en voz alta.

Desde luego a Benny no le quedaban energías para apreciar siquiera el lamentable estado en que se encontraba el puente de Traneberg aquella mañana de domingo. Era la mismísima pasarela al paraíso, al amor.

Fue justo al llegar al final del puente por el lado de Traneberg, y tras haber empezado a darle al estribillo tal vez por décima vez, cuando aquella figura de color azulado apareció a la luz de los faros, en medio de la carretera.

Alcanzó a pensar: ¡Nada de frenar! antes de quitar el pie del acelerador y dar un volantazo; giró a la izquierda cuando quedaban unos cinco metros de distancia entre él y aquella persona. Vislumbró el rastro de una bata azul y un par de piernas blancas antes de que el coche se estrellara contra la mediana de hormigón que separaba los carriles.

El impacto fue tan violento que se le taponaron los oídos cuando el coche chocó y se desplazó a lo largo de la mediana. Uno de los espejos retrovisores salió disparado y la puerta de su lado se abolló hacia dentro hasta rozarle la cadera antes de que el vehículo fuera despedido de nuevo a la carretera.

Intentó evitar el derrape, pero el coche se deslizó hasta el otro lado y golpeó contra la barandilla de la acera. El segundo espejo retrovisor se rompió y salió volando por encima del pretil dirigiendo hacia el cielo el reflejo de las luces del puente. Frenó con cuidado y el patinazo siguiente fue más suave: el coche sólo rozó la mediana.

Consiguió detenerlo después de que se hubiera deslizado cien metros aproximadamente. Respiró aliviado, se quedó quieto con las manos apoyadas en las rodillas y el motor todavía en marcha. Sabor a sangre en la boca; se había mordido el labio.

¿Quién sería aquel loco?

Miró por el espejo interior y pudo ver a la luz amarillenta del alumbrado del puente a una persona que seguía caminando dando tumbos hacia delante, en medio de la carretera, como si no hubiera pasado nada. Se cabreó. Un loco, claro, pero todo tenía un límite.

Intentó abrir su puerta pero no lo consiguió. La cerradura se había quedado bloqueada. Se quitó el cinturón y pasó como pudo al asiento del copiloto. Antes de abrir la puerta para salir del coche puso los intermitentes. Se quedó al lado del vehículo con los brazos cruzados, aguardando.

Vio que la persona que avanzaba por el puente iba vestida con algún tipo de bata de hospital y nada más. Los pies descalzos, las piernas desnudas. Iba a ver si se podía razonar con él de alguna manera.

¿Él?

El tipo se acercaba. Salpicando agua con los pies descalzos, caminaba como si llevara una cuerda atada al torso que lo arrastrara inexorablemente. Benny dio un paso hacia él y se detuvo. El tipo estaba ahora a unos diez metros y Benny pudo ver claramente su… cara.

Benny lanzó un resuello, se apoyó contra el coche. Después consiguió volver a meterse dentro rápidamente a través del asiento del copiloto, puso la primera y salió de allí a tal velocidad que las ruedas de atrás despedían agua y probablemente salpicaron a… aquello que se acercaba.

Cuando llegó a casa se puso un buen whisky y se bebió la mitad. Después llamó a la policía. Les contó lo que había visto, lo que había pasado. Cuando se terminó el whisky y, a pesar de todo, empezaba a considerar la idea de irse a la cama, el dispositivo de búsqueda ya estaba en marcha.

Rastrearon todo el bosque de Judarn. Cinco perros, veinte policías. Hasta un helicóptero, lo cual era inusual en este tipo de persecuciones.

Un hombre herido, perturbado. Un solo guía de perros habría sido suficiente para dar con él.

Pero se hizo así en parte porque el caso había tenido una gran repercusión en los medios de comunicación (dos agentes de policía designados únicamente para tratar con los periodistas que se agolpaban en torno a los viveros de Weibull al lado de la estación de metro de Åkeshov) y querían demostrar que no habían pillado a la policía en la cama aquella mañana, y en parte porque ya habían encontrado a Bengt Edwards.

Mejor dicho: se había dado por supuesto que se trataba de Bengt Edwards, puesto que lo que habían encontrado llevaba una alianza nupcial con el nombre de Gunilla grabado en el interior.

Gunilla era la mujer de Benke, eso lo sabían sus compañeros de trabajo. Nadie fue capaz de llamarla. De contarle que había muerto pero que no estaban totalmente seguros de que fuera él. Preguntarle si ella conocía alguna marca especial… en la parte inferior de su cuerpo.

El patólogo, que había llegado a las siete de la mañana para hacerse cargo del cadáver del asesino ritual, tuvo que acometer otra tarea. Si se hubiera encontrado ante lo que quedaba de Bengt Edwards sin conocer los pormenores del caso, habría pensado que se trataba de un cuerpo que había pasado uno o más días a la intemperie bajo un frío intenso, y que, durante aquel tiempo, había sido ultrajado por ratones, zorros y puede que hasta por osos, si es que la palabra ultrajado puede utilizarse cuando es un animal el que realiza la acción. En cualquier caso, habrían sido depredadores de mayor porte los causantes de la carne arrancada de aquella forma, y roedores más pequeños los que hubieran dado cuenta de las partes sobresalientes como la nariz, las orejas, los dedos.

El rápido informe preliminar del patólogo que llegó a la policía fue la otra razón de que el dispositivo policial fuera tan amplio. El hombre fue descrito como extremadamente violento, en lenguaje oficial.

Un hijo de puta completamente loco, en boca de la gente.

El hecho de que el hombre siguiera con vida parecía realmente un milagro. No un milagro de esos que al Vaticano le gustaría mostrar con el incensario dando vueltas, pero un milagro, en cualquier caso. Antes de la caída desde el décimo piso había sido un fardo que precisaba asistencia médica; ahora estaba en pie y caminaba, y algo mucho peor.

Pero no podía encontrarse bien. Cierto que el tiempo se había vuelto algo más suave y la temperatura alcanzaba unos grados sobre cero; aun así, el hombre iba vestido únicamente con una bata de hospital. No tenía cómplices, por lo que sabía la policía, y, sencillamente, no podría haber permanecido más de un par de horas escondido en el bosque, como máximo.

La llamada de Benny Melin se había producido casi una hora después de que hubiera visto al hombre en el puente de Traneberg, pero sólo un par de minutos más tarde hubo otra llamada de una señora mayor.

Ésta había salido a la calle a dar el paseo matutino con su perro cuando vio a un hombre con ropa de hospital en las proximidades de las cuadras de Åkeshov, donde pasan el invierno las ovejas del rey. La señora había vuelto a casa inmediatamente y había llamado a la policía, pensando que tal vez las ovejas corrieran peligro.

Diez minutos más tarde había llegado al lugar la primera patrulla de la policía, y lo primero que hicieron fue recorrer las cuadras pistola en mano, nerviosos.

Las ovejas se pusieron inquietas y, antes de que la policía hubiera reconocido todas las instalaciones, aquello era un hervidero de cuerpos lanudos revueltos, balidos subidos de tono y gritos casi humanos que atrajeron hacia allí más agentes. Durante el registro de los corrales se escaparon algunas ovejas al corredor y, cuando la policía pudo finalmente constatar que el hombre no se encontraba en las cuadras y se disponía a abandonar las instalaciones, se escapó un carnero por la puerta de fuera. Un policía ya mayor de familia campesina se echó sobre él y, agarrándolo de un cuerno, lo llevó de vuelta a la cuadra.

Fue después de haber obligado al animal a entrar en su redil cuando se dio cuenta de que los fuertes resplandores que había percibido con el rabillo del ojo durante su intervención habían sido los flashes de los fotógrafos. Se equivocó al pensar que el tema no era lo bastante serio como para que la prensa quisiera utilizar semejante imagen. Poco después, sin embargo, se instaló una base para la prensa, fuera de la zona de rastreo.

Ya eran las siete y media de la mañana y las primeras luces se filtraban tras los árboles empapados. La búsqueda del loco solitario parecía bien organizada y en marcha. Estaban seguros de que lo cogerían antes de la hora del almuerzo.

Bueno, tendrían que pasar aún unas horas sin resultado alguno ni de las cámaras de rayos infrarrojos del helicóptero ni de los hocicos sensibles a las secreciones de los perros antes de que las especulaciones cobraran fuerza en serio: que el hombre quizá ya no estuviera vivo. Que lo que tenían que buscar era un cadáver.

Cuando los primeros rayos pálidos del amanecer se filtraron a través de las rendijas de la persiana y se reflejaron en la palma de la mano de Virginia como una bombilla al rojo, ella sólo deseaba una cosa: morir. Sin embargo, retiró la mano de forma instintiva y se arrastró hasta el fondo de la habitación.

Tenía la piel sajada por más de treinta sitios. Había sangre por todas partes en el piso.

Varias veces durante la noche se había cortado las arterias para beber, pero no le había dado tiempo a sorber, a taponar todo lo que sangraba. Había caído en el suelo, en la mesa, en las sillas. Parecía como si sobre la gran alfombra de lana con dibujos geométricos del cuarto de estar hubieran desollado vivo a un ciervo.

El bienestar y el alivio iban decreciendo con cada nueva herida que se abría, con cada sorbo que tomaba de su propia sangre cada vez más diluida. Al amanecer, Virginia era una masa quejumbrosa de abstinencia y angustia. Angustia porque sabía lo que tenía que hacer si quería seguir con vida.

La comprensión había surgido paulatinamente, hasta convertirse en certeza. La sangre de otra persona le devolvería la… salud. Y no era capaz de quitarse la vida. Probablemente no era ni siquiera posible; las heridas que se había hecho en la piel con el cuchillo de la fruta curaban increíblemente rápido. Con independencia de lo fuerte y profundo que se cortara, dejaba de sangrar en menos de un minuto. Después de una hora, la cicatrización estaba en marcha.

Además…

Había sentido algo.

Fue por la mañana, mientras estaba sentada en una silla de la cocina chupándose una herida en el pliegue del codo, la segunda en el mismo sitio, cuando penetró en la profundidad de su propio cuerpo y lo vio.

El contagio.

No lo vio realmente, pero de pronto tuvo una percepción absoluta de lo que era. Algo así como, cuando estando embarazada, puedes ver una ecografía de tu propio vientre, como cuando puedes contemplar en la pantalla qué hay dentro de ti; pero no era un niño, sino una serpiente grande y enrollada: aquello era lo que arrastraba.

Porque lo que había visto en aquel momento era que el contagio tenía vida propia, una fuerza impulsora autónoma totalmente independiente de su cuerpo. Y que el contagio iba a sobrevivir aunque ella no lo hiciera. La madre moriría por el choque de los ultrasonidos, pero nadie iba a notar nada puesto que era la serpiente la que empezaría a controlar su cuerpo, no ella misma.

Por eso el suicidio carecía de sentido.

Lo único que el contagio parecía temer era la luz del sol. La pálida luz contra la mano había dolido más que las heridas más profundas.

Estuvo mucho tiempo acurrucada en la esquina del cuarto de estar viendo cómo la luz del amanecer, a través de la persiana, dibujaba un enrejado sobre la alfombra manchada. Pensó en su nieto, Ted. En cómo solía gatear en el suelo hasta los sitios en los que brillaba el sol de la tarde; se tumbaba y se quedaba dormido allí, en aquella isla de sol, con el pulgar en la boca.

Aquella piel desnuda y suave, aquella piel fina que uno no tendría más que…

¡QUÉ ES LO QUE ESTOY PENSANDO!

Virginia se estremeció, se quedó mirando fijamente al vacío. Había visto a Ted, y se había imaginado cómo ella…

¡NO!

Se golpeó a sí misma en la cabeza. Siguió golpeándose hasta que la imagen se pulverizó. Pero no podría volver a verlo más. No podría volver a ver nunca a nadie a quien amara.

No podré volver a ver nunca a nadie a quien ame.

Virginia obligó a su cuerpo a enderezarse, anduvo lentamente arrastrándose hacia el enrejado que dibujaba la luz. El contagio protestaba y quería hacerla caer, pero ella era más fuerte, aún tenía el control sobre su propio cuerpo. La luz le escocía en los ojos, las barras del enrejado le ardían en la córnea como un alambre al rojo.

¡Arde, quémate!

Tenía el brazo derecho cubierto de cicatrices, de sangre reseca. Lo acercó a la luz.

No hubiera podido ni imaginárselo.

Lo que le ocurrió con la luz el sábado había sido una caricia. Ahora se encendió la llama de un soldador, dirigida contra su piel. Después de un segundo, ésta se volvió blanca como la tiza. Después de dos segundos empezó a echar humo. Después de tres segundos se le levantó una ampolla, se oscureció y reventó dejando salir el aire. Al cuarto segundo, retiró el brazo y se arrastró sollozando hasta el dormitorio.

El olor a carne quemada envenenaba el aire, no se atrevía a mirarse el brazo cuando se deslizó sobre la cama. Descansar. Pero la cama…

A pesar de que tenía bajadas las persianas había demasiada luz en el dormitorio. Aunque se había echado el edredón se sentía desprotegida en la cama. Su inquietud captaba el más mínimo ruido procedente de los pisos vecinos, y cada sonido suponía una amenaza encubierta. Alguien caminaba en el piso de arriba. Se sobresaltaba, volvía la cabeza, alerta. Un cajón que se abría, ruido metálico en el piso superior.

Las cucharillas del café.

Supo, por la fragilidad del sonido, que eran cucharillas de café. Vio ante sí el estuche revestido de terciopelo con las cucharitas de plata que habían sido de su abuela y que ella había heredado cuando su madre ingresó en una residencia para mayores. Cómo había abierto el estuche, mirado las cucharillas y constatado que no habían sido nunca jamás usadas.

Virginia estaba pensando en esto mientras se deslizaba fuera de la cama, cogía el edredón, se arrastraba hasta el armario de dos puertas y las abría. En el suelo del armario había un edredón más y un par de mantas.

Había sentido una especie de tristeza cuando miró las cucharitas, que habían permanecido en su estuche quizá sesenta años sin que nunca nadie las sacara, las tuviera en la mano, las usara.

Más ruidos a su alrededor: la casa se despertaba. Dejó de oírlos cuando extendió el edredón y las mantas y, envuelta en ellos, se acurrucó en el armario y cerró las puertas. Estaba oscuro de verdad allí dentro. Se tapó hasta por encima de la cabeza, se encogió como una larva en un capullo doble.

Nunca jamás.

Firmes, dispuestas para el desfile en su lecho de terciopelo, esperando. Frágiles cucharitas de plata. Se arrulló con la tela de los edredones pegada a la cara.

¿Quién iba a heredarlas ahora?

Su hija. Sí. Serían para Lena y ella iba a usarlas para dar de comer a Ted. Entonces las cucharillas se pondrían contentas. Ted comería el puré de patatas con ellas. Era una buena idea.

Estaba quieta como una piedra, la calma se adueñó de su cuerpo. Alcanzó a tener un último pensamiento antes de quedarse dormida: ¿Por qué no hace calor?

Con el edredón tapándole la cara, envuelta en gruesos tejidos, debería de estar sudando. La pregunta flotaba somnolienta dando vueltas en una habitación grande y oscura, y aterrizó finalmente en una respuesta bien sencilla:

Porque no he respirado en varios minutos.

Y ni siquiera entonces, cuando era consciente de ello, sintió que lo necesitara. Ninguna sensación de ahogo, nada de falta de oxígeno. Ella ya no necesitaba respirar, eso era todo.

La misa empezaba a las once, pero a las diez y cuarto Tommy e Yvonne ya estaban en el andén en Blackeberg esperando que llegara el metro.

Staffan, que cantaba en el coro de la parroquia, le había contado a Yvonne cuál era el tema de la misa de hoy. Yvonne se lo había contado a Tommy y, con mucho tiento, le había preguntado si quería acompañarlos; para su sorpresa, había aceptado.

Iba a tratar sobre la juventud de hoy.

Tomando como punto de partida el pasaje del Antiguo Testamento en el que se narra la salida de los judíos de Egipto, el cura, con la ayuda de Staffan, había redactado un sermón con ese texto que le sirviera de guía: qué modelo podía tener ante sí una persona joven en la sociedad actual para dejarse guiar por él en su travesía por el desierto y otras cosas por el estilo.

Tommy había leído en la Biblia el pasaje en cuestión y había dicho que iría encantado.

Así que cuando aquella mañana de domingo el metro salió traqueteando del túnel procedente de la estación de Islandstorget, lanzando ante sí una columna de aire que hizo revolotear los cabellos de Yvonne, ésta se sentía completamente feliz. Miró a su hijo, que estaba a su lado con las manos profundamente hundidas en los bolsillos de la cazadora.

Va a salir bien.

Sí. Sólo el hecho de que quisiera ir con ella a la misa del domingo ya era mucho. Pero además aquello parecía indicar que había aceptado a Staffan, ¿no era así?

Subieron al vagón y se sentaron el uno frente al otro, al lado de un señor mayor. Antes de que llegara el metro hablaron de lo que ambos habían oído en la radio aquella mañana: la búsqueda del asesino ritual en el bosque de Judarn. Yvonne se acercó a Tommy.

—¿Tú crees que lo cogerán?

Tommy se encogió de hombros.

—Deberían hacerlo. Pero es un bosque grande, así que… tendrás que preguntárselo a Staffan.

—Es sólo que me parece tan desagradable. Imagínate si viene aquí.

—¿A qué va a venir aquí? Aunque claro, tampoco tendría nada que hacer en Judarn.

—¡Uf!

El señor mayor se irguió, hizo un movimiento como si se sacudiera algo de los hombros y dijo:

—Uno se pregunta si alguien así es una persona.

Tommy miró al señor e Yvonne dijo: «Hmm» sonriéndole, lo que éste interpretó como una invitación para seguir:

—Quiero decir… primero aquel crimen atroz, y después… en esas condiciones, una caída semejante. No, y esto te lo digo yo: no es una persona y espero que la policía lo mate de un disparo cuando lo encuentre.

Tommy asintió, hizo como que estaba de acuerdo.

—Que lo cuelguen en el árbol más cercano.

El hombre se acaloró:

—Exacto. Es lo que yo he dicho todo el tiempo. Tenían que haberle puesto una inyección con veneno o algo ya en el hospital, como se hace con los perros rabiosos. Entonces nos habríamos librado de estar así, constantemente aterrados, y de tener que asistir a esta búsqueda desesperada pagada con el dinero de nuestros impuestos. Un helicóptero. Sí, yo he pasado precisamente por allí, por Åkeshov, y tienen un helicóptero arriba. Para eso sí que hay dinero, pero para dar a los jubilados una pensión de la que se pueda vivir después de toda una vida de trabajo, para eso no hay. Sí hay en cambio para mandar un helicóptero que zumbe alrededor y dé un susto de muerte a los animales…

El monólogo continuó hasta Vällingby, donde Yvonne y Tommy se bajaron mientras que el hombre siguió sentado. El tren iba a dar la vuelta, así que lo más probable era que pensara hacer el mismo recorrido para volver a ver el helicóptero y, quizá, repetir su monólogo ante algún otro pasajero.

Staffan estaba esperándolos a la entrada del montón de tejas que parecía la iglesia de St. Thomas.

Llevaba traje y una corbata de rayas pálidas azules y amarillas que le recordó a Tommy aquella foto de la guerra con doble sentido: «Un tigre sueco». La cara de Staffan resplandeció al verlos y salió a su encuentro. Abrazó a Yvonne y tendió la mano a Tommy, que la estrechó y le saludó.

—Me alegro de que hayáis venido. Especialmente tú, Tommy. ¿Qué te hizo…?

—Quería ver cómo era, sólo eso.

—Mmm. Bueno, espero que te guste. Que podamos verte por aquí más veces.

Yvonne puso la mano en el hombro de Tommy.

—Ha leído en la Biblia eso… eso de lo que vais a hablar.

—Qué bien. Sí, eso ha estado realmente… otra cosa, Tommy. No he encontrado el trofeo, pero… opino que lo mejor será correr un tupido velo sobre el asunto, ¿qué me dices?

—Mmm.

Staffan esperaba que Tommy dijera algo más, pero como no lo hizo, se volvió hacia Yvonne.

—Debería estar ahora en Åkeshov, pero… no quería perderme esto. Aunque después, cuando terminemos, habré de irme, así que tendremos que…

Tommy entró en la iglesia.

En las hileras de bancos había solamente unas pocas personas mayores de espaldas a él. A juzgar por los sombreros eran mujeres.

La iglesia estaba iluminada por la luz amarilla de las lámparas situadas a lo largo de las paredes laterales. Entre las filas de bancos, una alfombra roja con figuras geométricas tejidas llegaba hasta el altar: un poyo de piedra sobre el que habían colocado jarrones con flores. Por encima de todo ello colgaba una gran cruz de madera con un Jesús modernista. La expresión de su rostro podía interpretarse fácilmente como una sonrisa burlona.

En la parte de atrás de la iglesia, al lado de la entrada, donde Tommy se encontraba, había un soporte para folletos, un cepillo en el que poner el dinero y una gran pila bautismal. Tommy se acercó a la pila y la estuvo observando.

Perfecta.

Cuando la vio pensó que estaba demasiado bien y que probablemente tuviera agua. Pero no. Toda ella, sacada de un único bloque de piedra, le llegaba a Tommy a la cintura. La pila propiamente dicha era de color gris oscuro, estriada, y no contenía ni una gota de agua.

Vale. Entonces seguimos adelante.

Sacó de la cazadora una bolsa de plástico de dos litros, bien atada, que contenía un polvo blanco y echó un vistazo a su alrededor. Nadie miraba hacia allí. Hizo un agujero en la bolsa con el dedo y dejó caer su contenido en la pila.

Después se guardó la bolsa vacía en el bolsillo y salió otra vez fuera mientras intentaba encontrar una buena razón para no sentarse al lado de su madre sino atrás del todo, al lado de la pila bautismal.

Podía alegar que de ese modo no molestaría a nadie en caso de querer salir. Sonaba bien. Sonaba…

Perfecto.

Oskar abrió los ojos y sintió pánico. No sabía dónde se encontraba. El espacio a su alrededor estaba a oscuras, no reconocía aquellas paredes desnudas.

Estaba tumbado en un sofá. Tenía encima un edredón que olía bastante mal. Las paredes flotaban ante sus ojos, nadaban libremente en el aire mientras trataba de ubicarlas en el sitio correcto, colocarlas juntas de manera que formaran una habitación que él pudiera reconocer. Pero no había manera.

Se llevó el edredón a la nariz. Un olor a cerrado le llenó los orificios nasales e intentó tranquilizarse, dejar de reconstruir la habitación y en lugar de eso tratar de recordar.

Sí. Ahora podía.

Su padre, Janne. Autoestop. Eli. El sofá. La tela de araña.

Miró al techo. Allí estaban las polvorientas telas de araña, difíciles de distinguir en la penumbra. Se había quedado dormido junto a Eli en el sofá. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde entonces? ¿Sería por la mañana?

La ventana estaba tapada con mantas, pero por los bordes podía entrever débiles retazos de luz grisácea. Se quitó el edredón y fue hasta la puerta del balcón, descorrió un poco la manta. Las persianas estaban bajadas. Las subió unos centímetros y sí: había amanecido ahí fuera.

Le dolía la cabeza y la luz le hacía daño en los ojos. Resopló, soltó la manta y se pasó las dos manos por el cuello, por la nuca. No. Claro que no. Ella le había dicho que ella nunca…

Pero ¿y ella dónde está?

Recorrió la estancia con la vista; sus ojos se detuvieron en la puerta cerrada de la habitación en la que Eli se había cambiado el jersey. Dio unos pasos hacia ella, se detuvo. La puerta permanecía en la sombra. Oskar cerró los puños, se chupó uno de ellos.

Y si ella realmente… dormía en un ataúd.

Qué tontería. ¿Por qué iba a hacer eso? ¿Por qué lo hacían los vampiros? Porque están muertos. Y Eli dijo que ella no…

Pero si…

Siguió chupándose el puño, lo recorrió con la lengua. Su beso. La mesa con comida. Sólo el hecho de que ella pudiera hacer eso. Y los dientes… Dientes de animales carnívoros.

Si hubiera algo más de luz.

Al lado de la puerta estaba el interruptor de la lámpara del techo. Lo pulsó sin creer que fuera a ocurrir nada. Pero sí. La lámpara se encendió. Apretó los párpados para protegerse de aquella luz tan fuerte, dejó que los ojos se acostumbraran a la luz antes de volverse hacia la puerta; apoyó la mano en el picaporte.

La luz no le ayudaba en absoluto, más bien lo contrario: todo parecía aún más desagradable ahora que la puerta era sólo una puerta normal y corriente. Igual que la de su propia habitación. Exactamente igual. El picaporte tenía idéntico tacto. Y ella podía estar allí acostada. Quizá con los brazos cruzados sobre el pecho.

Tengo que verlo.

Apretó con cuidado el picaporte, que ofreció algo de resistencia. O sea, que la puerta no estaba cerrada con llave; en ese caso, el pasador sólo se hubiera deslizado hacia abajo. Oskar lo empujó y la puerta se abrió, la rendija se hizo cada vez mayor. La habitación estaba a oscuras.

¡Espera!

¿Heriría la luz a Eli si abría la puerta?

No. Ayer por la noche había estado sentada al lado de la lámpara y parecía que no le pasaba nada. Pero esta bombilla tenía mayor potencia y, a lo mejor, la de la lámpara de pie era de un tipo… especial, una bombilla… especial para vampiros.

Qué tontería. «Tiendas especializadas en bombillas para vampiros».

Y no habría dejado la lámpara en el techo si fuera peligrosa para ella.

Pese a todo, Oskar abrió la puerta con cuidado, dejando que el cono de luz se hiciera poco a poco más grande dentro de la habitación. Estaba tan vacía como el cuarto de estar. Una cama y un montón de ropa, nada más. En la cama sólo había una sábana y una almohada. El edredón que él había usado sería de allí. En la pared de al lado de la cama había un papel pegado con cinta adhesiva. El código Morse.

Ah, sí, era esa la cama desde donde ella…

Respiró profundamente. Cómo no se había dado cuenta de eso. Al otro lado de esta pared está mi habitación.

Sí. Se encontraba a dos metros de su propia cama, a dos metros de su vida normal.

Se tumbó y tuvo la ocurrencia de golpear un mensaje en la pared. Para Oskar. El del otro lado. ¿Qué iba a decirle?

V.A.R.Ä.R.D.U.

Se volvió a chupar el puño. Él estaba aquí. Era Eli la que se había ido. Se sintió mareado, confundido. Dejó caer la cabeza en la almohada y echó una ojeada alrededor. La almohada olía raro. Como el edredón, pero más fuerte. Un olor a cerrado, grasiento. Se quedó mirando el montón de ropa que había a unos metros de la cama.

Es tan asqueroso.

No quería permanecer allí más tiempo. El piso estaba totalmente silencioso y vacío y todo era tan… anormal. Su mirada se deslizó sobre el montón de ropa y se detuvo en los armarios que cubrían la pared de enfrente. Dos armarios dobles, uno sencillo.

Allí.

Flexionó las piernas contra el estómago, miró fijamente las puertas cerradas de los armarios. No quería. Le dolía el estómago. Un dolor punzante, escozor en la entrepierna.

Tenía ganas de hacer pis.

Se levantó de la cama, fue hasta la puerta sin perder de vista los armarios. Había un par de ellos iguales en su habitación, sabía que ella tendría sitio de sobra. Allí era donde estaba, y él ya no quería ver más.

La lámpara de la entrada también funcionaba. La encendió y fue por el corto pasillo hasta el cuarto de baño. La puerta permanecía cerrada. La plaquita que había por encima del pasador estaba de color rojo. Llamó:

—Eli.

No se oyó nada. Volvió a llamar.

—Eli, ¿estás ahí?

Nada. Pero al pronunciar su nombre en voz alta se dio cuenta de su error. Era lo último que le había dicho cuando estaban en el sofá.

Que ella en realidad se llamaba… Elias. Elias. Un nombre de chico. ¿Era Eli un chico? Y ellos se habían… besado y dormido en la misma cama y…

Oskar apoyó las manos en la puerta del baño y la frente sobre ellas. Pensó. Pensó profundamente. No lo entendía. Que pudiera aceptar de alguna manera que ella fuese una vampira, pero que el hecho de que fuera un chico le pudiera resultar más… difícil.

Conocía los nombres, claro está. Maricón, maricón de mierda. Como Jonny lo llamaba. Que fuera peor ser maricón que ser…

Volvió a llamar a la puerta.

—¿Elias?

Sintió un vuelco en el estómago cuando lo dijo. No. No iba a acostumbrarse. Ella… él se llamaba Eli. Pero aquello era demasiado. Con independencia de lo que Eli fuera, aquello era demasiado. Ya no podía más. Es que no había nada normal en ella.

Levantó la frente de las manos, se las llevó a la entrepierna, quería hacer pis.

Pasos fuera, en la escalera, y poco después el ruido del buzón al abrirse, un ruido suave. Se alejó de la puerta del cuarto de baño y fue a ver qué era. Propaganda.

PICADA DE VACUNO 14,90/KILO.

Letras y cifras chillonas de color rojo. Cogió el papel y comprendió; apretó el ojo contra el agujero de la cerradura de seguridad mientras los pasos resonaban en los rellanos, chasquidos cuando se abrían y se cerraban los buzones.

Después de medio minuto su madre pasó ante él, escaleras abajo. Sólo pudo ver un poco de su pelo, el cuello de su abrigo, pero sabía que era ella. ¿Quién iba a ser si no?

¿El que repartía su propaganda cuando él no estaba?

Con el papel en la mano fuertemente apretado, Oskar se acurrucó en el suelo al lado de la puerta de la calle, con la frente apoyada en las rodillas. No lloraba. Las ganas de hacer pis eran como un hormiguero punzante en su entrepierna que de alguna manera le impedían llorar.

Pero una y otra vez le daba vueltas a un único pensamiento:

Yo no existo. Yo no existo.

Lacke había dedicado la noche a estar preocupado. Desde el momento en que dejó a Virginia, una inquietud insidiosa no había dejado de roerle el estómago. Había pasado unas horas con los colegas del chino el sábado por la tarde intentando hacerles partícipes de su preocupación, pero nadie estaba por la labor. Lacke había presentido que aquello podía írsele de las manos, que el riesgo de que se agarrara un cabreo de mil demonios era grande, así que se largó de allí.

Porque los colegas no eran más que una mierda.

Nada nuevo, por supuesto, pero había creído que… Sí. ¿Qué cojones había creído?

Que éramos más en esto.

Que alguien más que él se daría cuenta de que se estaba tramando algo horrible de cojones. Mucho hablar, palabras grandilocuentes, sobre todo por parte de Morgan, pero a la hora de la verdad ninguno de ellos era capaz de levantar un dedo para hacer algo.

No es que Lacke supiera qué hacer, pero al menos estaba preocupado. Aunque no sirviera de nada. Había pasado despierto la mayor parte de la noche tratando de leer de vez en cuando Los endemoniados de Dostoievski, pero olvidaba lo que había pasado en la página anterior, en la frase anterior, lo dejó.

Una cosa buena, a pesar de todo, había traído consigo la noche: había tomado una decisión.

El domingo por la mañana había ido a casa de Virginia, había llamado a la puerta. Nadie le abrió y se había marchado de allí con la esperanza de que Virginia hubiera ido al hospital. De vuelta hacia su casa pasó al lado de dos mujeres que estaban hablando, pilló algo acerca de un asesino al que la policía andaba buscando en el bosque de Judarn.

Santo Cielo, hay asesinos en cada puta esquina. Ya tienen los periódicos algo nuevo con qué entretenerse.

Habían transcurrido ya algo más de diez días desde que cogieron al asesino de Vällingby y los periódicos empezaban a cansarse de especular acerca de quién podía ser, por qué había hecho lo que había hecho.

En los artículos que se le dedicaron había existido un tono exagerado de… sí, regocijo ante el mal ajeno. Habían descrito con penoso esmero el estado actual en que se encontraba el asesino, asegurando que no podría abandonar el hospital al menos en seis meses. Al lado, un recuadro con datos sobre las consecuencias del ácido clorhídrico, de manera que uno pudiera regodearse pensando en el daño que podía ocasionar.

No, a Lacke aquello no le producía ninguna satisfacción. Sólo le parecía que era espantosa la manera en que la gente se echaba encima de alguien que «había recibido su castigo» y cosas por el estilo. Estaba totalmente en contra de la pena de muerte. No porque tuviera ningún concepto «moderno» de la justicia, no. Más bien, uno antiquísimo.

Pensaba: si alguien mata a mi hijo, entonces yo mato a esa persona. Dostoievski hablaba mucho de perdón, de clemencia. Naturalmente. Por parte de la sociedad, totalmente de acuerdo. Pero yo, como padre del niño asesinado, estoy en mi absoluto derecho moral de matar al que lo ha hecho. Que luego la sociedad me condene a ocho años o lo que sea en el talego, eso ya es otra cosa.

No era eso lo que Dostoievski quería decir, Lacke lo sabía. Pero él y Fedor tenían distintas opiniones a ese respecto, sencillamente.

Lacke iba pensando en esas cosas mientras se dirigía a su casa en la calle Ibsengatan. Una vez allí se dio cuenta de que tenía hambre, así que coció unos macarrones y se los comió con una cuchara directamente de la cazuela, con ketchup. Mientras vertía agua en la cazuela para que resultara más fácil fregarla después, oyó un ruido sordo procedente del buzón.

Propaganda. No hacía caso de ella; además, no tenía un duro.

No. De eso se trataba precisamente.

Pasó la bayeta por la mesa de la cocina y fue a buscar la colección de sellos de su padre, que guardaba en el aparador también heredado y cuyo transporte hasta Blackeberg había constituido una pequeña odisea.

Allí estaban. Cuatro ejemplares no timbrados de los primeros sellos que se emitieron en Noruega. Se agachó sobre el álbum, entornó los ojos fijándose en el león que aparecía erguido sobre las patas traseras contra un fondo de color azul claro.

Genial.

Habían costado cuatro chelines cuando se emitieron en 1855. Ahora estaban valorados en… más. El que estuvieran emparejados los hacía aún más valiosos.

Eso era lo que había decidido por la noche, mientras estaba acostado dando vueltas entre las sábanas: que había llegado la hora. Lo sucedido con Virginia había colmado el vaso. Y luego, encima, la incapacidad de los colegas para comprender, el darse cuenta de que no, no valía la pena codearse con personas así.

Se iba a largar de aquí, y Virginia iba a hacer lo mismo.

Estuviera mal o no el mercado, algo más de trescientos papeles le darían por los sellos, y otros doscientos por el piso. Después se compraría una casa en el campo. Bueno, vale: dos casas. Una granja pequeña. El dinero sería suficiente para eso y seguro que iba a funcionar. Tan pronto como Virginia se pusiera bien se lo iba a proponer, y él creía… bueno, estaba casi seguro de que ella lo iba a aceptar; mejor dicho, le iba a encantar.

Eso es lo que iba a ocurrir.

Lacke se sentía ahora más tranquilo. Lo tenía todo bien claro. Lo que iba a hacer entonces y lo que iba a hacer en el futuro. Todo iba a salir bien.

Lleno de pensamientos agradables entró en el dormitorio, se echó sobre la cama para descansar cinco minutos y se quedó dormido.

—Los vemos en las calles y en las plazas y ante ellos nos preguntamos, nos decimos a nosotros mismos: ¿qué podemos hacer?

Tommy no se había aburrido tanto en toda su vida. Ni siquiera hacía media hora que había empezado la misa y ya pensaba que habría sido más divertido sentarse en una silla mirando a la pared.

«Alabado seas, Señor» y «Canto de Gloria», y «Hosanna», sí, pero ¿por qué permanecían todos ahí sentados sin quitar ojo como si estuvieran viendo un partido de clasificación entre Bulgaria y Rumania? Eso no significaba nada para ellos, ni lo que leían en el libro ni lo que cantaban. Y parecía que tampoco significaba nada para el cura. Sólo algo que tenía que hacer para ganarse el sueldo.

Ahora al menos había empezado el sermón.

Si el cura sacaba a relucir justamente ese pasaje de la Biblia que Tommy había leído, entonces lo haría. Si no, no.

El curita decide.

Tommy buscó en el bolsillo. Las cosas estaban preparadas y la pila bautismal sólo a tres metros de él, sentado en la última fila. Su madre estaba delante, probablemente para poder hacer chiribitas con los ojos a Staffan mientras éste cantaba sus absurdas canciones con las manos entrelazadas sobre su polla de policía.

Tommy se mordió los labios. Esperaba que el cura dijera aquello.

—Vemos una inquietud en sus ojos, la inquietud de quien está perdido y no encuentra el camino. Cuando veo a una de esas personas jóvenes siempre me viene a la memoria la salida del pueblo de Israel de Egipto.

Tommy se quedó paralizado. Pero el cura tal vez no se centrara precisamente en eso. Tal vez sería algo del mar Rojo. De todas formas, sacó las cosas del bolsillo: un encendedor y una briqueta. Le temblaban las manos.

—Porque así es como debemos ver a esas personas jóvenes que a veces nos dejan consternados. Caminan por un desierto de preguntas sin respuesta y con unas perspectivas de futuro poco precisas. Pero hay una gran diferencia entre el pueblo de Israel y la juventud de nuestros días…

Vamos, dilo ya…

—El pueblo de Israel tenía alguien que lo guiaba. Seguro que recordáis lo que dicen las Escrituras: «El Señor iba al frente de ellos, de día en una columna de nube para guiarlos por el camino; y de noche en una columna de fuego, para iluminarlos». Esa columna de nube, esa columna de fuego es lo que les falta a los jóvenes de nuestros días y…

El cura bajó la vista buscando en sus papeles. Tommy ya había prendido la briqueta, sujetándola entre el dedo pulgar y el índice. El extremo ardía con una llama azul y limpia que bajaba buscando sus dedos. Entonces aprovechó la ocasión: se agachó, dio un paso largo desde el banco y, echando la briqueta en la pila, se retiró rápidamente y volvió a sentarse. Nadie había notado nada.

El cura volvió a levantar la vista.

—… y es nuestra obligación como adultos ser esa columna de fuego, esa estrella que guíe a los jóvenes. ¿Dónde la van a encontrar si no? Y la fuerza para ello la sacaremos de la obra del Señor…

Un humo blanco empezó a salir de la pila bautismal. Tommy ya podía notar el conocido olor dulzón.

Lo había hecho en montones de ocasiones: quemar ácido nítrico y azúcar. Pero casi nunca en cantidades tan grandes de una vez, y nunca había probado a hacerlo en un espacio cerrado. Estaba impaciente por ver qué efecto tendría cuando no había viento que alejara el humo. Entrelazó los dedos, apretando con fuerza una mano contra la otra.

Bror Ardelius, nombrado de forma interina sacerdote de la parroquia de Vällingby, fue el primero que vio el humo. Lo tomó por lo que era: humo que salía de la pila bautismal. Toda su vida había estado esperando una señal del Señor y era innegable que, cuando vio elevarse la primera espiral de humo, pensó por un momento:

Oh, Dios mío. Por fin.

Pero aquel pensamiento se esfumó. Que la sensación de estar ante un milagro lo abandonara tan deprisa lo tomó como la prueba de que no era ningún milagro, ninguna señal. No era más que eso: humo que salía de la pila bautismal. Pero ¿por qué?

El sacristán, con el que no tenía demasiadas buenas relaciones, habría tenido ganas de gastarle una broma. El agua de la pila había empezado… a cocer…

El problema era que él se encontraba en mitad del sermón y no podía dedicar más tiempo a pensar en esas cuestiones. Así que Bror Ardelius hizo lo que la mayoría de las personas en situaciones parecidas: siguió como si no ocurriera nada y esperando a que el problema se arreglara por sí solo si no le daba mayor importancia. Tosió para aclararse la voz y trató de acordarse de lo último que había dicho.

La obra del Señor. Algo acerca de buscar fuerza en la obra del Señor. Un ejemplo.

Miró de reojo las anotaciones que tenía en el papel. Allí ponía: Descalzos.

¿Descalzos? ¿Qué habré querido decir con eso? ¿Que el pueblo de Israel caminaba descalzo, o que Jesús… alguna larga caminata…?

Volvió a levantar la vista, vio que ahora el humo era más espeso, que formaba una columna que subía lentamente desde la pila hasta el techo. ¿Qué era lo último que había dicho? Sí. Ahora se acordaba. Las palabras estaban aún en el aire.

—Y la fuerza para ello hemos de buscarla en la obra del Señor.

Era un final aceptable. No era bueno, ni el que había pensado, pero aceptable. Sonrió azorado a los feligreses y asintió con la cabeza hacia Birgit, que dirigía el coro.

El coro, ocho personas que se levantaron a un tiempo y se dirigieron a la tarima. Cuando se volvieron hacia los feligreses pudo notar en sus caras que ellos también veían el humo. Alabado sea el Señor; había estado a punto de pensar que tal vez sólo lo veía él.

Birgit lo miró con cara interrogante y él hizo un gesto con la mano: empezad, empezad.

El coro comenzó a cantar:

Guíame, Señor, guíame en la virtud. Deja que mis ojos vean tu camino

Una de las más bellas composiciones del viejo Wesley. A Bror Ardelius le habría gustado disfrutar de la belleza de la canción, pero la columna de humo había empezado a preocuparle. Un humo blanco y espeso salía de la pila bautismal y en el fondo de lo que era la pila propiamente dicha ardía algo con una llama de color blanquiazul, algo efervescente chisporroteaba. Un aire dulzón alcanzó su nariz y los feligreses miraron a su alrededor tratando de averiguar de dónde procedía aquel chisporroteo.

Pues sólo tú, Dios, sólo tú das al alma paz y seguridad

Una de las mujeres del coro empezó a toser. Los feligreses volvieron la cabeza de la pila humeante hacia Bror Ardelius para recibir instrucciones de cómo debían comportarse si aquello estaba incluido.

Varias personas más empezaron a toser, se pusieron pañuelos o los brazos delante de la boca y de la nariz. La iglesia comenzó a llenarse de una débil niebla y, a través de aquella niebla, Bror Ardelius vio cómo alguien de la última fila de bancos se levantaba y salía por la puerta corriendo.

Sí. Es lo único sensato.

Se acercó hasta el micrófono.

—Sí, ha ocurrido un pequeño… contratiempo y yo creo que es mejor que… abandonemos el local.

Apenas hubo pronunciado la palabra «contratiempo» Staffan abandonó la tarima y comenzó a andar hacia la salida con pasos rápidos y controlados. Lo comprendió de inmediato. Era ese ladrón empedernido que Yvonne tenía por hijo el que había hecho aquello. Ya desde ese momento intentó contenerse, porque sospechaba que si agarraba a Tommy en aquel instante había muchas posibilidades de que le atizara una hostia.

Evidentemente era justo eso lo que necesitaba aquel gamberro, ésa era precisamente la guía que le faltaba.

Columna de nube, ven y ayúdame. Un par de bofetadas bien dadas es lo que le hace falta a este joven.

Aunque Yvonne, en la situación actual, no lo aceptaría. Cuando estuvieran casados las cosas cambiarían. Entonces, por sus cojones que iba a hacerse cargo de la educación de Tommy. Ahora, antes que nada, tenía que agarrarle. Darle un meneo al menos.

Pero Staffan no llegó muy lejos. Las palabras de Bror Ardelius desde el púlpito actuaron como el pistoletazo de salida para los feligreses, que sólo habían estado esperando su aprobación para abandonar la iglesia. A mitad de camino, ya en el pasillo central, se quedó bloqueado por ancianas menudas con preferencia de paso que se apresuraban hacia la salida con implacable determinación.

Su mano derecha se dirigió automáticamente a la cadera, pero la frenó y cerró el puño. Aunque hubiera tenido la porra no habría sido apropiado usarla allí.

Cada vez salía menos humo de la pila bautismal, pero la iglesia estaba ahora envuelta en una niebla que olía a fabricación de golosinas y a productos químicos. Las puertas de salida estaban abiertas de par en par y a través del humo se veía, en un rectángulo nítidamente marcado, la luz de la mañana.

Los feligreses se movían hacia la luz, tosiendo.

En la cocina sólo había una silla, y nada más. Oskar la acercó al fregadero, se subió a ella y meó en la pila mientras corría el agua del grifo. Cuando terminó volvió a colocar la silla en su sitio. Parecía rara en aquella cocina vacía. Como algo en un museo.

¿Para qué la usará?

Echó una ojeada a su alrededor. Encima del frigorífico había una hilera de armarios a los que sólo se podía llegar subiéndose en la silla. La llevó hasta allí y puso la mano en el agarradero del frigorífico para apoyarse. Le dio un vuelco el estómago. Tenía hambre.

Sin pensárselo dos veces, abrió el frigorífico para ver qué había. No mucho: un brik de leche abierto, medio paquete de pan, mantequilla y queso. Oskar cogió la leche.

Pero… Eli…

Estaba con el brik en la mano, parpadeando. Aquello no encajaba. ¿Comía también comida normal? Sí. Seguro que lo hacía. Sacó la leche del frigorífico, la puso en la encimera. En los armarios no había casi nada. Dos platos, dos vasos. Cogió un vaso, echó leche en él.

Y entonces le vino a la cabeza. Con el vaso de leche fría en la mano se le vino a la cabeza, con toda su fuerza.

Ella bebe sangre.

Anoche, en medio del sueño y ya desconectado del mundo, en la oscuridad, todo aquello le había parecido posible de alguna manera. Pero ahora, en la cocina, donde no colgaban mantas de las ventanas y las persianas dejaban pasar la suave luz de la mañana, con un vaso de leche en la mano, parecía tan… fuera de todo.

Era como: Si tienes leche y pan en tu frigorífico entonces tienes que ser una persona.

Dio un trago y lo escupió inmediatamente. Estaba acida. Olió lo que quedaba en el vaso. Sí. Acida. La tiró al fregadero, aclaró el vaso y se enjuagó con agua para quitarse el sabor de boca; después miró la fecha de caducidad del paquete.

CONSUMIR PREFERENTEMENTE ANTES DEL 28 DE OCTUBRE.

Hacía diez días que había caducado. Oskar comprendió.

La leche del viejo.

El frigorífico estaba todavía abierto. La comida del viejo.

Asqueroso. Asqueroso.

Oskar lo cerró de un portazo. ¿Qué había estado haciendo allí el viejo? ¿Qué tenían Eli y él…? Le entró un escalofrío.

Ella lo ha matado.

Sí. Eli había tenido al hombre para poder… alimentarse de él. Como si fuera un banco de sangre vivo. Eso era lo que hacía. ¿Pero por qué había aceptado el hombre? Y si ella lo había matado, ¿dónde estaba el cuerpo?

Oskar miró de reojo los armarios altos de la cocina y de pronto no quiso permanecer ni un minuto más allí. En el fondo, no quería permanecer ni un minuto más en aquel piso. Salió y atravesó el pasillo. La puerta del cuarto de baño seguía cerrada.

Es ahí dentro donde está acostada.

Entró rápidamente en el cuarto de estar, cogió su bolsa. El walkman estaba encima de la mesa. Sólo tendría que comprar auriculares nuevos. Al ir a cogerlo para guardarlo en la bolsa, vio la nota. Estaba en la mesa del sofá, justo a la altura de su cabeza mientras había estado durmiendo.

Hola.

Espero que hayas dormido bien. Yo también voy a dormir ahora. Estoy en el cuarto de baño. Por favor, procura no pasar por allí. Confío en ti. No sé qué ponerte. Espero poder gustarte aunque ya sabes cómo son las cosas. Yo te quiero. Mucho. Ahora estás aquí acostado en el sofá roncando. Por favor. No tengas miedo de mí. Por favor, por favor, por favor no tengas miedo de mí. ¿Quieres que nos veamos esta tarde? Escribe en el papel si quieres que nos veamos.

Si escribes NO, me mudaré esta tarde. Tendré que hacerlo pronto de todos modos. Estoy sola. Más sola de lo que tú puedas pensar, creo yo. O tal vez puedas.

Perdona que te haya roto el aparato de música. Coge el dinero si quieres. Tengo mucho. No tengas miedo de mí. No tienes que tenerlo. A lo mejor lo sabes. Espero que lo sepas. Te quiero mucho.

Tuya, Eli

P. D. Puedes quedarte si quieres. Pero si te vas, asegúrate de que la puerta quede cerrada.

Oskar leyó la nota un par de veces. Después cogió el bolígrafo que había al lado. Echó un vistazo alrededor de la habitación vacía, la vida de Eli. Encima de la mesa estaban aún los billetes que ella le había dado, arrugados. Cogió uno de mil, se lo guardó en el bolsillo.

Se quedó mirando el espacio en blanco que había bajo el nombre de Eli. Después bajó el bolígrafo y escribió con letras tan grandes como el espacio que había en blanco la palabra

Dejó el bolígrafo encima del papel, se levantó y guardó el walkman en la bolsa. Se volvió por última vez y miró las letras, que ahora se veían boca abajo.

Luego meneó la cabeza, rebuscó el billete en el bolsillo, lo volvió a dejar encima de la mesa. Cuando salió al rellano de la escalera se aseguró de que la puerta quedaba bien cerrada. Tiró de ella varias veces.

Del informativo Dagens Eko, 16:45, domingo 8 de noviembre de 1981

La búsqueda por parte de la policía del hombre que en la madrugada del domingo huyó del hospital de Danderyd después de matar a una persona, no ha dado ningún resultado.

La policía ha rastreado durante el domingo el bosque de Judarn, en el oeste de Estocolmo, en busca del hombre que según se cree es el llamado asesino ritual. El hombre se encontraba en el momento de la huida gravemente herido y la policía sospecha ahora que haya tenido un cómplice.

Arnold Lehrman, de la policía de Estocolmo:

—Sí, es la única alternativa. No hay ninguna posibilidad física de que haya podido huir en ese… estado. Hemos tenido allí fuera treinta hombres, perros, un helicóptero de reconocimiento. Es imposible, sencillamente.

—¿Vais a continuar buscando en el bosque de Judarn?

—Sí. La probabilidad de que se encuentre todavía en esa zona no se puede descartar a pesar de todo. Pero vamos a bajar el número de efectivos aquí para poder concentrarnos en… para analizar cómo ha podido escapar de aquí.

El hombre tiene la cara terriblemente desfigurada y en el momento de la huida iba vestido con una bata de hospital de color azul. La policía agradece cualquier colaboración de los ciudadanos que tenga que ver con el caso en el número de teléfono…