—¡Habba-Habba soud-soud!
Una pandilla de chicos y chicas habían subido cantando en Hötorget. Serían más o menos de la edad de Tommy. Bebidos. Los chicos soltaban de vez en cuando algún berrido, se tiraban sobre las chicas y éstas se reían, les devolvían el golpe. Después, empezaban a cantar de nuevo. La misma canción una y otra vez. Oskar los miraba de reojo.
Yo nunca seré como ellos.
Por desgracia. Le habría gustado. Parecía que se divertían. Pero Oskar no podría nunca comportarse así, hacer lo que hacían. Uno de ellos se puso de pie en el asiento cantando en voz alta:
—¡A Huleba-Huleba, A-ha-Huleba!
Un viejo que estaba sentado y medio dormido en los asientos reservados a los minusválidos en la otra punta del vagón les increpó:
—¡¿No podéis tranquilizaros un poco?! Estoy tratando de dormir.
Una de las muchachas puso el dedo corazón hacia arriba y se lo mostró al viejo.
—A dormir se va uno a casa.
Todo el grupo se echó a reír y volvieron a la carga con la misma canción. Unos asientos más allá iba un hombre leyendo un libro. Oskar agachó la cabeza para poder leer el título pero no vio más que el nombre del autor: Göran Tunström. No le sonaba conocido.
En el grupo de cuatro asientos al lado de Oskar iba una señora mayor con el bolso sobre las rodillas. Iba hablando sola en voz baja, gesticulando hacia un interlocutor invisible.
Él no había ido nunca en metro después de las diez de la noche. ¿Serían aquellas personas las mismas que durante el día iban calladas y mirando fijamente hacia delante, leyendo el periódico? ¿O sería un grupo especial que sólo salía por las noches?
El hombre del libro pasó la página. Oskar, por extraño que parezca, no llevaba encima ningún libro. Lástima. Le habría gustado hacer como aquel hombre: estar sentado leyendo, olvidándose de todo lo que le rodeaba. Pero sólo llevaba el walkman y el cubo. Había pensado escuchar la cinta de Kiss que le había dado Tommy, lo había intentado en el autobús de vuelta, pero se había cansado después de un par de canciones.
Sacó el cubo del bolso. Tres caras estaban ya listas. Sólo faltaba una esquina de nada en la cuarta. Eli y él habían pasado una tarde entretenidos con el cubo, hablando de cómo se podía hacer, y después de aquello Oskar había mejorado mucho. Miró todas las caras intentando dar con alguna estrategia, pero no vio más que los ojos de Eli delante de él.
¿Qué aspecto tendrá?
No tenía miedo. Tenía la sensación de que… bueno… no podía estar allí a esas horas, no podía hacer lo que estaba haciendo. No existía. No era él.
No existo, y nadie puede hacerme daño.
Había llamado a su padre desde Norrtälje y éste se había puesto a llorar al teléfono diciéndole que iba a llamar a alguien que pudiera ir a buscarle. Era la segunda vez en su vida que Oskar oía llorar a su padre. Por un momento estuvo a punto de ablandarse, pero cuando su padre empezó a atropellarse y a gritar que él tenía que poder dirigir su vida y hacer lo que quisiera en su casa, Oskar le colgó el teléfono.
En realidad fue entonces cuando apareció, aquella sensación de que no existía.
El grupo de chicos y chicas se bajó en la estación de Ängbyplan. Uno de los chavales se volvió y gritó dentro del vagón:
—Qué durmáis bien, queridos… queridos…
No le salía la palabra y una de las chicas se lo llevó consigo. Justo antes de que el tren se pusiera en marcha se soltó de ella, corrió hacia las puertas y, sujetando una de ellas, gritó:
—… compañeros de viaje. ¡Compañeros de viaje, qué durmáis bien!
Soltó la puerta y el metro echó a andar de nuevo. El hombre que iba leyendo bajó el libro, miró a los jóvenes en el andén. Luego se volvió hacia Oskar, le miró a los ojos y sonrió. Oskar respondió con una sonrisa fugaz, después hizo como que dirigía su atención al cubo.
Tuvo la sensación de que… había sido aprobado. Aquel hombre se había fijado en él y le había transmitido la idea de que Haces bien. Todo lo que estás haciendo está bien hecho.
Sin embargo no se atrevía a volver a mirarle. Parecía como si aquel hombre supiera. Oskar giró el cubo un poco y lo volvió a dejar como estaba.
Otras dos personas, además de él, se bajaron del metro en Blackeberg, de otros vagones. Un chico más mayor al que no conocía de nada y un adulto con pinta de ligón que parecía bastante borracho. El ligón se acercó tambaleándose al chico mayor y le gritó:
—Oye, tú, ¿tienes un cigarrillo?
—Sorry, no fumo.
Pero el ligón parece que no entendió más que la negativa, porque sacó un billete de diez coronas del bolsillo y agitándolo en la mano continuó:
—¡Diez coronas! Sólo por un pitillo.
El chico negó con la cabeza y siguió andando. El ligón se quedó allí tambaleándose, y cuando Oskar pasó a su lado levantó la cabeza y le dijo:
—¡Tú! —pero entonces se le achinaron los ojos, fijó la mirada en Oskar y meneó la cabeza—. No, no era nada. Vete en paz, hermano.
Oskar continuó subiendo las escaleras de la estación. Preguntándose si el ligón estaría pensando en ponerse a mear en el raíl eléctrico. El chico mayor desapareció por las puertas de salida. Sin contar al vigilante de los torniquetes, Oskar era la única persona que había en el vestíbulo.
Todo parecía tan distinto por la noche. La tienda de fotos, la floristería y la tienda de ropas que había dentro de la estación permanecían apagadas. El vigilante estaba en su garita con los pies sobre el mostrador, leyendo algo. Qué silencio. El reloj de la pared señalaba las dos pasadas. Debería estar en su cama a esas horas. Durmiendo. Al menos debería de tener sueño. Pero no. Estaba tan cansado que sentía el cuerpo como vacío, pero un vacío cargado de electricidad. No somnoliento.
Se abrió una puerta abajo, donde los andenes, y oyó la voz del ligón:
—«Y hagan la reverencia, ustedes los agentes con cascos y porras…».
La misma canción que él había cantado. Se echó a reír y empezó a correr. Salió corriendo por las puertas, cuesta abajo hacia la escuela, pasó la escuela y el aparcamiento. Había empezado a nevar otra vez y aquellos grandes copos le pinchaban como alfileres en la cara ardiente. Miraba hacia arriba mientras corría. La luna estaba aún con él, jugando al escondite entre los edificios altos.
Ya dentro del patio se detuvo, tomó aliento. Casi todas las ventanas estaban oscuras, pero ¿no se veía un poco de luz detrás de las persianas del piso de Eli?
¿Qué aspecto tendría?
Subió la cuesta, echó una ojeada a su propia ventana a oscuras. Allí dentro estaba el Oskar normal durmiendo. El Oskar… anterior a Eli. Con la bola del pis en los calzoncillos. Ya no se la ponía, no la necesitaba.
Abrió la puerta del sótano de su portal y por el pasillo llegó ante el portal de Eli, no se paró a mirar si quedaba alguna mancha en el suelo. Solamente pasó. Ya no existía. No tenía una madre, ni un padre, ni una vida anterior, él sólo estaba… allí. Abrió la puerta y subió las escaleras.
De pie en el descansillo se quedó mirando la deteriorada puerta de madera, la placa del nombre sin nombre.
Detrás de esa puerta.
Se había imaginado que iba a subir corriendo las escaleras e iba a llamar, sin más. Pero en vez de eso se sentó en los últimos escalones, al lado de la puerta.
¿Y si no quería que él viniera?
Después de todo era ella la que se había alejado. A lo mejor le decía que se marchara, que quería estar tranquila, que…
El trastero del sótano. El de Tommy y los otros.
Podía dormir allí, en el sofá, porque no estarían allí por la noche. De esa manera podría ver a Eli al día siguiente por la tarde, como de costumbre.
Nada sería ya como de costumbre.
Se quedó mirando fijamente al timbre. Nada iba a ser como antes. Había que hacer algo grande. Como escaparse, hacer dedo, volver a casa a media noche para demostrar que se es… importante. Lo que más miedo le daba no era que ella quizá fuera un ser que vivía de la sangre de otras personas, sino que lo rechazara.
Tocó el timbre de la puerta.
Se oyó un zumbido dentro del piso que cesó cuando soltó el timbre. Estuvo esperando. Volvió a llamar, más tiempo. Nada. No se oía nada. Eli no estaba en casa.
Oskar se sentó en la escalera mientras la desilusión le caía como un jarro de agua fría. Y se sintió de pronto cansado, terriblemente cansado. Se levantó lentamente y bajó las escaleras. A medio camino se le ocurrió una idea. Una tontería, pero… aun así. Volvió hasta la puerta y con señales cortas y largas en el timbre deletreó el nombre de ella con el alfabeto Morse.
Corta. Pausa. Corta, larga, corta, corta. Pausa. Corta, corta.
E… L… I…
Esperó. No se oía absolutamente nada. Se había dado la vuelta para marcharse cuando oyó la voz de Eli.
—¿Oskar? ¿Eres tú?
Y esto fue lo que sucedió, a pesar de todo; que la alegría fue como un cohete que se encendiera en su pecho y explotara a través de su boca con un estruendoso:
—¡Sí!
Maud Carlberg, por hacer algo, fue a buscar una taza de café al cuarto que había detrás de la recepción y se sentó con la luz apagada. Tenía que haber salido de su turno hacía ya una hora, pero la policía le había pedido que esperara.
Un par de hombres que no iban vestidos de policía estaban dando con un pincel una especie de polvo en el suelo, a lo largo del camino que la niña había recorrido con los pies desnudos.
El policía que le preguntó lo que la chica había dicho, lo que había hecho, qué aspecto tenía, no había sido muy amable. A Maud le había dado todo el tiempo la impresión, por su tono de voz, de que insinuaba que ella había actuado mal. Pero ¿cómo habría podido ella saber lo que tenía que hacer?
Henrik, uno de los vigilantes con quien a menudo compartía el turno de tarde, se acercó a la recepción y señalando la taza de café dijo:
—¿Es para mí?
—Si la quieres…
Henrik cogió la taza de café, bebió un trago y echó una mirada al vestíbulo. Además de los que estaban pintando el suelo había un policía uniformado hablando con un taxista.
—Mucha gente esta tarde.
—No entiendo nada. ¿Cómo pudo subir arriba?
—No sé. Están trabajando en ello. Parece que trepó por la pared.
—Eso no puede ser.
—No.
Henrik sacó del bolsillo una bolsa con barcos de regaliz y le ofreció a Maud. Ella negó con la cabeza y Henrik cogió tres barcos, se los metió en la boca y se encogió de hombros disculpándose.
—He dejado de fumar. He cogido cuatro kilos en dos semanas. —Hizo una mueca—. No, joder. Tenías que haberlo visto.
—¿A quién… al asesino?
—Sí. Ha salpicado así… toda la pared ahí. Y la cara… no. Si se va a quitar uno la vida alguna vez, tendrá que ser con pastillas. Imagínate si tienes que hacer la autopsia, ¿eh? Tener que hacer eso.
—Henrik.
—¿Sí?
—Déjalo.
Eli estaba en el quicio de la puerta. Oskar, sentado en la escalera. Agarraba con una mano el asa de la bolsa, como si estuviera preparado para irse en cualquier momento. Eli se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja. Parecía totalmente restablecida. Una chica pequeña, insegura. Le miró a las manos, dijo en voz baja:
—¿Vienes?
—Sí.
Eli asintió casi sin que se notara, enredando con los dedos. Oskar siguió sentado en la escalera.
—¿Puedo… entrar?
—Sí.
A Oskar le llevaron los demonios. Dijo:
—Di que puedo entrar.
Eli alzó la cabeza, pareció que iba a decir algo pero no lo hizo. Empezó a cerrar la puerta un poco, se detuvo. Dio una patada en el suelo con los pies descalzos, luego habló:
—Puedes entrar.
Se volvió y entró en la casa, Oskar la siguió y cerró la puerta. Dejó la bolsa en la entrada, se quitó la cazadora y la colgó en un perchero del que no colgaba nada más.
Eli estaba en la puerta del cuarto de estar con los brazos caídos. Solamente llevaba puestas las bragas y una camiseta de color rojo en la que ponía Iron Maiden encima del esqueleto del monstruo que aparecía en la carátula de sus discos. A Oskar le sonaba conocido. ¿Lo habría visto en el cuarto de la basura alguna vez? ¿Sería el mismo?
Eli estaba mirando lo sucios que tenía los pies.
—¿Por qué has dicho eso?
—Porque tú lo dices.
—Sí. Oskar…
Ella dudó. Oskar se quedó donde estaba, con la mano en la cazadora que acababa de colgar. Estaba mirando la cazadora cuando preguntó:
—¿Eres una vampira?
Eli se cruzó de brazos, meneando la cabeza despacio.
—Yo… me alimento de sangre. Pero yo no soy… eso.
—¿Cuál es la diferencia?
Ella le miró a los ojos y dijo, con algo más de energía:
—Hay una diferencia muy grande.
Oskar vio cómo los dedos de los pies de Eli se encogían y se estiraban, se encogían. Sus piernas desnudas eran verdaderamente delgadas; donde acababa la camiseta pudo ver el borde de un par de bragas blancas. Hizo un gesto hacia ella.
—Entonces, ¿tú estás como… muerta?
Eli sonrió por primera vez desde que él llegara.
—No. ¿Es que no se nota?
—No, pero… tú sabes… ¿te has muerto alguna vez, o así?
—No. Pero he vivido mucho tiempo.
—¿Eres vieja?
—No. Tengo doce años. Pero los he tenido desde hace mucho tiempo.
—Entonces eres vieja. Por dentro. En la cabeza.
—No. No lo soy. Eso es lo único que a mí misma me parece realmente extraño. No lo puedo entender. ¿Por qué nunca… de alguna manera… tengo más de doce años?
Oskar se quedó pensando, pasó el brazo por su cazadora.
—A lo mejor porque los tienes.
—¿Cómo?
—Sí, pues… que tú no puedes entender por qué sólo tienes doce años, precisamente porque sólo tienes doce años.
Eli frunció el entrecejo.
—¿Quieres decir que soy tonta?
—No. Pero un poco dura de mollera. Como suelen ser los niños.
—Vaya. ¿Y cómo casa eso con lo del cubo?
Oskar dio un bufido, la miró a los ojos y recordó aquello de sus pupilas. Ahora estaban normales, pero habían tenido un aspecto muy extraño. ¿No era cierto? De todas formas… aquello era demasiado. Era increíble.
—Eli. Tú sólo te estás inventando todo eso, ¿no?
Eli acarició el esqueleto del monstruo que tenía en el estómago y dejando la mano quieta justo sobre la boca abierta del monstruo dijo:
—¿Todavía quieres asociarte conmigo?
Oskar dio medio paso atrás.
—No.
Alzó la vista hacia él. Triste, casi acusatoria.
—No, eso no. Tú comprenderás… que…
Se contuvo. Oskar continuó por ella.
—Si hubieras querido matarme ya lo habrías hecho hace tiempo.
Eli asintió. Oskar retrocedió otro medio paso. ¿Cuánto tiempo tardaría en salir por la puerta? ¿Dejaría la bolsa? Eli parecía no notar su inquietud, sus ganas de huir. Oskar se paró, con los músculos en tensión.
—¿Me voy a… contagiar?
Todavía con la mirada fija en el monstruo que llevaba encima del estómago, Eli negó con la cabeza.
—No quiero contagiar a nadie. Y menos a ti.
—¿Qué quieres decir entonces con lo de asociarnos?
Eli levantó la cabeza hacia el lugar donde creía que estaba Oskar, pero se había equivocado. Vaciló. Luego fue hacia él, le cogió la cabeza entre sus manos. Oskar la dejó hacer. Eli parecía… en blanco. Ausente. Pero nada que recordara aquella cara que había visto en el sótano. Las yemas de sus dedos le rozaron las orejas. Un sosiego inundó lentamente el cuerpo de Oskar.
Sea.
Que sea lo que Dios quiera.
El rostro de Eli estaba a veinte centímetros del suyo. Su aliento olía raro, como la caseta en la que su padre guardaba chatarra. Sí. Eli olía… a óxido. La punta de un dedo le acarició la oreja. Ella susurró:
—Estoy sola. Nadie lo sabe. ¿Quieres?
—Sí.
Al instante pegó su cara a la de él, cerró sus labios alrededor del labio superior de Oskar y lo retuvo con una presión muy, muy suave. Los tenía calientes y secos. A él se le llenó la boca de saliva y cuando la apretó contra el labio inferior de Eli lo humedecieron, suavizándolo. Cada uno probó con mimo los labios del otro, dejándolos deslizarse, y Oskar desapareció en una oscuridad ardiente que fue aclarándose gradualmente, convirtiéndose en una gran sala, en el salón de un palacio en cuyo centro había una mesa alargada llena de comida, y Oskar…
… corre hasta los manjares, empieza a comérselos con las manos. A su alrededor hay otros niños, mayores y pequeños. Todos comen de la mesa. En uno de los extremos de la mesa está sentado un… ¿hombre?… una mujer… una persona con lo que debe de ser una peluca. Una enorme peluca le cubre la cabeza. La persona tiene un vaso en la mano, lleno de un líquido de color rojo oscuro, está confortablemente sentada, apoyada en el respaldo de la silla, da un sorbito del vaso y asiente con la cabeza animando a Oskar.
Los niños no paran de comer. Al fondo de la sala, contra la pared, Oskar puede ver a unas personas pobremente vestidas que siguen con inquietud lo que pasa alrededor de la mesa. Una mujer con un chal de color marrón cubriéndole el pelo está con las manos fuertemente entrelazadas sobre el estómago y Oskar piensa: «Mamá».
Después suena el tintineo de un vaso y toda la atención se vuelca en el hombre que está en el extremo de la mesa. Él se levanta. Oskar tiene miedo de ese hombre. Tiene la boca pequeña, estrecha y extrañamente roja. La cara blanca como la tiza. Oskar siente el jugo de la carne saliéndosele por las comisuras de la boca, un pequeño trozo de carne está a punto de salirse de la boca, lo detiene con la lengua.
El hombre alza una pequeña bolsa de piel. Con gesto huraño abre la cinta que cierra la bolsa y pone sobre la mesa dos grandes dados blancos. En la sala resuena el eco de los dados cuando dan vueltas y se paran. El hombre levanta los dados en la mano, los pone delante de Oskar y de los otros niños.
El hombre abre la boca para decir algo, pero en ese mismo momento a Oskar se le cae el trozo de carne de la boca y…
Los labios de Eli se retiraron de los suyos, soltó también su cabeza, dio un paso hacia atrás. Aunque le daba miedo, Oskar intentó volver a ver el salón del palacio otra vez, pero había desaparecido. Eli lo miraba intrigada. Oskar se frotó los ojos, asintiendo.
—O sea, que es verdad.
—Sí.
Se quedaron un rato así, callados. Luego Eli le preguntó:
—¿Quieres entrar?
Oskar no dijo nada. Eli le tiró del jersey, alzó las manos y las dejó caer de nuevo.
—No pienso hacerte daño jamás.
—Eso ya lo sé.
—¿Qué es lo que estás pensando?
—Ese jersey. ¿Es del cuarto de las basuras?
—… Sí.
—¿Lo has lavado?
Eli no contestó.
—Eres un poco guarra, ¿lo sabes?
—Me puedo cambiar si quieres.
—Sí. Hazlo.
Había leído algo sobre el hombre de la camilla, bajo la sábana. El asesino ritual.
Benke Edwards había llevado a gente de todo tipo por aquellos pasillos, hasta las cámaras. Hombres y mujeres de distintas edades y tamaños. Niños. No había ninguna camilla especial para los niños y pocas cosas le hacían a Benke sentirse tan mal como aquellas superficies vacías que quedaban en la camilla cuando llevaba a un niño; la pequeña figura bajo la sábana blanca, como apretada contra la parte delantera de la camilla. El extremo de los pies, vacío; la sábana, estirada. Aquella superficie era la muerte propiamente dicha.
Pero el que llevaba ahora era un hombre adulto y, además de eso, una celebridad.
Conducía la camilla a través de pasillos silenciosos. El único ruido que se oía era el de la goma de las ruedas que chirriaba contra el suelo de linóleo. Aquí no había ningún tipo de señalización de colores en el suelo. Cuando llegaba alguna visita, venía siempre acompañada por alguien de entre el personal del hospital.
Benke había permanecido esperando en la calle mientras la policía fotografiaba el cuerpo sin vida. Algunos representantes de la prensa que estaban con sus cámaras fuera del cordón policial tomaban fotos del hospital con potentes flashes. Mañana saldría la imagen en el periódico, completada con una línea de puntos que marcara cómo había caído el hombre.
Una celebridad.
El bulto bajo la sábana no sugería nada de eso. Un bulto como los demás. Sabía que el hombre parecía un monstruo, que su cuerpo se había reventado como un globo de agua al chocar contra el suelo helado; agradecía que estuviera cubierto. Bajo la sábana, somos todos iguales.
Sin embargo, seguro que muchas personas se sentirían aliviadas al saber que precisamente aquel bulto de carne ya sin vida era conducido a la cámara frigorífica para una posterior incineración cuando los forenses terminaran su trabajo. El hombre presentaba una herida en el cuello que llamó poderosamente la atención del fotógrafo de la policía.
Pero ¿qué importancia podía tener aquello?
Benke se consideraba a sí mismo como una especie de filósofo, lo cual tenía que ver con su profesión. Había visto tanto de lo que en realidad somos las personas que había desarrollado una teoría, y era bastante simple:
«Todo está en el cerebro».
El eco de su voz retumbó en los pasillos desiertos cuando paró la camilla delante de la puerta de la cámara frigorífica, marcó el código y la puerta se abrió.
Sí. Todo en el cerebro. Desde el principio. El cuerpo no es más que una especie de unidad de servicio que el cerebro se ve obligado a arrastrar para mantenerse vivo. Pero todo está allí desde el principio, en el cerebro. Y la única manera de cambiar a un tipo como el que estaba debajo de la sábana sería operándole el cerebro.
O encerrándolo.
La cerradura automática, que debía mantener la puerta abierta durante diez segundos después de que se hubiera introducido el código, aún no había sido arreglada y Benke tuvo que sujetar la puerta con una mano mientras con la otra agarraba la camilla por el extremo de la cabeza y la metía en la cámara. La camilla golpeó contra el quicio de la puerta y Benke soltó un juramento.
Si hubiera sido en cirugía la habrían arreglado en cinco segundos.
Entonces vio algo extraño.
Justo debajo y a la izquierda del bulto que era la cabeza del hombre había una mancha de color marrón en la sábana. La puerta se cerró tras ellos cuando Benke se agachó para mirar. La mancha crecía lentamente.
Está sangrando.
Benke no era de los que se amedrentaba fácilmente. Además, algo así ya había ocurrido antes. Probablemente alguna acumulación de sangre dentro del cráneo que se habría derramado cuando la camilla chocó contra el quicio de la puerta.
La mancha de la sábana crecía.
Benke fue hasta el armario de primeros auxilios y buscó esparadrapo quirúrgico y gasa. Siempre le había parecido cómica la presencia de un armario así en un sitio como éste, pero claro, estaba previsto para el caso de que alguna persona viva resultara herida allí dentro; que se pillara el dedo con una camilla o algo así.
Con la mano sobre la sábana justo encima de la mancha hizo acopio de fuerzas. Lógicamente no le daban miedo los cadáveres, pero aquél parecía que era la hostia. Y Benke se veía obligado a ponerle un esparadrapo. Sería a él a quien echarían la bronca si caía un montón de sangre en la cámara.
Así que tragó, y apartó la sábana.
La cara del hombre desafiaba toda descripción. Imposible comprender que hubiera vivido una semana con un rostro así. Allí no había nada que pudiera ser reconocido como humano, más que una oreja y un… ojo.
¿Es que no habían podido… volver a ponerle los esparadrapos?
El ojo estaba abierto. Lógicamente. Apenas tenía párpado con el que cerrarlo. Y estaba tan destrozado que parecía como si se hubiera producido una cicatrización dentro de la propia esclerótica.
Benke se desentendió de la mirada muerta y se concentró en lo que tenía que hacer. Parecía que el origen de la mancha era aquella herida del cuello.
Se oyó un suave goteo y Benke miró rápidamente alrededor. Joder. Seguro que estaba algo nervioso. Otra gota. Venía de sus pies. Miró hacia abajo. Una gota de agua cayó de la camilla y aterrizó en su zapato. Plop.
¿Agua?
Observó la herida que el hombre tenía en el cuello. Se había formado un charco debajo de ella y chorreaba por el borde de la placa. Plop.
Movió el pie. Una gota cayó sobre el suelo de cerámica. Plip.
Metió el dedo índice en el charco, se frotó el dedo índice con el pulgar. No era agua. Era algún líquido viscoso, denso y transparente. Nada que él pudiera reconocer.
Cuando volvió a mirar al suelo blanco, se había empezado a formar allí un pequeño charco. El líquido no era transparente, sino de color rosa pálido. Parecía como cuando separan la sangre en bolsas para las transfusiones. Lo que queda cuando los glóbulos rojos se van al fondo.
Plasma.
El hombre sangraba plasma.
Cómo podía ocurrir aquello, eso tendrían que explicarlo mañana los expertos, o, mejor dicho, hoy. Su trabajo era pararlo, de manera que no manchara el depósito. Tenía ganas de irse a casa ya. Meterse en la cama al lado de su mujer dormida, leer unas páginas de Un ser abominable y luego dormir.
Benke dobló la gasa hasta hacer una gruesa compresa y la puso sobre la herida. ¿Cómo cojones iba a pegar el esparadrapo? El hombre también tenía el resto del cuello destrozado y era difícil encontrar trozos de piel no dañados en los que sujetarlo. Le importaba un bledo. Se quería ir a casa ya. Cogió largas tiras de esparadrapo e hizo un remiendo de acá para allá en el cuello, un remiendo del que probablemente tendría que dar explicaciones, pero qué, joder.
Soy celador, no cirujano.
Cuando hubo colocado la compresa en su sitio, limpió la camilla y el suelo. Luego condujo el cadáver a la habitación número cuatro, se frotó las manos. Listo. Un trabajo bien hecho y una historia para contar en el futuro. Mientras echaba un último vistazo y apagaba, empezó a pulir las frases.
¿Os acordáis de aquel asesino que se tiró desde el último piso? Yo me tuve que ocupar de él después de aquello, y cuando lo conduje a la cámara frigorífica noté algo raro…
Cogió el ascensor hasta su sala, se lavó las manos con esmero, se cambió y, al salir, echó la bata a lavar. Bajó hasta el aparcamiento, se sentó en el coche y se fumó un cigarrillo con tranquilidad antes de arrancar. Cuando hubo apagado la colilla en el cenicero, que buena falta hacía vaciar, giró la llave y arrancó el coche.
El coche bramó, como solía ocurrir cuando hacía frío o había humedad. Pero siempre arrancaba. Sólo necesitaba montar algo de bronca antes. Cuando el brrrum, brrrum del tercer intento se transformó en un ruido restallante de motor, se acordó de ello.
No coagula.
No. Lo que fluía del cuello del hombre no iba a coagular bajo la compresa. Iba a empaparla y luego seguiría chorreando hasta el suelo, y cuando abrieran la puerta dentro de unas horas…
¡Joder!
Sacó la llave del coche y se la guardó cabreado en el bolsillo mientras se dirigía de vuelta al hospital.
El cuarto de estar no estaba tan vacío como la entrada y la cocina. Aquí había un sofá, una butaca y una mesa grande con un montón de cosas pequeñas encima. Había tres cajas de cartón apiladas una encima de otra al lado del sofá. Una lámpara de pie solitaria esparcía una luz débil y amarillenta sobre la mesa. Y eso era todo. Nada de alfombras, ni cuadros, ni tele. Delante de las ventanas colgaban unas mantas gruesas.
Parece como una cárcel. Una gran cárcel.
Oskar silbó, para probar. Pues sí. Había eco, pero no tanto. Probablemente por las mantas. Dejó su bolsa al lado de la butaca. El chasquido, cuando el herraje metálico de la parte inferior chocó contra el duro suelo de linóleo, resonó desolado.
Había empezado a mirar los objetos dispuestos sobre la mesa cuando Eli salió de la habitación de al lado, ahora vestida con una camisa de cuadros que le estaba demasiado grande. Oskar, abarcando con la mano el cuarto de estar, le preguntó:
—¿Os vais a mudar?
—No. ¿Por qué?
—No, lo suponía.
¿Os?
Cómo no lo había pensado antes. Oskar recorrió con la mirada las cosas que había encima de la mesa. Parecían juguetes, todos. Juguetes viejos.
—Ese viejo que vivía antes aquí, no era tu papá, ¿verdad?
—No.
—¿Él era también…?
—No.
Oskar asintió, volvió a recorrer el cuarto con la mirada. Era difícil imaginarse que alguien pudiera vivir así. A no ser que…
—¿Eres… pobre?
Eli se acercó a la mesa, cogió una cosa que parecía un huevo negro y se lo dio a Oskar. Él se inclinó hacia delante, lo puso bajo la lámpara para poder verlo mejor.
La superficie era rugosa, y cuando Oskar lo observó más de cerca vio que la recorrían cientos de complicadas guirnaldas de hilos de oro. El huevo era pesado, como si todo él estuviera hecho de algún metal. Oskar le dio vueltas y vio que los hilos de oro estaban incrustados en hendiduras poco profundas de la superficie. Eli se colocó a su lado y él volvió a sentir aquel olor… el olor a óxido.
—¿Cuánto crees que vale?
—No sé. ¿Mucho?
—Sólo hay dos. Si alguien tuviera los dos podría venderlos y comprar… una central nuclear, tal vez.
—¿Noo…?
—Sí, no sé. ¿Cuánto cuesta una central nuclear? ¿Cincuenta millones?
—Creo que cuestan… miles de millones.
—Bueno, no, entonces no se podría comprar eso.
—¿Y tú para qué quieres una central nuclear?
Eli se echó a reír.
—Cógelo entre las manos. Así. Cerradas. Y dale vueltas.
Oskar hizo como Eli le había dicho. Dio vueltas con cuidado al huevo entre las dos manos y notó como éste… explotaba y se desperdigaba en la palma de su mano. Resopló y apartó la mano que tenía encima. El huevo ya no era más que un montón de añicos en su mano.
—¡Perdón! Lo he hecho con cuidado, yo…
—¡Chist! Tiene que ser así. Trata de no perder ningún trozo. Ponlos aquí.
Eli señaló un papel blanco que había sobre la mesa del sofá. Oskar contuvo la respiración mientras echaba con cuidado los pedacitos brillantes que tenía en la mano. Cada trozo era más pequeño que una gota de agua y tuvo que frotarse la palma de la mano con los dedos de la otra para que cayeran todos.
—Se ha roto.
—Aquí. Mira.
Eli acercó la lámpara a la mesa y concentró su débil luz sobre el montón de fragmentos de metal. Oskar se agachó y miró. Un trozo, no mayor que una garrapata, estaba solo en el montón, y cuando lo observó de cerca pudo ver que tenía muescas y hendiduras en algunas aristas y casi microscópicas convexidades en forma de bombilla en otras. Entonces comprendió.
—Es un rompecabezas.
—Sí.
—¿Pero… puedes volver a juntarlo de nuevo?
—Eso creo.
—Debe de llevar una eternidad.
—Sí.
Oskar contempló otros trozos que estaban esparcidos al lado del montón. Parecían idénticos al primero, pero cuando los miró más detenidamente vio que había pequeñas variaciones. Las hendiduras no estaban exactamente en el mismo sitio, las convexidades tenían otro ángulo. Vio también un fragmento que tenía una cara lisa salvo un reborde de oro del grosor de un cabello. Un pedacito de la superficie del huevo.
Se desplomó en la butaca.
—Yo me volvería completamente loco.
—Imagínate el que lo construyó.
Eli arqueó los ojos y sacó la lengua como si fuera Mudito, el enanito. Oskar se echó a reír. ¡Ja, ja! El sonido permaneció, vibrando en las paredes. Vacío. Eli se sentó en el sofá con las piernas cruzadas, mirándolo… expectante. Él apartó la vista y la dirigió a lo que había sobre la mesa, un paisaje de juguetes en ruinas.
Desolado.
De pronto volvió a sentirse tremendamente cansado. Ella no era «su chica», no podía serlo. Era… otra cosa. Había una gran distancia entre ellos que no se podía… cerró los ojos, se echó hacia atrás en la butaca y lo negro que apareció tras sus párpados era el espacio que los separaba.
Se adormeció, se deslizó en un sueño que duró un abrir y cerrar de ojos.
El espacio que los separaba se llenó de insectos feos y pegajosos que volaban hacia él, y cuando se acercaron vio que tenían dientes. Los espantó con la mano y se despertó. Eli estaba sentada en el sofá, mirándole.
—Oskar. Yo soy una persona, igual que tú. Piensa que tengo… una enfermedad muy poco común.
Oskar asintió.
Una idea quería abrirse paso. Algo. Una situación. No acababa de pillarlo. Lo dejó. Pero entonces apareció aquel otro pensamiento, el desagradable: que Eli sólo disimulaba, que dentro de ella había una persona muy vieja que lo observaba, que sabía todo y se burlaba de él para sus adentros.
No puede ser.
Por hacer algo rebuscó y sacó de su bolso el walkman, luego la cinta, leyó el texto: «Kiss: Unmasked»; le dio la vuelta: «Kiss: Destroyer», la volvió a poner.
Debería irme a casa.
Eli se inclinó hacia delante en el sofá.
—¿Qué es eso?
—¿Esto? Un walkman.
—¿Es para escuchar música?
—Sí.
No sabe nada. Es superinteligente y no sabe nada. ¿Qué hará durante el día? Dormir, claro. ¿Dónde tendrá el ataúd? Eso es. No durmió nunca cuando estuvo en mi casa. Sólo estuvo acostada en mi cama esperando a que se hiciera de día. Huir es vivir…
—¿Me dejas probarlo?
Oskar le alargó el walkman. Ella lo cogió y parecía como si no supiera qué hacer con él, pero luego se colocó los auriculares en las orejas y lo miró como preguntándole. Oskar señaló los botones.
—Aprieta el que dice play.
Eli observó los botones y apretó play. Oskar sintió una especie de tranquilidad. Aquello era normal, dejarle la música a un amigo. Se preguntaba qué le parecería Kiss a Eli.
Oskar podía oír desde su butaca el rasguear susurrante de guitarra, batería, voz. Eli había caído en medio de una de las canciones más duras.
Los ojos de la chiquilla se abrieron como platos, gritó de dolor y Oskar se asustó tanto que cayó de espaldas en la butaca. Ésta se columpió y casi se vuelca hacia atrás mientras él veía cómo Eli se quitaba los auriculares con tanta furia que se soltaron los cables; los tiró al suelo, se llevó las manos a los oídos gimiendo.
Oskar se quedó sentado con la boca abierta, mirando cómo los auriculares se estrellaban contra la pared. Se levantó y los recogió. Completamente estropeados. Los dos cables se habían soltado. Los puso sobre la mesa y se volvió a hundir en la butaca.
Eli se quitó las manos de los oídos.
—Perdón, yo… me hacía mucho daño.
—No importa.
—¿Era caro?
—No.
Eli alcanzó una caja de cartón, metió la mano y sacó unos cuantos billetes, se los dio a Oskar.
—Toma.
Él cogió los billetes, los contó. Tres billetes de mil y dos de cien. Sintió algo parecido al miedo, miró hacia las cajas de las que Eli había sacado el dinero, a Eli, a los billetes.
—Yo… me costó cincuenta coronas.
—Cógelo de todas formas.
—No, pero si… sólo han sido los auriculares los que se han roto, y esos…
—Te lo doy. ¿Por favor?
Oskar dudó, luego arrebujó los billetes y se los metió en el bolsillo del pantalón mientras calculaba su valor en hojas de propaganda.
Aproximadamente los sábados de un año, quizá… unas veinticinco mil hojas repartidas. Ciento cincuenta horas. Más. Una fortuna. Los billetes le rozaban un poco en el bolsillo.
—Pues gracias.
Eli asintió, cogió de la mesa algo que parecía una complicada maraña de nudos pero que probablemente sería un rompecabezas. Oskar la miraba mientras ella manipulaba los nudos. La cabeza inclinada, sus dedos largos y finos moviéndose entre los extremos del hilo. Él repasó todo lo que ella le había contado. Su padre, su tía en el centro, la escuela a la que iba. Mentira, todo.
¿Y de dónde ha sacado todo ese dinero? ¿Robado?
Aquella sensación resultaba tan nueva que al principio no comprendió qué era. Empezó como una especie de picor en la piel, pasó a la carne, lanzó después una flecha afilada y fría desde el estómago hasta la cabeza. Estaba… enfadado. Nada de desesperado o asustado. Enfadado.
Porque ella le había mentido y luego… ¿a quién le había robado el dinero? ¿A alguien que ella…? Se anudó las manos sobre el estómago y se echó hacia atrás.
—Tú matas a la gente.
—Oskar…
—Si lo que me has dicho es cierto, tienes que matar a gente. Robarle el dinero.
—El dinero me lo han dado.
—No haces más que mentir. Todo el tiempo.
—Es verdad.
—¿Qué es lo que es verdad? ¿Que mientes?
Eli dejó la maraña de nudos sobre la mesa, lo miró con cara de sufrimiento, extendió las manos.
—¿Qué quieres que haga?
—Que me des una prueba.
—¿De qué?
—De que eres… eso que dices.
Eli se quedó mirándolo fijamente. Luego meneó la cabeza.
—No quiero.
—¿Por qué no?
—Adivínalo.
Oskar se hundió más aún en la butaca. Sentía bajo la palma de la mano el pequeño rebujo que los billetes formaban en su bolsillo. Vio ante sí los montones de hojas de propaganda. Que habrían llegado por la mañana. Que tenían que estar repartidos antes del martes. Un cansancio gris en el cuerpo. Gris en la cabeza. Rabia. «Adivínalo». Más juegos. Más mentiras. Quería largarse de allí. Dormir.
El dinero. Me ha dado dinero para que me quede.
Se levantó de la butaca, sacó el montón de papel arrugado que tenía en el bolsillo, puso todo menos un billete de cien sobre la mesa. Se volvió a guardar el billete de cien y dijo:
—Me voy a casa.
Eli se estiró hacia delante y le cogió de la muñeca.
—Quédate, por favor.
—¿Para qué? No haces más que mentir.
Intentó zafarse, pero la presión se hizo más fuerte.
—¡Suéltame!
—No soy ningún monstruo de circo.
Oskar apretó los dientes y dijo con tranquilidad:
—Suéltame.
Ella no cedió. La fría flecha de furia empezó a vibrar en el pecho de Oskar, estalló y se lanzó sobre ella. Se echó encima de Eli y la empujó hacia atrás en el sofá. No pesaba casi nada y la derribó contra el reposabrazos, se sentó sobre su pecho mientras la flecha se arqueaba, se movía, echaba chispas negras por los ojos cuando levantó el brazo y la pegó en la cara tan fuerte como pudo.
Un nítido ¡zas! voló entre las paredes y la cabeza de Eli se fue para un lado, de su boca salieron despedidas unas gotas de saliva y a él le ardió la mano cuando la flecha se partió, cayó hecha añicos y la rabia se disolvió.
Oskar seguía sentado sobre el pecho de la niña, mirando desconcertado aquella cabecita que estaba de perfil contra la tapicería negra del sofá mientras aparecía una flor grande y roja en la mejilla en la que él la había pegado. Eli permanecía quieta, con los ojos abiertos. Él se llevó las manos a la cara.
—Perdón, perdón. Yo…
De repente ella se dio la vuelta, se lo quitó de encima del pecho derribándolo contra el respaldo del sofá. Él intentó agarrarla de los hombros pero no lo consiguió, la asió entonces por las caderas y Eli cayó con el estómago encima de la cara de Oskar. La empujó, se revolvió y cada uno intentó agarrar al otro.
Rodaron por el sofá, hicieron lucha libre. Con los músculos en tensión y totalmente en serio. Pero con cuidado, para no hacer daño al otro. Se retorcieron como las culebras, se golpearon contra la mesa.
Algunos trozos del huevo negro cayeron al suelo haciendo un ruido semejante al de la llovizna sobre un tejado de chapa.
No tenía ganas de subir a buscar una bata. Su turno ya había terminado.
Este es mi tiempo libre, y esto es algo que hago sólo porque me da la gana.
Podía coger una de las batas extra de los forenses que había colgadas en la cámara si estaba… manchado. Llegó el ascensor y entró en él, pulsó planta sótano 2. ¿Qué iba a hacer si era así? Llamar y ver si alguien de urgencias podía bajar a coserlo. No había rutinas para ese tipo de cosas.
Probablemente la hemorragia, o lo que fuera, ya se habría parado, pero tenía que comprobarlo. Si no, no iba a poder dormir en toda la noche. No iba a hacer más que estar tumbado oyendo aquel goteo.
Se rio para sus adentros al salir del ascensor. ¿Cuántas personas normales podían hacer una cosa así sin que les temblara el pulso? No muchas. Estaba bastante satisfecho de sí mismo porque él… sí, cumplía con su obligación. Asumía su responsabilidad.
Será que no soy normal, sencillamente.
Y no se podía negar: que había algo dentro de él que esperaba que… bueno, que la hemorragia hubiera continuado; que pudiera llamar a urgencias, que se montara un pequeño circo. Por mucho que quisiera irse a casa y dormir. Porque sería una historia mucho mejor, sólo por eso.
No, no soy normal. Él con los cadáveres no tenía ningún problema; máquinas con el cerebro apagado. Lo que pese a todo podía ponerle un poco paranoico eran aquellos pasillos.
Sólo pensar en aquella red de túneles a diez metros bajo tierra, en las salas y cuartos vacíos como una especie de secciones administrativas del Infierno. Tan grande. Tan silencioso. Tan vacío.
Los cadáveres son salud en comparación.
Marcó el código, por costumbre apretó el botón que abría la puerta automáticamente y sólo respondió un chasquido impotente. Abrió la puerta con la mano y penetró en la cámara, se puso un par de guantes de goma.
¿Qué es esto?
El hombre que había dejado tapado con una sábana estaba ahora destapado. Su pene, en erección, se elevaba desde la entrepierna.
La sábana estaba tirada en el suelo. Los bronquios de Benke, destrozados por fumar, emitieron un pitido cuando recuperó el aliento.
El hombre no estaba muerto. No. No estaba muerto… puesto que se movía. Despacio, como en sueños, se agitaba en la camilla. Las manos se movían a tientas en el aire y Benke dio un paso atrás instintivamente cuando una de ellas —que no parecía siquiera una mano— pasó delante de su cara. El hombre intentó levantarse, cayó de nuevo en la camilla metálica. El único ojo miraba al frente sin parpadear.
Un sonido. El hombre emitió un sonido.
—Eeeeeeeeee…
Benke se llevó la mano al rostro. Le pasaba algo en la piel. La mano parecía… se la miró. Los guantes de goma.
Detrás de su mano vio que el hombre hacía un nuevo intento para incorporarse.
¿Qué cojones hago yo ahora?
El hombre volvió a caer en la camilla con un estruendo húmedo. Algunas gotas de aquel líquido salpicaron la cara de Benke. Intentó secarlas con los guantes de goma, pero sólo las extendió más.
Cogió una punta de la camisa y se limpió con ella.
Diez pisos. Se cayó desde el décimo piso.
Vale. Vale. Tú tienes aquí un problema. Soluciónalo.
El hombre, si no estaba muerto, al menos tenía que estar moribundo. Debía recibir asistencia.
—Eeeee…
—Yo estoy aquí y te voy a ayudar. Te voy a llevar a urgencias. Procura estar tranquilo, yo voy…
Benke se acercó y puso sus manos sobre el cuerpo que forcejeaba. La mano no deformada del hombre saltó como un resorte y le agarró por la muñeca. Joder, la fuerza que tenía aún. Benke tuvo que emplear las dos manos para liberarse de la presión.
Lo único que había para cubrirle y que entrara en calor eran las sábanas de las camillas. Benke cogió tres y las echó encima del cuerpo, que no dejaba de revolverse como una lombriz en el anzuelo mientras emitía ese ruido. Se inclinó sobre el hombre, que estaba algo más calmado después de que Benke le hubiera tapado.
—Ahora te voy a llevar a urgencias lo más deprisa que pueda, ¿vale? Procura estar tranquilo.
Condujo la camilla hasta la puerta y, a pesar de las circunstancias, se acordó de que la apertura automática no funcionaba. Dio la vuelta por la cabecera de la camilla y abrió mirando hacia abajo, hacia la cabeza del hombre. Deseó no haberlo hecho.
La boca, que no era una boca, estaba a punto de abrirse.
El tejido medio curado de la herida se rasgó con un sonido similar al que se produce cuando uno le quita la piel al pescado; algunas tiras de piel rosada se resistieron a rasgarse, tensándose mientras el agujero de la parte inferior de la cara se agrandaba más y más.
—¡Ahhhh!
El alarido retumbó a través de los largos pasillos y el corazón de Benke empezó a latir más deprisa.
¡Estate quieto! ¡Y callado!
Si en ese momento hubiera tenido un martillo a mano, probablemente habría golpeado aquella asquerosa masa temblona con el ojo abierto, en la que las tiras de piel que cruzaban el agujero de la boca estaban rompiéndose como si fueran cintas de goma demasiado tensas; Benke pudo ver entonces los dientes del hombre, de un blanco reluciente en medio de aquel líquido rojo y marrón que era su cara.
Benke volvió de nuevo a los pies de la camilla y empezó a empujarla por los pasillos, hacia el ascensor. Iba medio corriendo, tenía pánico de que el hombre fuera a revolverse de tal manera que acabara cayéndose.
Los pasillos se extendían interminables ante él, como en una pesadilla. Sí. Era como una pesadilla. Todas las reflexiones acerca de una «buena story» habían desaparecido. No quería más que llegar arriba, donde había otras personas, personas vivas que pudieran liberarle de aquel monstruo que tenía tumbado y gritando en la camilla.
Llegó hasta el ascensor y apretó el botón, visualizó el recorrido hasta urgencias. En cinco minutos estaría allí.
Ya arriba, a la altura de la calle, habría otras personas que le ayudarían. Un poco más y estaría de vuelta en la realidad.
¡Ven ya, mierda de ascensor!
La mano sana del hombre hacía señales.
Benke la miró y cerró los ojos, los abrió otra vez. El hombre trataba de decir algo. Hacía señas para que Benke se acercara. O sea, que estaba consciente.
Benke se puso al lado de la camilla e, inclinándose sobre el hombre, dijo:
—¿Sí? ¿Qué te pasa?
De repente la mano le asió por la nuca, haciéndole doblar la cabeza. Benke perdió el equilibrio, cayó sobre el hombre. La mano que le agarraba parecía de hierro cuando su cabeza se precipitaba hacia abajo, hacia el… agujero.
Intentó aferrarse al tubo de acero de la cabecera para soltarse, pero su cabeza giró hacia un lado y sus ojos quedaron sólo a unos centímetros de la compresa mojada sobre el cuello del hombre.
—¡Suéltame! Por…
Un dedo se apretó contra su oreja y oyó cómo los huesos del oído eran aplastados mientras el dedo presionaba más y más dentro. Pataleaba, y cuando se golpeó la tibia contra el tubo de acero del armazón de la camilla, por fin gritó.
Luego sintió cómo los dientes se clavaban en su mejilla y el dedo que tenía en el oído llegó tan adentro que algo se desconectó y… se rindió.
Lo último que vio fue cómo la compresa empapada que tenía ante sus ojos cambiaba de color y se volvía rojo claro mientras el hombre le comía la cara.
Lo último que oyó fue un pling cuando llegó el ascensor.
Estaban tumbados en el sofá el uno al lado del otro, sudando, jadeando. Oskar tenía el cuerpo molido, agotado. Bostezaba de tal manera que le sonaban las mandíbulas. Eli también bostezaba. Oskar volvió la cabeza hacia ella.
—Déjalo.
—Perdón.
—¿Tú no tendrás sueño, verdad?
—No.
Oskar se esforzaba para mantener los ojos abiertos, hablaba casi sin mover los labios. La cara de Eli empezó a ponerse borrosa, irreal.
—¿Qué haces para conseguir sangre?
Eli lo miró. Mucho tiempo. Luego tomó una decisión y Oskar vio que algo empezaba a moverse dentro de sus mejillas, de sus labios, como si se estuviera pasando la lengua por dentro. Después despegó los labios, abrió la boca.
Y él vio sus dientes. Ella cerró la boca de nuevo.
Oskar volvió la cabeza y miró al techo, donde un hilo de una tela de araña lleno de polvo caía hacia abajo desde la lámpara inutilizada.
No tenía fuerzas ni para sorprenderse. Bueno. Era vampira. Pero eso él ya lo sabía.
—¿Sois muchos?
—¿Quiénes?
—Ya sabes.
—No, no lo sé.
Oskar paseó la mirada por el techo, intentando encontrar más telas de araña. Descubrió otras dos. Le pareció ver una araña que se movía en una de ellas. Parpadeó. Volvió a parpadear. Tenía los ojos llenos de arena. Nada de arañas.
—¿Cómo te voy a llamar? ¿Qué es lo que eres?
—Eli.
—¿Te llamas así?
—Casi.
—¿Cómo te llamas entonces?
Una pausa. Eli se retiró un poco de él, hacia el respaldo, se volvió de lado.
—Elias.
—Pero ése es un nombre… de chico.
Oskar cerró los ojos. No podía más. Los párpados se le habían pegado a los globos oculares. Un agujero negro empezó a crecer, envolviendo todo su cuerpo. Dentro de su cabeza tenía la vaga sensación de que debía decir algo, hacer algo. Pero no le quedaban fuerzas.
El agujero negro implosionó en ultrarrápido. Fue absorbido hacia delante, hacia dentro, se dio una voltereta lenta en el espacio y cayó en el sueño.
Allá lejos sintió que alguien acariciaba una mejilla. No consiguió formular el pensamiento, pero puesto que él lo sentía, debía de ser la suya. En algún lugar, en un planeta lejano, alguien acarició con cuidado la mejilla del otro.
Y era bueno.
Después, no hubo más que estrellas.