Sábado 31 de Octubre

Se apagaron las luces de la noche

y el alegre día despunta en las cimas brumosas.

He de irme y vivir, o quedarme y morir.

William Shakespeare,

Romeo y Julieta III. v

(Traducción de Ángel Luis Pujante)

Gris. Todo era confusamente gris. La mirada no se quería centrar, era como si estuviera acostado en una nube. ¿Acostado? Sí, estaba acostado. Sentía la presión en la espalda, en el culo, en los talones. Un ruido silbante a su izquierda. El gas. El gas estaba abierto. No. Ahora lo cerraban. Lo ponían de nuevo. Algo ocurría en su pecho al ritmo del silbido. Se llenaba, se vaciaba al ritmo del ruido.

¿Estaba todavía en la piscina? ¿Estaba él conectado al gas? ¿Cómo podía estar despierto en ese caso? ¿Estaba despierto?

Håkan intentó parpadear. No pasó nada. Casi nada. Algo se desprendió delante de su ojo y ensombreció la vista aún más. Su otro ojo no existía. Intentó abrir la boca. La boca no existía. Evocó la imagen de su boca como la había visto en los espejos, en su cabeza, intentó… pero no había. Nada que respondiera a sus órdenes. Como intentar insuflar conciencia a una piedra para hacer que se mueva. No había contacto.

Una sensación fuerte de calor en toda la cara. Una flecha de terror le recorrió el cuerpo. La cabeza estaba metida dentro de algo caliente, solidificado. Cera. Un aparato controlaba su respiración puesto que su cara estaba cubierta de cera.

Buscó con el pensamiento su mano derecha. Sí. Estaba ahí. La abrió, la cerró, sintió las yemas de los dedos contra la palma. El tacto. Suspiró aliviado; se imaginó un suspiro de alivio porque su pecho se movía al ritmo de la máquina, no al suyo.

Levantó la mano despacio. Le tiraba el pecho, el hombro. La mano apareció en su campo visual, un bulto borroso. La dirigió a la cara, se detuvo. Un pitido suave a su derecha. Volvió la cabeza despacio y notó que algo duro le rozaba la barbilla. Llevó la mano hacia aquello.

Una cánula de metal fija en su cuello. Desde la cánula salía un tubo. Siguió el tubo todo lo que pudo hasta una pieza metálica y estriada donde acababa. Entendió. Ésa era la que había que desconectar cuando quisiera morir. Se lo habían dejado preparado. Puso los dedos en la junta de conexión del tubo.

Eli. Piscina. Chico. Ácido clorhídrico.

Los recuerdos terminaban cuando desenroscaba la tapa del tarro de confitura. Seguro que se lo había echado encima. Siguiendo su plan. Lo único que había fallado era que aún estaba vivo. Había visto imágenes. Mujeres a las que sus maridos celosos habían vertido ácido en la cara. No quería tocársela, menos aún verla.

Aumentó la presión del tubo. No cedía. Enroscado. Intentó girar la parte metálica y dio resultado. Siguió desenroscando. Buscó su otra mano, sólo sintió una bola punzante de dolor allí donde debería estar. En las yemas de los dedos de su mano viva sintió entonces una presión suave y oscilante. El aire empezaba a salirse por la junta, el silbido cambió, se volvió más débil.

La luz de color gris a su alrededor se mezcló con intermitencias de color rojo. Intentó cerrar su único ojo. Pensó en Sócrates y la cicuta. Por haber corrompido a los jóvenes atenienses. No olvides llevar un gallo a… ¿cómo se llamaba? ¿Arquimandro? No…

Se oyó un ruido absorbente cuando se abrió la puerta y una figura blanca se movió hacia él. Sintió unos dedos que forzaron los suyos apartándolos de la junta de conexión. Una voz de mujer.

—¿Qué haces?

Asclepios. Ofrecerle un gallo a Asclepios.

—¡Suelta!

Un gallo. Para Asclepios. El dios de la medicina.

Un escape silbante cuando apartaron sus dedos y el tubo fue enroscado otra vez en su sitio.

—Tendremos que ponerte un vigilante.

Ofréceselo y no lo olvides.

Cuando Oskar se despertó, Eli ya no estaba. Permanecía tendido con la cabeza vuelta hacia la pared, sentía frío en la espalda. Se incorporó apoyándose en el codo, recorrió la habitación con la vista. La ventana estaba entreabierta. Tiene que haber salido por ahí.

Desnuda.

Se dio una vuelta en la cama, apretó la cara contra el sitio donde ella había dormido, olió. Pasó la nariz una y otra vez por la sábana, intentando hallar algún vestigio de su presencia, pero nada. Ni siquiera el olor a gasolina.

¿Había ocurrido realmente? Se puso boca abajo…

Sí.

Estuvieron allí. Los dedos de ella en su espalda. El recuerdo de los dedos de ella en su espalda. Kili, kili. Su madre había jugado a eso con él cuando era pequeño. Pero esto había ocurrido ahora. Hacía un poco. El vello de los brazos y de la nuca se le erizó.

Se levantó de la cama, empezó a vestirse. Cuando tenía puestos los pantalones se acercó a la ventana. Había dejado de nevar. Cuatro grados bajo cero. Bien. Si la nieve hubiera empezado a fundirse habría estado todo demasiado encharcado para poder dejar en el suelo, fuera de los portales, las bolsas de papel con los anuncios. Se imaginó cómo sería descolgarse desnudo por la ventana con cuatro bajo cero, bajar entre los setos cubiertos de nieve y…

No.

Se inclinó hacia delante, parpadeó. La nieve del seto estaba intacta.

Ayer por la noche había estado observando aquella pendiente perfecta de nieve que bajaba hasta el camino. Ahora estaba exactamente igual. Abrió más la ventana, sacó la cabeza. Los setos llegaban justo hasta la pared de debajo, el manto de nieve también. No había huellas.

Oskar miró hacia la derecha, a lo largo de la pared revocada. A tres metros estaba la ventana de Eli.

El aire frío arañaba el pecho desnudo de Oskar. Tenía que haber nevado durante la noche, después de que ella se hubiera ido. Era la única explicación. Pero otra cosa… ahora que lo pensaba: ¿cómo había llegado arriba, hasta la ventana? ¿Habría trepado por los setos?

Pero entonces el manto de nieve no podía estar tan intacto. No había nevado después de que él se acostara. Ella no tenía el cuerpo ni el cabello mojado cuando llegó, por tanto, no estaba nevando. ¿Cuándo se fue?

Desde que ella se fue hasta ahora tiene que haber nevado lo suficiente como para cubrir todas las huellas de…

Oskar cerró la ventana y siguió vistiéndose. Era incomprensible. Empezó a pensar de nuevo que había sido un sueño, todo. Luego vio la nota. Estaba doblada debajo del reloj en su escritorio. La cogió y la desdobló:

DEJA ENTRAR EL DÍA, LA LUZ, Y SUELTA MI VIDA.

Un corazón y:

NOS VEMOS ESTA TARDE.

ELI.

Leyó la nota cinco veces. Luego pensó en ella mientras la escribía de pie al lado del escritorio. Gene Simmons estaba en la pared medio metro detrás, sacando la lengua.

Se inclinó sobre el escritorio y quitó el póster de la pared, hizo con él un rebujo y lo tiró en la papelera.

Entonces leyó la pequeña nota otras tres veces más, la dobló y se la guardó en el bolsillo. Continuó vistiéndose. Hoy podía haber cinco papeles en cada paquete, si quería. Iría sobre ruedas.

La habitación olía a humo y las partículas de polvo bailaban en los rayos de sol que se filtraban entre las persianas. Lacke acababa de despertarse, estaba tendido boca arriba en la cama, tosiendo. Las moléculas de polvo representaban un curioso baile ante él. Tos de fumador. Se dio media vuelta en la cama, cogió el encendedor y el paquete de tabaco que estaban sobre la mesilla de noche, al lado de un cenicero repleto.

Sacó un cigarrillo Camel light. Virginia había empezado a preocuparse por su salud a la vejez; lo encendió, se puso de nuevo boca arriba con un brazo bajo la cabeza, fumando y pensando.

Virginia se había ido al trabajo un par de horas antes, probablemente bastante cansada. Se habían quedado mucho tiempo despiertos después de hacer el amor, hablando y fumando. Eran ya las dos cuando ella apagó el último cigarro y dijo que ya era hora de dormir. Lacke se había levantado sigilosamente después de un rato, se había bebido lo que quedaba de la botella de vino y se había fumado un par de cigarros más antes de ir a acostarse. Quizá más porque le gustaba aquello: poder acostarse al lado de un cuerpo caliente y dormido.

Era una lástima que no pudiera soportar el tener a alguien encima de él todo el tiempo. De haberlo soportado, sólo podía haber sido Virginia. Además… joder, había oído rumores de cómo lo estaba pasando ahora. Temporadas. Temporadas en las que se emborrachaba totalmente en los bares del centro, metiendo en casa a cualquier cabrón. Ella no quería hablar de ello, pero había envejecido más de lo necesario estos últimos años.

Si él y Virginia pudieran… sí, ¿qué? Vender todo, comprar una casa en el campo, cultivar patatas. Claro, pero no iba a funcionar. Después de un mes estarían los dos bailando la yenka con los nervios del otro, y ella además tenía aquí a su madre, su trabajo, y él, pues tenía… sí… sus sellos.

Nadie lo sabía, ni siquiera su hermana, y él tenía realmente mala conciencia por ello.

La colección de sellos de su padre, que no entró a formar parte de los bienes de la herencia, valía una pequeña fortuna, como se demostró después. Había ido vendiéndola, unos pocos sellos cada vez, cuando necesitaba dinero en efectivo.

Justamente ahora el mercado estaba por los suelos y ya no le quedaban muchos sellos. De todas formas, muy pronto se vería obligado a vender. Quizá debería deshacerse de aquellos más especiales, el de Noruega número uno, e invitar a todos a las cervezas que les había estado gorroneando últimamente. Debería hacerlo.

Dos casas en el campo. Casitas rústicas. Que estuvieran cerca. Una casita rústica no cuesta casi nada. Y la madre de Virginia, ¿qué? Tres casitas. Y, además, Lena, la hija. Cuatro. Por supuesto. Ya puesto, cómprate un pueblo entero.

Virginia sólo era feliz cuando estaba con Lacke, ella misma lo había dicho. Lacke no sabía si aún sería capaz de ser feliz, pero Virginia era la única persona con la que realmente se sentía a gusto. ¿Por qué no iban a poder montárselo de alguna manera?

Lacke se puso el cenicero en la tripa, retiró la ceniza del cigarro y dio una calada.

Era la única persona con la que se sentía a gusto actualmente. Desde que Jocke… había desaparecido. Jocke era un tío majo. El único al que consideraba amigo de todos los que se juntaban. Era una putada eso de que su cuerpo hubiera desaparecido. No era lógico. Tenía que haber un entierro. Tiene que haber un cadáver que uno pueda mirar, constatar: sí, sí, ahí yaces, amigo mío. Y muerto estás.

Se le saltaron las lágrimas.

La gente tenía tantos amigos, siempre con la palabra en la boca, amigos por aquí y amigos por allí. Él tenía uno, uno sólo, y precisamente a él tenía que arrebatárselo algún gamberro desalmado. ¿Por qué cojones habría matado aquel joven a Jocke?

En el fondo sabía que Gösta no mentía ni se lo inventaba, y Jocke había desaparecido, pero parecía tan sin sentido… La única razón plausible sería algo relacionado con las drogas. Jocke tenía que estar envuelto en algún lío de drogas y había engañado a la persona equivocada. Pero ¿por qué no había dicho nada?

Antes de dejar el apartamento vació el cenicero y guardó la botella de vino vacía abajo, en el armario de la cocina. Tuvo que ponerla boca abajo para que cupiera entre todas las demás botellas.

Sí, joder. Dos casitas. Un terrenito con patatas. Barro hasta las rodillas y el canto de la alondra en primavera. Etcétera. Alguna vez.

Se puso la cazadora y salió. Al pasar por delante del supermercado ICA le tiró un beso a Virginia, que estaba en la caja. Ella le sonrió y le sacó la lengua.

De camino a su casa en la calle Ibsengatan se encontró con un joven que arrastraba dos grandes bolsas de papel. Alguien que vivía en su patio, pero Lacke no sabía cómo se llamaba. Le saludó con la cabeza.

—Eso parece pesado.

—No, está bien.

Lacke se quedó mirando al joven que llevaba las bolsas hacia el edificio alto. Parecía tan contento. Así tenía uno que ser. Aceptar su cruz y llevarla con alegría.

Así tenía uno que ser.

Dentro del patio esperaba encontrarse con el tipo que le invitó a whisky en el chino. El hombre solía estar fuera a estas horas, paseando. Caminaba a veces en círculos alrededor del patio. Pero no se le había visto los dos últimos días. Lacke miró de reojo hacia arriba, hacia la ventana cubierta del piso en el que creía que vivía el hombre.

Estará dentro bebiendo, claro. Podría subir y llamar.

Otro día.

Al anochecer, Tommy y su madre bajaron al cementerio. La tumba de su padre estaba justo al lado del dique de contención del pantano de Råcksta, por lo que cogieron la carretera que iba por el bosque. Su madre fue en silencio hasta que llegaron a la calle Kanaanvägen y Tommy pensó que era porque estaba triste, pero cuando tomaron la carretera pequeña que bordeaba el pantano su madre tosió y dijo:

—Oye, Tommy…

—Sí.

—Staffan dice que ha desaparecido una cosa. En su casa. Cuando nosotros estuvimos allí.

—Sí.

—¿Sabes algo de eso?

Tommy cogió un poco de nieve en la mano, hizo una bola y la tiró contra un árbol. Justo en medio.

—Sí. Está debajo de su balcón.

—Es muy importante para él, puesto que…

—Está entre los setos que hay debajo de su balcón, te estoy diciendo.

—¿Cómo ha llegado allí?

El dique cubierto de nieve alrededor del cementerio estaba frente a ellos. Un suave resplandor rojo iluminaba las copas de los pinos desde abajo. El farol que su madre llevaba en la mano hizo ruido. Tommy le preguntó:

—¿Tienes fuego?

—¿Fuego? Ah, sí. Tengo un encendedor. ¿Cómo llegó…?

—Se me cayó.

A la entrada del cementerio, al lado de la verja, Tommy se detuvo mirando el plano; distintas secciones marcadas con letras. Su padre estaba en la sección D.

Pronto se iban a cumplir los tres años. Tommy tenía imágenes poco claras del entierro, o como se llamara. Eso con el ataúd y un montón de gente llorando y cantando todo el tiempo.

Se acordaba de que llevaba unos zapatos que le quedaban grandes, eran de su padre y le iban bailando en los pies al volver a casa. Le había dado miedo el ataúd, había estado sentado mirándolo fijamente durante todo el entierro, seguro de que su padre se iba a levantar y estar vivo de nuevo, pero… cambiado.

Las dos semanas que siguieron al entierro anduvo dando vueltas como un zombi aterrado. Sobre todo cuando se hacía de noche le parecía ver en las sombras a aquel ser consumido de la cama del hospital, que ya no era su padre, acercándose a él con los brazos abiertos, como en las películas.

El miedo desapareció cuando enterraron la urna. Sólo asistieron su madre, él, un operario y un cura. El operario llevaba la urna delante y caminaba con dignidad, mientras que el cura consolaba a su madre. Fue todo tan ridículo. El pequeño bote de madera con tapa que aquel tipo del mono azul llevaba con las manos extendidas, como si aquello tuviera algo que ver con su padre. Era como una gran patraña.

Pero el miedo había desaparecido, y la relación de Tommy con la tumba había cambiado con el tiempo. Ahora bajaba a veces aquí él solo, se sentaba un rato al lado de la lápida y pasaba los dedos sobre las letras esculpidas que formaban el nombre de su padre. Era por eso por lo que iba. Del bote que había en la tierra ni se ocupaba, pero sí del nombre.

La persona desencajada en la cama del hospital, las cenizas del bote, nada de eso era su padre, pero el nombre aludía a la persona que él recordaba, y por eso iba allí a veces y recorría con los dedos los huecos en la piedra que formaban MARTIN SAMUELSSON.

—Oh, qué bonito —dijo su madre.

Tommy contempló el cementerio.

Había pequeñas velas encendidas por todas partes, una ciudad vista desde un avión. Algunas figuras oscuras se movían entre las lápidas. Su madre se dirigió a la tumba de su padre con el farol balanceándose en la mano. Tommy se fijó en su espalda estrecha y de pronto se sintió triste. No por él, ni por su madre, no; por todo. Por todas las personas que andaban por allí entre las luces que temblaban en la nieve. Ellas mismas no eran más que sombras que estaban al lado de las piedras, mirando las piedras, tocando las piedras. Aquello era tan… tonto.

La muerte es la muerte. Punto.

Sin embargo Tommy siguió a su madre, se puso de cuclillas junto a la tumba de su padre mientras ella encendía el farol. No quería tocar las letras cuando su madre estaba allí.

Permanecieron así un rato, mirando cómo la débil llama resaltaba las vetas del mármol, como si se movieran. Tommy no sentía nada aparte de un poco de vergüenza. Él participando en este simulacro. Después de un poco se levantó y empezó a caminar hacia casa.

Su madre le siguió. Demasiado pronto, le pareció. Ella podía quedarse llorando si quería, toda la noche. Llegó a su altura y pasó con cuidado su brazo por debajo del de Tommy. Él lo dejó estar. Caminaron el uno al lado del otro contemplando el pantano de Råcksta que había empezado a helarse. Si el frío continuaba se podría patinar allí en unos días.

Un pensamiento machacaba todo el tiempo la cabeza de Tommy como un terco riff de guitarra.

La muerte es la muerte. La muerte es la muerte. La muerte es la muerte.

Su madre tembló, se apretó contra él.

—Es terrible.

—¿Te parece?

—Sí, Staffan me contó una cosa horrible.

Staffan. ¿Es que no podía ni siquiera ahora dejar de hablar de…?

—Ah, ¿sí?

—¿Has oído lo del incendio en una casa de Ängby? La mujer que…

—Sí.

—Staffan me contó que le habían hecho la autopsia. A mí me parece que eso es tan desagradable. Que hagan esas cosas.

—Sí, sí, claro.

Un pato caminaba por la frágil capa de hielo hacia el agujero que se formaba en el hielo junto a uno de los desagües a un lado del lago. Los pequeños peces que se podían pescar allí en verano olían a desagüe.

—¿De dónde viene ese desagüe? —Preguntó Tommy—. ¿Viene del crematorio?

—No sé. ¿No quieres escucharme? ¿Te parece desagradable?

—No, no.

Y entonces ella empezó a contárselo mientras iban por el bosque hacia casa. Después de un rato, Tommy comenzó a interesarse, a hacer preguntas que su madre no podía responder; ella sólo sabía lo que Staffan le había contado. Bueno, Tommy hacía tantas preguntas y parecía tan interesado que Yvonne se arrepintió de habérselo comentado siquiera.

Más tarde, por la noche, Tommy se encontraba sentado en una caja en el refugio, dándole vueltas a la pequeña escultura del tirador de pistola. La colocó encima de las tres cajas que contenían los radiocasetes, como un trofeo. Coronando la obra.

¡Mangado a un… policía!

Cerró cuidadosamente el refugio con la cadena y el candado, puso la llave en el escondite y se sentó pensando en lo que su madre le había contado. Después de un rato oyó pasos sigilosos que se acercaban al trastero. Una voz baja que decía:

—¿Tommy?

Se levantó de la butaca, fue hasta la puerta y la abrió con rapidez. Allí estaba Oskar y parecía nervioso, con un billete en la mano.

—Toma. Tu dinero.

Tommy cogió el billete de cincuenta coronas y estrujándolo se lo metió en el bolsillo, sonrió a Oskar.

—¿Te vas a hacer cliente de aquí o qué? Entra.

—No, tengo que…

—Entra, digo. Te quiero preguntar una cosa.

Oskar se sentó en el sofá agarrándose las manos. Tommy se desplomó en la butaca mirándolo.

—Oskar. Tú eres un chico espabilado.

Oskar se encogió tímidamente de hombros.

—¿Sabes la casa que ardió en Ängby? ¿La vieja que salió al jardín y se quemó?

—Sí, lo he leído.

—Me lo imaginaba. ¿Han escrito algo de la autopsia?

—No que yo sepa.

—No. Pero se la hicieron. Le hicieron la autopsia. ¿Y sabes qué? No encontraron humo en sus pulmones. ¿Sabes lo que eso significa?

Oskar pensó.

—Que no respiraba.

—Sí. ¿Y cuándo se deja de respirar? Cuando se está muerto, ¿no?

—Sí —Oskar se animó—. He leído sobre eso. Precisamente. Por eso hacen la autopsia a los que han ardido. Para descartar que… alguien haya provocado el fuego para ocultar que ha matado al que había dentro. En el fuego. Leí en… sí, fue en la revista Hemmets Journal, que un tío en Inglaterra que había matado a su mujer y sabía esto pues había… antes de iniciar el fuego había puesto un tubo en la garganta de ella y…

—Bueno, bueno. Tú sabes. Bien. Pero aquí no había humo en los pulmones aunque la mujer había salido al jardín y había estado allí dando vueltas un rato antes de morir. ¿Cómo puede ser eso?

—Contendría la respiración. No, claro. Eso no se puede, lo he leído en algún sitio. Por eso la gente siempre…

—Vale, vale. Explícamelo entonces.

Oskar apoyó la cabeza en las manos, pensando. Luego dijo:

—O han tenido algún fallo o ella estaba de pie y corriendo aunque estaba muerta. Tommy asintió:

—Justo. ¿Y sabes qué? No creo que esos tíos cometan ese tipo de fallos. ¿Tú qué crees?

—No, pero…

—La muerte es la muerte.

—Sí.

Tommy tiró de un hilo de la butaca, hizo una bolita con los dedos y la lanzó.

—Sí. A uno le gustaría creerlo.