Håkan estaba sentado en el estrecho pasillo con las rodillas flexionadas de manera que los talones le rozaban el culo y la barbilla quedaba apoyada en las rodillas, escuchando el chapoteo del agua en el cuarto de baño. Los celos eran una serpiente gorda y blanca en su pecho. Se revolvía despacio, limpia como la inocencia e infantilmente clara.
Prescindible. Él era… prescindible.
Ayer por la tarde se encontraba echado en su cama con la ventana entreabierta. Oyó cómo Eli se despedía de ese tal Oskar. Sus voces claras, sus risas. Una… ligereza que él nunca podría conseguir. Él era siempre la responsabilidad pesada, la exigencia, el deseo.
Había creído que su amada era igual. Se había asomado a los ojos de Eli y había visto la sabiduría de una persona anciana, y la indiferencia. Al principio eso le asustó. Los ojos de Samuel Beckett en la cara de Audrey Hepburn. Luego le había dado seguridad.
Era la mejor relación imaginable. El cuerpo joven y bello que aportaba belleza a su vida al mismo tiempo que le libraba del compromiso. No era él quien decidía. Y no tenía que sentirse culpable por su deseo: su amada era mayor que él. Ninguna niña. Eso creía.
Pero desde que empezó esto con Oskar había pasado algo. Una… regresión. Eli se comportaba cada vez más como la niña que parecía; había empezado a contonear el cuerpo, a utilizar expresiones infantiles, palabras. Quería jugar. Esconder la llave. La noche anterior habían estado jugando a esconder la llave. Eli se había enfadado porque Håkan no mostraba el entusiasmo que el juego exigía, después había intentado hacerle cosquillas para que se riera. Él había disfrutado del tocamiento.
Era atractiva, naturalmente. Aquella alegría, esa… vida. Al tiempo que le intimidaba, porque se alejaba de su manera de ser. Nunca había estado tan cachondo y asustado como desde que se conocieron.
La noche anterior, su amada se había encerrado en la habitación de Håkan para pasarse media hora echada en la cama dando golpecitos en la pared. Cuando éste pudo entrar de nuevo en el cuarto vio un papel lleno de signos sujeto con celo sobre su cama. El código Morse.
Al acostarse, tuvo la tentación de golpear él mismo un mensaje para Oskar. Algo acerca de lo que Eli realmente era. Pero en vez de eso copió el código en un papel, para poder descifrar lo que se dijeran en el futuro.
Håkan inclinó la cabeza, apoyó la frente en las rodillas. El chapoteo dentro del cuarto de baño había terminado. Aquello no podía seguir así. Estaba a punto de explotar. De ganas, de celos.
La cerradura del cuarto de baño se giró y se abrió la puerta. Eli apareció delante de él totalmente desnuda. Limpia.
—¿Estás aquí sentado?
—Sí. Estás muy guapa.
—Gracias.
—¿Puedes darte la vuelta?
—¿Por qué?
—Porque… yo quiero.
—Pero yo no. ¿Puedes apartarte un poco?
—A lo mejor digo algo… si lo haces.
Eli miró a Håkan, indecisa. Luego se dio media vuelta, se quedó de espaldas a él.
A Håkan se le agolpaba la saliva en la boca, tragó. Miró. Una sensación física de cómo los ojos devoraban lo que tenían ante sí. Lo más bello que había. A un brazo de distancia. Infinitamente lejos.
—¿Tienes… hambre?
Eli se volvió de nuevo.
—Sí.
—Lo voy a hacer. Pero quiero algo a cambio.
—Tú dirás.
—Una noche. Quiero una noche.
—Sí.
—¿La tendré?
—Sí.
—¿Acostarme contigo? ¿Tocarte?
—Sí.
—¿Puedo…?
—No. Sólo eso. Pero eso sí.
—Entonces lo hago. Esta noche.
Eli se agachó junto a él. A Håkan le ardían las palmas de las manos. Quería acariciarla. No podía. Esa noche. Eli, mirando fijamente al techo, dijo:
—Gracias. Pero piensa si alguien… ese retrato del periódico… hay personas que saben que vives aquí.
—He pensado en ello.
—Si viniera alguien aquí por el día… cuando yo descanso…
—Te digo que he pensado en ello.
—¿Y…?
Håkan cogió a Eli de la mano, se levantó y fue a la cocina, abrió la despensa, sacó un tarro de confitura con la tapa de cristal. Un líquido transparente llenaba la mitad del frasco. Le explicó lo que había pensado. Eli negó vehementemente con la cabeza.
—No puedes hacer eso.
—Claro que puedo. ¿Entiendes ahora cuánto… me preocupo por ti?
Cuando Håkan se preparó para salir, puso el tarro de confitura en la bolsa junto con los demás utensilios. Eli, mientras tanto, se había vestido y estaba esperando en la entrada cuando Håkan salió, se inclinó y le dio un beso en la mejilla. Håkan pestañeó y se quedó un rato mirando a Eli.
Estoy perdido.
Después se fue a su tarea.
Morgan se estaba zampando sus cuatro delicias de una en una sin mostrar apenas interés por el arroz que tenía al lado en un cuenco. Lacke, inclinándose hacia delante, le dijo en voz baja:
—Oye, ¿puedo coger el arroz?
—Joder. ¿Quieres también la salsa?
—No. Pongo un poco de soja, sólo.
Larry, que observaba por encima del periódico, hizo una mueca cuando Lacke cogió el cuenco de arroz y le puso soja del frasco con un glu, glu, glu y empezó a comer como si no hubiera visto comida antes. Larry hizo un gesto señalando el montón de gambas fritas del plato de Morgan.
—Podrías invitar.
—Sí, claro. Sorry. ¿Qué quieres, una gamba?
—No, tengo mal el estómago. Pero igual Lacke.
—¿Quieres una gamba, Lacke?
Lacke asintió y le alargó el cuenco del arroz. Morgan puso dos gambas fritas con ademán ostentoso. Como si insistiera. Lacke le dio las gracias y atacó las gambas.
Morgan refunfuñaba y meneaba la cabeza. Lacke no era el mismo desde que Jocke desapareció. Ya soplaba más de la cuenta antes, pero ahora bebía todavía más y no le quedaba ni un céntimo para comida. Era de veras raro lo de Jocke, pero tampoco como para hundirse totalmente en la miseria de esa manera. Jocke llevaba ya cuatro días desaparecido, pero ¿quién sabía? Podía haber encontrado a una tía y haberse largado a Tahití, cualquier cosa. Ya aparecería.
Larry dejó el periódico, se colocó las gafas de leer en la cabeza y restregándose los ojos dijo:
—¿Vosotros sabéis dónde hay refugios?
Morgan sonrió burlón.
—¿Qué pasa? ¿Estás pensando en hibernar, o qué?
—No, por lo del submarino. Por si se produjera una invasión a gran escala.
—Te puedes venir al nuestro. Estuve allí abajo mirando cuando vino un tipo de la defensa de no sé qué que tenía que hacer un inventario, hace dos años. Máscaras de gas, conservas, mesas de ping-pong y demás. Muerto de risa.
—¿Mesas de ping-pong?
—Pues claro, ¿no lo sabes? Cuando los rusos entren en el país no tenemos más que decir: «Alto ahí, chicos, deponed las kalashnikoffnas, esto lo vamos a zanjar mejor con un partido de ping-pong». Que se queden ahí los generales tirándose pelotas picadas los unos a los otros.
—¿Los rusos juegan al ping-pong?
—No. Los tenemos en un puño. A lo mejor recuperamos todo el Báltico.
Lacke se limpió con exagerada minuciosidad los labios con la servilleta y dijo:
—Es raro, de todas formas. Morgan encendió un John Silver.
—¿El qué?
—Lo de Jocke. Siempre solía decirlo si se iba a alguna parte. Vosotros lo sabéis. Si se iba a ir a casa de su hermano, ahí en Väddö, lo contaba como una cosa grande. Empezaba a hablar de ello una semana antes. Lo que se iba a llevar, lo que iban a hacer.
Larry puso la mano en el hombro de Lacke.
—Hablas de él en pretérito.
—¿Qué? Sí. Es que creo realmente que le ha pasado algo. Eso creo yo.
Morgan dio un buen trago de cerveza, eructó.
—Tú crees que está muerto.
Lacke se encogió de hombros y miró buscando apoyo a Larry, que estaba observando el dibujo de las servilletas. Morgan negó con la cabeza.
—No. Nos habríamos enterado. Eso fue lo que dijo la pasma cuando estuvieron allí abriendo la puerta, que te llamarían si sabían algo. No es que yo confíe en la pasma, pero… alguien debería de haber oído algo.
—Jocke habría llamado.
—Pero Dios mío, ¿estáis casados o qué? No te preocupes. Pronto aparecerá. Con flores y bombones y prometiendo no volver a hacerlo nuuunca más.
Lacke asintió resignado y dio un sorbito a la cerveza a la que le había invitado Larry con la promesa de hacer lo mismo cuando le vinieran mejores rachas. Dos días más, como mucho. Luego empezaría a buscar por su cuenta. Llamar al hospital, al depósito de cadáveres y todo lo que se pudiera hacer. Uno no abandona a su mejor amigo. Estuviera enfermo o muerto o lo que fuera. Uno no lo deja en la estacada.
Eran las siete y media y Håkan estaba empezando a ponerse nervioso. Había estado deambulando por los alrededores del instituto Nuevos Elementos y del polideportivo de Vällingby, por donde se movían los jóvenes. Era hora de entrenamientos y la piscina abría hasta tarde, así que no faltaban posibles víctimas. El problema estaba en que la mayoría iba en grupos. Había oído un comentario de una chica, que iba con otras dos, acerca de que su madre «todavía estaba totalmente histérica por lo del asesino».
Claro está que podía haber ido más lejos, a algún sitio donde sus anteriores actuaciones no estuvieran tan presentes, pero entonces corría el riesgo de que la sangre se estropeara antes de llegar a casa. Ya que iba a hacerlo, quería dar a su amada lo mejor. Y cuanto más fresca, cuanto más próxima a la fuente, más buena. Eso le había dicho.
La noche anterior había caído una buena helada y hacía frío de verdad, bajo cero, por eso no llamaba mucho la atención el hecho de que llevara un pasamontañas con aberturas para los ojos y la boca que le ocultaba la cara.
Pero no podía andar dando vueltas así por mucho tiempo. Al final, alguien acabaría sospechando.
¿Y si no pillaba a nadie? ¿Si llegaba a casa sin nada? Su amada no moriría, de eso estaba ahora seguro. No como la primera vez. Pero ahora había algo más, un maravilloso algo más. Una noche entera. Una noche entera con el cuerpo de su amada a su lado. Esos tensos y suaves miembros, el vientre plano para acariciarlo despacio. Una vela encendida en el dormitorio cuyo resplandor temblara sobre la piel aterciopelada, suya por una noche.
Se frotó la polla que latía y gritaba de ganas.
Tengo que tranquilizarme, tengo que…
Sabía lo que iba a hacer. Una locura, pero iba a hacerla.
Entrar en la piscina cubierta de Vällingby y buscar allí a su víctima. Estaría casi vacía a esta hora, y puesto que ya se había decidido sabía exactamente cómo iba a hacerlo. Arriesgado, claro. Pero totalmente factible.
Si salía mal echaría mano de la última salida. Pero no iba a salir mal. Lo vio ante sí con todo detalle cuando aceleró el paso y se dirigió a la entrada. Se sentía ebrio. El tejido del pasamontañas se humedeció alrededor de la nariz a causa de la condensación que provocaba su respiración agitada.
Esto iba a ser algo para contarle a su amada esa noche, contárselo mientras acariciaba su culo duro y respingón con la mano temblorosa, atesorándolo en la memoria por toda la eternidad.
Cruzó la entrada, sintió el conocido, suave olor a cloro en la nariz. Tantas horas como había pasado en la piscina. Con los otros, o solo. Los cuerpos jóvenes relucientes por el sudor o el agua, próximos pero no al alcance de la mano. No eran más que imágenes para recordar y a las que recurrir cuando estaba acostado y con el papel higiénico en una mano. El olor a cloro le hacía sentirse seguro, como en casa. Se acercó a la taquilla.
—Uno, por favor.
La señora de la taquilla levantó la mirada de la revista. Sus ojos se abrieron un poco. Él hizo un gesto señalando la cara y el gorro:
—Frío.
Ella asintió algo desconfiada. ¿Sería mejor quitarse el pasamontañas? No. Sabía lo que tenía que hacer para que no sospechara.
—¿Armario?
—Cabina, por favor.
La mujer le dio una llave y pagó. Mientras se daba la vuelta se quitó el pasamontañas. Así ella se habría cerciorado de que se lo quitaba, pero sin verle la cara. Era estupendo. Con paso rápido se dirigió a los vestuarios, mirando al suelo para no encontrarse con nadie.
—Bienvenidos. Pasad a mi modesto apartamento.
Tommy entró en el recibidor sin cruzar palabra con Staffan; detrás de él se oyeron los chasquidos cuando su madre y Staffan se besaron. Staffan dijo en voz baja:
—¿Le has…?
—No. Pensé…
—Mmm. Tenemos que…
Chasquidos de nuevo. Tommy echó un vistazo. No había estado nunca en casa de un madero y, aunque no quería, sentía un poco de curiosidad. Por cómo vive alguien así.
Pero ya en la entrada se dio cuenta de que Staffan apenas podía ser representativo del cuerpo en su conjunto. Se había imaginado algo así… sí, así como en las novelas policíacas. Algo pobre y frío. Un sitio al que uno iba para dormir cuando no estaba fuera persiguiendo canallas.
Gente como yo, vamos.
No. El apartamento de Staffan estaba lleno de pijaditas. La entrada parecía como si hubiera sido decorada por alguien que compraba todo de esas pequeñas revistas que llegaban por correo.
Aquí colgaba un cuadro de terciopelo con una puesta de sol, ahí había una pequeña cabaña alpina con una vieja montada en un palo que salía por la puerta. Un centro con puntillas hechas a ganchillo en la mesita del teléfono; al lado del teléfono, una figura de escayola de un niño y un perro. En la base leyó este texto: ¿NO SABES HABLAR?
Staffan levantó la figura.
—Es divertida, ¿no? Cambia de color según el tiempo que haga.
Tommy asintió. O bien Staffan había pedido prestado el piso a su anciana madre, exclusivamente para esta visita, o estaba realmente como una regadera. Staffan volvió a colocar con cuidado la figura en su sitio.
—Colecciono este tipo de cosas, ¿sabes? Cosas que muestran qué tiempo va a hacer. Como ésta, por ejemplo.
Dio un golpecito a la vieja que asomaba en la cabaña alpina, la vieja se dio la vuelta y entró en la cabaña al tiempo que, en su lugar, salía un viejecito.
—Cuando sale la vieja va a hacer mal tiempo, y cuando sale el viejo…
—Hace todavía peor.
Staffan rio la broma, algo forzado a los ojos de Tommy.
—No funciona tan bien.
Tommy echó una mirada a su madre y casi se asustó por lo que vio. Llevaba la gabardina puesta, las manos cogidas y fuertemente apretadas y una sonrisa que podría asustar a un caballo. Despavorida. Tommy decidió hacer un nuevo esfuerzo.
—¿Cómo un barómetro entonces?
—Sí, exactamente. Con eso empecé, con los barómetros. Coleccionándolos, quiero decir.
Tommy señaló una pequeña cruz de madera con un Jesús de plata que colgaba de la pared.
—¿Es también un barómetro?
Staffan miró a Tommy, a la cruz, a Tommy de nuevo. Se puso serio de repente.
—No, no lo es. Es Cristo.
—El de la Biblia.
—Sí. Claro.
Tommy se metió las manos en los bolsillos y entró en el cuarto de estar. Anda, mira, aquí estaban los barómetros. Alrededor de veinte en distintas versiones colgaban de la pared alargada detrás de un sofá gris de piel con una mesa de cristal delante.
No estaban en absoluto sincronizados. Cada uno marcaba una cosa; parecía más bien como una de esas paredes con relojes que mostraban la hora en distintas partes del mundo. Dio un golpecito en el cristal de uno de ellos y la aguja se movió un poco. No sabía lo que quería decir, pero la gente, por algún motivo, siempre daba un golpecito en los barómetros.
En un mueble esquinero con las puertas de cristal había un montón de copas pequeñas. Cuatro, algo más grandes, estaban alineadas sobre un piano al lado del esquinero. En la pared por encima del piano colgaba un gran cuadro de la Virgen María con el Niño Jesús en brazos. Le estaba dando de mamar con esa expresión ausente en los ojos que parece estar diciendo: ¿qué he hecho yo para merecer esto?
Staffan carraspeó al entrar en el cuarto de estar.
—Sí, esto… Tommy. ¿Hay algo que te llame la atención?
Tommy no era tan tonto como para no entender qué era lo que se esperaba que preguntase.
—¿De qué son esas copas?
Staffan señaló con la mano los trofeos sobre el piano.
—¿Éstas?
No, pedazo de idiota. Las copas que tienen en las instalaciones del club abajo junto al estadio, evidentemente.
—Sí.
Staffan señaló una figura de plata de unos veinte centímetros de altura sobre un pedestal de piedra que estaba en medio de las copas del piano. Tommy había pensado que se trataba de una escultura, pero también eso era un trofeo. La figura tenía las piernas abiertas y los brazos al frente sujetando una pistola, apuntando.
—Tiro con pistola. Ése es el primer premio del campeonato del distrito. Ese otro, el tercer premio en calibres suecos de 0,45, de pie… y así todos.
La madre de Tommy entró y se colocó al lado de su hijo.
—Staffan es uno de los cinco mejores en tiro con pistola de Suecia.
—¿Y eso te sirve para algo?
—¿Qué quieres decir?
—Que si puedes disparar a la gente, y eso.
Staffan pasó el dedo por el pedestal de uno de los trofeos y se miró el dedo.
—Todo el mérito del trabajo de la policía es conseguir no disparar a la gente.
—¿Lo has hecho alguna vez?
—No.
—Pero te gustaría, ¿no?
Staffan, con gesto ostentoso, respiró profundamente y expulsó el aire con un lento suspiro.
—Voy a… mirar la comida.
Gasolina. Mira a ver si arde.
Se fue a la cocina. La madre de Tommy lo agarró por el codo y le susurró:
—¿Por qué dices eso?
—Sólo estaba preguntando.
—Es una buena persona, Tommy.
—Sí. Debe de serlo. Tantos premios de tiro como Vírgenes Marías. ¿Puede ser mejor?
Håkan no se encontró con nadie en los pasillos de la piscina. Como había supuesto, no había mucha gente a esas horas. En el vestuario había dos hombres de su edad vistiéndose. Cuerpos gordos y deformados. Con el sexo encogido bajo el vientre descolgado. La fealdad misma.
Encontró su cabina, entró y cerró la puerta. Los preparativos listos. Se puso de nuevo el pasamontañas, por seguridad. Quitó el seguro de la botella de halotano, colgó el abrigo en un gancho. Abrió la bolsa y puso los utensilios a mano. El cuchillo, la cuerda, el embudo, el bidón. Había olvidado el impermeable. Mierda. Entonces tendría que desnudarse. El riesgo de que le salpicara era grande, pero de esa manera podría ocultar las manchas bajo la ropa cuando hubiera acabado. Sí. Además estaba en una piscina. No era nada raro estar desnudo aquí.
Probó la resistencia del otro gancho agarrándolo con las dos manos y levantando los pies del suelo. Aguantaba. Podría fácilmente soportar un cuerpo probablemente treinta kilos más ligero que el suyo. La altura era un problema. La cabeza iba a dar en el suelo. Tendría que intentar atarlo por las rodillas, había espacio suficiente entre el gancho y el borde superior de la cabina como para que no asomaran los pies. Eso despertaría sospechas.
Parecía que los dos hombres estaban a punto de marcharse. Escuchó lo que decían:
—¿Y el trabajo?
—Como siempre. Libertad, igualdad y fraternidad.
—¿Cómo dices?
—Eso, sólo que al revés.
Håkan sonrió; algo estaba a punto de explotar dentro de su cabeza. Se sentía demasiado excitado, respiraba demasiado rápido. Su cuerpo parecía hecho de mariposas que quisieran volar en distintas direcciones.
Tranquilo. Tranquilo. Tranquilo.
Respiró profundamente hasta que sintió que se le iba la cabeza y luego se desnudó. Dobló la ropa y la puso en la bolsa. Los dos hombres salieron del vestuario. Se quedó en silencio. Probó a subirse al banco y mirar hacia fuera. Sí, sus ojos alcanzaban a ver justo por encima del borde. Entraron tres chicos de trece, catorce años. Uno de ellos le dio un azote a otro en el culo con la toalla enrollada.
—¡Joder, déjalo!
Agachó la cabeza. Algo más abajo notó que su erección se apretaba contra el rincón como entre dos nalgas duras y abiertas. Tranquilo. Tranquilo.
Volvió a mirar por encima del borde. Dos de los chicos se habían quitado el bañador y se inclinaban dentro de sus armarios para coger su ropa. Su diafragma se comprimió en un espasmo total y el esperma mojó el rincón, chorreó hasta el banco en el que se encontraba. Ahora. Tranquilo.
Sí. Ya se sentía mejor. Pero el esperma no era bueno. Por el rastro.
Sacó los calcetines de la bolsa, limpió el rincón y el banco lo mejor que pudo. Volvió a guardar los calcetines, se puso el pasamontañas mientras escuchaba la conversación de los chicos.
—… nuevo Atari. Enduro. ¿Te vienes a casa a jugar un poco?
—No. Tengo cosas que hacer…
—¿Y tú?
—De acuerdo. ¿Tienes dos joysticks?
—No, pero…
—¿Entonces vamos primero a buscar el mío? Así podemos jugar los dos.
—Vale. Hasta luego, Matte.
—Hasta luego.
Parecía que dos de los chicos se disponían a salir. La situación era perfecta. Se iba a quedar uno solo, sin que los otros lo esperaran. Se arriesgó a mirar de nuevo. Dos de los chicos estaban listos, a punto de salir. El último estaba poniéndose los calcetines. Se ocultó al darse cuenta de que llevaba puesto el pasamontañas. Suerte que no lo habían visto.
Cogió la botella de halotano, la sujetó agarrando con los dedos el dosificador. ¿Debería seguir con el gorro puesto? Y si el chico se escapaba. Si entraba alguien en el cuarto. Si…
Mierda. Había sido un error desnudarse. Si tenía que huir rápidamente, no había tiempo que perder. Oyó cómo el chico cerraba su armario y empezaba a ir hacia la salida. En cinco segundos pasaría por la puerta de la cabina. Demasiado tarde para consideraciones.
Por la abertura entre el borde interior de la puerta y la pared vio pasar una sombra. Bloqueó todos los pensamientos, quitó el cerrojo, golpeó la puerta hacia fuera y salió.
Mattias se dio la vuelta y vio un cuerpo grande y blanco, desnudo, con un gorro de esquí en la cabeza que se abalanzaba sobre él. Un solo pensamiento, una sola palabra cruzó por su cabeza antes de que su cuerpo instintivamente se echara para atrás:
Muerte.
Retrocedió ante la Muerte que quería cogerlo. La Muerte llevaba algo negro en la mano. Aquella cosa negra voló hasta su cara y tomó aire para gritar.
Pero antes de que el grito alcanzara a salir lo negro se le vino encima, cubriéndole la boca y la nariz. Una mano le cogió la cabeza por detrás, apretándole la cara contra aquella cosa negra y suave. El grito se quedó en un gemido ahogado y, mientras lanzaba su quejido mutilado, oyó un silbido como procedente de una máquina de humo.
Intentó gritar de nuevo, pero cuando tomó aire sucedió algo con su cuerpo. Un entumecimiento se extendió por todos sus miembros y al siguiente chillido no dijo ni pío. Volvió a respirar y las piernas le fallaron, velos multicolores revolotearon ante sus ojos.
No quería gritar más. No tenía fuerzas. Los velos cubrían ahora todo su campo visual. Le bailaban los colores.
Se cayó hacia atrás en el arco iris.
Oskar sujetaba el papel con el código Morse en una mano y con la otra golpeaba las letras en la pared. Un golpe con el nudillo para el punto, un golpe con la palma de la mano para el guión, tal como habían acordado.
Nudillo. Pausa. Nudillo, palmada, nudillo, nudillo. Pausa. Nudillo, nudillo.
(E.L.I.)
Y.O.S.A.L.G.O.
Tras unos segundos llegó la respuesta:
Y.O.V.O.Y.
Se encontraron fuera del portal de ella. En un solo día se había… transformado. Hacía algunos meses había estado en la escuela una mujer judía hablando del exterminio, mostrando diapositivas. Eli se parecía ahora un poco a las personas que aparecían en aquellas imágenes.
La fuerte iluminación del portal acentuaba las sombras de su rostro, como si los huesos estuvieran a punto de atravesar la piel, como si la piel se hubiera vuelto más fina. Y…
—¿Qué te has hecho en el pelo?
Oskar pensó que era la luz la que le daba ese aspecto, pero al acercarse vio que en el pelo negro de Eli habían aparecido unas mechas gruesas y blancas. Como en las personas mayores. Eli se pasó la mano por el cabello, le sonrió.
—Eso desaparece. ¿Qué hacemos?
Oskar hizo sonar unas coronas en el bolsillo.
—¿Vamos al kiosco?
—Mmm. El último en llegar es tonto.
Una imagen cruzó la cabeza de Oskar. Niños en blanco y negro.
Luego Eli echó a correr y Oskar la siguió. Y, aunque parecía muy enferma, era mucho más rápida que él, voló con agilidad por la acera empedrada, cruzó la calle de dos zancadas. Oskar corría todo lo que podía, distraído por aquella imagen.
¿Niños en blanco y negro?
Justamente. Corría cuesta abajo por delante de la fábrica de golosinas, la de los conocidos ratones, cuando cayó en la cuenta. Sí, aquellas películas antiguas que echaban los domingos. Anderssonskans Kalle y todas esas. «El último en llegar es tonto». Eso decían en aquellas películas.
Eli estaba esperándole abajo, junto al camino, a veinte metros del kiosco. Oskar corrió hasta ella intentando dejar de resoplar. No había estado nunca con Eli allí. ¿Le iba a contar aquel chascarrillo? Sí.
—Oye, ¿sabes que lo llaman El Kiosco del Amante?
—¿Por qué?
—Porque… Bueno, yo lo oí en una reunión de padres… hubo uno que dijo… no a mí, sino que… yo lo oí. Dijo que el dueño, que es…
Ahora se arrepentía. Parecía una tontería. Le daba vergüenza. Eli extendió los brazos.
—¿Qué?
—Bah, que el que lo lleva… que tiene señoritas allí. Bueno, ya sabes, que… cuando lo tiene cerrado…
—¿Es cierto? —Eli miró hacia el kiosco—. Pero si no caben.
—Asqueroso, ¿no?
—Sí.
Oskar bajó hacia el tenderete. Eli, con cuatro pasos rápidos, llegó a su altura y le susurró:
—Deben de ser delgadas.
Los dos se rieron. Entraron en el radio de luz del kiosco. Eli hizo un ostensible gesto compasivo con los ojos puestos en el dueño, que estaba dentro mirando un pequeño televisor.
—¿Es él?
Oskar asintió.
—Pues parece un mono.
Oskar, haciendo bocina con la mano en la oreja de Eli, dijo en voz baja:
—Se escapó del zoo de Skansen hace cinco años. Aún lo andan buscando.
Eli se rio y puso la mano en la oreja de Oskar. Su aliento cálido flotó en la cabeza de él.
—De eso nada. Es que en vez de eso lo han encerrado aquí.
Los dos miraron al hombre ceñudo y se echaron a reír a carcajadas imaginándoselo como un mono en su jaula, rodeado de golosinas. Con el ruido, el dueño del kiosco se volvió hacia ellos arrugando sus enormes cejas de tal manera que parecía aún más un gorila. Oskar y Eli casi se cayeron al suelo de la risa. Apretándose la boca con las manos intentaron ponerse serios.
El hombre se inclinó sobre la ventanilla.
—¿Queríais algo?
Eli se puso seria enseguida; quitándose la mano de la boca avanzó hasta la ventanilla y dijo:
—Un plátano, por favor.
Oskar se ahogaba y se apretó la boca con la mano aún más fuerte. Eli se volvió y se llevó el dedo índice a los labios rogándole que se callara con disimulada severidad. El hombre contesto:
—No tengo plátanos.
Eli, aparentando no comprender:
—¿Ningún pláaatano?
—No. ¿Alguna otra cosa?
A Oskar se le encajaron las mandíbulas de tanto reprimir la risa. Trastabilló fuera del kiosco, corrió hasta el buzón de correos, se echó sobre él y soltó la carcajada: estaba a punto de desternillarse. Eli fue hacia él meneando la cabeza.
—No hay plátanos.
Oskar, jadeando, dijo:
—Claro, se… habrá comido… todos él.
Se contuvo; apretando los labios, sacó sus cinco coronas y fue hasta la ventanilla.
—Un poco de cada.
El dueño del kiosco le miró airado y empezó coger golosinas con unas pinzas de los botes de plástico que tenía en el expositor, echándolas en una bolsa de papel. Oskar miró de reojo para ver si Eli estaba escuchando y dijo:
—No olvide los plátanos.
El hombre dejó de coger golosinas.
—No tengo plátanos.
Oskar señaló uno de los botes.
—Plátanos de gominola, quiero decir.
Oyó las risitas de Eli e hizo lo mismo que ella había hecho: se puso el índice en los labios pidiendo silencio. El dueño del kiosco dio un resoplido, puso un par de plátanos de gominola en la bolsa y se la entregó a Oskar.
Caminaron de vuelta al patio. Oskar, antes siquiera de probar las golosinas, le ofreció a Eli. Ella negó con la cabeza.
—No, gracias.
—¿No comes golosinas?
—No puedo.
—¿Ninguna golosina?
—No.
—¡Uf!, no me digas.
—Sí, bueno, no. Como no sé a qué saben…
—¿Ni siquiera las has probado?
—No.
—¿Cómo sabes entonces que…?
—Lo sé, sin más.
Eso pasaba algunas veces. Estaban hablando de cualquier cosa, Oskar preguntaba algo y acababa con un «es así, sin más», «lo sé, sin más». Sin mayor explicación. Era una de las cosas que resultaban un poco raras con Eli.
Una pena que no pudiera invitarla. Era lo que había planeado. Invitarla un montón. Todo lo que quisiera. Y resulta que no comía golosinas. Se metió un plátano de gominola en la boca y la miró de reojo.
La verdad es que no parecía sana. Y aquellas mechas blancas en el pelo… En alguna historia que Oskar había leído, el pelo de una persona se había vuelto completamente blanco tras un gran susto. ¿Le habría ocurrido eso a Eli?
Ella miraba a los lados, cruzó los brazos alrededor del cuerpo y parecía de lo más pequeña. Oskar sintió deseos de estrecharla contra sí, pero no acabó de decidirse.
En el arco de entrada al patio Eli se detuvo y alzó la vista hacia su ventana. Estaba apagado. Permaneció de pie, quieta, con los brazos alrededor del cuerpo y mirando al suelo.
—Oye, Oskar…
Lo hizo. Ella lo estaba pidiendo con todo su cuerpo y él sacó de algún sitio el valor para hacerlo. La abrazó. Por un instante terrible creyó que había hecho mal, porque el cuerpo de Eli parecía rígido, cerrado.
Estaba a punto de soltarla cuando la niña se dejó caer en sus brazos, puso los suyos con delicadeza en la espalda de Oskar y se apretó temblando contra él.
Eli inclinó la cabeza sobre el hombro del muchacho y permanecieron así. El aliento de ella en su cuello. Se abrazaron en silencio. Oskar cerró los ojos y tuvo la certeza: aquello era lo más grande. La luz del farol de la entrada penetraba suavemente a través de sus parpados cerrados, ponía una película roja en sus ojos. Lo más grande.
Eli acercó su cabeza al cuello de Oskar. El calor de su aliento se volvió más fuerte. Los músculos de su cuerpo, que estaban relajados, se tensaron de nuevo. Sus labios le rozaron el cuello y un temblor recorrió su cuerpo.
De pronto se estremeció e interrumpió el abrazo, dio un paso atrás. Oskar dejó caer los brazos. Eli sacudió la cabeza como para liberarse de un mal sueño, se dio la vuelta y echó a andar hacia su portal. Oskar se quedó allí parado. Cuando ella abrió la puerta, la llamó.
—¿Eli? —la niña se volvió—. ¿Dónde está tu padre?
—Él iba a… venir con comida.
No le dan de comer. Eso es.
—Nosotros te podemos dar algo.
Eli soltó la puerta y se le acercó. Oskar empezó rápidamente a planear cómo le iba a contar todo aquello a su madre. No quería que su madre conociera a Eli. Ni viceversa tampoco. Tal vez podía hacer un par de bocadillos y sacarlos. Sí, eso sería lo mejor.
Eli se puso delante de él, lo miró seriamente a los ojos.
—Oskar. ¿Te gusto?
—Sí. Muchísimo.
—Si yo no fuera una chica… ¿también te gustaría?
—¿Qué quieres decir?
—Sólo eso. Que si te gustaría aunque no fuera una chica.
—Sí… claro.
—¿Seguro?
—Sí. ¿Por qué lo preguntas?
Alguien se afanaba con una ventana con el cierre estropeado, luego se abrió. Tras la cabeza de Eli, Oskar pudo ver cómo su madre sacaba la cabeza por la ventana de su habitación.
—¡Ooooskar!
Eli se ocultó rápidamente, contra la pared. Oskar apretó los puños, subió corriendo la cuesta y se puso debajo de la ventana. Como un chico pequeño.
—¿Qué pasa?
—¡Huy! Estaba aquí. Pensando…
—¿Qué pasa?
—Nada, que empieza ahora.
—Lo sé.
Su madre estaba a punto de añadir algo más, pero se calló al verlo ahí, debajo de la ventana, todavía con los puños apretados a lo largo del cuerpo, completamente tenso.
—¿Qué andas haciendo?
—Yo… voy.
—Sí, porque…
A Oskar se le humedecieron los ojos de rabia y soltó:
—¡Métete y cierra la ventana! ¡Métete!
Su madre lo miró fijamente un instante más. Luego algo cruzó su rostro y cerró de golpe la ventana, se fue de allí. Oskar habría querido… no responderle gritando, sino… transmitir lo que pensaba. Explicando tranquilamente y con calma cuál era la situación. Que ella no podía hacer eso, que él tenía…
Volvió a correr cuesta abajo.
—¿Eli?
Ya no estaba allí. Y no había entrado en su portal, lo habría visto. Se habría encaminado al metro para ir a casa de esa tía suya que vivía en el centro y adonde ella solía acudir después de la escuela. Eso sería, seguramente.
Oskar se metió en el oscuro rincón donde Eli se había escondido cuando su madre había gritado. Se dio la vuelta con la cara contra la pared. Estuvo así un rato. Luego entró.
Håkan hizo entrar al chico en la cabina y cerró la puerta. El muchacho no había dicho ni pío. Lo único que podía levantar sospechas ahora era el silbido de la botella de gas. Tenía que darse prisa.
Cuánto más sencillo no resultaría si pudiera atacar con el cuchillo, pero no. La sangre tenía que proceder de un cuerpo vivo. Otra más de las cosas que le habían sido explicadas. La sangre de cuerpos muertos era inservible; de hecho, perjudicial.
Bueno. El chico estaba vivo. El pecho seguía subiendo y bajando, absorbiendo el gas anestésico.
Enrolló la cuerda con fuerza alrededor de las piernas del muchacho un poco más arriba de las rodillas, puso los dos extremos encima del gancho y empezó a tirar. Las piernas del chico se levantaron del suelo.
Se abrió una puerta, se oyeron voces.
Sujetó la cuerda con una mano y con la otra cerró el gas, soltó la mascarilla. La anestesia duraría unos minutos, tenía que trabajar tanto si había gente como si no, tan en silencio como pudiera.
Unos cuantos hombres fuera. ¿Dos, tres, cuatro? Hablaban de Suecia y Dinamarca. Algún partido. Balonmano. Mientras hablaban, levantó el cuerpo del chico. El gancho chirriaba, el peso caía en un ángulo distinto a cuando él mismo se había colgado de él. Los hombres de fuera se callaron. ¿Habrían oído algo? Estaba quieto de pie, apenas respiraba. Seguía sujetando el cuerpo cuya cabeza acababa de levantarse del suelo, en la misma posición.
No. Sólo una pausa en la conversación. Siguieron.
Hablando sin parar, hablando sin parar.
—El penalti de Sjögren fue totalmente…
—Lo que uno no lleva en las manos tiene que llevarlo en la cabeza.
—De todos modos puede colocarlos bastante bien.
—Es ese balón picado, no entiendo cómo lo hace…
La cabeza del chico colgaba ya libremente a un par de centímetros del suelo. Ahora…
¿Dónde podría sujetar los extremos de la cuerda? Los resquicios entre las tablas del banco eran demasiado estrechos para poder meter la cuerda por ellos. No podría trabajar bien con una sola mano si mientras tenía que sujetar la cuerda con la otra. No tendría fuerzas. Permaneció quieto con los extremos de la cuerda en las manos fuertemente apretadas, sudando. El pasamontañas le daba calor, debería quitárselo.
Luego. Cuando estuviera listo.
El otro gancho. Sólo tenía que hacer una lazada primero. El sudor le corría por los ojos cuando soltó el cuerpo del muchacho, para que se aflojara la cuerda, e hizo una lazada. Tiró de la cuerda para levantar de nuevo al chico e intentó trabarla alrededor del gancho. Demasiado corta. Soltó de nuevo el cuerpo. Los hombres se callaron.
¡Marchaos, venga! ¡Marchaos!
En silencio hizo una nueva lazada más próxima a los extremos de la cuerda, esperó. Empezaron a hablar de nuevo. Bolos. Los éxitos de la selección femenina sueca en Nueva York. El pleno, el semipleno y el sudor escociéndole en los ojos.
Calor. ¿Por qué hacía tanto calor?
Consiguió pasar la lazada alrededor del gancho y pudo respirar. ¿No podían marcharse?
El cuerpo del chico colgaba en la posición correcta y no había más que ponerse manos a la obra rápidamente, antes de que se despertara, y ¿no podían marcharse de una vez? Pero se trataba de recordar anécdotas de bolos y de lo bien que uno jugaba antes y de alguien a quien se le había quedado el dedo gordo dentro de la bola y había tenido que ir al hospital para que se lo sacaran.
No podía esperar. Puso el embudo en el bidón de plástico y lo acercó al cuello del chico. Cogió el cuchillo. Cuando se volvió para sacar la sangre del cuerpo, la conversación fuera se había interrumpido de nuevo. Y el muchacho tenía los ojos abiertos. Abiertos de par en par. Las pupilas vagaban dando vueltas, allí colgado boca abajo, buscando un punto de referencia, una explicación. Se posaron en Håkan, que estaba de pie, desnudo, con el cuchillo en la mano. Por un instante lo miraron fijamente a los ojos.
Después el chico abrió la boca y chilló.
Håkan retrocedió, cayó sobre la pared de la cabina con un golpe húmedo. La espalda sudorosa se resbaló en la pared y casi perdió el equilibrio. El muchacho chillaba y chillaba. El sonido se extendió por el vestuario, resonando en las paredes, y se hizo tan fuerte que taponó los oídos de Håkan. Su mano asió con más fuerza el mango del cuchillo y lo único que pensó fue que tenía que acabar con los gritos del chico. Cortarle la cabeza para que dejara de gritar. Se puso en cuclillas a su lado.
Golpeaban en la puerta.
—¡Oye! ¡Abre!
Håkan soltó el cuchillo. El ruido que hizo cuando cayó al suelo apenas si se oyó en medio de los golpes y de los chillidos insoportables del chico. Las bisagras de la puerta temblaban por los golpes de fuera.
—¡Abre o echo abajo la puerta!
Se acabó. Ahora era el fin. Sólo quedaba una cosa. Desapareció el ruido a su alrededor, la vista se redujo a un túnel cuando Håkan volvió la cabeza hacia la bolsa. A través del túnel vio su mano alargándose hasta ella y sacando el tarro de la confitura.
Cayó de culo resbalándose con el tarro en la mano. Desenroscó la tapa. Esperó.
Cuando abrieran la puerta. Antes de que le quitaran el gorro. La cara. En medio de los gritos y los golpes contra la puerta pensó en su amada. En el tiempo que habían pasado juntos. Evocaba imágenes de su amada como un ángel. Un ángel chico que ahora bajaba del cielo extendiendo sus alas para venir a buscarle. Llevarlo consigo. Allí dónde siempre iban a permanecer juntos. Siempre.
La puerta voló y golpeó contra la pared. El chico seguía gritando. Fuera había tres hombres, más o menos vestidos. Miraban con los ojos muy abiertos sin comprender la escena que tenían ante sí.
Håkan asintió despacio, reconociéndolo.
Después gritó:
—¡Eli! ¡Eli!
Y se echó el ácido clorhídrico concentrado en la cara.
¡Sé dichoso! ¡Sé dichoso! ¡Sé dichoso en tu señor y Dios! ¡Sé dichoso! ¡Sé dichoso! ¡Honra a tu rey y Dios!
Staffan se acompañaba a sí mismo y a la madre de Tommy al piano. Se miraban a los ojos de vez en cuando, se sonreían y los ojos les hacían chiribitas. Tommy estaba sentado en el sofá de piel aguantando. Había encontrado un agujero pequeño en uno de los reposabrazos, y mientras Staffan y su madre cantaban, él trabajaba para hacerlo más grande. El dedo índice excavaba dentro del relleno mientras se preguntaba si Staffan y su madre se habrían acostado juntos en ese sofá alguna vez. Bajo los barómetros.
La comida había sido aceptable, un pollo marinado con arroz. Después de la comida Staffan le había mostrado la caja fuerte donde guardaba sus pistolas. Estaba en el dormitorio, debajo de la cama, y Tommy se había hecho allí la misma pregunta: ¿se habrían acostado juntos en aquella cama? ¿Pensaba su madre en su padre cuando Staffan la acariciaba? ¿Se ponía él caliente pensando en las pistolas que tenía debajo del colchón? ¿Se ponía ella?
Staffan tocó el acorde final, dejándolo morir en el aire. Tommy sacó el dedo del, a esas alturas, considerable agujero del sofá. Su madre hizo a Staffan una inclinación con la cabeza, cogió su mano y se sentó junto a él en el asiento del piano. Desde el ángulo donde se encontraba Tommy, la Virgen María colgaba justo por encima de sus cabezas como si fuera un efecto calculado, ensayado de antemano.
Su madre miró a Staffan, le sonrió y se volvió hacia Tommy.
—Tommy, queremos contarte una cosa.
—¿Os vais a casar?
Su madre dudó. Si lo habían estado ensayando antes con escenografía y todo, entonces aquella réplica, evidentemente, no estaba incluida.
—Sí. ¿Qué te parece?
Tommy se encogió de hombros.
—Vale. Hacedlo.
—Hemos pensado… para el verano, quizá.
Su madre lo miraba como preguntándole si tenía una propuesta mejor.
—Sí, sí. Claro.
Volvió a meter el dedo en el agujero, lo dejó allí. Staffan se inclinó hacia delante.
—Ya sé que no puedo… sustituir a tu papá. De ninguna manera. Pero espero que tú y yo podamos… conocernos mejor y… bueno. Que podamos llegar a ser amigos.
—¿Y dónde vais a vivir?
Su madre se puso triste de pronto.
—Vamos, Tommy. Se trata también de ti, claro. No sabemos. Pero habíamos pensado en comprar una casa en Ängby, quizá. Si podemos.
—Ängby.
—Sí. ¿Qué te parece?
Tommy miraba el cristal de la mesa donde su madre y Staffan se reflejaban medio transparentes, como fantasmas. Seguía con el dedo en el agujero, arrancó un trozo de espuma.
—Caro.
—¿El qué?
—Una casa en Ängby. Es caro. Cuesta mucho dinero. ¿Tenéis tanto dinero?
Staffan estaba a punto de contestar cuando sonó el teléfono. Acarició la mejilla de la madre de Tommy y se dirigió hasta el aparato en la entrada. La madre se sentó en el sofá al lado de Tommy, le preguntó:
—¿No te parece bien?
—Me encanta.
Desde la entrada llegaba la voz de Staffan. Parecía alterado.
—No me digas… sí, voy inmediatamente. Vamos… no, entonces cojo el coche y bajo allí directamente. Bien. Adiós. Volvió de nuevo al cuarto de estar.
—El asesino está en la piscina de Vällingby. No tienen gente en la comisaría, así que tengo…
Entró en el dormitorio y Tommy pudo oír cómo se abría y se cerraba la caja de seguridad. Staffan se cambió de ropa allí dentro y después de un rato salió con todos los arreos de policía. Los ojos parecían levemente los de un psicópata. Dio un beso en la boca a la madre de Tommy y a él un golpecito en la rodilla.
—Tengo que irme inmediatamente. No sé cuándo volveré. Ya seguiremos hablando en otro momento.
Salió apresuradamente al pasillo y la madre de Tommy lo siguió.
Tommy oyó algo de «ten cuidado» y «te quiero» y «te quedas» mientras iba hasta el piano y, sin saber por qué, alargó el brazo y cogió la escultura del tirador de pistola. Pesaba por lo menos dos kilos. Mientras su madre y Staffan se despedían —les gustaba aquello: el hombre que se va a la guerra, la mujer anhelante—, Tommy salió al balcón. El aire frío de la tarde penetró en sus pulmones y pudo respirar por primera vez en un par de horas.
Se inclinó sobre la barandilla del balcón, vio que debajo crecían setos bien tupidos. Sujetó la escultura fuera por encima de la barandilla, la soltó. Cayó en el seto con un crujido.
Su madre salió al balcón y se puso a su lado. Después de un par de segundos se abrió el portal y salió Staffan casi corriendo hacia el aparcamiento. Su madre le decía adiós con la mano, pero Staffan no miró hacia arriba. Cuando pasó por debajo del balcón, Tommy sonrió.
—¿Qué ocurre? —preguntó su madre.
—Nada.
Sólo que un chico pequeño con pistola está en el seto apuntando a Staffan. Sólo eso.
Tommy se sintió bastante bien, pese a todo.
El grupo se había fortalecido con Karlsson, el único de los colegas con un «trabajo de verdad», como él mismo lo llamaba. Larry había obtenido la jubilación anticipada, Morgan trabajaba ocasionalmente en un desguace y Lacke no se sabía a ciencia cierta de qué vivía. A veces tenía algo de dinero, sólo eso.
Karlsson tenía empleo fijo en la juguetería de Vällingby; había sido el dueño tiempo atrás, pero se vio obligado a vender por «dificultades económicas». Con el tiempo, el nuevo dueño le empleó porque, como Karlsson decía, no se podía negar «que uno, después de treinta años en el sector, tenía cierta experiencia».
Morgan se recostó en la silla, abrió las piernas y cruzó las manos detrás de la cabeza, mirando fijamente a Karlsson. Lacke y Larry se hicieron una seña. Ya empezaba.
—Bueno, Karlsson. ¿Qué hay de nuevo en el sector del juguete? ¿Habéis descubierto alguna forma nueva de limpiar la propina a los chicos?
Karlsson refunfuñó.
—No sabes de lo que estás hablando. Si hay algún estafado, ése soy yo. No puedes ni imaginarte la cantidad de hurtos. Los chicos…
—Sí, sí, sí. No tenéis más que comprar algún chisme de plástico en Corea por dos coronas y venderlo a cien y ya lo habéis recuperado.
—Nosotros no vendemos esas cosas.
—Seguro que no. ¿Qué era entonces lo que vi en el escaparate el otro día? ¿Pitufos? ¿Qué era eso? Juguetes de calidad fabricados a mano en Bengtfor, ¿eh?
—A mí lo que me parece muy extraño es que lo diga una persona como tú, que vende coches que sólo andan si se les engancha a un caballo.
Y así siguió la cosa. Larry y Lacke escuchaban, se reían a veces, hacían algún comentario. De haber estado Virginia, las crestas de los gallos se habrían levantado un poco más y Morgan no habría parado hasta que Karlsson se enfadara de verdad.
Pero Virginia no estaba. Y Jocke tampoco. La atmósfera perfecta no acababa de cuajar y por eso la discusión había empezado a decaer, cuando a eso de las ocho y media la puerta de fuera se abrió lentamente.
Larry levantó la vista y vio a una persona de la que nunca habría imaginado que apareciera por allí: Gösta. La Bomba Fétida, como le llamaba Morgan. Larry había estado hablando con él en un banco bajo el edificio alto un par de veces, pero nunca había venido aquí antes.
Gösta parecía desencajado. Se movía como si estuviera formado por piezas mal ensambladas que podían despegarse si se agitaba demasiado. Entornaba los ojos mientras temblaba hacia delante y hacia atrás, con pequeños movimientos. O estaba borracho perdido o estaba enfermo.
Larry le saludó.
—¡Gösta! ¡Ven y siéntate!
Morgan volvió la cabeza, echó un vistazo a Gösta y dijo:
—¡Oh, joder!
Gösta maniobró hasta llegar a su mesa como si se encontrara sobre un campo minado. Larry sacó la silla que había a su lado e hizo un gesto invitándole a sentarse.
—Bienvenido al club.
Gösta parecía no oírle, pero arrastró los pies hasta la silla. Llevaba un traje viejo con chaleco y pajarita, el pelo peinado al agua. Y apestaba. Pis y pis y más pis. Incluso cuando uno se sentaba con él fuera el hedor era claramente apreciable, pero se podía aguantar. Dentro, al calor, desprendía un olor ácido a orina vieja que obligaba a respirar por la boca para poder soportarlo.
Todos los colegas, incluso Morgan, se esforzaron para que la cara no mostrase lo que la nariz sentía. El camarero se acercó a su mesa, parándose en cuanto notó el olor de Gösta, y dijo:
—¿Qué va… a tomar?
Gösta meneó la cabeza sin mirar al camarero. Éste alzó las cejas y Larry hizo un gesto; tranquilo, nosotros lo arreglamos. El camarero se retiró y Larry, poniendo la mano en el hombro de Gösta, preguntó:
—¿A qué debemos el honor?
Gösta carraspeó, y con la mirada puesta en el suelo dijo:
—Jocke.
—¿Qué pasa con él?
—Está muerto.
Larry oyó cómo Lacke bufaba a sus espaldas. Él mantuvo la mano en el hombro de Gösta dándole ánimos. Sentía que los necesitaba.
—¿Cómo lo sabes?
—Yo lo vi. Cuando ocurrió. Cuando lo mataron.
—¿Cuándo ocurrió?
—El sábado. Por la noche.
Larry retiró la mano.
—¿El sábado? Pero… ¿has hablado con la policía?
Gösta negó con la cabeza. —No he podido. Y yo… no lo vi. Pero lo sé. Lacke se llevó las manos a la cabeza, susurrando:
—Lo sabía, lo sabía.
Gösta se lo contó. El niño, que había roto la farola más cercana al puente con una piedra, había entrado y había aguardado. Jocke, que había entrado y no había salido. La ligera huella, la marca de un cuerpo en las hojas secas a la mañana siguiente.
Cuando acabó, el camarero llevaba ya un rato haciendo gestos airados a Larry, señalando alternativamente a Gösta y a la puerta. Larry puso la mano en el brazo de Gösta.
—¿Qué te parece entonces si vamos a echar un vistazo?
Gösta asintió y se levantaron de la mesa. Morgan se bebió de un trago la cerveza que le quedaba, sonrió maliciosamente a Karlsson, que cogió el periódico y se lo guardó en el abrigo como solía hacer siempre, el jodido tacaño.
Sólo Lacke permaneció sentado, jugando con unos palillos rotos que había en la mesa. Larry se inclinó sobre él:
—¿No vas a venir?
—Lo sabía. Lo presentía.
—Sí. ¿Vas a venir entonces?
—Bueno. Voy. Id yendo vosotros.
Cuando salieron, Gösta se tranquilizó con el aire frío de la noche. Empezó a caminar tan deprisa que Larry tuvo que pedirle que bajara la marcha, su corazón no aguantaba. Karlsson y Morgan iban detrás, el uno al lado del otro; Morgan esperaba a que Karlsson dijera alguna tontería para poder meterse con él. Le sentaría bien. Pero hasta Karlsson parecía ocupado con sus propios pensamientos.
La farola rota ya había sido cambiada y la luz bajo el puente era aceptable.
Estaban como un pelotón escuchando a Gösta mientras éste contaba y señalaba los montones de hojas; daban patadas para calentarse los pies. Mala circulación. Resonaba como si se tratara de un ejército desfilando. Cuando Gösta terminó, Karlsson dijo:
—No hay ninguna prueba…
Era la clase de comentario que Morgan había estado esperando.
—Pero joder, ¿es que no oyes lo que está diciendo? ¿Crees que miente?
—No —dijo Karlsson, como si hablara con un niño—, pero me refiero a que la policía tal vez no esté tan dispuesta como nosotros a creer su relato cuando no hay nada que lo corrobore.
—Él es testigo.
—¿Crees que será suficiente?
Larry dio un golpe con la mano sobre los montones de hojas.
—La pregunta ahora es adónde ha ido a parar. Si es que ha sucedido así.
Lacke venía andando por el camino del parque, llegó hasta donde estaba Gösta y señaló hacia el suelo.
—¿Ahí?
Gösta asintió. Lacke se metió las manos en los bolsillos y se quedó un rato observando el dibujo irregular de las hojas como si fuera un puzzle gigante que tenía que resolver. Los músculos de sus mandíbulas se contraían, se relajaban, se contraían.
—Bueno. ¿Qué decís? Larry dio dos pasos hacia él. —Lo siento, Lacke.
Lacke hizo un gesto de rechazo con la mano, apartando a Larry.
—¿Qué decís? ¿Vamos a pillar al cabrón que ha hecho esto o no?
Los otros miraron a todas partes menos a Lacke. Larry estaba a punto de decir algo acerca de que iba a ser difícil, probablemente imposible, pero se abstuvo. Al final, Morgan se aclaró la garganta, se dirigió a Lacke y, poniéndole el brazo sobre los hombros, dijo:
—Lo vamos a pillar, Lacke. Lo vamos a hacer.
Tommy miró por encima de la barandilla, le pareció haber visto destellos de plata allí abajo. Parecía como esas cosas que los Jóvenes Castores solían traer a casa de las competiciones.
—¿En qué piensas? —preguntó su madre.
—En el Pato Donald.
—A ti no te gusta mucho Staffan, ¿verdad?
—Está bien.
—¿Sí?
Tommy levantó la vista hacia el centro. Vio la uve roja y grande de neón que lentamente daba vueltas sobre todo. Vällingby. Victoria.
—¿Te ha enseñado las pistolas?
—¿Por qué lo preguntas?
—No, sólo preguntaba. ¿Lo ha hecho?
—No entiendo qué quieres decir.
—Pues no es tan difícil. ¿Ha abierto su caja fuerte, ha sacado las pistolas y te las ha mostrado?
—Sí. ¿Por qué?
—¿Cuándo lo hizo?
Su madre se sacudió algo de la blusa, se frotó los brazos.
—Tengo un poco de frío.
—¿Piensas en papá?
—Sí, claro que lo hago. Todo el tiempo.
—¿Todo el tiempo?
Su madre lanzó un suspiró, inclinó la cabeza para poder mirarle a los ojos.
—¿Adónde quieres llegar?
—¿Adónde quieres llegar tú?
Tommy tenía la mano apoyada en la barandilla, ella puso la suya encima.
—¿Vienes mañana donde papá?
—¿Mañana?
—Sí. Es el Día de Todos los Santos.
—Es pasado mañana. Sí, voy.
—Tommy…
Su madre le quitó las manos de la barandilla y lo atrajo hacia sí. Lo abrazó. Tommy se quedó rígido por un momento. Luego se liberó y entró.
Mientras se ponía la ropa para salir, Tommy se dio cuenta de que tenía que hacer entrar a su madre del balcón si quería recoger la escultura. La llamó y ella entró rápidamente, deseosa de oír una palabra.
—Sí… saluda a Staffan.
Su madre resplandeció.
—Lo haré. ¿Entonces no te quedas?
—No, yo… eso puede durar toda la noche.
—Sí. Estoy un poco inquieta.
—No tienes por qué. Sabe disparar. Adiós.
—Adiós…
La puerta de fuera se cerró.
—… cielo…
Un ruido sordo salió del interior del Volvo cuando Staffan se subió al bordillo a gran velocidad. Sus mandíbulas golpearon de tal manera que le sonó en toda la cabeza, se quedó ciego por un instante y casi atropella a un viejo que iba a unirse al grupo de curiosos que se habían reunido alrededor del coche de policía en la entrada principal.
El aspirante Larsson estaba en el coche hablando por la radio. Estaría pidiendo refuerzos o una ambulancia. Staffan aparcó detrás del coche de policía para dejar el paso libre a un eventual refuerzo, se bajó y cerró. Siempre cerraba el coche, aunque sólo fuera a estar ausente un minuto. No porque pensara que se lo iban a robar sino para no perder la costumbre, de manera que no se le olvidara nunca cerrar el coche de servicio, por el amor de Dios.
Se dirigió hacia la entrada principal esforzándose en aparentar autoridad, pensando en el público; estaba seguro de que tenía un aspecto que infundía confianza a la mayoría de las personas. Muchos de los que estaban allí mirando probablemente pensaran: «Ah, sí, aquí viene el que va a aclarar todo esto».
Nada más pasar la puerta de entrada había cuatro hombres en bañador con las toallas sobre los hombros. Staffan pasó por delante de ellos, hacia los vestuarios, pero uno de los hombres lo llamó:
—Oiga, perdone —y se acercó a él con los pies descalzos—. Sí, perdón, pero… nuestra ropa.
—¿Qué pasa con ella?
—¿Cuándo podemos recogerla?
—¿Su ropa?
—Sí, está en los vestuarios y no podemos entrar allí.
Staffan abrió la boca para decir alguna maldad acerca de que su ropa estaba en aquel momento en el puesto más alto de la lista de prioridades, pero una mujer con camiseta blanca se acercó entonces a los hombres con un montón de albornoces en los brazos. Staffan hizo un gesto a la mujer y continuó hacia los vestuarios.
En el camino se encontró con otra mujer con camiseta blanca que llevaba a un chico de doce, trece años hacia la entrada. La cara del muchacho, muy roja, contrastaba con el albornoz blanco en el que iba envuelto, los ojos sin expresión. La mujer clavó la vista en Staffan con una mirada que parecía casi acusatoria.
—Su madre viene a buscarlo.
Staffan asintió. ¿Era el chico… la víctima? Le habría gustado preguntar exactamente eso, pero con las prisas no se le ocurrió ninguna manera sensata de formular la pregunta. Supuso que Holmberg le habría tomado el nombre y los demás datos, y habría juzgado que lo más conveniente sería dejar que la madre se hiciera cargo de él, que lo llevara a la ambulancia, a la visita del psicólogo, a la terapia.
Protege a éstos tus pequeños.
Staffan siguió por el pasillo, subió corriendo las escaleras mientras para sus adentros recitaba una acción de gracias por la gracia recibida y pidiendo fuerzas para la prueba que iba a venir.
¿Estaba el asesino todavía en el edificio?
Fuera de los vestuarios, bajo un letrero con una sola palabra: HOMBRES, había ciertamente tres hombres hablando con el agente de policía Holmberg. Sólo uno estaba totalmente vestido. A uno de los tres le faltaban los pantalones, el otro tenía la parte superior del cuerpo desnuda.
—Qué bien que hayas podido llegar tan rápido —saludó Holmberg.
—¿Está todavía ahí?
Holmberg señaló la puerta del vestuario.
—Ahí dentro.
Staffan hizo un gesto hacia los tres hombres.
—¿Ellos son…?
Antes de que Holmberg alcanzara a decir nada, el hombre que no llevaba pantalones dio medio paso adelante y dijo, no sin orgullo:
—Somos los testigos.
Staffan asintió y miró a Holmberg con gesto interrogante.
—¿No deberían…?
—Sí, pero estaba esperando a que llegaras. Por lo visto no es violento —Holmberg se volvió hacia los tres hombres y les dijo amablemente—: Ya os llamaremos. Lo mejor que podéis hacer ahora es marcharos a casa. Bueno, otra cosa. Entiendo que no va a ser fácil, pero intentad no hablar de esto entre vosotros.
El hombre sin pantalones sonrió con una sonrisa sardónica, de enterado.
—Pueden oírnos, quieres decir.
—No, pero podéis pensar que habéis visto cosas que en realidad no habéis visto, sólo porque otro lo haya hecho.
—Yo no. Yo vi lo que vi, y era lo más jodido…
—Creedme. Le pasa al mejor. Y ahora tendréis que disculparnos. Gracias por vuestra ayuda.
Los hombres se alejaron por el pasillo murmurando entre dientes. Holmberg era bueno para esas cosas: hablar con la gente. Era lo que más hacía. Iba por las escuelas y daba charlas sobre las drogas y el trabajo de la policía. Ya no solía salir en casos como éste.
Un ruido metálico, como si se hubiera caído algo de chapa, se oyó dentro del vestuario y Staffan se sobresaltó, prestó atención.
—¿Conque no es violento?
—Está gravemente herido, por lo visto. Se echó algún tipo de ácido en la cara.
—¿Por qué?
El rostro de Holmberg se tornó inexpresivo, Staffan se volvió hacia la puerta.
—Tendremos que entrar a preguntárselo.
—¿Armado?
—Probablemente no.
Holmberg señaló el hueco de la ventana; sobre la plancha de mármol había un gran cuchillo de cocina con el mango de madera.
—No tenía ninguna bolsa. Además, el que estaba sin pantalones ha tenido tiempo de estar jugando con él en la mano un buen rato antes de que yo llegara. Luego nos ocuparemos de él.
—¿Vamos a dejarlo ahí tirado?
—¿Se te ocurre algo mejor?
Staffan negó con la cabeza y entonces, en medio del silencio, pudo distinguir dos cosas: un débil y arrítmico soplo cardiaco dentro del vestuario. El viento en el tubo de una chimenea. Una flauta agrietada. Eso, y un olor. Algo que al principio creyó que formaba parte del olor a cloro que impregnaba todo el edificio. Pero esto era algo más. Un olor fuerte, picante, que cosquilleaba. Arrugó la nariz.
—¿Vamos…?
Holmberg asintió pero se quedó donde estaba. Casado y con hijos. Claro. Staffan sacó la pistola reglamentaria de la funda y apoyó la otra mano en el pasador de la puerta. Era la tercera vez en sus doce años de servicio que entraba en una habitación con el arma en la mano. No sabía si estaba actuando correctamente, pero nadie iba a reprocharle nada. Un asesino de niños. Encerrado, tal vez desesperado, aunque estuviera malherido.
Hizo un gesto a Holmberg y abrió la puerta.
El tufo lo echó para atrás.
Le picaba en la nariz haciéndole llorar. Tosió. Sacó un pañuelo del bolsillo y se tapó la boca y la nariz. Algunas veces había asistido a los bomberos en incendios de casas, era la misma sensación. Pero aquí no había humo, sólo una ligera neblina flotando por la habitación.
Dios mío, ¿esto qué es?
El monótono, entrecortado ruido aún se oía detrás de la hilera de armarios que tenían delante. Staffan le hizo señas a Holmberg para que fuera dando la vuelta por el otro extremo, de manera que cubrieran los dos lados. Staffan avanzó hasta el final de los armarios y echó un vistazo con la pistola colgando a un lado.
Vio una papelera de metal tirada y, junto a ella, un cuerpo tendido y desnudo.
Holmberg apareció por el otro extremo e hizo señas a Staffan para que se tranquilizara; no parecía que hubiera un peligro inminente. Staffan sintió una punzada de irritación porque Holmberg intentaba tomar el mando de la operación ahora, cuando ya no parecía peligrosa. Respiró profundamente a través del pañuelo, se lo quitó de la boca y dijo en voz alta:
—Alto. Es la policía. ¿Me oyes?
El hombre que estaba tendido en el suelo no dio señales de haber oído, seguía emitiendo únicamente un ruido monótono con la cara contra el suelo. Staffan dio un par de pasos al frente.
—Pon las manos delante, donde yo pueda verlas.
El hombre no se movió. Pero ahora que estaba más cerca, Staffan pudo ver que le temblaba todo el cuerpo. Lo de las manos era innecesario. Una de ellas reposaba sobre la papelera y la otra estaba extendida al lado, en el suelo. Tenía la palma de la mano hinchada y abierta.
Ácido… cómo estará…
Staffan se volvió a colocar el pañuelo en la boca y avanzó hasta el hombre mientras guardaba la pistola en la funda, confiando en que Holmberg lo cubriera si ocurría algo.
El cuerpo temblaba convulsivamente y se oía el leve chasquido de la piel desnuda cuando se despegaba de las baldosas y se volvía a pegar de nuevo. La mano que estaba en el suelo saltaba como un pez en una roca. Y todo el tiempo el mismo sonido de su boca contra el suelo:
—… eeiiieeeiii…
Staffan hizo señas a Holmberg para que se mantuviera a dos pasos de distancia y se puso de cuclillas al lado del cuerpo.
—¿Puedes oírme?
El hombre se calló. De pronto, todo el cuerpo hizo un giro espasmódico y rodó. La cara.
Staffan se echó para atrás, perdió el equilibrio y aterrizó sobre la rabadilla. Apretó los dientes para no gritar cuando vio las estrellas. Cerró los ojos. Los volvió a abrir.
No tiene cara.
Staffan había visto a un drogadicto que en una alucinación se había golpeado repetidamente la cara contra una pared. Había visto a un hombre que se puso a soldar un depósito de gasolina sin vaciarlo antes. Le explotó en la cara.
Pero nada parecido a esto.
Tenía la nariz totalmente corroída, en su lugar sólo había dos agujeros que entraban en la cabeza. La boca se había derretido, los labios estaban sellados, salvo una rendija a un lado. Uno de los ojos se había derramado sobre lo que había sido la mejilla, pero el otro… abierto de par en par.
Staffan clavó la vista en ese ojo, lo único que parecía humano en aquella masa deforme. El ojo estaba inyectado en sangre, y cuando intentaba parpadear sólo media tira de piel revoloteaba sobre él y se retiraba de nuevo.
Donde tenía que haber estado el resto de la cara, sólo había restos de cartílagos y huesos que asomaban entre los trozos imposibles de carne y los jirones negros de piel. Los músculos brillantes y desnudos se contraían y se estiraban, se removían como si la cabeza hubiera sido sustituida por un montón de anguilas recién matadas y troceadas.
Toda la cara, lo que había sido la cara, tenía vida propia.
Una arcada se abrió paso por la garganta de Staffan, y probablemente habría vomitado de no haber tenido el cuerpo tan ocupado recuperándose del dolor lumbar. Lentamente encogió las piernas y se puso de pie, apoyándose en los armarios. El ojo inyectado en sangre le miraba todo el tiempo.
—Esto es lo más jodido…
Holmberg, con los brazos colgando, observaba aquel cuerpo desfigurado en el suelo. No era sólo la cara. El ácido había corroído también la parte superior del cuerpo. La piel de una de las clavículas había desaparecido y se veía una porción del hueso, blanco como un trozo de tiza en un estofado de carne.
Holmberg meneaba la cabeza y sacudía el aire con la mano. Tosiendo.
—Esto es lo más jodido…
Eran las once y Oskar estaba acostado en su cama. Golpeando con cuidado las letras en la pared.
E… L… I… E… L… I…
No hubo respuesta.