Ya se había visto quitando piedras después de que los demás hubieran entrado, sólo porque lo decía Jonny. Pero era otra cosa también. En la arena había un tobogán parecido al que había en el patio de Oskar.

Oskar negó con la cabeza.

—¿Pero qué dices?

—No.

—¿Cómo que no? Parece que oyes mal. Si te digo que recojas esto, entonces lo haces.

—NO.

Sonó la campana. Jonny se quedó mirando a Oskar.

—Ya sabes lo que va a pasar, ¿no, Micke?

—Sí.

—Ya le pillaremos después de la escuela.

Micke asintió.

—Ya nos veremos, Cerdo.

Jonny y Micke entraron. Johan se levantó, listo por fin con los zapatos.

—Eso ha sido una gilipollez.

—Ya lo sé.

—¿Por qué coño lo hiciste?

—Porque… —Oskar echó una mirada al tobogán—. Porque sí.

—Qué idiota.

—Sí.

Al terminar las clases Oskar se quedó en el aula. Colocó dos papeles en blanco encima de su pupitre, buscó la enciclopedia que había en la parte de atrás de la clase y empezó a pasar hojas.

Mamut… Medici… Mongol… Morfeo… Morse.

Sí. Ahí estaba. Los puntos y las rayas del alfabeto Morse ocupaban una cuarta parte de la página. Con letras mayúsculas grandes y claras empezó a copiar el código en un papel:

A = .-

B = -…

C = -.-.

Etcétera. Cuando terminó hizo lo mismo con el otro papel. No quedó satisfecho. Lo tiró y empezó de nuevo, esmerándose en escribir los signos y las letras todavía más claros.

Evidentemente, sólo era importante que uno de los papeles quedara bien: el que le iba a dar a Eli. Pero le gustaba el trabajo, le daba una excusa para quedarse allí.

Eli y él se habían visto todas las tardes desde hacía una semana. La tarde anterior, a Oskar se le había ocurrido dar unos toquecitos en la pared antes de salir y Eli le había contestado. Salieron los dos al mismo tiempo. Entonces Oskar pensó en desarrollar la comunicación mediante algún tipo de sistema, y como el Morse ya estaba inventado…

Revisó los papeles escritos. Bien. Seguro que a Eli le iba a gustar. Lo mismo que a él, a ella le gustaban los puzzles, los sistemas. Dobló los papeles, los metió en la cartera, apoyó los brazos en la mesa. Le rugió el estómago. El reloj de la escuela marcaba las tres y veinte. Sacó el libro que tenía en el pupitre, El resplandor, y se quedó leyendo hasta las cuatro.

¿No habrían estado esperándole dos horas?

Si hubiera quitado las piedras como Jonny le había dicho, ya estaría en casa. Había sido justo. Quitar unas pocas piedras no era realmente lo peor que le habían mandado hacer y había hecho. Se arrepintió.

¿Y si lo hago ahora?

Quizá mañana el castigo fuera más suave si contaba que se había quedado después de la escuela y… Sí, era lo mejor.

Recogió sus cosas en la clase, salió y fue hasta la arena. No le llevaría más de diez minutos arreglar aquello. Mañana, cuando lo contara, Jonny se reiría de él y le daría unas palmaditas en la cabeza diciendo «buen cerdito» o algo parecido. Pero eso era mejor, a pesar de todo.

Miró de reojo la escalera del tobogán, dejó la cartera en el borde de la arena y empezó a quitar las piedras. Las grandes, primero. Londres, París. Mientras las quitaba, jugaba a que estaba salvando al mundo. Limpiándolo de las terribles bombas de neutrones. Al levantar las piedras, los supervivientes salían como hormigas de sus casas en ruinas. Claro que las bombas de neutrones no dañaban las casas. Bien, entonces habían caído algunas bombas atómicas también.

Cuando se dirigía al borde de la arena para vaciar la carga, estaban allí. No los había oído llegar, tan ocupado como estaba con el juego. Jonny, Micke y Tomas. Los tres llevaban en las manos ramas finas y largas de avellano. Varas. Jonny señaló una piedra con su vara.

—Ahí hay una.

Oskar, soltando las que llevaba en las manos, recogió la piedra que Jonny estaba señalando. Este asintió con la cabeza.

—Bien. Te estábamos esperando, Cerdo. Y hemos esperado bastante.

—Vino Tomas y nos dijo que estabas aquí —dijo Micke.

Los ojos de Tomas eran inexpresivos. En los primeros cursos, Oskar y él habían sido amigos y habían jugado mucho en el patio de Tomas, pero después del verano entre cuarto y quinto Tomas cambió. Empezó a hablar de otra forma, más adulto. Oskar sabía que los profesores le consideraban el chico más inteligente de la clase. Se notaba en la forma en que hablaban con él. Tenía ordenador. Quería ser médico.

Oskar deseaba tirar la piedra que llevaba en la mano a la cara de Tomas. Directamente dentro de la boca que ahora se abría y hablaba.

—¿No vas a correr? Vamos, echa a correr ya.

Sonó un silbido cuando Jonny rasgó el aire con su vara. Oskar apretó más fuerte la piedra. ¿Por qué no echo a correr?

Podía ya sentir la quemazón del dolor en las piernas cuando la vara aterrizara. Sólo con que llegara a la calle del parque donde quizá habría adultos, ellos no se atreverían a pegarle.

¿Por qué no echo a correr?

Porque aun así no tenía ninguna posibilidad. Lo tirarían al suelo antes de que hubiera conseguido dar cinco pasos.

—Déjalo.

Jonny volvió la cabeza, hizo como si no hubiera oído.

—¿Qué has dicho, Cerdo?

—Que lo dejes.

Jonny se volvió hacia Micke.

—Le parece que es mejor que lo dejemos.

Micke meneó la cabeza.

—Ahora que hemos hecho estas bonitas… —dijo agitando su vara.

—¿Tú qué dices, Tomas?

Tomas observó a Oskar como si fuera una rata, aún viva, pataleando en su trampa.

—Me parece que el Cerdo necesita un poco de palo.

Eran tres. Tenían varas. Era una situación tremendamente injusta. Él podría tirarle la piedra a Tomas a la cara. O darle con ella si se acercaba. Aquello daría lugar a una llamada al despacho del director y todo lo que venía detrás. Pero le comprenderían. Tres con tres varas.

Estaba… desesperado.

No estaba desesperado en absoluto. Al contrario, sentía una especie de tranquilidad a pesar del miedo, ahora que se había decidido.

Podían apalearle, sólo eso le daba motivos suficientes para estampar la piedra en la asquerosa cara de Tomas.

Jonny y Micke se acercaron. Jonny le dio a Oskar tal latigazo en el muslo que éste se dobló de dolor. Micke fue por detrás y le inmovilizó los brazos.

No.

Ya no podía tirar. Jonny le propinaba latigazos en las piernas haciendo cimbrear la vara en el aire como Robin Hood en la película; golpeaba de nuevo.

Las piernas de Oskar ardían. Se retorció en los brazos de Micke, pero no consiguió escapar. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Gritó. Jonny le sacudió un último latigazo que rozó las piernas de Micke y éste gritó:

—¡Joder, ten cuidado! —pero sin soltar a su presa.

Una lágrima resbaló por la mejilla de Oskar. ¡No era justo! Ya había recogido las piedras, se había humillado. ¿Por qué tenían que seguir haciéndole daño?

La piedra, que había tenido apretada todo el tiempo en la mano, cayó al suelo y él empezó a llorar de veras.

Con voz compasiva dijo Jonny:

—El Cerdo llora.

Jonny parecía satisfecho. Listo por esta vez. Le hizo una seña a Micke para que lo soltara. Oskar se estremecía por el llanto, por el dolor en las piernas. Tenía los ojos arrasados de lágrimas cuando levantó la vista hacia ellos y oyó la voz de Tomas:

—¿Y yo qué?

Micke volvió a sujetar los brazos de Oskar y, a través de la niebla que le cubría los ojos, éste vio cómo Tomas se acercaba a él. Sorbiéndose los mocos le rogó:

—Déjalo. Por favor.

Tomas levantó su vara y golpeó. Sólo una vez. La cara de Oskar estalló y se retorció con tanta fuerza que a Micke se le soltó —o le soltó— y dijo:

—Joder, Tomas. Eso ya es…

Jonny parecía enfadado.

—Ahora ya puedes ir a hablar con su madre.

Oskar no oyó qué contestó Tomas. Si es que contestó algo.

Sus voces desaparecieron a lo lejos, lo dejaron tirado. La mejilla izquierda le ardía. La arena estaba fría y refrescaba sus piernas abrasadas. Quería poner la mejilla también contra la arena, pero comprendió que no debía.

Permaneció tanto tiempo así que empezó a sentir frío. Entonces se levantó, se tocó con cuidado la mejilla. Los dedos se le llenaron de sangre.

Fue a los aseos del patio, se miró en el espejo. Su mejilla estaba hinchada y cubierta de sangre medio reseca. Tomas tenía que haber golpeado con todas sus fuerzas. Se lavó la cara y volvió a mirarse. La herida había dejado de sangrar, no era profunda. Pero le cruzaba casi toda la mejilla.

Mamá. ¿Qué le voy a decir?

La verdad. Necesitaba consuelo. En una hora, su madre llegaría a casa. Entonces le iba a contar lo que le habían hecho, ella se iba a poner totalmente fuera de sí y lo iba a abrazar y abrazar, y él se hundiría en su regazo, en su llanto, y llorarían juntos.

Luego ella llamaría a la madre de Tomas.

Llamaría a la madre de Tomas y discutirían y después su madre lloraría por lo mala que era la madre de Tomas, y después… La clase de trabajos manuales.

Había ocurrido un accidente en la clase de trabajos manuales. No. Entonces puede que llamara al profesor.

Oskar observó la herida en el espejo. ¿Cómo podría haberse hecho algo así? Se había caído por la escalera del tobogán. Eso, bien mirado, no se sostenía, pero su madre probablemente querría creerlo. De todos modos iba a sentir lástima y lo iba a consolar. La escalera del tobogán.

Sintió frío en los pantalones. Se los desabrochó y miró. Los calzoncillos estaban totalmente mojados. Sacó su bola del pis y la enjuagó. Estaba a punto de volver a colocarla en los calzoncillos mojados, pero se detuvo mirándose en el espejo.

Oskar. Éste es… Oooskar.

Levantó la bola del pis aclarada, se la puso en la nariz. Como una nariz de payaso. La bola amarilla y la herida roja de la mejilla. Abrió desmesuradamente los ojos, intentando parecer un loco. Sí. Parecía bastante desagradable. Habló con el payaso del espejo:

—Se acabó. Ya es suficiente. ¿Lo oyes? Ya basta.

El payaso no contestó.

—No voy a aceptar esto. Ni una vez más, ¿lo oyes?

La voz de Oskar retumbaba en las cabinas vacías.

—¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? ¿A ti qué te parece?

Torció el rostro en una mueca que estiró la mejilla, distorsionó la voz haciéndola tan ronca y oscura como pudo. Habló el payaso:

—… mátalos… mátalos… mátalos…

Oskar sintió un escalofrío. Esto era de veras un poco desagradable. Sonaba de verdad como otra voz, y la cara del espejo no era la suya. Se quitó la bola del pis de la nariz, la metió en los calzoncillos.

El árbol.

No es que creyera en aquello realmente, pero… iba a acuchillar el árbol. Quizá. Quizá. Si de verdad se concentraba, entonces… Quizá.

Oskar recogió su cartera y se apresuró a ir a casa, llenando su cabeza de imágenes maravillosas.

Tomas sentado frente a su ordenador cuando siente el primer golpe. No entiende de dónde le llega. Se tambalea hasta la cocina con la sangre saliéndole a borbotones del estómago: «Mamá, mamá, alguien me clava un cuchillo».

La madre de Tomas estaría allí de pie. La madre de Tomas, que siempre defendía a Tomas hiciera lo que hiciese. Estaría allí de pie. Aterrada. Mientras las cuchilladas seguían agujereando el cuerpo de su hijo.

Tomas cae en el suelo de la cocina en medio de un charco de sangre, «mamá… mamá…», mientras el cuchillo invisible le abre el vientre y las tripas se desparraman por el suelo de linóleo.

No es que funcionara de esa manera.

Pero eso qué más daba.

El piso apestaba a pis de gato.

Giselle estaba en sus rodillas ronroneando. Bibi y Beatrice rodaban juntas por el suelo. Manfred estaba sentado como de costumbre, con el hocico pegado a la ventana, mientras que Gustaf trataba de acaparar la atención de Manfred hundiéndole la cabeza en el costado.

Måns, Tufs y Cleopatra estaban echados holgazaneando en la butaca; Tufs hurgaba con las patas en unos hilos sueltos. Karl-Oskar intentaba saltar a la repisa de la ventana, pero falló y cayó de culo en el suelo. Era ciego de un ojo.

Lurvis estaba tumbado en el pasillo al acecho del buzón de la puerta, dispuesto a saltar y arañar si llegaba algo de propaganda. Vendela estaba en el estante de la entrada mirando a Lurvis; su deformada pata derecha delantera colgaba entre las barras, se sobresaltaba de vez en cuando.

Algunos gatos estaban en la cocina comiendo u holgazaneando en la mesa y en las sillas. Cinco permanecían echados en la cama en el dormitorio. Algunos otros tenían su sitio preferido en armarios y cajones que habían aprendido a abrir ellos solos.

Desde que Gösta no dejaba salir fuera a los gatos, por presiones de los vecinos, no entraba material genético nuevo. La mayoría de los gatitos nacían muertos o tenían deformaciones tan graves que morían después de un par de días. Más de la mitad de los veintiocho gatos que vivían en el piso de Gösta tenían algún defecto. Eran ciegos o sordos o les faltaban los dientes o tenían algún problema de movimiento.

Él los quería a todos.

Gösta estaba rascando a Giselle detrás de la oreja.

—Síí… mi pequeña… ¿qué vamos a hacer? ¿No lo sabes? No, yo tampoco. Pero tendremos que hacer algo, ¿no? Uno no puede quedarse así, sin hacer nada. Era Jocke. Yo lo conocía. Y ahora está muerto. Pero no lo sabe nadie. Porque no han visto lo que yo he visto. ¿Lo viste tú?

Gösta agachó la cabeza, susurró:

—Era un niño. Lo vi cuando llegaba por ahí abajo, por el camino. Estuvo esperando a Jocke bajo el puente. Él entró… y no volvió a salir. Después, por la mañana, había desaparecido. Pero está muerto. Lo .

»¿Qué?

»Yo no puedo ir a la policía. Me van a preguntar. Habrá un montón de personas y me van a hacer preguntas… por qué no he dicho nada. Me van a poner un foco de ésos en la cara.

»Ya han pasado tres días. O cuatro. No sé. ¿Qué día es hoy? Van a hacer preguntas. No puedo hacerlo.

»Pero algo tendremos que hacer.

»¿Qué hacemos?

Giselle le miraba. Luego empezó a lamerle la mano.

Cuando Oskar llegó a casa desde el bosque, el cuchillo estaba manchado de virutas viejas. Lo lavó bajo el grifo de la cocina y lo secó con una toalla que después remojó con agua fría, la escurrió y se la puso en la mejilla.

Su madre iba a llegar de un momento a otro. Tenía que salir un rato, necesitaba un poco más de tiempo —tenía aún el nudo en la garganta, las piernas le escocían—. Buscó las llaves en el armario de la cocina, escribió una nota: «Vuelvo enseguida. Oskar». Luego puso el cuchillo en su sitio y bajó al sótano. Abrió la pesada puerta y se deslizó dentro.

Olor a sótano. Le gustaba. Un olor confortable a madera, a cosas viejas y a espacio cerrado. Algo de luz se filtraba por una ventana a ras de la calle y la oscuridad sugería secretos de sótano, tesoros ocultos.

A su izquierda había un pasillo alargado que tenía cuatro trasteros. Las paredes y las puertas eran de madera; las puertas, cerradas con candados más o menos grandes. Una de ellas tenía el candado reforzado; alguien a quien habían robado.

En la pared más alejada del pasillo ponía «BESO» escrito con rotulador. La S estaba escrita como si fuera una Z, al revés.

Lo más interesante estaba en el otro extremo: el cuarto de la basura. Allí Oskar había encontrado un globo terráqueo con su bombilla y todo que ahora estaba en su habitación, también unos cuantos ejemplares viejos de El Increíble Hulk. Y más cosas.

Pero hoy no había casi nada. Debían de haberlo vaciado recientemente. Unos pocos periódicos, algunas carpetas en las que ponía «inglés» y «sueco». Carpetas ya tenía más que suficientes. Hacía unos años había salvado una caterva de ellas de los contenedores de al lado de la imprenta.

Siguió hasta llegar al sótano del siguiente portal, el de Tommy. Abrió la puerta y entró. Aquel sótano olía diferente: un vago aroma a pintura o a disolvente.

Allí estaba también el refugio aéreo del edificio. Sólo había entrado en él una vez, hacía tres años, cuando los chicos mayores organizaron allí un club de boxeo. Una tarde, pudo acompañar a Tommy como espectador. Los chicos se golpeaban unos a otros con los guantes de boxeo puestos y Oskar se asustó un poco. Berridos y sudor, los cuerpos tensos y concentrados, el sonido de los golpes absorbido por las gruesas paredes de cemento. Después, alguien resultó herido o algo así y el volante que se giraba para descorrer los cerrojos de la puerta de hierro había sido bloqueado con cadenas y candado. Se acabó el boxeo.

Oskar encendió la luz y fue hasta el refugio. Si venían los rusos, quitarían el candado.

Si no han perdido la llave.

Estaba frente a la maciza puerta y se le ocurrió este pensamiento: que alguien… algo estaba encerrado allí. Que por eso había cadenas y candados. Un monstruo.

Escuchó. Sonidos lejanos de la calle, de personas que hacían cosas en los pisos de arriba. Le gustaba realmente el sótano. Uno estaba como en un mundo diferente al mismo tiempo que sabía que el otro mundo estaba ahí fuera, arriba, cuando uno lo necesitara. Pero aquí abajo reinaba el silencio y no llegaba nadie a decirle cosas, a hacerle cosas. A mandarle cosas.

Enfrente del refugio estaba el local del Club del Sótano. Territorio prohibido.

No tenían cerradura, por cierto, pero eso no significaba que cualquiera pudiera entrar allí. Aspiró profundamente y abrió la puerta.

No había gran cosa en aquel trastero. Un sofá viejo y una butaca igual de vieja. Una alfombra en el suelo. Una cómoda con la pintura desconchada. Desde la bombilla del pasillo salía un cable conectado de forma clandestina hasta la bombilla pelada que colgaba en el techo. Estaba apagada.

Había estado aquí un par de veces antes y sabía que para encender la bombilla no había más que enroscarla. Pero no se atrevía. La luz que se filtraba por los resquicios de las tablas era más que suficiente. El corazón le latía cada vez más deprisa. Si le pillaban aquí le iban a…

¿Qué? No sé. Eso es lo terrible. Pegarme no, pero…

Se puso de rodillas en la alfombra, levantó uno de los cojines del sofá. Debajo había un par de tubos de pegamento y un rollo de bolsas de plástico, un envase de gas para encendedores. Debajo del cojín de la otra esquina había revistas porno. Algunos ejemplares viejos de Lektyr y Fib Aktuellt.

Cogió un Lektyr y se acercó un poco hacia la puerta, donde había más luz. Todavía de rodillas puso la revista en el suelo delante de él, la hojeó. Sentía la boca seca. La mujer de la foto estaba echada en una hamaca y no llevaba más que unos zapatos de tacón. Se apretaba los pechos y tenía los labios abultados. Tenía las piernas abiertas y en medio de la mata de pelo entre sus muslos aparecía una franja de carne rosa con una hendidura en el medio.

¿Cómo entra uno ahí?

Conocía la palabra por comentarios que había oído, pintadas que había leído. Coño. Agujero.

Labios menores. Pero eso no era un agujero. Sólo esa hendidura. Habían tenido educación sexual en la escuela y sabía que tenía que haber un… túnel desde el coño hacia dentro. ¿Pero en qué dirección? Todo recto o hacia arriba o… no se podía ver.

Siguió hojeando. Relatos de los propios lectores. Una piscina. Un compartimento en el cuarto de cambiarse de las chicas. Los pezones se pusieron rígidos bajo el traje de baño. La polla golpeaba como un martillo dentro del bañador. Ella se agarró a los colgadores y volvió su culito hacia mí, se restregó: «Tómame, tómame ahora».

¿Aquello sucedía todo el tiempo, a puerta cerrada, en los sitios donde uno lo veía?

Había empezado una nueva historia sobre una reunión familiar que había tomado un rumbo inesperado cuando oyó abrirse la puerta del sótano. Cerró la revista, la puso en su sitio debajo del cojín y no supo qué hacer consigo mismo. Se le hizo un nudo en la garganta, no se atrevía ni a respirar. Pasos en el pasillo.

Oh Dios mío, no los dejes venir. No los dejes venir.

Se abrazó desesperadamente las rótulas, apretando los dientes hasta hacerse daño en las mandíbulas. La puerta se abrió. Fuera estaba Tommy guiñándole un ojo.

—¿Pero qué cojones?

Oskar quería decir algo, pero tenía las mandíbulas bloqueadas. Siguió allí de rodillas en medio de la alfombra a la luz de la puerta, haciendo esfuerzos para tomar aire por la nariz.

—¿Qué cojones haces aquí? ¿Y qué has hecho?

Sin mover apenas las mandíbulas, Oskar logró decir:

—… nada.

Tommy entró en el trastero, se inclinó sobre él.

—En la mejilla, me refiero. ¿Qué te has hecho ahí?

—Yo… nada.

Tommy meneó la cabeza, enroscó la bombilla hasta que se encendió la luz y cerró la puerta. Oskar se puso de pie en medio de la habitación con los brazos rígidos a lo largo del cuerpo, sin saber qué hacer. Dio un paso hacia la puerta. Tommy se dejó caer en la butaca con un suspiro, señaló el sofá.

—Siéntate.

Oskar se sentó en el cojín de en medio, en el que no había nada debajo. Tommy permaneció en silencio unos instantes observándolo. Luego dijo:

—Bueno. Cuéntamelo entonces.

—¿El qué?

—Lo que te ha pasado en la mejilla.

—… yo… sólo…

—Te ha pegado alguien, ¿no? ¿No?

—… sí…

—¿Por qué?

—No lo sé.

—¿Cómo? ¿Sólo te pegan, sin motivo?

—Sí.

Tommy asintió con la cabeza, recogió algunos hilos sueltos que estaban colgando de la butaca. Sacó una caja de tabaco en pasta y se puso una bolsita bajo el labio superior, le tendió la caja a Oskar.

—¿Quieres?

Oskar negó con la cabeza. Tommy se volvió a guardar la caja, colocó bien la bolsita con la lengua y se echó hacia atrás en la butaca, se puso las manos entrelazadas sobre el estómago.

—Bueno. ¿Y entonces qué estás haciendo aquí?

—No, sólo iba a…

—¿Mirar tías? ¿Eh? Porque tú no esnifas. Ven aquí.

Oskar se levantó, se acercó a Tommy.

—Acércate más. Échame el aliento.

Oskar hizo lo que le mandó y Tommy asintió, señalando el sofá le dijo Oskar que se sentara otra vez.

—Tienes que mandar a la mierda esto, ¿me oyes?

—Yo no he…

—No, no lo has hecho. Pero tienes que mandarlo a la mierda, ¿me oyes? No es bueno. La pasta de tabaco es buena. Pruébala. —Hizo una pausa—. Bueno. ¿Vas a estar ahí toda la tarde mirándome? —Hizo un gesto hacia el cojín que tenía Oskar al lado—. ¿No vas a leer un poco más?

Oskar negó con la cabeza.

—Bueno, hombre. Pues vete a casa entonces. Los otros están a punto de llegar y no se alegrarán de encontrarte a ti aquí. Venga, vete a casa.

Oskar se levantó.

—Y esto… —Tommy le miraba, meneando la cabeza, lanzó un suspiro—. No, no era nada. Vete a casa ahora. No vengas aquí más.

Oskar asintió, abrió la puerta. Allí se detuvo.

—Perdón.

—Está bien. Sólo que no vengas más aquí. Oye, otra cosa: ¿el dinero?

—Lo tendré mañana.

—Vale. Otra cosa. Te he conseguido una cinta con Destroyer y Unmasked. Sube a buscarla algún día.

Oskar asintió. Notó cómo le crecía el nudo en la garganta. Si se quedaba un poco más iba a empezar a llorar. Así que sólo susurró:

—Gracias —y se fue.

Tommy siguió sentado en su butaca, absorbiendo el tabaco y mirando las pelusas que se amontonaban debajo del sofá. Sin remedio.

Oskar seguiría cobrando hasta que terminara noveno. Era el típico. A Tommy le habría gustado hacer algo, pero una vez que ha empezado no hay manera de pararlo. Nada que hacer.

Sacó un encendedor del bolsillo, se lo puso en la boca y dejó salir el gas. Cuando empezó a notar el frío en el paladar retiró el encendedor, lo encendió y expulsó el aire.

Una bocanada de fuego en la cara. No le hizo gracia. Se sentía inquieto; se levantó y dio algunos pasos por la alfombra. Las pelusas se arremolinaban a su paso.

¿Qué cojones hace uno?

Midió los pasos de la alfombra, imaginando que era una cárcel. Uno no sale. Donde te han sentado, ahí te quedas, bla, bla. Blackeberg. Debería largarse de aquí, hacerse… marinero o algo. Lo que fuera.

Fregar la cubierta, seguir la ruta de Cuba, hola y adiós.

Había un cepillo que no se usaba casi nunca apoyado contra la pared. Lo cogió, empezó a barrer. El polvo le entraba por la nariz. Cuando había barrido un poco se dio cuenta de que no había ningún recogedor. Barrió el montón del polvo debajo del sofá.

Mejor un poco de mierda en un rincón que un puro infierno.

Hojeó una revista porno, la volvió a dejar en su sitio. Dio vueltas a su bufanda alrededor del cuello y tiró hasta que sintió que la cabeza le iba a estallar. Soltó. Se levantó, dio unos pasos por la alfombra. Cayó de rodillas, rezando.

A las cinco y media llegaron Robban y Lasse. Tommy se encontraba entonces recostado en la butaca como si no hubiera ningún problema en el mundo. Lasse se mordía los labios, parecía nervioso. Robban sonrió con coña dando unas palmaditas a Lasse en la espalda.

—Lasse necesita otro radiocasete.

Tommy alzó las cejas.

—¿Eso por qué?

—Lasse, cuéntaselo.

Lasse resopló, no se atrevía a mirar a Tommy a los ojos.

—Esto… es un chico del trabajo…

—¿Qué quiere comprar?

—Mmm.

Tommy se encogió de hombros, se levantó de la butaca y rebuscó la llave del refugio en el relleno. Robban parecía decepcionado, había contado con una buena bronca, pero Tommy pasaba. Lasse podía gritar: ¡SE VENDEN OBJETOS ROBADOS! en los altavoces del trabajo si quería. No pasaba nada.

Tommy apartó a Robban y salió al pasillo, abrió el candado, sacó la cadena de la rueda y se la tiró a Robban. La cadena resbaló en las manos de Robban y chirrió contra el suelo.

—¿Qué te pasa? ¿Estás picado o qué?

Tommy meneó la cabeza, giró la rueda y empujó la puerta. El tubo fluorescente del refugio estaba roto, pero la luz que llegaba del pasillo era suficiente para ver las cajas de cartón apiladas a lo largo de una de las paredes. Tommy sacó una caja con un radiocasete y se la dio a Lasse.

—Que te diviertas.

Lasse miró indeciso a Robban, como para que le ayudara a interpretar el comportamiento de Tommy. Robban hizo una mueca que podía significar cualquier cosa; se volvió hacia Tommy, que estaba cerrando de nuevo.

—¿Has oído algo más de Staffan?

—No —Tommy hizo chascar el candado y lanzó un suspiro—. Mañana iré a su casa a comer. Ya veremos.

—¿A comer?

—Sí. ¿Qué pasa?

—No, nada. Yo creía que los maderos iban a base de… gasolina o algo así.

Lasse respiró aliviado, contento de que la tensión en el ambiente se hubiera aligerado.

—Gasolina…

Había mentido a su madre. Y ella le había creído. Ahora estaba echado en la cama y se sentía mal.

Oskar. Ése del espejo. ¿Quién era? Le pasan un montón de cosas. Cosas malas. Cosas buenas. Cosas raras. Pero ¿quién es? Jonny lo mira y ve al Cerdo al que tiene que pegar. Su madre lo mira y ve su Corazón mío al que nada malo puede ocurrirle.

Eli lo mira y ve… ¿qué ve?

Oskar se volvió hacia la pared, hacia Eli. Las dos figuras miraban escondidas entre el ramaje. Tenía aún la mejilla dolorida e hinchada, había empezado a hacerse una costra en la herida. ¿Qué le iba a decir a Eli si salía aquella tarde?

Estaba relacionado. Lo que le iba a decir dependía de lo que él fuera para ella. Eli era nueva para él y por eso tenía la posibilidad de ser otro, de decirle cosas diferentes de las que decía a los demás.

¿Cómo hace uno en realidad? ¿Para conseguir gustarle a otro?

El reloj que había sobre el escritorio marcaba las siete y cuarto. Miró el ramaje intentando encontrar nuevas figuras: había encontrado un duendecillo con el sombrero apuntado y un troll boca abajo cuando se oyeron unos golpecitos en la pared.

Toc-toc-toc.

Unos golpes suaves. Él contestó golpeando. Toc-toc-toc.

Esperó. Tras un par de segundos, nuevos golpes. Toc-toctoctoc-toc.

Él completó los dos que faltaban: toc-toc. Esperó. No hubo más golpes.

Cogió el papel con el alfabeto Morse, se puso la cazadora, dijo adiós a su madre y bajó al parque. No había alcanzado a dar más que unos pasos cuando se abrió el portal de Eli y ésta salió. Llevaba unas deportivas, vaqueros y una sudadera negra en la que ponía Star Wars con letras plateadas.

Primero pensó que se trataba de su propia sudadera; él tenía una exactamente igual y la había llevado puesta hacía dos días, estaba en el cesto para lavar. ¿Había ido ella y se había comprado una igual sólo porque él la tenía?

—Hei.

Oskar abrió la boca para soltar el «hola» que llevaba preparado, pero la cerró. La volvió a abrir para decir «Hei», se arrepintió y dijo «Hola» de todas formas.

Eli frunció el ceño.

—¿Qué te ha pasado en la mejilla?

—Bueno, me he… caído.

Oskar siguió bajando hacia el parque, Eli lo seguía. Pasó por delante del tobogán, se sentó en un columpio. Eli se sentó en el de al lado. Se columpiaron en silencio un rato.

—Te lo ha hecho alguien, ¿verdad?

Oskar se columpió otro poco.

—Sí.

—¿Quién?

—Unos… compañeros.

—¿Compañeros?

—Unos de mi clase.

Oskar se impulsó con fuerza, cambió de tema.

—¿A qué escuela vas tú?

—Oskar.

—¿Sí?

—Para un poco.

Paró con los pies, se quedó mirando al suelo.

—Sí, ¿qué pasa?

—Tú…

Ella alargó el brazo, le cogió la mano, y él se paró del todo y miró a Eli. Su cara apenas era una silueta contra la ventana iluminada que había detrás de ella. Naturalmente no eran más que figuraciones suyas, pero le parecía que los ojos de Eli lucían. De todos modos eran lo único que podía ver claramente de su cara.

Con la otra mano le tocó la herida, y lo extraño ocurrió. Alguien, una persona mucho más mayor y más dura que ella se abrió paso desde su interior. Un escalofrío le recorrió a Oskar la espalda, como si hubiera mordido un helado de hielo.

—Oskar. No les dejes. ¿Me oyes? No les dejes.

—… No.

—Tienes que devolvérsela. Nunca se la has devuelto, ¿verdad?

—No.

—Empieza ahora. Devuélvesela. Fuerte.

—Son tres.

—Entonces tienes que darles más fuerte. Usa un arma.

—Sí.

—Piedras, palos. Dales más de lo que en realidad eres capaz. Entonces lo dejarán.

—¿Y si no lo dejan?

—Tienes un cuchillo.

Oskar tragó saliva. En ese momento, con la mano de Eli en la suya, con la cara de ella delante, todo parecía muy claro. Pero ¿y si empezaban a hacer cosa peores cuando él opusiera resistencia?, ¿y si ellos…?

—Sí. Pero si ellos…

—Entonces yo te ayudaré.

—¿Tú? Pero si eres…

—Puedo, Oskar. Eso… puedo.

Eli apretó la mano de Oskar. Él le devolvió el apretón, asintiendo. Pero el apretón de Eli se volvió más fuerte. Tan fuerte que hacía un poco de daño.

Qué fuerte es.

Eli aflojó la mano y él sacó el papel que había escrito en la escuela, alisó los dobleces y se lo dio. Eli levantó las cejas.

—¿Qué es?

—Ven, vamos a la luz.

—No, si veo. ¿Pero qué es?

—El alfabeto Morse.

—Sí, sí. Claro. Qué pasada.

Oskar contestó con una risita. Ella lo había dicho tan, tan… ¿cómo se dice?… forzada. Aquella palabra como que no pegaba en su boca.

—Pensé… así podemos… hablar más a través de la pared.

Eli asintió. Parecía como si estuviera pensando qué responder. Luego dijo:

—Es divertido.

—¿Muy divertido?

—Sí. Muy divertido. Muy divertido.

—Eres un poco rara, ¿lo sabes?

—¿Soy rara?

—Sí. Pero está bien.

—Entonces tendrás que enseñarme lo que tengo que hacer. Para no ser rara.

—Sí. ¿Quieres ver una cosa?

Eli asintió.

Oskar hizo su número especial. Se sentó en el columpio donde había estado antes, se dio impulso con fuerza. Con cada vuelta, con cada milímetro que ganaba en altura, crecía en su pecho la sensación de libertad.

Las ventanas iluminadas pasaban ante sus ojos como trazos de colores brillantes y se columpiaba más y más alto. No siempre le salía su número especial, pero ahora lo iba a conseguir porque se sentía ligero como una pluma y casi podía volar.

Cuando el columpio había llegado ya tan arriba que las cadenas empezaban a aflojarse para volver a dar un tirón, tensó todo el cuerpo. El columpio fue hacia atrás una vez más y, en el punto más alto de la siguiente vuelta, soltó las cadenas e impulsó las piernas hacia arriba y hacia delante lo más fuerte que pudo. Las piernas dieron media vuelta en el aire y aterrizó con los pies, agachándose de manera que el columpio no le diera en la cabeza. Después se levantó y alzó los brazos. Perfecto.

Eli aplaudió, gritó:

—¡Bravo!

Oskar cogió el columpio, que aún se movía, lo paró y se sentó. Una vez más agradeció que la oscuridad ocultara una sonrisa de triunfo que no podía reprimir, aunque le dolía la herida. Eli dejó de aplaudir, pero la sonrisa permaneció.

Las cosas iban a cambiar a partir de ahora. Claro que no se puede matar gente dando cuchilladas a un árbol. Eso ya lo sabía él.