Sábado 24 de Octubre

La mística de la barriada es la falta de misterio.

Johan Eriksson

El sábado por la mañana había tres grandes fardos con propaganda ante la puerta de la casa de Oskar. Su madre le ayudó a doblarlos. Tres papeles distintos en cada paquete, cuatrocientos ochenta paquetes en total. Cada paquete repartido suponía unos catorce céntimos de media. Los peores eran los repartos de una sola hoja, que salían a siete céntimos. Los mejores (y peores, puesto que había que doblar muchos) eran los de cinco papeles, que suponían veinticinco céntimos.

No tenía que andar mucho, puesto que los bloques altos entraban en su distrito. Allí se deshacía de ciento cincuenta paquetes en menos de una hora. El recorrido entero le llevaba cuatro horas aproximadamente, incluyendo volver a casa una vez para reponer material. Cuando iban cinco papeles en cada paquete tenía que hacer dos viajes a casa para reponer.

La propaganda debía estar repartida el martes por la tarde a más tardar, pero él solía repartirlo todo el sábado. Así lo tenía hecho.

Oskar estaba sentado en el suelo de la cocina doblando; su madre, en la mesa. No era un trabajo divertido, pero le gustaba el caos que se creaba. El gran desorden que, poco a poco, acababa ordenado en dos, tres, cuatro bolsas de papel repletas de hojas primorosamente dobladas.

Su madre colocó otro montón de papeles doblados en la bolsa, meneando la cabeza.

—Bueno, la verdad es que esto no me gusta.

—¿El qué?

—No se te ocurra… si alguien abre la puerta o algo así… no se te ocurra…

—No. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Hay tanta gente rara.

—Sí.

Esta conversación se repetía, de una u otra forma, cada sábado. El viernes por la tarde su madre había dicho que no saldría de ninguna de las maneras a repartir propaganda este sábado, por lo del asesino. Pero Oskar le había prometido por activa y por pasiva que gritaría con sólo que alguien le dirigiera la palabra, y su madre había cedido.

No había ocurrido nunca que alguien hubiera intentado invitar a Oskar a su casa o algo por el estilo. Una vez había salido un viejo y le había echado la bronca porque «metía un montón de mierda en el buzón», pero después de aquello había dejado de meter propaganda en el casillero del anciano.

El viejo tendría que sobrevivir sin saber que esa semana podía hacerse un corte de pelo de fiesta, con mechas, por doscientas coronas en la peluquería de señoras.

A las once y media los papeles estaban doblados y salió. No funcionaba lo de tirar todos los papeles en el cuarto de la basura o algo así; llamaban para comprobarlo, hacían controles al azar. Eso se le había quedado grabado desde que llamó y solicitó el trabajo hacía medio año. A lo mejor no era más que un farol, pero no se atrevía a jugársela. Además, no tenía nada directamente en contra de ese trabajo. Al menos durante las dos primeras horas.

Entonces jugaba, por ejemplo, a que era un agente secreto que había salido para repartir propaganda contra el enemigo que había ocupado el país. Corría entre los portales, alerta contra los soldados enemigos que muy bien podían estar disfrazados de condescendientes señoras con perros.

O hacía también como si cada edificio fuera un animal hambriento, un dragón con seis bocas que sólo se alimentaba de carne de doncella enmascarada como propaganda que él introducía en sus fauces. Los papeles gritaban en sus manos cuando él los metía en las bocas de la bestia.

Las últimas dos horas —como hoy, al poco de empezar la segunda vuelta— aparecía una especie de agotamiento. Las piernas se ponían en marcha y los brazos realizaban los movimientos mecánicamente.

Dejar la bolsa en el suelo, colocar seis paquetes bajo el brazo izquierdo, abrir el portal, primera puerta, abrir el buzón con la mano izquierda, coger un paquete con la mano derecha y meterlo en el buzón. Segunda puerta… y así sucesivamente.

Cuando por fin llegó a su patio, a la puerta de la chica, se paró fuera y escuchó. Se oía una radio con el volumen bajo. Nada más. Metió los papeles en el buzón y esperó. No llegaba nadie a recogerlos.

Como de costumbre, terminó en su propia puerta; introdujo el papel en el buzón, abrió la puerta, cogió el papel y lo tiró a la bolsa de la basura.

Por hoy, listo. Sesenta y siete coronas más rico.

Su madre había ido a Vällingby a hacer la compra. Oskar tenía el piso para él solo. No sabía qué hacer.

Abrió los cajones de debajo de la encimera. Cubiertos, batidores y termómetros para el horno. En otro cajón, bolígrafos y papeles, una colección de fichas con recetas de cocina a la que su madre se había suscrito, pero lo había dejado porque todas incluían ingredientes demasiado caros.

Siguió con el cuarto de estar, abriendo cajones.

El ganchillo de mamá, o las cosas del punto, no sabía bien. Una carpeta con cuentas y recibos de compra. Los álbumes de fotos que había mirado montones de veces. Revistas viejas con crucigramas todavía incompletos. Un par de gafas en su funda. El costurero. Una caja pequeña de madera con el pasaporte de su madre y el de Oskar, las placas de identidad (a él le habría gustado llevarla colgada al cuello, pero su madre había dicho que no, que sólo en caso de guerra), una fotografía y un anillo.

Rebuscó en todos los cajones y armarios como si buscara algo sin que él mismo supiera qué. Algún secreto. Algo que cambiara algo. Que de repente en el fondo de un armario apareciera un trozo de carne podrida. O un globo inflado. Lo que fuera. Algo extraño.

Sacó la foto y la estuvo mirando.

Era de su bautizo. Su madre estaba con él en brazos, mirando a la cámara. Entonces estaba delgada. Oskar estaba envuelto en un faldón de cristianar con largas cintas azules. Al lado de su madre estaba su padre, embutido en un incómodo traje. Parecía como si no supiera qué hacer con las manos, que le caían rígidas a lo largo del cuerpo. Parecía casi en posición de firmes. Miraba de frente al bebé que estaba en los brazos de su madre. El sol brillaba sobre los tres.

Oskar observó la foto más de cerca, analizando la expresión del rostro de su padre. Parecía orgulloso. Orgulloso y algo… extraño. Un hombre contento porque había sido padre, pero que no sabía cómo tenía que comportarse. Cómo se hacía. Se podría pensar que era la primera vez que veía al niño, aunque el bautizo se celebró medio año después del nacimiento de Oskar.

La madre, por el contrario, sostenía a Oskar con seguridad, relajada. Su mirada a la cámara no era tanto de orgullo como de… desconfianza. Como te acerques más, decía esa mirada, te muerdo la nariz.

Su padre estaba algo echado hacia delante, como si quisiera acercarse él también pero sin atreverse. La foto no representaba a una familia. Representaba a un niño con su madre. A su lado un hombre, probablemente el padre. A juzgar por la expresión de la cara.

Pero Oskar quería a su padre, y su madre también lo quería. En cierto modo. A pesar… de lo que pasaba. De lo que acabó pasando.

Oskar cogió el anillo y leyó lo que ponía dentro de él: Erik 22/4/1967.

Se habían separado cuando Oskar tenía dos años. Ninguno de los dos había encontrado aún otra pareja. «No ha surgido». Los dos usaban la misma expresión.

Dejó el anillo en su sitio, cerró la caja de madera y la depositó en el armario. Se preguntó si su madre miraría alguna vez el anillo, por qué lo tendría guardado. No dejaba de ser oro. Diez gramos, seguro. Valdría aproximadamente cuatrocientas coronas.

Oskar se puso la cazadora de nuevo, salió al patio. Empezaba a oscurecer, aunque no eran más que las cuatro. Descartado lo de ir al bosque ahora.

Tommy pasaba por delante del portal, se detuvo cuando vio a Oskar.

—Hola.

—Hola.

—¿Qué haces?

—Nada, he repartido la propaganda y no sé…

—¿Se saca algo de dinero con eso?

—Así, así. Setenta, ochenta coronas. Cada vez.

Tommy asintió con la cabeza.

—¿Quieres comprar un walkman?

—No sé. ¿Por qué lo dices?

—Un walkman de Sony. Por cincuenta coronas.

—¿Nuevo?

—Sí. En su caja. Con auriculares. Cincuenta coronas.

—Ahora no tengo dinero.

—Pero si acabas de ganar setenta, ochenta coronas con eso, como has dicho.

—Sí, pero recibo un sueldo mensual. La próxima semana.

—Vale. Pero si quieres te lo doy ahora y cuando tengas el dinero me lo das.

—Bueno…

—Venga. Baja y espérame, que voy a buscarlo. Tommy hizo un gesto con la cabeza señalando hacia el parque y Oskar bajó y se sentó en un banco. Enseguida se levantó y fue hasta la escalera del tobogán, miró. No estaba la chica. Volvió rápidamente al banco y se sentó de nuevo, como si hubiera hecho algo prohibido.

Después de un rato, llegó Tommy y le dio la caja.

—Cincuenta coronas dentro de una semana, ¿de acuerdo?

—Mmm.

—¿Qué sueles escuchar?

—Kiss.

—¿Cuáles tienes?

—Alive.

—¿No tienes Destroyer? Te lo dejo prestado si quieres. Grábalo.

—Sí, qué bien.

Oskar tenía el disco doble de Alive con Kiss, lo había comprado hacía unos meses, pero no lo escuchaba nunca. Miraba más las fotografías del concierto. Parecían realmente duros con la cara maquillada. Figuras de terror vivientes. Y Beth, donde Peter Cross cantaba, le gustaba realmente mucho, pero las demás canciones eran demasiado… como si no tuvieran ninguna melodía. A ver si Destroyer era mejor.

Tommy se levantó para irse. Oskar estaba abrazado a la caja.

—¿Tommy?

—Sí.

—Ese chico. El que fue asesinado. ¿Sabes tú… cómo fue asesinado?

—Sí. Lo colgaron en un árbol y le cortaron el cuello.

—¿No lo acuchillaron? Como si le hubieran dado cortes. En el tórax.

—No. Sólo en el cuello. Phhhhhssst.

—Vale, vale.

—¿Algo más?

—No.

—Hasta luego.

—Hasta luego.

Oskar se quedó sentado en el banco un rato, pensando. El cielo estaba de color lila oscuro, la primera estrella, ¿o sería Venus?, se podía ver claramente. Se levantó y entró para esconder el walkman antes de que volviera su madre.

Esta tarde iba a ver a la chica para que le devolviera su cubo. Las persianas estaban aún bajadas. ¿Viviría realmente allí? ¿Qué hacían allí dentro, todos los días? ¿Tendría amigos?

Probablemente no.

—Esta noche.

—¿Qué has hecho?

—Me he lavado.

—No sueles hacerlo.

—Håkan, esta noche tienes que…

—No, he dicho.

—Por favor.

—No se trata de… Otra cosa, lo que sea. Dilo. Lo haré. Coge de , por el amor de Dios. Aquí. Aquí tienes un cuchillo. Ah, no. De acuerdo, entonces tendré que…

—No lo hagas.

—¿Por qué no? Es preferible esto. ¿Por qué te has lavado? Hueles a… jabón.

—¿Qué quieres que haga?

—No puedo.

—No.

—¿Qué piensas hacer?

—Ir yo misma.

—¿Necesitas lavarte para eso?

—Håkan…

—Yo te ayudo con cualquier otra cosa. Lo que quieras, yo…

—Sí, sí. Está bien.

—Perdona.

—Sí.

—Ve con cuidado. Yo iba con cuidado.

Kuala Lumpur, Phnom Penh, Mekong, Rangoon, Chungking…

Oskar estaba mirando la fotocopia que acababa de completar, los deberes del fin de semana. No le decían nada aquellos nombres, no eran más que un montón de letras. Había cierta satisfacción en abrir el atlas y ver que realmente existían ciudades y ríos justo en el sitio donde aparecían marcados en la fotocopia, pero…

Sí, se lo iba a aprender de memoria y su madre se lo iba a preguntar. Podría señalar los puntos y decir esas palabras extrañas. Chungking, Phnom Penh. Su madre quedaría impresionada. Y, claro, algo divertido sí que eran todos esos nombres raros de sitios lejanos, pero…

¿Por qué?

En cuanto les dieron fotocopias con la geografía de Suecia se había aprendido todo de memoria. Se le daba bien eso. ¿Pero ahora? Intentó acordarse del nombre de uno de los ríos de Suecia. Äskan, Väskan, Piskan.

Era algo así. Ätran, quizá. Sí. ¿Pero dónde estaba? Ni idea. Y la misma suerte iban a correr Chungking y Rangoon en unos años. No tenía sentido.

Lo cierto era que aquellos sitios no existían. Y si existían… él no iba a ir nunca allí. ¿Chungking? ¿Qué iba a hacer él en Chungking? No era más que una superficie grande, blanca y un punto pequeño.

Observó las líneas rectas en las que se balanceaba su escritura desgarbada. Era la escuela. Nada más. Así era la escuela. Le decían a uno que hiciera un montón de cosas, y uno las hacía. Esos sitios los habían creado para que los profesores pudieran repartir fotocopias. No significaba nada. El podría escribir igual Tjippiflax, Bubbelibäng y Spitt en las líneas. Era igual de razonable.

La única diferencia sería que la señorita diría que estaba mal. Que no se llamaban así. Apuntaría en el mapa y diría:

—Mira, se llama Chungking, no Tjippiflax.

Floja demostración. Alguien se habría inventado también lo que ponía en el atlas. No por eso tenía que ser cierto. A lo mejor la tierra era en realidad plana, pero por alguna razón se mantenía en secreto.

Embarcaciones que caen al abismo. Dragones.

Oskar se levantó de la mesa. La fotocopia estaba lista, rellenada con letras que la señorita daría por buenas. Eso era todo.

Eran más de las siete, a lo mejor la chica ya había salido. Acercó la cara a la ventana y puso las manos alrededor para poder ver fuera en la oscuridad. Sí, claro que había algo que se movía abajo, en el parque.

Salió al pasillo. Su madre estaba sentada haciendo punto, o ganchillo, en el cuarto de estar.

—Salgo un rato.

—¿Pero vas a salir ahora otra vez? Te iba a preguntar los deberes.

—Sí. Lo hacemos luego.

—Era Asia, ¿no?

—¿Qué?

—La fotocopia que tenías. Que era de Asia, ¿verdad?

—Sí, eso creo. Chungking.

—¿Eso dónde está? ¿En China?

—No sé.

—¿No sabes? Pero…

—Luego vengo.

—Bueno. Ten cuidado. ¿Tienes el gorro?

—Que sí.

Oskar se metió el gorro en el bolsillo de la cazadora y salió. Cuando se iba acercando al parque sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y vio que la chica estaba sentada en lo alto de la escalera del tobogán. Se acercó y se quedó debajo de ella con las manos en los bolsillos.

Hoy parecía distinta. Seguía con el jersey de color rosa —¿es que no tenía otro?—, pero el pelo no lo tenía tan enredado. Caía liso, negro, siguiendo la forma de la cabeza.

—Hei.

—Hola.

—Hola.

Nunca más en toda su vida iba a decir «hei» a alguien. Sonaba tan increíblemente ridículo. La chica se levantó.

—Sube.

—De acuerdo.

Oskar trepó por la escalera y se colocó a su lado, respiró discretamente por la nariz. Ya no olía mal.

—¿Huelo mejor?

Oskar se puso totalmente rojo. La chica sonrió y le dio algo. Su cubo.

—Gracias por el préstamo.

Oskar cogió el cubo y lo miró. Volvió a mirarlo. Lo puso a la luz lo mejor que pudo, lo volvió, mirando todas las caras. Estaba hecho. Todas las caras de un solo color.

—¿Lo has desmontado?

—¿Cómo?

—Pues… desmontando las piezas y… poniéndolas bien.

—¿Se puede hacer eso?

Oskar tocaba el cubo como para comprobar si las piezas estaban sueltas después de haberlas desmontado. Él lo había hecho una vez, asombrado de los pocos giros que hacían falta para que se perdiera y fuera incapaz de conseguir que las caras estuvieran de nuevo de un solo color. Las piezas, evidentemente, no habían quedado sueltas cuando él lo desmontó, pero no era posible que ella lo hubiera completado.

Tienes que haberlo desmontado.

—No.

—Pero si no habías visto uno antes.

—No. Era divertido. Gracias.

Oskar se puso el cubo delante de los ojos como si esperara que le contase cómo había ocurrido. No sabía por qué, pero estaba casi seguro de que la chica no mentía.

—¿Cuánto tiempo has tardado?

—Unas cuantas horas. Ahora iría más rápido.

—Increíble.

—No es tan difícil.

La muchacha se volvió hacia él. Sus pupilas eran tan grandes que casi ocupaban todo el ojo, la luz de los portales se reflejaba en su negra superficie y parecía como si ella tuviera una lejana ciudad dentro de la cabeza.

El cuello alto, muy subido, ocultaba su cuello destacando aún más sus rasgos suavemente perfilados, lo que le daba una apariencia de… personaje de cómic. Su piel, las líneas eran como un cuchillo de untar mantequilla que uno hubiera estado lijando durante varias semanas con papel de lija bien fino hasta que la madera quedaba como la seda.

Oskar carraspeó:

—¿Cuántos años tienes?

—¿Cuántos me echas?

—Catorce, quince.

—¿Aparento tantos?

—Sí. ¿O no? No, pero…

—Tengo doce.

—¡Doce!

¡Toma ya! Probablemente era más joven que Oskar, que iba a cumplir los trece dentro de un mes.

—¿Cuándo cumples años?

—No lo sé.

—¿No lo sabes? Pero bueno… ¿cuándo celebras tu cumpleaños y eso?

—No suelo celebrarlo.

—¡Pero lo sabrán tu papá y tu mamá!

—No, mi mamá ha muerto.

—¡Huy! Ya, ya. ¿De qué murió?

—No lo sé.

—Pero tu papá… lo sabrá.

—No.

—Entonces… qué pasa… ¿no recibes regalos de cumpleaños y eso?

Ella se le acercó más. Su aliento se extendió ante la cara de Oskar y la luz de la ciudad reflejada en sus ojos se apagó bajo la sombra del muchacho. Las pupilas, dos grandes agujeros negros en su rostro.

Ella está triste. Tan terrible, terriblemente triste.

—No. No me dan ningún regalo. Nunca.

Oskar asintió paralizado. El mundo que tenía a su alrededor había dejado de existir. Sólo aquellos dos agujeros negros a un palmo de distancia. El vaho de sus bocas se mezclaba, ascendía, se dispersaba.

—¿Te gustaría hacerme un regalo?

—Sí.

Su voz sonó menos que un susurro. Sólo un suspiro. La cara de la chica estaba cerca y sus mejillas, suaves como el cuchillo de untar la mantequilla, atrajeron la mirada de Oskar.

Eso le impidió ver cómo le cambiaban los ojos, se le achinaban, tenían otra expresión. Cómo el labio superior se levantaba dejando al descubierto un par de colmillos amarillentos. Él no vio más que sus mejillas y, mientras los dientes de ella se acercaban a su cuello, él le acarició la mejilla con la mano.

La chica se detuvo, paralizada por un instante, luego se apartó. Sus ojos recuperaron su aspecto anterior, la luz de la ciudad volvió a encenderse.

—¿Qué has hecho?

—Perdón… yo…

—¿Qué? ¿Qué hiciste?

—Yo…

Oskar se miró la mano en la que tenía el cubo, aflojó un poco. Lo había apretado tan fuerte que los bordes le habían dejado señales oscuras en la mano. Puso el cubo delante de la chica.

—¿Lo quieres? Te lo doy.

La chica negó moviendo despacio la cabeza.

—No. Es tuyo.

—¿Cómo… te llamas?

—Eli.

—Yo me llamo Oskar. ¿Cómo has dicho? ¿Eli?

—… Sí.

La muchacha parecía de pronto inquieta. Con la mirada perdida como si buscara algo en la memoria, algo que no podía encontrar.

—Yo… me tengo que ir ahora.

Oskar asintió. La chica le miró directamente a los ojos durante un par de segundos, luego se volvió para irse. Llegó hasta el borde superior del tobogán y dudó un poco. Se sentó y bajó deslizándose, y se dirigió a su portal.

Oskar apretó el cubo con la mano.

—¿Vas a venir mañana?

La chica se detuvo y dijo en voz baja:

—Sí. —Y sin volverse, continuó andando. Oskar la siguió con la mirada. No entró en su portal, sino que fue hacia el arco que conducía fuera del patio. Desapareció.

Oskar miró el cubo que tenía en la mano. Increíble.

Giró un poco una sección, para que no estuviera completo. Lo volvió a poner en su sitio. Iba a guardarlo así. Durante un tiempo.

Jocke Bengtsson iba riéndose para sí de vuelta a casa tras el cine. Joder, qué película más divertida, Sällskapsresan. Especialmente los dos tíos dando vueltas todo el rato buscando la Bodega de Pepe, y cuando uno de ellos llevaba a su compañero borracho perdido en la silla de ruedas por la aduana: «inválido». Joder, qué divertido.

Tal vez habría que coger y marcharse a uno de esos viajes con alguno de los colegas. ¿Pero con quién se podía ir?

Karlsson era tan aburrido que paraba los relojes, cualquiera se volvería loco después de dos días. Morgan podía ponerse muy desagradable si bebía demasiado, y fijo que lo haría si realmente aquello era tan barato. Larry era majete, pero tan decrépito que al final tendría que llevarlo en una silla de ruedas. «Inválido».

No, tenía que ser Lacke.

Podrían pasarlo realmente bien los dos juntos una semana allá abajo. Claro, que por otro lado, Lacke era pobre como una rata de sacristía, no tenía nunca dinero. Lo suyo era estar gorroneando cerveza y cigarrillos todas las noches. Nada que decir con respecto a Jocke, pero para un viaje a Canarias no tenía dinero.

No cabía más que rendirse a los hechos: ninguno de los colegas del chino valía gran cosa como compañero de viaje.

¿Y si viajaba solo?

Bueno, Stig Helmer lo había hecho en la película. Aunque estaba como una puta cabra. Luego conoció a Ole. Se enrolló con una donna y todo. No estaría mal. Hacía ya ocho años que María se había largado llevándose al perro y desde entonces no había conocido a nadie en sentido bíblico ni siquiera una vez.

¿Pero habría alguien que le quisiera? Quizá. No tenía tan mal aspecto como Larry, de todas formas. Claro que la bebida se notaba en la cara y en el cuerpo, aunque él la tuviera bajo un cierto control. Hoy, por ejemplo, no había bebido ni una gota, aunque ya eran casi las nueve. De todas formas ahora iba a ir a casa y se iba a tomar un par de gin tonics antes de bajar al chino.

Lo del viaje habría que pensarlo más despacio. Ocurriría como con todas las demás cosas que había pensado hacer durante los últimos años: nada de nada. Pero soñar era gratis.

Fue por el camino del parque, entre la calle Holbergsgatan y Blackebergsskolan. Estaba bastante oscuro, la distancia entre las farolas era de unos treinta metros y el restaurante chino lucía como un faro arriba, en lo alto, a la izquierda.

¿Y si iba y se daba un capricho aquella noche? Yendo directamente al chino y… pero no. Saldría demasiado caro. Los otros creerían que había acertado a las quinielas o algo así, pensarían que era un jodido tacaño si no pagaba una ronda. Mejor ir a casa y tomarse las primeras.

Pasó por debajo de la lavandería; su chimenea con aquel único ojo rojo y el rumor sordo de su interior.

Una noche, cuando volvía a casa bien cargado, tuvo una especie de alucinación y vio cómo la chimenea, desprendiéndose del edificio principal, empezaba a deslizarse cuesta abajo hacia él, gruñendo y chillando.

Se había acurrucado en el camino del parque con las manos en la cabeza esperando el golpe. Cuando por fin bajó los brazos la chimenea estaba donde siempre, magnífica e inmóvil.

La farola más próxima al puente, la de la calle Björnsson, estaba rota, y el camino bajo el puente, un túnel totalmente oscuro. Si hubiera estado borracho ahora habría subido por las escaleras que había al lado del puente y habría continuado por arriba, por la calle Björnsson, aunque se daba un rodeo. Joder, es que veía unas cosas tan raras en la oscuridad cuando estaba bebido. Por eso dormía con la lámpara encendida. Pero ahora iba sobrio.

Aunque, qué coño, tenía ganas de subir por las escaleras igualmente. Las alucinaciones habían empezado a mezclarse con su visión del mundo aun cuando no hubiera bebido. Se quedó parado en medio del camino diciéndose a sí mismo claramente cuál era la situación:

—Estoy empezando a volverme paranoico.

Pero ahora esto es así, ¿entiendes, Jocke? Si no te sobrepones y recorres ese pequeño trecho bajo el puente, tampoco llegarás nunca a las Canarias.

—¿Por qué?

Pues porque siempre te echas atrás en cuanto surge el más mínimo problema. El menor contratiempo, en todas las situaciones. ¿Crees que vas a ser capaz de llamar a una agencia de viajes, renovar el pasaporte, comprar las cosas para el viaje y, sobre todo, cómo vas a atreverte a dar un paso hacia lo desconocido si no eres capaz de andar este trecho tan pequeño?

Esto será un punto a tu favor. ¿Entonces, qué? ¿Si paso ahora por debajo del puente querrá decir que voy a viajar a las Canarias, que esto tiene arreglo?

Casi creo que llamarás mañana para reservar el billete. Tenerife, Jocke. Tenerife.

Echó a andar de nuevo con la cabeza llena de playas soleadas y copas con las sombrillitas dentro. Joder, claro que iría. No iba a ir al chino esa noche, nada. Se quedaría en casa y miraría los anuncios. Ocho años. Joder, ya era hora de empezar a ponerse las pilas.

Justo cuando empezaba a pensar en las palmeras, en si habría o no palmeras en las Canarias, en si había visto alguna en la película, oyó el ruido. Una voz. Se paró justo en medio del túnel, escuchando. Se oía un gemido que venía de la pared del puente.

—Ayuda.

Sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad, pero sólo podía distinguir un montón de hojas arremolinadas por el viento bajo el puente. Sonaba como si fuera la voz de un niño.

—¡Eh! ¿Hay alguien ahí?

—Ayúdame.

Miró alrededor. No veía a nadie. Un ruido de hojas en la oscuridad; pudo distinguir entonces un movimiento entre las hojas.

—Por favor, ayúdame.

Sintió unas ganas terribles de salir corriendo. Pero no podía hacer eso. Había un niño herido, tal vez había sido atacado por alguien…

¡El asesino!

El asesino de Vällingby había venido a Blackeberg, sólo que esta vez la víctima había sobrevivido. ¡Joder, qué mierda!

Él no quería verse envuelto en esto. Ahora que iba a ir a Tenerife y todo lo demás. Pero no podía hacer otra cosa. Dio unos pasos hacia el sitio de donde salía la voz. Las hojas sonaban bajo sus pies y entonces pudo ver el cuerpo. Estaba en posición fetal entre las hojas secas.

¡Joder, qué mierda, joder!

—¿Qué ha pasado?

—Ayúdame…

Los ojos de Jocke ya se habían adaptado a la oscuridad y pudo ver cómo el niño alargaba un brazo hacia él. El cuerpo estaba desnudo, probablemente violado. No. Cuando llegó a su lado vio que el niño no estaba desnudo, llevaba puesto un jersey de color rosa. ¿Cuántos años tendría? Diez, doce años. Puede que le hubieran dado una paliza sus «amigos». ¿O era una chica? Si era una chica, eso último era menos probable.

Se puso en cuclillas al lado de la niña, le cogió una mano.

—¿Qué te ha pasado?

—Ayúdame, levántame.

—¿Estás herida?

—Sí.

—¿Qué ha pasado?

—Levántame.

—¿No tendrás nada en la espalda?

Había trabajado en el botiquín en la mili y sabía que no había que mover a las personas con daños en la columna o en la nuca sin poner antes una sujeción.

—¿No es en la espalda?

—No. Levántame.

¿Qué cojones iba a hacer ahora? Si llevaba a la criatura a su casa la policía podría creer…

Llevaría al chico o a la chica al chino y desde allí llamarían a una ambulancia. Sí. Eso iba a hacer. El cuerpo era bastante pequeño y delgado, seguramente una niña, y aunque no se encontraba muy en forma creía que podría con ella ese trecho.

—Venga. Que te voy a llevar a un sitio desde donde podemos llamar. ¿Vale?

—Sí… gracias.

Aquel «gracias» le llegó al alma. ¿Cómo había podido dudar? ¿Qué clase de mierda era él en realidad? Bueno, menos mal que había reaccionado a tiempo y ahora iba a ayudarla. Colocó con cuidado su mano izquierda por debajo de las rodillas de la chica, la otra mano la puso bajo la nuca.

—Venga. Ahora te levanto.

—Mmm.

Apenas pesaba. Fue increíblemente fácil levantarla. Veinticinco kilos, máximo. A lo mejor estaba desnutrida. Pésima situación familiar, anorexia. Puede que hubiera sido maltratada por su padrastro o algo así. Una mierda.

La chica le puso los brazos alrededor del cuello y la mejilla en el hombro. Iba a poder con ella.

—¿Estás bien?

—Sí.

Sonrió satisfecho. Una oleada de calor le recorrió el cuerpo. Era una buena persona, a pesar de todo. Podía imaginarse la cara de los otros cuando entrara con la chica en el restaurante. Primero se preguntarían qué demonios había hecho, y después, cada vez más impresionados:

—Bien hecho, Jocke —y cosas por el estilo.

Estaba ya dándose la vuelta para ir hacia el chino, ocupado en sus fantasías sobre una nueva vida, el impulso desde el fondo que estaba dando, cuando sintió el dolor en el cuello. ¿Qué cojones? Sintió como si le hubiera picado una avispa y quería echar la mano derecha, espantarla, ver qué era. Pero no podía soltar a la niña.

Tontamente, intentó bajar la cabeza para comprobar qué era, aunque evidentemente no podía ver en aquel ángulo. Además no podía bajar la cabeza, ya que la mandíbula de la chica se apretaba contra su barbilla. Ella aumentó la presión contra el cuello de Jocke y el dolor se hizo más fuerte. Entonces lo entendió.

—¿Qué cojones haces?

Sintió las mandíbulas de la niña clavándosele en el cuello mientras el dolor en la garganta aumentaba. Un reguero caliente le corrió pecho abajo.

—¡Suelta, cojones!

Soltó a la chica. No fue ni siquiera un pensamiento consciente, sólo un movimiento reflejo; tenía que quitarse esa mierda del cuello.

Pero la niña no se cayó sino que se agarró a su cabeza como una lapa —¡Dios mío, lo fuerte que era aquel cuerpecillo!— rodeándole las caderas con las piernas.

Como una mano con cuatro dedos cerrada alrededor de una muñeca, así se agarraba a él la chica, mientras sus mandíbulas seguían triturando.

Jocke la cogió por la cabeza intentando retirarla del cuello, pero fue como intentar arrancar una rama nueva de abedul sin más ayuda que las manos. Estaba como pegada a él. Su abrazo era tan fuerte que le cortaba la respiración.

Se tambaleó hacia atrás, haciendo esfuerzos para respirar.

Las mandíbulas de la niña habían dejado de triturar, ya sólo se la oía sorber tranquilamente. Ni por un momento aflojó la presión, al contrario, se había vuelto más fuerte desde que empezó a chupar. Un crujido sordo y su pecho se llenó de dolor. Un par de costillas se le habían roto.

Le faltaba el aire para gritar. Dio puñetazos sin fuerza en la cabeza de la chica mientras se tambaleaba entre las hojas secas. El mundo le daba vueltas. Las farolas, a lo lejos, bailaban ante sus ojos como candelillas.

Perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. El último sonido que oyó fue el de las hojas aplastadas por su cabeza. Una milésima de segundo más tarde, su cabeza chocó contra el empedrado y el mundo desapareció.

Oskar permanecía despierto en la cama mirando el papel pintado.

Su madre y él habían estado viendo Los Teleñecos, pero no se había enterado de nada. Miss Piggy estaba enfadada y la Rana Gustavo buscaba a Gonzo. Uno de los viejos gruñones se había caído por el balcón. Pero Oskar no se enteró por qué. Tenía la cabeza en otro sitio.

Luego mamá y él habían tomado la leche con cacao y unos bollos. Oskar sabía que habían estado hablando de algo, pero no recordaba de qué. Quizá algo acerca de pintar el banco de la cocina de azul.

Seguía mirando fijamente el papel pintado.

Toda la pared donde se apoyaba el cabecero de la cama estaba empapelada con una gran fotografía que representaba un claro en medio del bosque. Troncos gruesos y hojas verdes. Solía quedarse allí e imaginar seres entre las hojas más próximas a su cabeza. Había dos figuras que siempre distinguía inmediatamente, nada más mirar. Las otras tenía que esforzarse para verlas.

Ahora la pared significaba algo más. Al otro lado del tabique, al otro lado del bosque estaba… Eli. Oskar permanecía acostado con la mano contra la pared intentando imaginarse qué habría al otro lado. ¿Sería ésa la habitación de la chica? ¿Estaría ahora en la cama? Recordando la mejilla de Eli, acarició las hojas verdes, su piel suave.

Oyó voces al otro lado.

Dejó de acariciar el papel y trató de escuchar. Una voz clara y otra grave. Eli y su padre. Parecía que estaban discutiendo. Puso la oreja contra la pared para oír mejor. Mierda. Si hubiera tenido un vaso. No se atrevía a levantarse a buscar uno, a lo mejor acababan la discusión mientras tanto. ¿Qué dicen?

El padre de Eli parecía enfadado. La voz de la chica apenas se oía. Oskar aguzó el oído para entender lo que decían. Sólo cogió algunas palabrotas sueltas y «… terriblemente CRUEL», después se oyó como si alguien hubiera caído al suelo. ¿La había pegado? ¿Habría visto cómo Oskar le acarició la mejilla y… sería por eso?

Ahora era Eli la que hablaba. Oskar no podía entender ni una palabra de lo que decía, sólo el tono suave de su voz que subía y bajaba. ¿Hablaría así si él la hubiera pegado? No tenía derecho a pegarla. Oskar lo mataría si la pegaba.

Le habría gustado poder cruzar atravesando la pared, como El Rayo, el superhéroe. Desaparecer a través de la pared, cruzar el bosque y salir por el otro lado, ver lo que pasaba allí, si Eli necesitaba ayuda, consuelo, lo que fuera.

Ya no se oía nada al otro lado. Sólo el redoble de los latidos de su corazón.

Se levantó de la cama, fue hasta la mesa y sacó unas gomas que tenía en un vaso de plástico. Se llevó el vaso a la cama y puso la boca contra la pared, el culo contra la oreja.

Lo único que se oía era un lejano tableteo que no parecía de la habitación de al lado. ¿Qué estaban haciendo? Contuvo la respiración. De repente, un fuerte estruendo.

¡Un disparo!

El padre que había cogido una pistola y… no, era la puerta de fuera, un portazo que había hecho vibrar las paredes.

Se tiró de la cama y fue hasta la ventana. Después de unos segundos salió un hombre. El padre de Eli. Llevaba una bolsa en la mano, con paso rápido y cabreado se dirigió al arco de salida y desapareció.

¿Qué hago? ¿Le sigo? ¿Por qué?

Se fue a la cama de nuevo. No eran más que imaginaciones suyas. Eli y su padre habían discutido; Oskar y su madre también discutían a veces. Es más, su madre también se iba así si la bronca había sido especialmente dura.

Pero no a medianoche.

Su madre amenazaba a veces con irse a vivir a otro sitio cuando le parecía que Oskar era malo. Oskar sabía que ella no lo haría nunca, y su madre sabía que Oskar lo sabía. El padre de Eli a lo mejor había llevado su amenaza un paso más allá. Se marchó en mitad de la noche, con bolsa y todo.

Oskar estaba tumbado en la cama con las palmas de las manos y la frente apoyadas contra la pared.

Eli, Eli. ¿Estás ahí? ¿Te ha pegado? ¿Estás triste? Eli…

Llamaron a la puerta de Oskar y se sobresaltó. Por un momento creyó que era el padre de Eli que había venido para vérselas también con él.

Pero era su madre. Entró con sigilo en la habitación.

—¿Oskar? ¿Estás dormido?

—Mmm.

—Sólo quería decirte que… vaya vecinos que nos han tocado. ¿Has oído?

—No.

—Hombre, tienes que haberlo oído. Pero si él estaba gritando y dio un portazo como un loco. Dios mío. A veces se alegra una de no tener ningún hombre. Pobre mujer. ¿La has visto?

—No.

—Ni yo. Bueno, ni a él tampoco si vamos a eso. Las persianas están todo el día bajadas. Probablemente alcohólicos.

—Mamá.

—¿Sí?

—Ahora quiero dormir.

—Sí, perdona, hijo. Sólo que me he puesto tan… Buenas noches. Que duermas bien.

—Mmm.

Su madre se fue y cerró la puerta con cuidado. ¿Alcohólicos? Era muy probable.

El padre de Oskar era alcohólico crónico; era por eso por lo que su padre y su madre ya no estaban juntos. Su padre también podía sufrir esos arrebatos de furia cuando estaba borracho. Eso sí, no pegaba nunca, pero podía gritar hasta quedarse afónico, dar portazos y romper cosas.

Aquel pensamiento alegró de alguna manera a Oskar. Feo, pero era la verdad. Si el padre de Eli era bebedor tenían algo en común, algo que compartir.

Oskar puso otra vez la frente y las manos en la pared.

Eli, Eli. Yo sé cómo lo estás pasando. Te voy a ayudar. Te voy a salvar. Eli…

Los ojos desorbitados miraban ciegos el techo del túnel. Håkan apartó unas cuantas hojas secas y apareció el jersey rosa que Eli solía llevar puesto, tirado sobre el pecho del hombre. Håkan lo recogió, pensó llevárselo a la nariz para olerlo, pero se contuvo cuando advirtió que el jersey estaba mojado.

Volvió a soltar el jersey sobre el pecho del hombre, sacó la petaca y dio tres tragos. El aguardiente se deslizó como una lengua de fuego por su garganta, lamiéndole hasta las paredes del estómago. Las hojas crujieron bajo su culo cuando se sentó en el frío empedrado y miró al muerto.

Había algo raro en la cabeza.

Rebuscó en su bolsa, encontró la linterna. Se aseguró de que no venía nadie por el camino del parque, encendió la linterna y alumbró al muerto. El rostro parecía de un color amarillo pálido a la luz de la linterna, la boca colgaba entreabierta, como si fuera a decir algo.

Håkan tragó saliva. Sólo pensar que aquel hombre había estado más cerca de su amada de lo que él había llegado a estar nunca le daba náuseas. Echó de nuevo mano a la petaca, como si quisiera quemar la súbita angustia, pero se detuvo.

El cuello.

Alrededor del cuello tenía como una gargantilla ancha y roja. Håkan se inclinó sobre él y vio la herida que Eli había abierto para llegar a la sangre,

Los labios contra la piel.

pero eso no explicaba la gargan… tilla…

Håkan apagó la linterna y al ir a tomar aire se fue involuntariamente hacia atrás en aquel espacio tan reducido, raspándose en la mancha rala de su coronilla. Apretó los dientes para contener el dolor.

La piel del hombre había reventado porque… porque le habían retorcido el cuello. Una vuelta completa. La nuca estaba rota.

Håkan cerró los ojos, hizo unas respiraciones rítmicas para calmarse y frenar el impulso de salir corriendo de allí, lejos… de aquello. El techo del puente le rozaba la cabeza; debajo, el empedrado. A derecha e izquierda el camino del parque por el que podía llegar gente que llamara a la policía. Y delante de él…

No es más que una persona muerta.

Sí. Pero… la cabeza.

No le gustaba saber que la cabeza estaba suelta. Iba a caer hacia atrás, tal vez desprenderse si levantaba el cuerpo. Se puso en cuclillas y apoyó la frente en las rodillas. Aquello lo había hecho su amada. Sólo con las manos.

Sintió un cosquilleo de malestar en la garganta al imaginarse el sonido. El crujido cuando retorció la cabeza. No quería tocar aquel cuerpo otra vez. Se quedaría allí sentado. Como Belaqua al pie de la montaña del purgatorio, esperando el amanecer, esperando…

Dos personas venían andando desde el metro. Se echó entre las hojas, al lado del muerto, con la frente contra las piedras heladas.

¿Por qué? ¿Por qué aquello… de la cabeza?

El contagio. No debía alcanzar al sistema nervioso. Había que cerrar el cuerpo. Era todo lo que había conseguido saber. No lo había entendido. Ahora sí.

Los pasos se volvieron más rápidos, las voces más bajas. Subieron por las escaleras. Håkan se sentó de nuevo, observó los rasgos de la cara muerta y con la boca abierta. ¿Habría sido posible que aquel cuerpo se levantara y se sacudiera las hojas si no hubiera sido… cerrado?

Soltó una carcajada estrepitosa que revoloteó como un gorjeo de pájaros bajo el techo del puente. Se llevó la mano a la boca y apretó con tanta fuerza que se hizo daño. La imagen del cadáver levantándose de entre el montón de hojas y con movimientos somnolientos quitándose las hojas muertas de la chaqueta.

¿Qué iba a hacer con el cuerpo?

Unos ochenta kilos de músculos, grasa y huesos que había que ocultar. Moler. Picar. Enterrar. Quemar.

El crematorio.

Claro. Llevar el cuerpo hasta allí, meterse dentro y quemarlo a escondidas. O simplemente dejarlo a las puertas como un bebé abandonado, esperar a que tuvieran tantas ganas de hacer fuego que pasaran de llamar a la policía.

No. No había más que una alternativa. El camino del parque, a la derecha, bajaba por el bosque hasta el hospital. Hasta el agua.

Embutió el jersey ensangrentado en la cazadora del cadáver, se echó la bolsa al hombro y colocó las manos bajo la cabeza y la espalda del muerto. Se levantó haciendo equilibrios. La cabeza del cadáver cayó hacia atrás en un ángulo imposible y las mandíbulas se le cerraron con un chasquido.

¿Cuánto habría hasta el agua? Algunos cientos de metros, quizá. ¿Y si llegaba alguien? Que fuera lo que tuviera que ser. En ese caso, se acabó. En cierto modo estaría bien.

Pero no llegó nadie y ya abajo, en la orilla, trepó sudando la gota gorda por el tronco de uno de los sauces llorones que se inclinaban sobre el agua, casi paralelo a la superficie. Con dos trozos de cuerda había atado dos piedras grandes a los pies del cadáver.

Con otro más largo hizo una lazada alrededor del pecho del muerto, lo arrastró sobre el agua todo lo lejos que pudo y soltó la cuerda.

Se quedó un rato en el tronco del árbol con los pies colgando a un palmo del agua, mirando la negra superficie rota por las burbujas, cada vez más escasas.

Lo había hecho.

A pesar del frío, el sudor le escocía en los ojos y le dolían todos los músculos del cuerpo tras el esfuerzo, pero lo había hecho. Justo bajo sus pies estaba el cuerpo muerto, oculto para el mundo. Había dejado de existir. Las burbujas ya no subían y no había nada… nada que indicara que el cadáver estaba allí abajo.

En la superficie del agua se reflejaban algunas estrellas.