Håkan estaba sentado en el metro otra vez, en dirección al centro. Con diez billetes de mil coronas enrollados y atados con una goma en el bolsillo del pantalón. Con ellos iba a hacer algo bueno. Salvaría una vida.
Diez mil coronas era mucho dinero, y teniendo en cuenta las campañas de Save the Children que decían que «Mil coronas pueden dar comida a una familia entera durante un año» y otras por el estilo, debería de ser posible con diez mil coronas salvar una vida también en Suecia.
¿Pero la de quién? ¿Dónde?
Uno no podía ir alegremente dando el dinero al primer drogadicto que se encontrase y esperar que… no. Y tendría que ser una persona joven. Sabía que era una tontería, pero lo ideal sería uno de esos niños con lágrimas en los ojos como en los cuadros. Un niño que con lágrimas en los ojos cogiera el dinero y… ¿Y qué?
Se bajó en la estación de Odenplan sin saber por qué; caminó hacia la biblioteca pública. Mientras vivía en Karlstad, cuando trabajaba como profesor de sueco en los cursos superiores de la enseñanza obligatoria y todavía tenía una casa donde vivir, era de sobra conocido en el ambiente que la biblioteca pública de Estocolmo era un… buen sitio.
Hasta que no vio el gran cilindro de la biblioteca, conocido por las fotografías en libros y revistas, no supo que era por eso por lo que se había bajado aquí. Porque era un buen sitio. Alguien del ambiente, probablemente Gert, había contado lo que había que hacer para comprar sexo aquí.
Él no lo había hecho nunca. Lo de comprar sexo.
Una vez Gert, Torgny y Ove habían encontrado un chico cuya madre, una de las conocidas de Ove, había traído de Vietnam. El chico tendría unos doce años y sabía lo que se esperaba de él, le pagaban bien por ello. Sin embargo, Håkan no fue capaz. Había bebido un poco de su Bacardi con cola, disfrutando del cuerpo desnudo del chico dando vueltas por la habitación en la que se habían reunido. Pero luego se acabó.
A los otros, el chico se la había mamado de uno en uno, pero cuando le tocó el turno a Håkan se le hizo un nudo en el estómago. Toda la situación era demasiado asquerosa. La habitación olía a excitación, alcohol y semen. Una gota de esperma de Ove brillaba en la mejilla del chaval. Håkan apartó la cabeza del muchacho cuando se inclinaba sobre su entrepierna.
Los otros lo habían insultado; al final, puras amenazas. Él había sido testigo, tenía que ser cómplice. Lo ridiculizaron por sus escrúpulos, pero ése no era el problema. Sólo que era tan feo, todo. El apartamento de Åke, de una sola habitación, donde él solía pasar las noches; los cuatro sillones desiguales especialmente dispuestos para la ocasión, la música de baile que salía por el estéreo.
Pagó su parte de la juerga y no volvió a ver a los otros. Él tenía sus revistas y fotografías, sus películas. Era suficiente. Era posible que además sintiera escrúpulos, que sólo en aquella ocasión se habían manifestado como una intensa aversión ante la situación.
Entonces, ¿por qué voy a la biblioteca?
Podría coger un libro. El fuego de hacía tres años había devorado toda su vida, y con ella sus libros. Sí. La joya de la Reina de Almqvist, lo podía tomar prestado, antes de hacer su buena obra.
Estaba todo muy tranquilo en la biblioteca a esas horas de la mañana. Señores mayores y estudiantes, la mayoría. Enseguida encontró el libro que buscaba, leyó las primeras palabras.
¡Tintomara! Dos cosas son blancas:
inocencia y arsénico.
Lo volvió a dejar en la estantería. Malas sensaciones. Le recordaba su vida anterior.
Había amado aquel libro, lo había usado en la enseñanza. Leer las primeras palabras le había hecho añorar un sillón de lectura. Y un sillón de lectura tenía que estar en una casa que fuera suya, una casa llena de libros, y tendría que tener un trabajo de nuevo y tendría que… y quería. Pero había encontrado el amor, y él era el que imponía las condiciones ahora. Nada de sillones.
Se frotó las manos como para borrar las huellas del libro que habían sujetado y entró en una sala que había al lado.
Una mesa alargada con personas leyendo. Palabras, palabras, palabras. Al fondo de la sala se sentaba un chico joven con cazadora de cuero columpiándose en la silla mientras hojeaba sin mayor interés un libro con ilustraciones. Håkan se dirigió hacia allí e hizo como que examinaba los libros de geología mirando de reojo al muchacho de vez en cuando. Finalmente, el chico alzó la mirada y ambas se cruzaron; el chaval arqueó las cejas como preguntando:
—¿Quieres?
No, claro que no quería. El chico tenía unos quince años, con la cara aplanada de los europeos del este, espinillas y los ojos rasgados y profundos. Håkan se encogió de hombros y salió de la sala.
Fuera ya de la entrada principal el muchacho lo alcanzó, hizo un gesto con el dedo y preguntó:
—Fire?
Håkan negó con la cabeza.
—Don’t smoke.
—Okey.
El chico sacó un encendedor de plástico, encendió un cigarrillo, le miró con los ojos entornados a través del humo.
—What you like?
—No, I…
—Young? You like young?
Se apartó del muchacho, alejándose de la entrada principal donde cualquiera podía verle. Necesitaba pensar. No había imaginado que esto fuera tan sencillo. Había sido una especie de juego, comprobar si era cierto lo que había dicho Gert.
El chico lo siguió, se puso a su lado junto al muro de piedra.
—How? Eight, nine? Is difficult, but…
—¡NO!
Parecía tan endiabladamente perverso. Un pensamiento tonto. Ni Ove ni Torgny habían tenido un aspecto… especial, en lo más mínimo. Hombres normales con trabajos normales. El único, Gert, que vivía de la inmensa herencia que le había dejado su padre y podía permitirse cualquier cosa, y después de sus muchos viajes al extranjero había empezado a tener un aspecto francamente repulsivo. Una flacidez alrededor de la boca, una película en los ojos.
El chico se calló cuando Håkan alzó la voz, observándolo a través de aquellas hendiduras que tenía por ojos. Dio otra calada al cigarrillo, lo tiró al suelo y lo pisó, extendió los brazos.
—What?
—No, I just…
El muchacho se le acercó un poco.
—What?
—maybe… twelve?
—Twelve? You like twelve?
—I… yes.
—Boy.
—Yes.
—Okey. You wait. Number two.
—Excuse me?
—Number two. Toilet.
—Oh. Yes.
—Ten minutes.
El chico se subió la cremallera de la cazadora y desapareció escaleras abajo.
Doce años. Cabina dos. Diez minutos.
Aquello era tonto, tonto de verdad. ¿Y si llegaba un policía? Tenían que estar al corriente de lo que pasaba allí después de tantos años. Entonces se jodió. Lo iban a relacionar con el trabajo que había realizado dos días antes y sería el fin de todo. No podía hacer aquello.
Voy hasta los servicios, sólo a ver qué tal resulta.
En los servicios no había nadie. Un urinario y tres cabinas. El número dos, lógicamente, sería el del medio. Puso una corona en la cerradura, abrió y entró, cerró la puerta y se sentó en el retrete.
Las paredes de la cabina estaban llenas de pintadas. Nada que uno esperara encontrarse en una biblioteca pública. Alguna que otra cita literaria:
HARRY ME, MARRY ME, BURY ME, BITE ME.
Pero lo que más, dibujos obscenos y chistes:
«Mejor un pollo frito en la mano que una polla fría en el ano».
«No es lo mismo tubérculo que ver tu culo».
Y una cantidad increíblemente grande de números de teléfono a los que uno podía llamar si tenía algún deseo especial. Un par de ellos llevaban dibujos y seguramente eran auténticos. No sólo de alguien que quería tomar el pelo a otro.
Bueno. Ya había visto cómo era aquello. Ahora debería marcharse de allí. No podía estar seguro de qué se le ocurriría al de la cazadora de cuero. Se levantó, orinó, se sentó de nuevo. ¿Por qué había orinado? No había sido porque tuviera especialmente ganas. Él sabía por qué lo había hecho.
En caso de que…
La puerta de fuera se abrió. Contuvo la respiración. Algo dentro de él confiaba en que fuera un policía. Un hombre policía grandote que abriera la puerta de su cabina de una patada y lo maltratara con la porra antes de arrestarlo.
Voces bajas, pasos quedos, un golpe suave en la puerta.
—¿Sí?
Otro golpecito. Tragó un embarazoso nudo de saliva y abrió.
Fuera había un chico de once, doce años. Rubio, la cara con forma de cebolla. Labios delgados, ojos azules inexpresivos. Anorak rojo, algo grande para él. Justo detrás estaba el chaval más mayor con la cazadora de cuero. Enseñó cinco dedos.
—Five hundred —pronunciaba «hundred» como «chundred».
Håkan asintió y el chico mayor empujo con cuidado al menor dentro de la cabina y cerró la puerta. ¿No era mucho quinientas coronas? No es que importara, pero…
Miró al muchacho que había comprado. Alquilado. ¿Tomaba alguna clase de droga? Probablemente. Tenía la mirada ausente, desenfocada. El chico estaba apoyado en la puerta a medio metro de distancia. Era tan bajo que Håkan no tuvo que levantar la cabeza para mirarle a los ojos.
—Hello.
El chaval no contestó, sólo movía la cabeza señalando su entrepierna, hizo un gesto con el dedo: Bájate la cremallera. Håkan obedeció. El chico suspiró, hizo de nuevo un gesto con el dedo: Sácate el pene.
Le ardían las mejillas al hacer lo que el muchacho decía. De manera que esto era así. Él era el que obedecía. No ponía ningún deseo en ello. No era él quien lo hacía. Su pequeño pene no tenía ni la más mínima erección, casi no llegaba a la tapa del retrete. Un cosquilleo cuando el glande entró en contacto con su fría superficie.
Entornó los ojos, intentando recomponer las facciones de la cara del chaval para que se parecieran más a las de su amada. No funcionó. Su amada era bella. Pero no el muchacho que ahora se ponía de rodillas y acercaba la cabeza a su entrepierna.
La boca.
Pero había algo raro en esa boca. Puso la mano en la frente del chico antes de que la boca alcanzara su objetivo.
—Your mouth?
El chaval negó con la cabeza y apretó la frente contra la mano de Håkan para seguir con su trabajo. Pero ya no funcionaba. Había oído hablar de esas cosas.
Puso el dedo gordo sobre el labio superior del chico y lo levantó. No tenía dientes. Alguien se los había extraído para que hiciera mejor su trabajo. El muchacho se levantó; se oyó un crujido suave procedente de la cazadora cuando se cruzó de brazos. Håkan se guardó el pene, se subió la cremallera y se quedó mirando fijamente al suelo.
De esta forma no. De esta forma nunca.
Algo apareció ante sus ojos. Una mano extendida. Cinco dedos. Quinientas coronas.
Sacó el rollo de billetes del bolsillo y se lo tendió al chaval. Éste quitó la goma, pasó el índice por el borde de los diez billetes, puso otra vez la goma y levantando el rollo dijo:
—Why?
—Because… your mouth. Maybe you can… get new teeth.
El muchacho hasta sonrió. No una sonrisa radiante, pero las comisuras de sus labios se levantaron un poco. Quizá sólo se reía de la tontería de Håkan. Se quedó pensando, luego sacó un billete de mil del rollo y se lo guardo en el bolsillo exterior de la cazadora. El rollo en un bolsillo interior. Håkan asintió.
El chaval abrió la puerta, dudó. Luego se volvió hacia Håkan, le acarició la mejilla.
—Sank you.
Håkan puso su mano sobre la del muchacho, la apretó contra su mejilla, cerró los ojos. Si alguien pudiera…
—Forgive me.
—Yes.
El chico retiró la mano. Su calor permanecía aún en la mejilla de Håkan cuando la puerta de fuera se cerró tras él. Håkan se quedó sentado en el servicio, mirando fijamente algo que alguien había escrito en el marco de la puerta:
«SEAS QUIEN SEAS, TE AMO».
Debajo, otro había escrito:
«¿QUIERES POLLA?».
Hacía rato que el calor había desaparecido de su mejilla cuando se encaminó hacia el metro y con las últimas coronas que tenía compró un periódico. Cuatro páginas dedicadas al asesinato. Había entre otras cosas una fotografía de la hondonada en la que lo hizo. Estaba llena de velas encendidas, flores. Miró la fotografía y no sintió gran cosa.
Si supierais. Perdonadme, pero si supierais.
De vuelta a casa después de la escuela Oskar se detuvo bajo las dos ventanas del piso de la chica. La más próxima quedaba sólo a dos metros de la de su habitación. Las persianas estaban bajadas y sólo se veían los marcos rectangulares de las ventanas, de color gris claro en contraste con el gris oscuro del cemento. Parecía sospechoso. Probablemente se trataba de algún tipo de… familia rara.
Drogadictos.
Oskar echó una ojeada a su alrededor, luego entró en el portal y leyó los nombres en el tablón. Cinco apellidos muy bien puestos con letras de plástico. Un espacio estaba vacío. El anterior nombre, HELLBERG, aún podía distinguirse por la marca impresa que habían dejado las letras en el terciopelo descolorido por el sol. Pero no había otras nuevas. Ni siquiera un papel.
Subió corriendo los dos tramos de escaleras hasta la puerta donde vivía la chica. Lo mismo allí. Nada. El cartelito de la rendija para el correo no tenía letras. Eso era lo normal cuando un piso estaba deshabitado.
¿Habría mentido? A lo mejor no vivía aquí, pero claro, había entrado en el edificio. Sí. Aunque podía haberlo hecho de todas formas. Si ella… Abajo se abrió el portal.
Se apartó y bajó rápidamente las escaleras. Ojalá no fuera ella. Podría pensar que él, de algún modo… Pero no era.
En mitad del segundo tramo Oskar se encontró con un hombre al que no había visto antes. Un hombre bajo, corpulento y medio calvo que sonrió con una sonrisa demasiado grande para ser normal.
Al ver a Oskar, levantó la cabeza y saludó; en la boca aún llevaba impresa aquella sonrisa de circo.
Oskar se paró abajo, en el portal; escuchó. Le oyó sacar las llaves y abrir la puerta. La puerta de ella. El hombre sería probablemente su padre. La verdad es que Oskar no había visto nunca a un drogadicto tan viejo, pero parecía enfermo del todo.
No es raro que esté chiflada.
Bajó hasta el parque, se sentó en el borde del cajón de arena y estuvo atento a las ventanas para ver si subían las persianas. Hasta la del cuarto de baño parecía cubierta por dentro; el cristal era más oscuro que los de todas las demás ventanas de los cuartos de baño.
Sacó del bolsillo de la cazadora su cubo de Rubik. Crujía y chirriaba cuando lo giraba. Una copia. El auténtico iba mucho más suave, pero costaba cinco veces más y sólo lo había en la juguetería bien vigilada de Vällingby.
Había hecho dos caras de un solo color y de la tercera no le quedaba casi nada, pero era imposible completarla sin estropear las dos que ya tenía listas. Había guardado una doble página del periódico Expressen donde describían los distintos tipos de giros y gracias a eso había conseguido hacer las dos caras, pero luego se había vuelto bastante más difícil.
Estaba mirando el cubo, tratando de pensar una solución en lugar de sólo dar vueltas. No se le ocurría. Era como si su cerebro no pudiera con aquello. Se apretó el cubo en la frente, intentando penetrar en su interior. Pero nada. Puso el cubo en el borde del cajón, a una distancia de medio metro, lo miró fijamente.
¡Deslízate! ¡Deslízate! ¡Deslízate!
Telequinesia, lo llamaban. En Estados Unidos habían hecho observaciones. Había personas que lo podían hacer. ESP. Extra Sensory Perception. Oskar daría cualquier cosa por poder hacer algo así.
Y tal vez… tal vez podía.
El día en la escuela no había sido tan malo. Tomas Ahlstedt intentó quitarle la silla en el comedor cuando se iba a sentar, pero Oskar se había dado cuenta a tiempo. Eso había sido todo. Se iría al bosque con el cuchillo, a aquel árbol. Haría un experimento más serio. Nada de calentarse como ayer.
Con tranquilidad y precisión iba a clavar el cuchillo en el árbol, hacerlo astillas, teniendo todo el tiempo ante sí la cara de Tomas Ahlstedt. Aunque… claro, estaba lo del asesino. El auténtico asesino que se encontraba en algún sitio.
No. Tendría que esperar hasta que encerraran al asesino. Por otro lado, si se trataba de un asesino normal el experimento no tenía ningún valor. Oskar miró el cubo y se imaginó un rayo que iba desde sus ojos hasta el cubo.
¡Deslízate! ¡Deslízate! ¡Deslízate!
No pasó nada. Se metió el cubo en el bolsillo y se levantó, sacudiéndose algo de arena de los pantalones. Miró hacia las ventanas. Las persianas estaban todavía bajadas.
Entró para trabajar en su cuaderno de recortes, cortar y pegar los artículos del asesinato de Vällingby. Probablemente, llegarían a ser muchos con el tiempo. Sobre todo si ocurría otra vez. Tenía alguna esperanza de que fuera así. Preferiblemente en Blackeberg.
Para que la policía fuera a la escuela y los profesores se pusieran serios e inquietos, para que se creara ese ambiente que a él le gustaba.
—Nunca más. Digas lo que digas.
—Håkan…
—No. Y nada más que no.
—Me muero.
—Pues muérete.
—¿Lo dices en serio?
—No. Claro que no. Pero puedes tú… misma.
—Estoy demasiado débil. Todavía.
—No estás débil.
—Débil para eso.
—Sí. Entonces no sé. Pero yo no lo hago otra vez. Es tan repugnante, tan…
—Lo sé.
—No lo sabes. Para ti es distinto, es…
—¿Qué sabes tú cómo es para mí?
—Nada. Pero al menos tú eres…
—¿Crees que… disfruto con ello?
—No sé. ¿Disfrutas?
—No.
—Conque no. No, no. Bueno, sea como sea… yo no lo vuelvo a hacer. Puede que hayas tenido otros que te ayudaran, que hayan sido… mejores que yo.
—¿Los has tenido?
—Sí.
—Ya… ya…
—¿Håkan? ¿Tú…?
—Te quiero.
—Sí.
—¿Tú me quieres? ¿Un poco siquiera?
—¿Lo harías otra vez si te dijera que te quiero?
—No.
—Quieres decir que te voy a querer de todas formas, ¿no?
—Sólo me quieres si te ayudo a mantenerte viva.
—Sí. ¿No es eso el amor?
—Si creyera que me quieres, aunque yo no te quisiera…
—¿Sí?
—… entonces puede que lo hiciera.
—Te quiero.
—No te creo.
—Håkan. Puedo valerme unos días más, pero luego…
—Procura empezar a quererme entonces.
Viernes por la tarde en el chino. Son las ocho menos cuarto y toda la cuadrilla está reunida. Menos Karlsson, que está en casa viendo el concurso de televisión, Notknäckarna, y la verdad que no importa. Muy divertido no es que sea. Aparecerá más tarde, cuando haya acabado, tirándose faroles acerca de cuántas preguntas se sabía. En la mesa de la esquina, con espacio para seis, más próxima a la puerta, están sentados Lacke, Morgan, Larry y Jocke. Jocke y Lacke discuten acerca de qué tipos de peces pueden vivir tanto en agua dulce como en agua salada. Larry lee el periódico y Morgan mueve las piernas marcando el ritmo de una música que no es la música de fondo china que sale discretamente de los altavoces ocultos.
En la mesa están los vasos de cerveza más o menos llenos. En la pared, por encima de la barra, cuelgan sus retratos.
El dueño del restaurante tuvo que huir de China cuando la revolución cultural por las caricaturas satíricas que hizo de los mandatarios. Ahora emplea esa habilidad con los clientes. En las paredes cuelgan doce primorosas caricaturas hechas a rotulador.
Todos los tíos. Y Virginia. Los retratos de los tíos son primeros planos en los que se han resaltado los rasgos especiales de sus fisonomías.
La cara arrugada, casi hueca, de Larry y un par de orejas enormes que se despegan de la cabeza le dan el aspecto de un elefante famélico.
De Jocke destacan sus cejas pobladas y continuas, convertidas en rosales donde un pájaro, tal vez un ruiseñor, aparece trinando.
Morgan, por su estilo, aparece con los rasgos prestados del último Elvis. Grandes patillas y una expresión de «Hunka-hunka-löööve, baby» en los ojos. Con la cabeza puesta sobre un cuerpo minúsculo que sujeta una guitarra y tiene la pose de Elvis. Morgan está más orgulloso de ese retrato de lo que él mismo quiere reconocer.
Lacke aparece más preocupado. Los ojos agrandados le dan una expresión de sufrimiento exagerado. El humo del cigarrillo que tiene en la boca se concentra en una nube de tormenta sobre su cabeza.
Virginia es la única que aparece formalmente retratada de cuerpo entero. Con un vestido de noche, luciendo como una estrella envuelta en brillantes lentejuelas, aparece con los brazos abiertos, rodeada por una piara de cerdos que la miran sin comprender. Por encargo de Virginia, el dueño hizo otro dibujo exactamente igual para que pudiera llevárselo a casa.
Hay más. Algunos que no pertenecen al grupo. Algunos que han dejado de venir. Algunos que han muerto.
Charlie se cayó en las escaleras de entrada a su portal una noche cuando volvía a casa. Se partió el cráneo contra el cemento agrietado. Gurkan tuvo cirrosis y murió de hemorragia en la garganta. Un par de semanas antes de morir, una tarde se había levantado la camisa y les había mostrado una especie de tela de araña formada por venas que le salían del ombligo. «Menudo tatuaje más caro», había dicho entonces, y poco después estaba muerto. Habían honrado su memoria poniendo su retrato en la mesa y brindando con él toda la noche.
Karlsson no tiene retrato.
Esta noche del viernes va a ser la última que pasen juntos. Mañana, uno de ellos va a desaparecer para siempre. Habrá otro retrato que cuelgue en la pared sólo como un recuerdo. Y ya nada volverá a ser igual.
Larry apoyó el periódico, dejó las gafas de lectura sobre la mesa y dio un trago a su cerveza.
—Sí. Joder. ¿Qué tiene un tipo así en la cabeza?
Enseñó el periódico, donde ponía «LOS NIÑOS ESTÁN ASUSTADOS» sobre una fotografía de la escuela de Vällingby y una fotografía más pequeña de un hombre de mediana edad. Morgan miró el periódico y, señalando, preguntó:
—¿Es el asesino?
—No, es el director de la escuela.
—A mí me parece un asesino. Típico asesino.
Jocke alargó la mano hacia el periódico:
—¿Me dejas verlo…?
Larry le tendió el periódico y Jocke lo mantuvo con los brazos estirados mirando la fotografía.
—A mí me parece un político conservador. Morgan asintió.
—Eso es precisamente lo que estoy diciendo. Jocke volvió el periódico hacia Lacke, para que éste pudiera ver la fotografía.
—¿A ti qué te parece?
Lacke la miró con desgana.
—No, no sé. A mí todo esto me pone malo.
Larry echó vaho en las gafas y se las limpió con la camisa.
—Lo cogerán. Nadie se libra con una cosa así. Morgan, que estaba tamborileando en la mesa con los dedos, se estiró a coger el periódico.
—¿Cómo acabó el Arsenal?
Larry y Morgan pasaron a discutir la baja calidad del fútbol inglés en el momento actual. Jocke y Lacke permanecieron un rato en silencio bebiendo su cerveza y fumando. Luego Lacke sacó el tema de la merluza, que si iba a desaparecer del Báltico. Y así continuó la noche.
Karlsson no apareció, pero hacia las diez entró un hombre al que ninguno de ellos había visto antes. A esas alturas, la conversación se había vuelto más intensa y nadie observó la llegada del nuevo hasta que éste se sentó solo en una mesa que estaba en el otro extremo del local.
Jocke se acercó a Larry.
—¿Quién es?
Larry miró discretamente, negó con la cabeza.
—No sé.
Al nuevo le sirvieron un whisky doble y se lo tomó de un trago, pidió otro. Morgan echó aire entre los labios con un silbido.
—Aquí vamos a toda pastilla.
El hombre parecía no ser consciente de que lo estaban observando. No hacía otra cosa que estar sentado a la mesa mirándose las manos, parecía como si toda la miseria del mundo estuviera concentrada en una mochila que colgara de sus hombros. Se tomó enseguida su segundo whisky y pidió otro.
El camarero se inclinó hacia él y le dijo algo. El hombre rebuscó con la mano en el bolsillo y sacó unos billetes. El camarero hizo un gesto con las manos como diciendo que no quería decir eso, aunque eso era precisamente lo que había querido decir, y se retiró para servir un nuevo pedido.
No sorprendía que el crédito del hombre se hubiera puesto en duda. Sus ropas estaban arrugadas y manchadas como si hubiera dormido en algún sitio poco cómodo. La corona de pelo sin arreglar alrededor de la calva le caía hasta las orejas. Su rostro aparecía dominado por una nariz bastante grande, roja, y una barbilla saliente. Entre ellas, un par de labios pequeños y abultados que se movían de vez en cuando, como si el hombre hablara consigo mismo. No hizo ni el más mínimo gesto cuando le sirvieron el whisky.
El grupo volvió a la discusión en la que estaban metidos: si Ulf Adelsohn no iba a ser todavía peor de lo que había sido Gösta Bohman. Sólo Lacke, de vez en cuando, miraba de reojo al nuevo. Después de un rato, cuando el hombre ya había tenido tiempo de pedir otro whisky más, dijo:
—¿No deberíamos… preguntarle si quiere sentarse con nosotros?
Morgan echó una mirada por encima del hombro al forastero, que se había hundido un poco más en la silla.
—No. ¿Por qué? Le ha dejado la mujer, el gato se ha muerto y la vida es un infierno. Eso ya me lo sé yo.
—A lo mejor invita.
—Eso ya es otro cantar. Entonces puede que tenga también cáncer —Morgan se encogió de hombros—. A mí no me importa.
Lacke miró a Larry y a Jocke. Por señas le dijeron que estaba bien y Lacke se levantó y fue hasta la mesa del hombre.
—Hola.
El hombre levantó los ojos hacia Lacke. Tenía la mirada completamente turbia. El vaso que había en la mesa estaba casi vacío. Lacke, apoyándose en la silla que estaba al otro lado de la mesa, se inclinó hacia él.
—Sólo queríamos preguntarte si quieres… sentarte con nosotros.
El hombre movió la cabeza despacio e hizo un gesto torpe de rechazo con la mano.
—No. Gracias. Pero siéntate.
Lacke sacó la silla y se sentó. El hombre se tomó lo que quedaba en el vaso e hizo una señal al camarero.
—¿Quieres algo? Te invito.
—Entonces, lo mismo que tú.
Lacke no quería decir la palabra «whisky» porque parecía mal pedirle a alguien que te invite a algo tan caro, pero el hombre asintió, y cuando el camarero se acercó hizo el signo de la V con los dedos señalando a Lacke. Lacke se echó hacia atrás en la silla. ¿Cuánto tiempo hacía que no se tomaba un whisky en un bar? Tres años. Por lo menos.
El hombre no daba señales de querer iniciar una conversación, así que Lacke carraspeó y dijo:
—Vaya frío que hemos tenido.
—Sí.
—Seguro que pronto nieva.
—Mmm.
El whisky llegó a la mesa e hizo superflua la conversación por un momento. Incluso a Lacke le sirvieron uno doble y sintió cómo los ojos de sus compañeros se le clavaban en la espalda. Después de un par de sorbitos levantó el vaso.
—Bueno, salud. Y gracias.
—Salud.
—¿Vives por aquí?
El hombre miraba fijamente al aire, parecía que consideraba la pregunta como si fuera algo en lo que él mismo nunca se había parado a pensar. Lacke no pudo decidir si el movimiento de cabeza que hacía el otro era una respuesta o si formaba parte de su monólogo interno.
Lacke dio un sorbo más, decidió que si el hombre no contestaba a la próxima pregunta significaba que quería estar tranquilo, no hablar con nadie. En ese caso Lacke cogería su vaso e iría a sentarse con los otros. Habría hecho lo que exige la cortesía cuando a uno lo invitan. Deseaba que el hombre no contestase.
—Bueno. ¿A qué te dedicas?
—Yo…
El hombre arqueó las cejas y las comisuras de los labios se elevaron de forma convulsiva en un esbozo de sonrisa que se desvaneció.
—… ayudo un poco.
—Ah. ¿Con qué?
Una especie de prudencia cruzó sus ojos cuando su mirada se encontró con la de Lacke. Éste sintió un ligero estremecimiento en la parte baja de la espalda. Como si una hormiga negra le hubiera picado encima de la rabadilla.
El hombre se frotó los ojos y pescó algunos billetes de cien en el bolsillo del pantalón, los dejó sobre la mesa y se levantó.
—Disculpa. Tengo que…
—Vale. Gracias por el whisky.
Lacke alzó su vaso hacia el hombre, pero éste ya iba camino del perchero, descolgó a tientas su abrigo y salió. Lacke siguió sentado de espaldas al grupo mirando el pequeño montón de billetes. Cinco de cien. Un whisky doble costaba sesenta coronas, y se habrían bebido cinco, posiblemente seis.
Lacke miró de soslayo. El camarero estaba ocupado cobrando a una pareja de viejos, los únicos clientes que habían cenado. Mientras se levantaba, Lacke cogió un billete y lo arrebujó rápidamente en la mano hasta convertirlo en una bola, se metió la mano en el bolsillo y volvió con sus colegas.
A mitad de camino se dio cuenta, se volvió a la mesa y volcó lo que había quedado en el vaso del otro en su propio vaso, se lo llevó.
La típica noche con suerte.
—Pero si esta noche echan Notknäckarna.
—Sí, pero vengo.
—Empieza en… media hora.
—Lo sé.
—¿Qué tienes tú que hacer por ahí a estas horas?
—Sólo voy a dar una vuelta.
—Bueno, no tienes que ver Notknäckarna si no quieres. Puedo verlo sola, si tienes que salir.
—Ya, ya, yo… vengo más tarde.
—Sí, sí. Entonces espero para calentar las crêpes.
—No, puedes… vengo más tarde.
Oskar se fue. Notknäckarna era su programa favorito y el de su madre. Su madre había preparado crêpes rellenos con gambas para comerlos delante de la tele. Sabía que se entristecería si él se iba, en lugar de quedarse… esperando con ella.
Pero había estado mirando por la ventana desde que se había hecho de noche y acababa de ver a la chica saliendo del portal de al lado y yendo hacia el parque. Se había retirado inmediatamente de la ventana. No fuera ella a creer que él…
Luego había esperado cinco minutos antes de ponerse la ropa y salir. No cogió gorro.
No se veía a la muchacha en el parque; seguramente estaría sentada, acurrucada en la escalera del tobogán, como ayer. Las persianas de su ventana estaban todavía bajadas, pero había luz en el piso. Menos en el cuarto de baño. Un cristal oscuro.
Oskar se sentó en el borde de la arena, aguardando. Como si se tratara de un animal que fuera a salir de su madriguera. Pensaba esperar sólo un poco. Si la chica no aparecía se volvería a casa, como si nada.
Sacó su cubo de Rubik, lo movió un poco por hacer algo. Se había cansado de tener que pensar todo el tiempo en aquella dichosa esquina y mezcló todo el cubo para empezar desde el principio.
El ruido del cubo aumentaba en el aire frío, sonaba como una pequeña máquina. Por el rabillo del ojo Oskar vio cómo la chica se levantaba de la escalera. Él siguió dando vueltas para empezar a hacer de nuevo una cara de un color. La muchacha estaba quieta. Notó una ligera inquietud en el estómago, pero hizo como si no la hubiera visto.
—¿Estás aquí de nuevo?
Oskar levantó la cabeza, hizo como si se sorprendiera, dejó pasar unos segundos y luego dijo:
—¿Estás aquí otra vez?
La chica no dijo nada y Oskar siguió dando vueltas. Tenía los dedos rígidos. Era difícil distinguir los colores en la oscuridad, por lo que trabajaba sólo con la cara blanca, que era la más fácil de ver.
—¿Por qué estás ahí sentado?
—¿Por qué estás ahí de pie?
—Quiero estar tranquila.
—Yo también.
—Entonces vete a casa.
—Vete tú. Yo he vivido aquí más tiempo que tú.
Ahí le dolía a ella. La cara blanca estaba lista y era difícil continuar. Los otros colores no eran más que una masa gris oscuro. Siguió dando vueltas, al tuntún.
Cuando volvió a levantar la vista, la chica estaba en la barandilla y saltó. Oskar lo sintió en el estómago cuando dio contra el suelo; si él hubiera intentado un salto así seguro que se habría hecho daño. Pero la muchacha aterrizó suavemente como un gato, llegó hasta donde él estaba. Él volcó su atención en el cubo. Ella se paró frente a él.
—¿Qué es eso?
Oskar miró a la chica, al cubo y de nuevo a la chica.
—¿Esto?
—Sí.
—¿No lo sabes?
—No.
—El cubo de Rubik.
—¿Cómo dices?
Oskar pronunció las palabras exageradamente claras.
—El cubo de Rubik.
—¿Eso qué es?
Oskar se encogió de hombros.
—Un juego.
—¿Un puzzle?
—Sí.
Oskar le alargó el cubo a la chica.
—¿Quieres probar?
Ella lo cogió de sus manos, le dio la vuelta, mirando todas las caras. Oskar se echó a reír. La muchacha parecía un mono examinando una fruta.
—¿No has visto uno de estos antes?
—No. ¿Cómo se hace?
—Así…
Oskar cogió de nuevo el cubo y la chica se sentó junto a él. Él le enseñó cómo se giraba y que la cosa consistía en conseguir que cada cara estuviera entera de un solo color. Ella cogió el cubo y empezó a girar.
—¿Ves los colores?
—Naturalmente.
Oskar la miraba de reojo mientras ella trabajaba con el cubo. Tenía el mismo jersey de color rosa que el día anterior y no podía comprender que no tuviera frío. Él mismo empezaba a quedarse frío allí sentado, a pesar de la cazadora.
Naturalmente.
Hablaba raro también. Como un adulto. A lo mejor era hasta más mayor que él, aunque estuviera tan flaca. Su cuello blanco y delgado sobresalía del cuello tipo polo del jersey, se transformaba en una marcada mandíbula. Como la de un maniquí.
Una ráfaga de viento sopló en dirección a Oskar, tragó y respiró por la boca. El maniquí apestaba.
¿No se lavará?
Pero el olor era peor que si fuera sudor viejo. Se parecía más al olor de cuando se quita una venda de una herida infectada. Y su pelo…
Cuando se atrevió a mirarla con más detenimiento, mientras estaba ocupada con el cubo, vio que tenía el pelo totalmente pegajoso y lleno de enredos y nudos. Como si tuviera pegamento o… barro en él.
Mientras observaba a la chica respiró inconscientemente por la nariz y sintió una arcada en la garganta. Se levantó, fue hacia los columpios y se sentó. Era imposible estar a su lado. La muchacha parecía no notar nada.
Después de un rato se levantó, fue hacia ella, que seguía sentada y absorta en el cubo.
—Oye: tengo que irme a casa ya.
—Mmm.
—El cubo…
La chica paró. Dudó un momento y después se lo devolvió sin decir nada. Oskar lo cogió, la miró y se lo volvió a dejar.
—Te lo dejo prestado. Hasta mañana. Ella no lo cogió.
—No.
—¿Por qué no?
—A lo mejor no estoy aquí mañana.
—Hasta pasado mañana, entonces. Pero después no te lo presto más.
La chica se quedó pensándolo. Luego cogió el cubo.
—Gracias. Seguro que estoy aquí mañana.
—¿Aquí?
—Sí.
—De acuerdo. Adiós.
—Adiós.
Cuando se dio la vuelta alejándose oyó de nuevo el ruido del cubo. Ella pensaba seguir allí, con su jersey fino. Su madre y su padre tenían que ser… distintos, si la dejaban salir de casa de esa manera. Se le podía inflamar la vejiga.
—¿Dónde has estado?
—Fuera.
—Estás borracho.
—Sí.
—Dijimos que ibas a acabar con eso.
—Tú lo dijiste. ¿Qué es eso?
—Un puzzle. No está bien que tú…
—¿De dónde lo has sacado?
—Prestado. Håkan, tienes que…
—¿Quién te lo ha prestado?
—Håkan, no hagas eso.
—Hazme feliz entonces.
—¿Qué quieres que haga?
—Déjame tocarte.
—Sí. Con una condición.
—No. No, no. Entonces no.
—Mañana. Debes.
—No. Otra vez no. ¿Cómo que prestado? Tú no coges nunca nada prestado. ¿Qué es?
—Un puzzle.
—¿No tienes ya bastantes puzzles? Te preocupas más de tus puzzles que de mí. Puzzle. Beso. Puzzle. ¿Quién te lo ha prestado? ¿QUIÉN TE LO HA PRESTADO, pregunto?
—Håkan, déjalo.
—Me siento tan jodidamente desgraciado.
—Ayúdame. Una vez más. Después estaré lo suficientemente fuerte como para valerme por mí misma.
—Sí, precisamente por eso.
—No quieres que me valga por mí misma.
—¿Qué vas a hacer conmigo entonces?
—Te quiero.
—No me quieres nada.
—Sí. De alguna manera.
—Eso no existe. Uno quiere o no quiere.
—¿Es eso cierto?
—Sí.
—Entonces no sé.