Miércoles 21 de Octubre de 1981

Gunnar Holmberg, comisario de policía de Vällingby, mostró una pequeña bolsa de plástico que contenía polvos blancos.

Tal vez heroína, pero nadie se atrevió a decir nada. No querían que sospechara que sabían de esas cosas, menos aún si tenían un hermano o algún colega del hermano metidos en ello. Chutándose caballo. Hasta las chicas se quedaron en silencio mientras el policía movía la bolsa.

—¿Creéis que es levadura?, ¿harina?

Un murmullo reprobador. No fuera a pensar el policía que los de 6º B eran idiotas. Evidentemente era imposible determinar qué había en la bolsa, pero puesto que la clase trataba de las drogas, uno podía sacar sus propias conclusiones. El policía se volvió hacia la maestra:

—¿Qué les enseñáis en la clase de tareas del hogar?

La maestra sonrió encogiéndose de hombros. Todos se echaron a reír; el poli parecía majo. Algunos chicos habían podido hasta coger su pistola antes de que empezara la clase. Sin cargar, claro, pero de todas formas.

A Oskar le brincaba el corazón en el pecho. Sabía la respuesta a esa pregunta. Sufría por no poder decir lo que sabía. Quería que el policía lo mirara. Que lo mirara y que le dijera algo después de que él hubiera dado la respuesta correcta. Era una tontería lo que iba a hacer, lo sabía, y, sin embargo, levantó la mano.

—¿Sí?

—Es heroína, ¿no?

—Lo es —contestó el policía mirando con amabilidad—. ¿Cómo lo has adivinado?

Todas las cabezas se volvieron hacia él, expectantes ante lo que iba a decir.

—Bueno, es que… leo mucho y eso.

El policía asintió con la cabeza.

—Eso está bien. Leer —dijo moviendo la bolsita—. Así no queda tanto tiempo para otras cosas. ¿Cuánto creéis vosotros que puede valer esto?

Oskar no tenía ya nada que añadir. Había pasado su minuto de gloria. Incluso le pudo decir al policía que leía mucho. Era más de lo que había esperado.

Luego se perdió en ensoñaciones. Imaginaba cómo el policía, al terminar la clase, se acercaba a él, se sentaba a su lado y le preguntaba cosas. Entonces le iba a contar todo. Y el policía le iba a entender. Le acariciaría el pelo y diría que era un buen chico; le levantaría y, estrechándolo entre sus brazos, diría:

—Jodido chivato.

Jonny Forsberg le clavó el dedo en el costado. El hermano de Jonny iba con drogatas y Jonny sabía un montón de palabras que el resto de los chicos de la clase aprendían rápidamente. Casi seguro que Jonny sabía con exactitud cuánto valía aquella bolsa, pero no era un chivato. No hablaba con la pasma.

Tenían recreo y Oskar se quedó al lado de los percheros, indeciso. Jonny quería meterse con él. ¿Cuál sería la mejor manera de evitarlo? ¿Quedándose en el pasillo o saliendo fuera? Jonny y el resto de los chicos de la clase se lanzaron en tromba al patio.

Claro; el policía iba a permanecer con su coche en el patio de la escuela para que quienes estuvieran interesados se acercaran a mirar. Jonny no se atrevería a meterse con él mientras el policía se quedara allí.

Oskar bajó hasta las puertas del patio y miró a través de los cristales. Justamente, todos los de la clase se arremolinaban alrededor del coche de la policía. A Oskar le habría gustado estar allí también, pero desechó la idea. Alguien intentaría darle un rodillazo; otro, bajarle los calzoncillos hasta la raja del culo, con policía o sin ella.

Pero al menos tendría un respiro durante este recreo. Salió al patio y se escabulló hasta la parte de atrás, hasta los lavabos.

Una vez dentro aguzó el oído, carraspeó un poco. El sonido resonó entre las cabinas. Rápidamente se sacó de los calzoncillos su bola del pis, un trozo de esponja del tamaño de una mandarina que él mismo había cortado de un viejo colchón, con un agujero en el que metía el pito. Lo olió.

Pues sí, mierda, claro que se había orinado un poco. Enjuagó la bola bajo el grifo y la escurrió lo mejor que pudo.

Incontinencia. Se llamaba así. Lo había leído en un folleto que había cogido a hurtadillas en la farmacia. Algo que padecían sobre todo las viejas.

Y yo.

Se podían comprar productos que iban bien para eso, según decía el folleto, pero él no pensaba gastar su propina yendo a la farmacia a pasar vergüenza. Y de ninguna manera pensaba decírselo a mamá; su compasión le ponía enfermo.

Él tenía su bola del pis y funcionaba; siempre y cuando la cosa no fuera a peor.

Pasos fuera, voces. Con la bola apretada en la mano se metió en una de las cabinas y cerró la puerta al tiempo que se abría la de fuera. Se subió sin hacer ruido a la tapa del retrete acurrucándose de manera que no se le vieran los pies si alguien miraba por debajo. Intentó contener la respiración.

—¿Ceeeerdo?

Jonny, claro.

—Cerdo, ¿estás aquí?

Y Micke. Los dos peores. No, Tomas era más cabrón, pero no solía acompañarles cuando la cosa iba de dar golpes y arañazos. Demasiado listo para eso. Ahora le estaría haciendo la pelota al policía. Pero si descubrieran su bola del pis sería Tomas el que de verdad utilizaría eso para herirlo y humillarle durante mucho tiempo. Jonny y Micke le atizarían algún golpe y tan contentos. Así que de alguna manera había tenido suerte…

—¿Cerdo? Sabemos que estás aquí.

Tocaron su puerta, llamaron y golpearon. Oskar juntó los brazos alrededor de las rodillas y apretó los dientes para no gritar.

—¡Iros de aquí! ¡Dejadme en paz! ¡¿Es que no podéis dejarme en paz?!

Entonces, Jonny dijo con voz melosa:

—Cerdito, si no sales ahora tendremos que esperarte después de la escuela. ¿Es eso lo que quieres?

Permanecieron un momento en silencio. Oskar contuvo la respiración.

Se liaron a patadas y golpes con la puerta. Atronaba en la cabina y el cerrojo se doblaba hacia dentro. Debería abrir, salir antes de que se enfadaran más, pero no podía.

—¿Ceeerdo?

Había levantado la mano, demostrado que era alguien, que sabía algo. Aquello estaba prohibido. Para él. Se inventaban un montón de razones para humillarle: que estaba demasiado gordo, que era demasiado feo, demasiado asqueroso. Pero el verdadero problema era que él no existía para nada, y todo lo que les recordara su existencia era un crimen.

Probablemente no harían más que «bautizarle», meterle la cabeza en el retrete y tirar de la cadena. Con independencia de lo que se les ocurriera sentía siempre un gran alivio cuando ya había pasado. Entonces, ¿por qué no podía quitar el pestillo, que de todos modos iba a saltar en cualquier momento, y dejarles que se divirtieran?

Con la vista puesta en el pestillo vio cómo éste se iba doblando hasta que saltó de la armella, la puerta que se abrió de golpe contra la pared de la cabina, la sonrisa de triunfo en la cara de Micke Siskovs, lo sabía.

Porque el juego no era así.

Ni él había corrido el pestillo ni los otros habían saltado la pared de su cabina en tres segundos, porque ésas no eran las reglas del juego.

La euforia de los cazadores era de los otros; el terror de la víctima, suyo. Cuando le cogieran se acabaría la diversión, y la paliza propiamente dicha sería una obligación impuesta. Si se rendía demasiado pronto corría el riesgo de que pusieran toda su energía en el castigo en lugar de ponerla en la persecución. Lo que sería peor.

Jonny Forsberg asomó la cabeza.

—Levanta la tapa si vas a cagar… Vamos, chilla como un cerdo.

Oskar chilló como un cerdo. Estaba previsto. A veces, si lo hacía le perdonaban el castigo. Se esforzó al máximo temiendo que, si no, durante el castigo le obligaran a levantar las manos y descubrir su asqueroso secreto.

Arrugó la nariz como si fuera el hocico de un cerdo gruñendo y chillando, gruñendo y chillando. Jonny y Micke se reían.

—Joder, Cerdo. Venga, más.

Oskar siguió. Apretó los ojos y siguió. Cerró los puños con tanta fuerza que las uñas se le clavaron en las palmas de las manos y siguió. Gruño y chilló hasta que notó un sabor raro en la boca. Entonces paró. Abrió los ojos.

Se habían ido.

Se quedó allí, acurrucado encima de la tapa del retrete, mirando al suelo. Había una mancha roja en el azulejo que estaba debajo de él. Mientras miraba, cayó al suelo otra gota de sangre de su nariz. Cogió un trozo de papel higiénico y se tapó las fosas nasales.

Le pasaba a veces, cuando tenía miedo. Empezaba a sangrar por la nariz, sin más. Esto le había ayudado en algunas ocasiones justo cuando iban a pegarle; entonces lo dejaban, puesto que ya estaba sangrando.

Oskar Eriksson permanecía acurrucado con un trozo de papel en una mano y su bola del pis en la otra. Sangraba, se orinaba y hablaba demasiado. Tenía escapes en todos los agujeros. Pronto empezaría a cagarse también. El Cerdo.

Se levantó y salió de los lavabos. Dejó la mancha de sangre en el suelo. Para que alguien la viera y sospechara. Para que creyera que alguien había sido asesinado allí, puesto que alguien había sido asesinado allí. Por centésima vez.

Håkan Bengtsson, un hombre de cuarenta y cinco años con incipiente barriga, incipiente calva y dirección desconocida para la autoridad, iba en el metro mirando por la ventana, estudiando la que iba a ser su nueva casa.

La verdad es que esto era algo feo. Norrköping era más bonito. De todas formas, estas poblaciones del oeste no se parecían en nada a los suburbios de Estocolmo que él había visto por la televisión; Kista y Rinkeby y Hallonbergen. Esto era diferente.

—PRÓXIMA ESTACIÓN, RÅCKSTA.

Algo más acabado y más acogedor. Aunque ahí se veía un auténtico rascacielos. Alzó la vista para poder ver el último piso de la torre de oficinas de Vattenfall. No recordaba un edificio semejante en Norrköping. Aunque claro, nunca había estado en el centro.

Se tenía que bajar en la próxima estación, ¿no? Miró el mapa de la red del metro pegado encima de las puertas. Sí, la próxima.

—ATENCIÓN A LAS PUERTAS. CIERRE DE PUERTAS.

No le miraba nadie, ¿verdad?

No, en el vagón sólo iban unas pocas personas ocupadas con sus periódicos de la tarde. Mañana hablarían de él en esos periódicos.

Fijó la vista en un anuncio de ropa interior. Una mujer posaba provocadora con bragas negras y sujetador de encaje. Era una locura. Por todas partes piel desnuda. ¡Y eso estaba permitido! ¿Cómo influía realmente aquello en las personas, en el amor?

Le temblaban las manos y las apoyó en las rodillas. Estaba muy nervioso.

—¿De verdad que no hay otra manera?

—¿Crees que te expondría a esto si hubiera otra manera?

—No, pero…

—No hay ninguna otra manera.

Ninguna otra manera. No había más remedio que hacerlo. Sin torpezas. Había consultado el mapa en la guía de teléfonos y elegido una zona de bosque que probablemente iría bien, después hizo la bolsa y salió.

Había cortado el logotipo de Adidas con el cuchillo que llevaba en la bolsa, entre los pies. Ésa era una de las cosas que habían ido mal en Norrköping. Alguien había recordado la marca de la bolsa y luego la policía la había encontrado en el contenedor en el que él la había tirado, no muy lejos de su piso.

Hoy se la llevaría a casa. Tal vez la cortaría en trozos pequeños y los echaría al retrete. ¿Se hacía así?

¿Cómo se hace en realidad?

—FINAL DEL TRAYECTO. POR FAVOR, ABANDONEN LOS VAGONES.

El metro vomitó su carga y Håkan siguió a los otros pasajeros con la bolsa en la mano. Le pareció que pesaba, aunque lo único pesado que había en ella era la botella de gas. Trató de andar con naturalidad, no como un hombre camino de su propia ejecución. La gente no tenía que fijarse en él.

Pero sus piernas parecían de plomo, como si quisieran soldarse al andén. ¿Y si se quedara allí? ¿Si se quedara totalmente quieto sin mover ni un músculo y permaneciera así? Esperando a que llegara la noche, a que alguien se fijara en él y llamara a… alguien que le buscara, que le llevara a otro sitio.

Siguió andando a paso normal. Pierna derecha, pierna izquierda. No podía fallar. Ocurrirían cosas terribles si fallaba. Lo peor que se pudiera imaginar.

Arriba, junto a los torniquetes, miró a su alrededor. Tenía muy mal sentido de la orientación. ¿Hacia qué lado estaría esa zona del bosque? Lógicamente, no podía preguntárselo a nadie. Probaría suerte. No había más que seguir adelante, acabar con ello de una vez. Derecha, izquierda.

Tiene que haber otra manera.

Pero no se le ocurría nada. Había ciertos requisitos, ciertos criterios. Y ésta era la única manera de cumplirlos.

Lo había hecho ya dos veces, y las dos la había cagado. En Växjö no tanto, pero lo suficiente como para verse obligado a marcharse de allí. Hoy lo iba a hacer bien, recibiría muchos elogios.

Caricias, tal vez.

Dos veces. Ya estaba condenado. ¿Qué importancia podía tener una tercera vez? Absolutamente ninguna. El castigo de la sociedad sería probablemente el mismo: cadena perpetua.

¿Y el moral? ¿Cuántos golpes dará la cola, rey Minos?

El camino del parque por el que iba torcía más adelante, donde empezaba el bosque. Tenía que ser el bosque que había visto en el mapa. La botella y el cuchillo golpeaban el uno contra el otro. Intentó llevar la bolsa de modo que no sonaran.

Una niña apareció en la calle delante de él. Una niña de unos ocho años de vuelta a casa después de la escuela con la cartera golpeándole la cadera.

¡No! ¡Nunca!

Ahí estaba el límite. Una niña tan pequeña, no. Preferible él mismo, hasta que cayera muerto. La niña iba cantando algo. Aceleró el paso para acercarse, para poder escucharla.

Pequeño rayo de sol que entras

por la ventana en mi casa…

¿Todavía cantaban los niños esa canción? La niña tal vez tenía una profesora mayor. Qué bien que esa canción todavía existiera. Le habría gustado acercarse más para oírla mejor, sí, tan cerca como para sentir el olor de su pelo.

Caminó más despacio. Nada de liarla. La niña dejó la calle, continuó por un sendero hacia el bosque. Probablemente vivía en las casas que había al otro lado. Que los padres se atrevieran a dejarla ir así, totalmente sola. Tan pequeña.

Se detuvo, dejó que la niña aumentara la distancia y desapareciera en el bosque.

Ahora sigue, pequeña. No te entretengas jugando en el bosque. Esperó cosa de un minuto, escuchando a un pinzón que cantaba en un árbol próximo. Luego siguió tras la niña.

Oskar iba de vuelta a casa después de la escuela; muy abatido. Siempre se sentía peor cuando conseguía evitar el castigo de esa manera: haciendo de cerdo, o de cualquier otra cosa. Peor que si le hubieran dado una paliza. Lo sabía y, sin embargo, no era capaz de aceptar el castigo cuando éste se avecinaba. Prefería rebajarse a lo que fuera. Ningún orgullo.

Robin Hood y el Hombre Araña tenían orgullo. Cuando Sir John o el Doctor Octopus los tenían arrinconados, ellos desafiaban al miedo, aunque no hubiera posibilidad de escapar.

Pero ¿qué sabía realmente el Hombre Araña? Como ya se sabe, conseguía escapar siempre, aunque fuera imposible. Era un personaje de cómic que tenía que sobrevivir para el siguiente número. Él tenía sus fuerzas de Hombre Araña; Oskar, su gruñido. Cualquier cosa con tal de sobrevivir.

Necesitaba consolarse. Había pasado un día terrible y ahora iba a tener un poco de compensación. Aun a riesgo de encontrarse con Jonny y Micke caminó hasta el centro de Blackeberg, hasta el Sabis. Subió arrastrando los pies por la vereda zigzagueante en lugar de subir por las escaleras, se relajó. Lo importante era estar tranquilo, no sudar.

Ya le habían pillado una vez robando en Konsum, el año pasado. El guardia de seguridad quería llamar a su madre, pero estaba en el trabajo y Oskar no sabía su número, no, no. Pasó una semana angustiado cada vez que sonaba el teléfono. Sin embargo, en lugar de eso llegó una carta dirigida a su madre.

Idiotas. En el sobre ponía incluso «Comisaría de Policía de Estocolmo», y naturalmente Oskar lo abrió, leyó sus delitos, falsificó la firma de su madre y después envió la carta de nuevo para confirmar que la había leído. Cobarde puede, pero no tonto.

Y lo de cobarde… ¿Era de cobardes lo que estaba haciendo ahora? Llenándose los bolsillos de la cazadora con Dajm, Japp, Coco y Bounty para terminar con una bolsa de cochecitos entre la cinturilla del pantalón y el estómago; fue a la caja y pagó por un chupa chups de Dumle.

Volvió a casa con la cabeza alta y el paso ligero. No era el Cerdo al que todos podían patear, era el jefe de los ladrones que desafiaba los peligros para sobrevivir. Podía engañarlos a todos.

Cuando cruzó el arco de entrada al patio se sintió seguro. Ninguno de sus enemigos vivía allí, un círculo irregular dentro del círculo más amplio que era la calle Ibsen. Una doble fortificación. Allí estaba seguro. En ese patio no le había pasado nada malo de verdad. Casi nada.

Allí había crecido y allí había tenido amigos antes de empezar la escuela. Fue en quinto cuando comenzó a sentirse rechazado en serio. A finales de ese curso se convirtió en el saco de los golpes de todos sus compañeros, y aquello se extendió incluso a otros chicos que no iban a su clase. Llamaban cada vez menos para preguntarle si quería salir a jugar.

Fue también durante ese periodo cuando empezó con su cuaderno de recortes, al que ahora acudía de nuevo, para entretenerse.

—¡JIIINNN!

Se oyó un zumbido y algo le golpeó los pies. Un coche teledirigido de color granate echó marcha atrás, dio la vuelta y subió por la cuesta en dirección a su portal a toda velocidad. Detrás de los espinos, a la derecha del arco, apareció Tommy con una larga antena que salía de su estómago, chuleando un poco.

—Te ha sorprendido, ¿eh?

—Qué rápido va.

—Sí. Te lo vendo.

—¿Por cuánto…?

—Trescientas coronas.

—No. No las tengo.

Tommy le hizo una señal con el índice para que se acercara, dio la vuelta al coche en la cuesta y lo condujo hacia abajo a velocidad de rally, lo paró con un derrape delante de sus pies, lo cogió y, haciéndole una caricia, dijo en voz baja:

—Cuesta novecientas en la tienda.

—Seguro.

Tommy miró el coche, examinó a Oskar de arriba abajo.

—¿Doscientas entonces? Es totalmente nuevo, ya ves.

—Sí, es muy bonito, pero…

—¿Pero?

—Nada.

Tommy asintió, puso el coche en el suelo y lo dirigió entre los arbustos de manera que las ruedas grandes y estriadas chirriaron, dio una vuelta al tendedero de las alfombras y otra vez cuesta abajo.

—¿Me dejas probarlo?

Tommy miró a Oskar como para decidir si era o no digno de ello, le tendió el mando a distancia señalando el labio superior.

—Te han pegado, ¿no? Tienes sangre. Aquí.

Oskar se pasó el índice por el labio, algunas partículas de color marrón se le quedaron pegadas.

—No, es sólo…

Mejor no contarlo. No servía para nada. Tommy era tres años mayor. Duro. Sólo diría algo sobre que hay que devolverla y Oskar contestaría que «claro», y el único resultado sería que descendería aún más en el aprecio de Tommy.

Oskar manejó el coche un poco, luego miró mientras Tommy lo dirigía. Le habría gustado tener doscientas coronas en efectivo y que pudieran hacer un negocio Tommy y él. Algo en común. Se metió las manos en los bolsillos y tocó las golosinas.

—¿Quieres un Dajm?

—No, no me gustan.

—¿Japp, mejor?

Tommy levantó la vista del mando a distancia, sonriendo.

—¿Tienes de los dos?

—Sí.

—¿Mangados?

—… Sí.

—Vale.

Oskar alargó la mano y le dio un Japp que Tommy se guardó en el bolsillo trasero de sus vaqueros.

—Gracias. Adiós.

—Adiós.

Cuando llegó a casa, Oskar echó todas las golosinas encima de la cama. Iba a empezar con el Dajm para seguir luego con los dobles y terminar con el Bounty, su favorito. Después los coches, que parecía como si enjuagaran la boca.

Dispuso las golosinas en hilera a lo largo de la cama, en el orden en que se las iba a comer. En el frigorífico encontró una botella de coca cola a medias a la que su madre había puesto un trozo de papel de aluminio en la boca. Perfecto. Le gustaba más así, cuando se le habían ido las burbujas, sobre todo con las golosinas.

Retiró el papel de aluminio y colocó la botella en el suelo junto a las golosinas, se tumbó boca abajo en la cama y se puso a examinar su estantería. Una colección casi entera de los cómics Kalla Kårar, aquí y allá completada con Rysare ur Kalla Kårar.

El grueso lo formaban dos bolsas de papel llenas de libros que compró por doscientas coronas a través de un anuncio en el periódico Gula. Había cogido el metro hasta Midsommarkransen y seguido las instrucciones hasta dar con el piso. El hombre que le abrió la puerta parecía gordo, demacrado y hablaba con la voz un poco silbante. Afortunadamente no había invitado a Oskar a pasar, sólo había llevado las bolsas con los libros hasta el rellano, cogido los dos billetes de cien con una inclinación de cabeza diciendo: «Que te diviertas» y había cerrado la puerta.

Entonces Oskar se puso nervioso. Había buscado durante meses los números antiguos de esos cómics en las librerías de viejo que había a lo largo de Götgatan. Por teléfono, el hombre había asegurado que se trataba de números atrasados. Le parecía que había sido demasiado fácil.

Tan pronto como Oskar estuvo fuera del alcance de su vista dejó las bolsas en el suelo y las revisó. No le habían engañado. Cuarenta y cuatro libros desde el número 2 hasta el 46.

Aquéllos no se podían comprar ya. ¡Por doscientas coronas!

Como para no tener miedo de aquel hombre. Lo que había hecho no era ni más ni menos que robarle al troll su tesoro.

Sin embargo, no ganaban a su cuaderno de recortes.

Lo rebuscó en su escondite bajo un montón de tebeos. El mismo cuaderno en sí no era más que una libreta grande de dibujo que había mangado en Åhléns, en Vällingby, saliendo con ella bajo el brazo por todo el morro —¿quién dijo que era un cobarde?—, pero el contenido…

Desenvolvió el Dajm, le pegó un buen mordisco, disfrutó de aquel rechinar crujiente entre los dientes y abrió su cuaderno. El primer recorte era de la revista Hemmets Journal: la historia de una envenenadora de Estados Unidos de los años cuarenta. Había conseguido envenenar con arsénico a catorce viejos antes de que fuera encarcelada, juzgada y ejecutada en la silla eléctrica. Había pedido ser ejecutada con veneno, bastante comprensible, pero el Estado en el que había actuado empleaba la silla, y fue la silla.

Ése era uno de los sueños de Oskar: presenciar una ejecución en la silla eléctrica. Había leído que la sangre se empezaba a cocer, que el cuerpo se retorcía en ángulos imposibles. Se imaginaba también que el pelo se prendía, pero de esto no tenía confirmación escrita.

Absolutamente grandioso, de todos modos.

Siguió hojeando. El siguiente recorte era de Aftonbladet y trataba de un descuartizador sueco. Bastante mala la foto de carné. Parecía una persona cualquiera. Sin embargo había matado a dos chaperos en su propia sauna, los había descuartizado con una motosierra eléctrica y los había enterrado allí mismo. Oskar se comió el último bocado del Dajm mientras observaba detenidamente la cara de aquel hombre. Una persona cualquiera.

Podría ser yo dentro de veinte años.

Håkan había encontrado el sitio perfecto en el que permanecer al acecho, con una buena vista sobre el sendero del bosque en las dos direcciones. En el bosque, más adentro, descubrió una hondonada resguardada con un árbol en medio y había dejado allí la bolsa con las herramientas. El pequeño frasco de halotano colgaba de una trabilla bajo el abrigo.

Ya no podía hacer más que esperar.

Yo también quise una vez ser mayor

y tan inteligente como mi padre y mi madre…

No había oído a nadie cantar esa canción desde que iba a la escuela. ¿Era de Alice Tegnér? Imagínate la cantidad de canciones bonitas desaparecidas que nadie cantaba ya. En general, cuántas cosas bonitas habían desaparecido.

Ningún respeto por lo bello. Era característico de la sociedad actual. Las obras de los grandes maestros podían emplearse a lo sumo como referencias irónicas, o como propaganda. La creación de Adán de Miguel Ángel, donde en vez del soplo de vida ponen un par de vaqueros.

Todo el mérito de la composición, como él lo veía, eran esos cuerpos monumentales que convergían sólo en dos dedos índices que casi, pero sólo casi, llegaban a tocarse. Entre ellos había un vacío milimétrico. Y en aquel espacio vacío: la vida. La grandeza escultural de la imagen y la riqueza de los detalles eran sólo un marco, un fondo para realzar mejor el vacío mínimo del centro. El punto vacío que contenía todo.

Y en su lugar habían colocado un par de vaqueros.

Alguien llegaba por el sendero. Se agachó con el corazón palpitándole en los oídos. No. Señor mayor con perro. Doble fallo. En parte por el perro, al que tendría que hacer callar primero; en parte, por la mala calidad.

Mucho ruido y pocas nueces. Alt.

Demasiados gritos para tan poca lana, dijo el que tomó por oveja a un cerdo. Alt.

Canta la rana y no tiene pelo ni lana.

Miró el reloj. En menos de dos horas se haría de noche. Si no llegaba nadie adecuado en una hora, tendría que coger al primero que pasase. Debía estar en casa antes de que oscureciera.

El hombre decía algo. ¿Le habría visto? No, hablaba con el perro.

—Sííí, vaya ganas que tenías de hacer pis, chiquitina. Cuando lleguemos a casa te voy a dar paté. Papá te dará una buena rodaja de paté.

El frasco de halotano se le clavó a Håkan en el pecho cuando se llevó las manos a la cabeza suspirando. Pobre hombre. Pobres de las personas que están solas en un mundo sin belleza.

Sintió frío. El viento se había vuelto más frío por la tarde y pensó en ir a buscar el chubasquero a la bolsa, ponérselo por encima para protegerse del viento. No. Eso le restaría movilidad cuando necesitaba actuar con rapidez. Además, podía despertar sospechas antes de tiempo.

Pasaron dos chicas de unos veinte años. No. No podía con dos. Captó algún fragmento de la conversación:

—… que ella se va a quedar… con él ahora.

—… un mono. Él tiene que comprender que él…

—… culpa de ella que… las píldoras…

—Pero está claro que él tiene que…

—… imagínate… ése como padre…

Alguna compañera que estaba embarazada. Un chico que no asumía su responsabilidad. Así estaban las cosas. Continuamente. Todos pensaban nada más que en sí mismos y en lo suyo. Mi felicidad, mi éxito era lo único que se oía. Amor es poner la vida a los pies del otro, y de eso son incapaces las personas de hoy día.

El frío penetraba en sus articulaciones, iba a actuar con torpeza hiciera lo que hiciera. Metió la mano dentro del abrigo, apretó la palanca del gas. Un ruido silbante. Funcionaba. Dejó de apretar.

Se dio unas palmadas en los costados. Ojalá venga alguien ahora. Solo. Miró el reloj. Media hora más. Ojalá venga alguien ahora. Por la vida y por el amor.

Mas de corazón niño yo quiero ser, pues de los niños el reino de Dios es.

Había empezado a anochecer cuando Oskar terminó de mirar su cuaderno de recortes y de comerse todas las golosinas. Como solía ocurrirle después de comer tantas chucherías, se sentía pesado y vagamente culpable.

Mamá no llegaría hasta dentro de dos horas. Entonces comerían. Después él haría los deberes de inglés y los de mates. Luego puede que leyera un libro, o que viera la tele con mamá. Nada especial por la tele esa noche. Más tarde tomarían un vaso de leche chocolateada y comerían unos bollos, hablarían un rato. Después se acostaría, le costaría quedarse dormido pensando en el día siguiente.

Si tuviera alguien a quien llamar. Podía, claro está, llamar a Johan con la esperanza de que no tuviera otra cosa mejor que hacer.

Johan iba a su clase y se lo pasaban bastante bien cuando estaban juntos, pero si podía elegir, no elegía a Oskar. Era Johan el que le llamaba cuando se aburría, no al revés.

El piso estaba en silencio. No pasaba nada. Las paredes de hormigón se le echaban encima. Estaba sentado en la cama con las manos en las rodillas, el estómago lleno de golosinas.

Como si fuera a ocurrir algo. Ahora.

Prestó atención. Un terror pegajoso se fue apoderando de él. Algo se acercaba. Un gas incoloro se filtraba a través de las paredes, amenazaba con tomar forma, engullirlo. Permaneció quieto, conteniendo la respiración y escuchando. Esperó.

El momento pasó. Oskar comenzó a respirar de nuevo.

Fue a la cocina, bebió un vaso de agua y sacó el cuchillo más grande que había en la placa magnética. Probó el filo en la uña del dedo gordo, como papá le había enseñado. Desafilado. Pasó el cuchillo por el afilador un par de veces y volvió a probar. Una viruta microscópica salió de la uña del dedo gordo.

Bien.

Envolvió el cuchillo con un periódico a modo de funda provisional, lo pegó con celo y se apretó el paquete entre la cintura del pantalón y la cadera izquierda. Sólo sobresalía el mango. Probó a andar. La hoja le impedía el movimiento de la pierna izquierda y lo inclinó a lo largo de la ingle. Incómodo, pero funcionaba.

En el pasillo se puso la cazadora. Entonces se acordó de todos los papeles de las golosinas que estaban esparcidos por el suelo de su habitación. Los recogió, hizo una pelota con ellos y se la metió en el bolsillo, no fuera a ser que mamá llegara a casa antes que él. Podría dejar los papeles debajo de alguna piedra en el bosque.

Comprobó una vez más que no había dejado ningún rastro.

El juego había empezado. Él era un temido asesino en serie. Había asesinado ya a catorce personas con su afilado cuchillo, sin dejar ni una sola pista tras de sí. Ni un pelo, ni un papel de golosinas. La policía le temía.

Ahora iría al bosque a buscar a su próxima víctima.

Curiosamente, ya sabía cómo se llamaba ésta, qué aspecto tenía: Jonny Forsberg, con el pelo largo y los ojos grandes y mezquinos. Iba a tener que rezar y suplicar por su vida, gritar como un cerdo, pero en vano. El cuchillo tendría la última palabra y la tierra iba a beber su sangre.

Oskar había leído esas palabras en algún libro, y le gustaron. «La tierra beberá su sangre».

Mientras cerraba la puerta de casa y llegaba a la del portal con la mano izquierda apoyada en el mango del cuchillo, iba repitiéndolas como si fueran un mantra:

La tierra beberá su sangre. La tierra beberá su sangre.

El arco por el que había entrado antes en el patio estaba en el extremo derecho del edificio, pero él fue a la derecha, pasó dos portales y salió por el paso por el que los coches tenían acceso a la zona. Abandonó la fortaleza interior. Cruzó la calle Ibsen y siguió cuesta abajo. Abandonó la fortaleza exterior. Siguió bajando hacia el bosque.

La tierra beberá su sangre.

Por segunda vez aquel día, Oskar se sintió casi feliz.

Quedaban sólo diez minutos del tiempo que Håkan se había fijado cuando un chico que iba solo apareció por el camino. Por lo que podía apreciar, de unos trece o catorce años. Perfecto. Había pensado bajar corriendo agachado hacia el otro extremo del camino y salir allí al encuentro de su elegido.

Pero ahora las piernas se le habían quedado totalmente bloqueadas. El chico avanzaba tranquilo por el camino y no había tiempo que perder. Cada segundo que pasaba reducía las posibilidades de una actuación sin mácula. Pero las piernas se negaban a moverse. Estaba allí paralizado mirando mientras el elegido, el perfecto, avanzaba, pronto a su misma altura, justo delante de él. Pronto demasiado tarde.

Tengo que. Tengo que. Tengo que.

Si no lo hacía, tendría que suicidarse. No podía llegar a casa sin aquello. Era así. El chico o él. Cuestión de elegir.

Se puso en movimiento demasiado tarde. Dando tropezones por el bosque llegó a la altura del muchacho en lugar de haber salido a su encuentro en el sendero, tranquilo y natural. Idiota. Patoso. Ahora el chaval podría sospechar, estar alerta.

—¡Oye! —le gritó—. ¡Perdona!

El chico se paró. Al menos no echó a correr, menos mal. Tenía que decir algo, preguntar algo. Avanzó hasta él, que permanecía a la espera en el camino.

—Sí, perdón, pero… ¿qué hora es?

El chaval miró de reojo el reloj de pulsera de Håkan.

—Sí, el mío se ha parado.

El chico parecía tenso mientras miraba su reloj de pulsera. No podía hacer otra cosa. Håkan metió la mano dentro del abrigo y puso el dedo índice sobre la palanca del dosificador mientras esperaba la respuesta del chico.

Oskar bajó hasta la imprenta y torció por el sendero del bosque. La pesadez de estómago había desaparecido, sustituida por una tensión embriagadora. En el camino de bajada hacia el bosque la fantasía lo había envuelto y ahora era realidad.

Veía el mundo con los ojos de un asesino, o tanto como la fantasía de un niño de trece años podía captar de los ojos de un asesino. Un mundo bello. Un mundo en el que él tenía el control, que temblaba ante su decisión.

Avanzó por el camino del bosque, buscando a Jonny Forsberg.

La tierra beberá su sangre.

Empezaba a anochecer y los árboles le rodeaban como una muchedumbre muda, expectantes ante el más mínimo movimiento del criminal, temerosos de que alguno de ellos fuera el elegido. Pero el asesino se movía entre ellos, ya había vislumbrado a su víctima.

Jonny Forsberg se encontraba en un montículo a unos cincuenta metros del camino. Tenía las manos en las caderas, su sonrisa socarrona estampada en la cara. Creía que iba a pasar lo de siempre. Que le forzaría a tirarse al suelo y, agarrándole de la nariz, le metería agujas de pino y musgo en la boca, o algo por el estilo.

Qué equivocado estaba. No era Oskar quién llegaba, era el Asesino, y las manos del Asesino asieron con fuerza el mango del cuchillo, preparándose.

El Asesino avanzó despacio, con dignidad, hasta llegar frente a Jonny Forsberg, y mirándole a los ojos dijo:

—Hola, Jonny.

—Hola, Cerdito. ¿Te dejan estar fuera tan tarde? El Asesino sacó su cuchillo. Y lo clavó.

—Las cinco y cuarto, o así.

—Vale. Gracias.

El chico no se iba. Se quedó parado mirando a Håkan, que intentaba dar un paso. Estaba quieto, siguiéndole con la mirada. Esto se iba a la mierda. Desde luego el chaval sospechaba algo. Una persona había salido con mucho jaleo de en medio del bosque para preguntar la hora y ahora estaba allí como Napoleón con la mano dentro del abrigo.

—¿Qué llevas ahí?

El chico apuntaba hacia la zona del corazón. Tenía la mente en blanco, no sabía ni qué iba a hacer. Sacó el envase y se lo enseñó.

—¿Qué mierda es ésa?

—Halotano.

—¿Para qué lo llevas?

—Para… —tocó con los dedos la mascarilla revestida de espuma mientras intentaba encontrar algo que decir. No sabía mentir. Ésa era su desgracia—. Bueno… porque… lo necesito para el trabajo.

—¿Qué trabajo?

El chico había bajado un poco la guardia. Una bolsa de deporte parecida a la que él mismo había dejado arriba, en la hondonada, colgaba de la mano del chaval. Con la mano que sujetaba el envase hizo un gesto hacia la bolsa.

—¿Vas a algún entrenamiento o así?

Cuando el chico miró hacia la bolsa, aprovechó su oportunidad.

Abrió los dos brazos, con la mano que tenía libre sujetó la cabeza del muchacho por la nuca, le puso la mascarilla en la boca y apretó el dosificador hasta el tope. Se escuchó un sonido silbante como el de una gran serpiente, el chico intentaba liberar la cabeza, pero la tenía inmovilizada entre las manos de Håkan como en una tenaza desesperada.

Se tiró hacia atrás y Håkan con él. El silbido de la serpiente ahogó los demás sonidos cuando ambos cayeron sobre el serrín del sendero. Convulsivamente Håkan apretó la cabeza del muchacho entre sus manos y mantuvo la mascarilla en su sitio mientras rodaban por el suelo.

Tras un par de inspiraciones profundas el chaval comenzó a tranquilizarse. Håkan mantuvo la mascarilla en su sitio y echó una ojeada alrededor.

Ningún testigo.

El silbido del gas se le metía en el cerebro como una mala migraña. Fijó el tope del dosificador y, con esa mano libre, cogió la goma y la pasó por la cabeza del muchacho. La mascarilla estaba lista.

Se levantó con los brazos doloridos y miró a su presa.

Yacía con los brazos separados del cuerpo, la mascarilla le cubría la nariz y la boca y tenía la botella de halotano sobre el pecho. Håkan miró otra vez a su alrededor, recogió la bolsa del chico y se la puso a éste sobre la tripa. Luego levantó todo el paquete en brazos y lo llevó hacia la hondonada.

Pesaba más de lo que él creía. Mucho músculo. Peso muerto.

Iba jadeando por el esfuerzo que suponía llevar su carga por el terreno húmedo mientras el silbido del gas cortaba sus oídos como un cuchillo de sierra. Resoplaba alto conscientemente para alejar el sonido.

Con los brazos entumecidos y el sudor corriéndole por la espalda llegó por fin a la hondonada. Allí depositó al muchacho en el punto más bajo. Luego se echó junto a él. Cerró la botella de halotano y retiró la mascarilla. No se oía nada. El pecho del chico subía y bajaba. Se despertaría dentro de ocho minutos, como máximo. Pero no lo haría.

Håkan, echado al lado del chaval, estudiaba su cara, acariciándola con el dedo. Luego se le acercó más, tomó el cuerpo inerme entre sus brazos, lo apretó contra el suyo. Le besó con ternura en la mejilla, le susurró al oído «perdona» y se levantó.

Se le saltaban las lágrimas al ver aquel cuerpo indefenso en el suelo. Todavía podía evitarlo.

Mundos paralelos. Un pensamiento para consolarse.

Había un mundo paralelo en el que él no hacía lo que se disponía a hacer. Un mundo en el que ahora él se iba, dejaba que el chico se despertara y se preguntara qué había sucedido.

Pero no en este mundo. En este mundo se dirigía a su bolsa y la abría. Tenía prisa. Rápidamente se puso el impermeable encima de la ropa y sacó el instrumental. El cuchillo, una cuerda, un embudo grande y un bidón de plástico de cinco litros.

Puso todo en el suelo al lado del muchacho, observó el cuerpo joven por última vez. Luego cogió la cuerda y empezó a trabajar.

Apuñaló y apuñaló y apuñaló. Tras el primer golpe, Jonny había comprendido que ésta no iba a ser como las otras veces. Con la sangre chorreando de un corte profundo en la mejilla intentaba esquivarle, pero el Asesino era más rápido. Otro par de cortes y le seccionó los tendones por la parte posterior de las rodillas. Jonny se desplomó; en el suelo y retorciéndose, pedía clemencia.

Pero el Asesino no se dejó conmover. Jonny chillaba como un… cerdo cuando el Asesino se tiró sobre él y la tierra bebió su sangre.

Una cuchillada por lo de hoy en los lavabos. Otra por cuando me engañaste para que jugase al póquer de los nudillos. Los labios te los corto por todas las burradas que me has dicho.

Jonny sangraba por todos los orificios y ya no podía decir o hacer nada malo. Llevaba muerto un rato. Oskar lo remató reventándole los globos oculares que miraban fijamente, tjick, tjick, se levantó y observó su obra.

Buena parte del árbol caído y podrido que había hecho las veces de Jonny estaba hecho astillas y con el tronco perforado por los cortes. Las astillas se esparcían por el suelo alrededor del árbol sano que había hecho de Jonny cuando estaba en pie.

La mano derecha, con la que empuñaba el cuchillo, sangraba. Un pequeño corte casi en la muñeca; debía de habérsele resbalado el cuchillo al dar los golpes. No era un buen cuchillo para esa tarea. Se chupó la mano, limpiándose la herida con la lengua. Era de Jonny la sangre que se estaba bebiendo.

Se limpió los últimos restos de sangre con la funda de papel de periódico, introdujo dentro el cuchillo y comenzó a caminar hacia casa.

El bosque, que desde hacía un par de años le parecía amenazador, un refugio para sus enemigos, era ahora su casa y amparo. Los árboles se apartaban con respeto a su paso. No sentía ni siquiera una pizca de miedo, aunque empezaba a oscurecer del todo. Ninguna inquietud al pensar en el día siguiente: que trajera consigo lo que quisiera. Aquella noche iba a dormir bien.

Cuando llegó otra vez al patio se sentó un momento en el borde del parquecito de arena para tranquilizarse un poco antes de subir a casa. Mañana tendría que conseguir un cuchillo mejor, un cuchillo con seguro de parada, o como se llamara… deslizamiento, para no cortarse de nuevo. Porque aquello lo iba a repetir más veces.

Era un buen juego.