XLIV

Nos hicimos a la mar silenciosamente al anochecer, y todo fue bien durante la noche. La brisa era racheada; se estaba preparando un vendaval del sur. Era viento favorable a nuestro rumbo. De cuando en cuando Dominic hacía entrechocar sus manos, lenta y rítmicamente, unas cuantas veces, como si aplaudiera la actuación del Tremolino. La balancela zumbaba y temblaba en su veloz avance, bailando ligeramente bajo nuestros pies.

Al despuntar el alba le señalé a Dominic, entre las diversas velas que veíamos correr ante la borrasca que se condensaba, un bajel en concreto. La enorme cantidad de lona que llevaba lo hacía perfilarse muy alto, enhiesto, como una columna gris erguida e inmóvil exactamente en nuestra estela.

«Mire aquel tipo, Dominic», dije. «Parece que lleva prisa».

El Padrone no hizo ningún comentario, pero, envolviéndose en su capote negro, se levantó a mirar. Su rostro curtido, enmarcado por la capucha, tenía un aire de autoridad y fuerza desafiante, con los hundidos ojos clavados en la lejanía, sin un pestañeo, como los atentos, despiadados, fijos ojos de un ave marina.

«Chi va piano va sano», comentó al fin con una burlona mirada a la banda, en irónica alusión a nuestra propia, tremenda velocidad.

El Tremolino iba al máximo, y parecía apenas tocar los grandes estallidos de espuma sobre los que se precipitaba. Volví a agacharme para quedar al relativo abrigo de la borda, que era baja. Tras más de media hora de oscilante inmovilidad, reflejo de una vigilancia concentrada, intensa, Dominic se dejó caer sobre la cubierta a mi lado. Dentro del capuz monacal los ojos, le centelleaban con una expresión fiera que me sorprendió. Se limitó a decir:

«Supongo que habrá venido hasta aquí para quitarse la nueva pintura de las vergas».

«¿Qué?», exclamé, poniéndome de rodillas. «¿Es el guardacostas?».

La perpetua sombra de sonrisa que habitaba bajo los piráticos mostachos de Dominic pareció hacerse más pronunciada: enteramente real, siniestra, casi invisible, de hecho, por entre los pelos mojados y desrizados. A juzgar por ese síntoma, debía de estar violentamente furioso. Pero también pude advertir que estaba desconcertado, y ese descubrimiento me afectó desagradablemente. ¡Dominic desconcertado! Durante largo rato, apoyado contra la borda, estuve mirando por encima de la popa la columna gris que, erguida, parecía oscilar levemente en nuestra estela, siempre a la misma distancia.

Dominic, negro y encapuchado, permaneció mientras tanto sentado en cubierta con las piernas cruzadas, de espaldas al viento, recordando vagamente a algún cacique árabe sentado en bournuss[49] sobre la arena. Por encima de su inmóvil figura el pequeño cordón y la borla que colgaban del enhiesto pico de la capucha ondeaban inanemente a merced del temporal. Por fin abandoné mi posición cara al viento y la lluvia, y me agaché a su lado. Estaba seguro de que las velas eran un patrullero. Su presencia no era una cosa para divulgarla, pero pronto, entre dos nubes cargadas de granizo, un destello de sol cayó sobre su velamen, y nuestros hombres descubrieron su condición por sí solos. A partir de aquel momento me di cuenta de que parecían hacer caso omiso los unos de los otros y de cualquier otra cosa. No tenían ojos ni pensamiento más que para la leve figura en forma de columna a nuestra popa. Su oscilación se había hecho perceptible. Por un instante se la vio deslumbrantemente blanca, luego desapareció lentamente en un turbión, aunque para reaparecer al poco, casi negra, semejante a un poste clavado verticalmente contra el fondo pizarroso de soldadas nubes.

Desde que reparamos por vez primera en ella no nos había ganado ni un pie de terreno.

«Nunca alcanzará al Tremolino», dije en tono exultante.

Dominic no me miró. Comentó distraídamente, pero con razón, que el mal tiempo jugaba a favor de nuestro perseguidor. Su tamaño era tres veces mayor que el nuestro. Lo que teníamos que hacer era mantener la distancia hasta el anochecer, cosa que nos resultaría bastante fácil, y luego virar mar adentro para reconsiderar la situación. Pero sus pensamientos parecían andar a tientas por entre las tinieblas de algún enigma no resuelto, y pronto se quedó en silencio. Navegábamos a velocidad constante, con orejas de mulo. El Cabo de San Sebastián, que teníamos delante, parecía retroceder en las turbonadas, y volver a salir para recibir nuestras acometidas, cada vez más distinguible entre los chubascos.

Yo, por mi parte, no estaba en modo alguno seguro de que este gabelou (como nuestros hombres se referían oprobiosamente a él) nos estuviera persiguiendo en absoluto. Había dificultades náuticas de tal calibre que me hicieron expresar la optimista opinión de que simplemente estaba cambiando de puesto con toda inocencia. Ante esto Dominic condescendió a volver la cabeza.

«Le digo que está a la caza», afirmó, de mal humor, tras una rápida ojeada a popa.

Yo nunca dudaba de sus opiniones. Pero, con todo el ardor de un neófito y el orgullo de un alumno aventajado, era, por aquel entonces, un gran casuista náutico.

«Lo que no logro comprender», insistí sutilmente, «es cómo diablos, con este viento, se las ha arreglado para estar justo donde estaba cuando lo divisamos por vez primera. Está claro que no ha podido ganarnos doce millas durante Ja noche y que no lo ha hecho. Y hay otras imposibilidades…».

Dominic había permanecido sentado, inmóvil, como un negro cono inanimado posado sobre la cubierta de popa, cerca de la mecha del timón, con una pequeña borla revoloteando sobre su punta aguda, y durante un rato conservó la inmovilidad de su meditación. Luego, echándose hacia adelante con una carcajada breve, obsequió a mis oídos con la parte amarga del asunto. Ahora lo entendía todo perfectamente. El patrullero estaba donde lo habíamos visto por primera vez no porque nos hubiera dado alcance, sino porque nosotros lo habíamos adelantado durante la noche mientras estaba ya aguardándonos, en facha muy probablemente, en nuestro mismo rumbo.

«¿Lo entiende… ya?», musitó Dominic en tono bajo y fiero. «¡Ya! Usted se acuerda de que salimos más de ocho horas antes de lo previsto, pues de lo contrario habría llegado a tiempo para esperarnos escondido al otro lado del Cabo, y…» —dio una dentellada en el aire muy cerca de mi rostro, como un lobo— «…y nos habría atrapado… así».

Ahora lo veía todo bastante claro. Los de aquel patrullero tenían ojos en la cara y la cabeza sobre los hombros. Los habíamos adelantado en la oscuridad mientras se dirigían tranquilamente hacia su emboscadura en la idea de que nosotros aún estábamos muy atrás. Al rayar el alba, sin embargo, y avistar a proa una balancela bajo gran cantidad de lona, se habían hecho a la vela en nuestra persecución. Pero si aquello era así, entonces…

Dominic me agarró del brazo.

«¡Sí, sí! El patrullero vino por un soplo… ¿se da usted cuenta…?, por un soplo… Nos han vendido… nos han traicionado. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Para qué? Siempre les pagamos tan bien a todos los de tierra… ¡No! Pero va a estallarme la cabeza».

Pareció asfixiarse, tiró del botón del cuello del capote, se puso en pie de un salto con la boca abierta como para lanzar maldiciones y condenas, pero se dominó en seguida, y, envolviéndose aún más en el capote, volvió a tomar asiento en la cubierta tan sosegado como siempre.

«Sí, debe de ser obra de algún canalla de los de tierra», comenté yo.

Tiró del borde de la capucha hacia adelante, echándosela por encima de la frente, antes de musitar:

«Un canalla… Sí… Es evidente».

«Bueno», dije yo, «pero no pueden cogernos, eso está claro».

«No», asintió quedamente, «no pueden».

Doblamos el Cabo muy ceñidos a él para evitar una corriente adversa. Al otro lado, por efecto de la tierra, se produjo durante un instante una falta de viento tan total que las dos grandes, altas velas del Tremolino se quedaron colgando indolentemente de los mástiles en medio del estruendoso bramido de las olas, que rompían contra la costa que habíamos dejado atrás. Y cuando la ráfaga, al retornar, volvió a henchirlas, vimos con asombro cómo la mitad de nuestra vela mayor, que estaba nueva y a la que creíamos capaz de reventar el barco antes que ceder, se volaba completamente de las relingas. Bajamos la verga inmediatamente, y lo salvamos todo, pero aquello ya no era ni vela ni nada; era tan sólo un montón de empapadas tiras de lona que obstaculizaban la cubierta y lastraban la embarcación. Dominic dio la orden de arrojar el lote entero por la borda.

«También habría hecho tirar la verga por la borda», dijo, conduciéndome de nuevo a popa, «si no fuera por el lío que supone. Procure que no se le note nada», prosiguió, bajando la voz, «pero voy a decirle algo terrible. Escuche: ¡he observado que las puntadas de las relingas de esa vela habían sido cortadas! ¿Me oye? Cortadas con un cuchillo por muchos sitios. Y sin embargo ha aguantado todo este tiempo. No las cortaron lo suficiente. Ese gualdrapazo las acabó de soltar. ¿Qué significa esto? Pues, ¡fíjese!, que la traición está en esta misma cubierta. ¡Por los cuernos del demonio! Está aquí, a nuestras mismísimas espaldas. No se vuelva, signorino».

Estábamos mirando a popa en aquel momento.

«¿Y qué vamos a hacer?», pregunté, espantado.

«Nada. ¡Silencio! Pórtese como un hombre, signorino».

«¿Y qué más?», dije.

Para demostrarle que sabía portarme como un hombre, decidí no emitir sonido alguno mientras el propio Dominic tuviera fuerzas para mantener la boca cerrada. Lo único que conviene a ciertas situaciones es el silencio. Además, la experiencia de la traición pareció extender sobre mis pensamientos y mis sentidos una invencible somnolencia. Durante una hora o más vimos cómo nuestro perseguidor iba surgiendo cada vez más cerca entre los turbiones que a veces lo ocultaban por completo. Pero incluso cuando no se lo veía, lo sentíamos allí como una navaja en la garganta. Nos iba ganando terreno pavorosamente. Y el Tremolino, en medio de una brisa fortísima y sobre un agua ya mucho más en calma, seguía columpiándose tranquilamente bajo su única vela, con un algo de espantosa despreocupación en la alegre libertad de su marcha. Pasó otra media hora. Yo ya no pude resistirlo más.

«Cogerán a nuestra pobre barquichuela», tartamudeé de repente, casi a punto de echarme a llorar.

Dominic no se movía más que una talla. Una sensación de catastrófica soledad invadió mi alma inexperta. Se me presentó la visión de mis compañeros. Toda la banda realista estaría ahora en Montecarlo, según mis cálculos. Y se me aparecieron nítidos y muy pequeños, con voces afectadas y envarados ademanes, como una procesión de rígidas marionetas en un escenario de juguete. Di un respingo. ¿Qué era aquello? Un misterioso, inmisericorde susurro me llegó desde el interior de la inmóvil capucha negra a mi lado.

«II faut la fuer».

Lo oí perfectamente.

«¿Qué dice usted, Dominic?», pregunté, sin mover más que los labios.

Y el susurro de la capucha se repitió misteriosamente. «Hay que matarla».

Mi corazón se puso a latir violentamente.

«Eso es», balbucí. «Pero, ¿cómo?».

«¿Usted la quiere bien?».

«Sí».

«Pues entonces también le va a hacer falta corazón para este trabajo. Habrá de timonear usted personalmente, y yo me encargaré de que tenga una muerte rápida, sin dejar de rastro ni una astilla».

«¿Podrá?», murmuré, fascinado por la capucha negra vuelta inamoviblemente hacia popa, como en ilícita comunión con ese antiguo mar de magos, traficantes de esclavos, exiliados y guerreros, el mar de las leyendas y los temores, donde los marinos de la antigüedad remota solían oír a la inquieta sombra de un viejo errante lamentarse a voces en la oscuridad.

«Conozco una roca», susurró secretamente la voz iniciada de la capucha. «Pero… ¡cuidado! Hay que hacerlo sin que nuestros hombres se den cuenta de lo que nos traemos. ¿De quién podríamos ya fiarnos? Un cuchillo pasado por las drizas de proa haría que el trinquete se viniera abajo, y pondría fin a nuestra libertad en cuestión de veinte minutos. Y el mejor de nuestros hombres podría tener miedo de ahogarse. Disponemos de nuestro pequeño bote, pero en un caso así nadie puede estar seguro de salvarse».

La voz cesó. Habíamos salido de Barcelona con nuestro batel a remolque; luego había resultado demasiado arriesgado intentar izarlo a bordo, así que lo habíamos dejado a que tentara la suerte de las olas al extremo de una holgada extensión de cable. Muchas veces nos había parecido hallarse completamente sumergido, pero al poco lo veíamos volver a salir a la superficie sobre una ola, aparentemente tan boyante y entero como siempre.

«Entendido», dije en voz baja. «Muy bien, Dominic. ¿Cuándo?».

«Aún no. Antes tenemos que meternos un poco más», respondió la voz de la capucha en un murmullo fantasmal.

La cosa estaba decidida. Ahora tenía ya valor para volverme. Nuestros hombres estaban agachados aquí y allá por las cubiertas con caras de preocupación y abatimiento, todas vueltas en la misma dirección para vigilar al perseguidor. Por primera vez en toda la mañana reparé en César, tendido cuan largo era sobre la cubierta, cerca del palo trinquete, y me pregunté dónde habría estado escondido hasta entonces. Pero lo cierto era que podía haber permanecido todo el tiempo a mi lado sin que yo me hubiera dado cuenta. Habíamos estado demasiado absortos en la contemplación de nuestro sino para prestarnos atención los unos a los otros. Nadie había comido nada aquella mañana, pero los hombres habían estado yendo constantemente a beber al aljibe.

Bajé corriendo al camarote. Tenía allí, guardados en un pañol, diez mil francos en oro, de cuya presencia a bordo, que yo supiera, nadie más que Dominic tenía la menor idea. Cuando volví a salir a cubierta Dominic se había dado la vuelta y oteaba la costa desde debajo de su capuz. El Cabo de Creus nos tapaba la vista a proa. A la izquierda una amplia bahía, sus aguas rasgadas y barridas por fuertes turbiones, parecía llena de humo. A popa el cielo tenía un aspecto amenazador.

Nada más verme, Dominic, en tono plácido, quiso saber qué me pasaba. Me acerqué a él y, con el mayor aire de despreocupación que fui capaz de adoptar, le dije en voz baja que había encontrado el pañol forzado y abierto y que el cinturón con el dinero había desaparecido. La noche anterior aún estaba allí.

«¿Qué pensaba hacer con él?», me preguntó temblando violentamente.

«Ponérmelo alrededor de la cintura, claro está», contesté, sorprendido de oír castañetear sus dientes.

«¡Maldito oro!», musitó. «El peso del dinero podría haberle costado quizá la vida». Se estremeció. «Ahora no hay tiempo para hablar de eso».

«Estoy listo».

«Aún no. Estoy esperando a que llegue esa turbonada»; musitó. Y transcurrieron unos cuantos minutos plúmbeos.

La turbonada llegó por fin. Nuestro perseguidor, envuelto en una especie de lóbrego torbellino, desapareció de nuestra vista. El Tremolino temblaba y brincaba en su avance. La tierra a proa se esfumó también, y nos dio la impresión de quedar solos y abandonados en un mundo de agua y viento.

«Preñez la barre, monsieur», rompió el silencio de repente Dominic con voz austera. «Coja la caña». Inclinó su capucha sobre mi oído. «La balancela es suya. Tiene que asestarle el golpe con sus propias manos. Yo… yo aún tengo otra cosa que hacer». Se dirigió en voz alta al hombre que estaba al timón. «Déjele la caña al signorino, y usted con los otros estén preparados para arriar el bote rápidamente a un costado cuando yo dé la orden».

El hombre obedeció, sorprendido, pero en silencio. Los otros se revolvieron, y aguzaron los oídos tras esto. Les oí murmurar: «¿Y ahora qué? ¿Vamos a parar en algún sitio y poner pies en polvorosa? El Padrone sabe lo que se hace».

Dominic fue a proa. Se detuvo para mirar a César, quien, como ya he dicho antes, estaba tendido cuan largo era, boca abajo, junto al palo trinquete; pasó por encima de él, y se zambulló fuera de mi vista bajo la vela. No veía nada de lo que ocurría a proa. Me resultaba imposible distinguir nada excepto el trinquete desplegado e inmóvil, como una gran ala en sombras. Pero Dominic sabía dónde se andaba. Su voz me llegó desde proa, en un grito no más que audible:

«¡Ahora, signorino!».

Me puse a la caña, como me había indicado con anterioridad. Le oí de nuevo débilmente, y luego ya no tuve más que mantener recta la embarcación. Ningún barco había corrido hasta entonces tan alegremente hacia su muerte. Se elevaba y descendía, como si flotara en el espacio, y se precipitaba hacia adelante, silbando como una flecha. Dominic, encorvado bajo el pujamen del trinquete, reapareció, y se quedó apoyado contra el mástil, con un índice levantado en actitud de expectante atención. Un segundo antes del choque bajó el brazo hasta el costado. En aquel momento yo apreté los dientes. Y entonces…

¡Que me hablen de tablones astillados y cuadernas destrozadas! Este naufragio me atormenta el alma con el espanto y el horror de un homicidio, con el remordimiento inolvidable de haber machacado un corazón vivo y fiel de un solo golpe. En un momento, el arrebato y vertiginoso impulso de la velocidad; al siguiente, un estrépito, y muerte, quietud… un instante de terrible inmovilidad, con el canto del viento convertido en un estridente quejido, y la mar gruesa hirviendo amenazante y perezosa alrededor del cadáver. En un minuto enloquecedor vi volar la verga trinquete de proa a popa con un ímpetu brutal, a los hombres todos apiñados, maldiciendo de miedo y halando frenéticamente del cable del bote. Con una extraña alegría ante lo familiar, vi también entre ellos a César, y reconocí el viejo, consabido, impresionante gesto de Dominic, el barrido horizontal de su poderoso brazo. Recuerdo claramente haber dicho para mis adentros: «César se desplomará, claro», y a continuación, mientras gateaba por el suelo, la caña, que al soltarla se había quedado girando, me pegó un golpe debajo de la oreja, y me derribó sin sentido.

No creo que permaneciera realmente inconsciente más que unos cuantos minutos, pero cuando volví en mí el batel se dirigía viento en popa hacia una cala resguardada, dos hombres limitándose a mantenerlo recto con sus remos. Dominic, con el brazo por encima de mis hombros, me sostenía en la chupeta.

Atracamos en una zona conocida de la región. Dominic se cogió uno de los remos del bote. Supongo que pensaba en la corriente que en seguida tendríamos que atravesar, donde había un miserable espécimen de batea, con frecuencia desprovisto de su pala. Pero antes de nada teníamos que subir la loma de tierra que quedaba a espaldas del Cabo. Dominic me ayudó en la ascensión. Estaba mareado. Sentía la cabeza muy grande y pesada. Al llegar a la cima me agarré a él e hicimos un alto para descansar.

A la derecha, debajo, la amplia, humeante bahía estaba desierta. Dominic había cumplido su palabra. Ni una astilla se veía alrededor de la roca negra desde la que el Tremolino, con su valeroso corazón machacado de un solo golpe, había salido despedido hacia las profundas aguas en busca de su eterno descanso. La inmensidad del mar abierto quedaba sofocada por brumas a la deriva, y, en el centro de la turbonada que ya se disipaba, fantasmagórico, bajo una tremebunda cantidad de lona, el inconsciente guardacostas aún seguía hacia el norte, lanzado en su persecución. Nuestros hombres estaban ya descendiendo por la vertiente opuesta para buscar aquella batea que —lo sabíamos por experiencia— no siempre resultaba fácil encontrar. Los vi bajar con los ojos deslumbrados, nublados. Uno, dos, tres, cuatro.

«Dominic, ¿dónde está César?», grité.

Como si hasta el sonido del nombre le repeliera, el Padrone hizo aquel amplio gesto suyo que barría y derribaba. Di un paso atrás y le miré con espanto. Su camisa abierta dejaba al descubierto su cuello musculoso y el poblado vello de su pecho. Hincó el remo en la blanda tierra, y subiéndose lentamente la manga derecha, extendió el brazo desnudo ante mi rostro.

«Este», empezó con una extremada parsimonia cuyo sobrehumano dominio vibraba con la violencia contenida de sus sentimientos, «es el brazo que asestó el golpe. Me temo que fue su oro de usted lo que hizo el resto. Me olvidé completamente de su dinero». Juntó y apretó las manos con repentina congoja. «Se me olvidó», repitió desconsoladamente.

«¿César robó el cinturón?», tartamudeé, perplejo.

«¿Y quién si no? ¡Canallia! Debió de pasarse días espiándole. Y fue él el autor de todo. Ausente el día entero en Barcelona. ¡Traditore! Vendió la chaqueta… para alquilar un caballo. ¡Ja, ja! ¡Un buen negocio! Le digo que fue él quien nos lo echó encima…».

Dominic señaló el mar, donde el guardacostas era una simple mota oscura. Su mentón se inclinó sobre su pecho.

«…Por un soplo», murmuró con voz melancólica. «¡Un Cervoni! ¡Oh! ¡Mi pobre hermano…!».

«Y lo ahogó usted», dije, con voz tenue.

«Le di una vez, y el infeliz se hundió como una piedra… con el oro. Sí. Pero tuvo tiempo para leer en mis ojos que nada podría salvarle mientras yo estuviese vivo. ¿Y no tenía yo derecho… yo, Dominic Cervoni, Padrone, que le trajo a bordo de su falucho… a mi sobrino, un traidor?».

Sacó el remo del suelo y me ayudó a bajar con cuidado la pendiente. En todo aquel rato no me miró a la cara ni una sola vez. Nos cruzó en la batea y luego se echó de nuevo el remo al hombro y esperó a que nuestros hombres estuvieran a cierta distancia para ofrecerme su brazo. Después de andar un poco, la aldea pesquera hacia la que nos dirigíamos se apareció ante nuestra vista. Dominic se detuvo.

«¿Cree usted que podrá llegar solo hasta las casas?», me preguntó en tono sosegado.

«Sí, creo que sí. Pero, ¿por qué? ¿A dónde va usted, Dominic?».

«A cualquier parte. ¡Qué pregunta! Signorino, demuestra usted ser poco más que un muchacho al hacerle semejante pregunta a un hombre con esta historia en su familia. ¡Ah! ¡Tradi tore! ¡Qué me haría reconocer a mí un día como de nuestra propia sangre a ese engendro de diablo famélico! Ladrón, tramposo, cobarde, embustero… otros hombres pueden habérselas con eso. Pero yo era su tío, y entonces… Ojalá me hubiera envenenado… ¡charogne! Pero esto: que yo, un hombre de confianza, y corso, tenga que pedirle a usted perdón por haber traído a bordo de su velero, del que yo era Padrone, a un Cervoni, que le ha traicionado, ¡a un traidor! …eso es demasiado. Es demasiado. Bien, le pido perdón; y puede usted escupirle a Dominic en la cara porque un traidor de nuestra sangre nos contamina a todos. Entre hombres puede repararse un robo, una mentira puede enderezarse, una muerte vengarse, pero ¿qué puede uno hacer para remediar una traición asi…? Nada».

Se volvió y, apartándose de mí, echó a andar por la orilla de la corriente, esgrimiendo un brazo vengativo y repitiendo lentamente para sí, con acerbo énfasis: «¡Ah! ¡Canaille! ¡Ca naille! ¡Canaille…!». Me dejó allí, temblando de debilidad y mudo de espanto. Incapaz de emitir un sonido, vi la figura extrañamente desolada de aquel marino que llevaba un remo al hombro alejarse por una quebrada yerma y pedregosa bajo el cielo apagado y plomizo del último día del Tremolino. Así, andando despaciosamente, la espalda vuelta al mar, Dominic desapareció de mi vista.

Con la cualidad de nuestros deseos, pensamientos y asombro proporcionados a nuestra infinita pequeñez, medimos hasta el tiempo mismo de acuerdo con nuestra propia magnitud. Encerrados en la morada de las ilusiones personales, treinta siglos de la historia de la humanidad parecen menos, al mirar hacia atrás, que treinta años de nuestra propia vida. Y Dominic Cervoni ocupa su lugar en mi memoria al lado del legendario vagabundo del mar de las maravillas y los terrores, al lado del fatal e impío aventurero, a quien la sombra evocada del adivino predijo un viaje interior con un remo al hombro, hasta que encontrara hombres que jamás hubieran contemplado barcos ni remos[50]. Me parece poder verles el uno junto al otro en el crepúsculo de una tierra árida, malhadados poseedores del saber secreto del mar, llevando el emblema de su dura vocación al hombro, rodeados de hombres silenciosos y curiosos: incluso ahora, cuando, habiéndole también vuelto la espalda al mar, alumbro estas pocas páginas en el crepúsculo, con la esperanza de encontrar en un valle interior la callada bienvenida de alguien paciente dispuesto a escuchar.