De cualquier forma, era perfecto, como había declarado Doña Rita. Lo único insatisfactorio (e incluso inexplicable) de nuestro Dominic era su sobrino, César. Resultaba sobrecoge dor ver una desolada expresión de vergüenza velar la inmisericorde audacia de los ojos de aquel hombre que estaba por encima de todos los escrúpulos y terrores.
«Nunca hubiera osado traerle a bordo de su balancela», se disculpó conmigo una vez. «Pero, ¿qué voy a hacer? Su madre ha muerto, y mi hermano se ha tirado al monte».
De este modo me enteré de que nuestro Dominic tenía un hermano. En cuanto a «tirarse al monte», esto quiere simplemente decir que un hombre ha cumplido satisfactoriamente con su deber en la prosecución de una vendetta hereditaria. La enemistad que durante siglos había existido entre las familias Cervoni y Brunaschi era tan antigua que parecía haberse extinguido finalmente. Una tarde, Pietro Brunaschi, tras una laboriosa jornada entre sus olivos, se sentó en una silla contra la pared de su casa con un tazón de caldo sobre las rodillas y un trozo de pan en la mano. El hermano de Dominic, que volvía a casa con una escopeta al hombro, encontró repentino motivo de ofensa en este cuadro de contento y reposo tan obviamente dirigido a despertar los sentimientos del odio y de la venganza. Pietro y él no habían tenido nunca ninguna disputa personal; pero, como explicaba Dominic, «oyó clamar a todos nuestros muertos». Desde detrás de un muro de piedras le gritó: «¡Eh, Pietro! ¡Mira lo que está pasando!». Y al levantar el otro inocentemente la vista, él le apuntó a la frente y ajustó las cuentas de la vieja vendetta tan limpiamente que, según Dominic, el hombre siguió, ya muerto, sentado con el tazón de caldo sobre las rodillas y el trozo de pan en la mano.
Esa era la razón —pues en Córcega a uno no le dejan en paz sus muertos— por la que el hermano de Dominic había tenido que irse al maquis, al monte de salvajes laderas cubiertas de maleza, para esquivar a los gendarmes durante el insignificante resto de su vida, y Dominic que hacerse cargo de su sobrino con la misión de convertirlo en un hombre.
Empresa menos promisoria no podría imaginarse. El mismo material para la tarea parecía deficiente. Los Cervoni, si no apuestos, sí eran hombres de constitución sana y robusta. Pero aquel joven extraordinariamente flaco y lívido no parecía tener más sangre dentro que un caracol.
«Alguna maldita bruja debió de llevarse al hijo de mi hermano de la cuna y poner a ese engendro de diablo famélico en su lugar», solía decirme Dominic. «¡Mírele! ¡Simplemente mírele!».
Mirar a César no resultaba agradable. Su piel apergaminada, que asomaba mortalmente blanca sobre su cráneo por entre los ralos mechones de pelo castaño sucio, parecía estar directa, tirantemente pegada a sus grandes huesos. Sin ser deforme en ningún aspecto, era lo más aproximado que jamás he visto o logrado imaginar a lo que normalmente se entiende por la palabra «monstruo». No me cabe ninguna duda de que la raíz del efecto que producía era en realidad de orden moral. Una naturaleza absoluta, irremisiblemente depravada se manifestaba en términos físicos que, tomados cada uno por separado, no tenían nada verdaderamente alarmante. Se lo imaginaba uno viscosamente frío al tacto, como una serpiente. La más leve reprensión, la más benigna y justificable reconvención, recibían por respuesta una mirada resentida y airada y un maligno retroceso de su labio superior, fino y seco, un gruñido de odio al que por lo general añadía el agradable sonido de crujir de dientes.
Era más por este viperino espectáculo que por sus mentiras, impudencia y holgazanería por lo que su tío acostumbraba a derribarle por tierra. No se imagine que se trataba de nada semejante a un brutal ataque. Se veía al musculoso brazo de Dominic describir pausadamente un amplio movimiento horizontal, un solemne barrido, y César se derrumbaba repentinamente igual que un bolo… lo cual resultaba gracioso ver. Pero, una vez en el suelo, se retorcía sobre la cubierta, haciendo rechinar los dientes de impotencia y rabia… lo cual resultaba bastante horrible contemplar. Y también ocurría en más de una ocasión que se esfumaba sin dejar rastro… lo cual resultaba sorprendente observar. Es la pura verdad. Ante algunas de estas bofetadas majestuosas, César se desplomaba y desaparecía. Desaparecía patas arriba por escotillas abiertas, por trampas, tras de toneles erguidos, según el lugar en que acertara a chocar con el poderoso brazo de su tío.
Una vez —fue en el puerto viejo, justo antes del último viaje del Tremolino— desapareció de este modo por la borda para mi infinita consternación. Dominic y yo habíamos estado hablando de negocios en popa, y César se había agazapado detrás de nosotros para escuchar, pues, entre sus otras perfecciones, era un consumado husmeador y espía. Al ruido del pesado plaf a un costado del barco, el horror me dejó clavado en el sitio; pero Dominic se acercó tranquilamente hasta la regala y se asomó a la espera de ver salir por vez primera a la superficie la desagradable cabeza de su sobrino.
«¡Ohé, César!», le gritó despreciativamente al infeliz en medio de sus chapoteos. «¡Agarra esa guindaleza… charogne!».
Vino hasta mí para reanudar la conversación interrumpida.
«¿Qué hay de César?», pregunté, inquieto.
«Canallia! Que se quede un rato ahí», fue su contestación. Y siguió hablando del asunto que nos traíamos entre manos tranquilamente, mientras yo intentaba en vano apartar de mi mente la imagen de César sumergido hasta el cuello en el agua del viejo puerto, decocción de siglos de desperdicios marinos. Intentaba apartarla porque la mera idea de aquel líquido me provocaba náuseas. Al poco Dominic, llamando a un barquero desocupado, le indicó que fuera a repescar a su sobrino; y al cabo de un rato apareció César: saltó a bordo desde el muelle, tiritando, chorreando un agua inmunda, con briznas de paja podrida en el pelo y un trozo de cáscara de naranja sucia varada en su hombro. Los dientes le castañeteaban; sus ojos amarillos nos miraron torvamente entrecerrados al pasar en dirección a proa. Consideré mi obligación elevar una protesta.
«¿Por qué está usted siempre pegándole, Dominic?», le pregunté. De hecho, estaba convencido de que no servía absolutamente para nada: puro derroche de fuerza muscular.
«Tengo que intentar convertirlo en un hombre», respondió Dominic con desesperación.
Me abstuve de darle la obvia réplica de que de aquel modo corría el riesgo de convertirlo, en palabras del inmortal Mr. Mantalini, «en un condenado, húmedo y desagradable cadáver[48]».
«¡Quiere ser cerrajero!», estalló Cervoni. «Para aprender a forzar cerraduras, supongo», añadió con sardónica amargura.
«¿Y por qué no dejarle ser cerrajero?», aventuré yo.
«¿Quién iba a enseñarle?», gritó. «¿Dónde podría dejarle?», preguntó fallándole la voz; y tuve mi primer atisbo de desesperación auténtica. «Roba, ¿sabe usted? ¡Ah! Par la Madonne! Le creo capaz de poner veneno en su comida y la mía… ¡la víbora!».
Alzó al cielo lentamente la cara y los puños apretados. Sin embargo, César no nos echó nunca veneno en las copas. No puede uno estar seguro, pero me figuro que se puso a ello por otros medios.
En este viaje, del que no hay por qué dar detalles, tuvimos que desviarnos bastante de nuestro trayecto por razones de peso. Subiendo desde el sur para ponerle ya término con la parte más importante y realmente peligrosa del plan que nos traíamos entre manos, juzgamos necesario recabar cierta información muy precisa en Barcelona. Esto parece como meterse de cabeza en la boca del lobo, pero en realidad no era así. Teníamos allí uno o dos amigos de posición, influyentes, y muchos otros humildes pero valiosos, ya que habían sido comprados con buen dinero contante y sonante. No había ningún peligro de que fuéramos importunados; de hecho, esa importante información nos llegó con prontitud de manos de un funcionario de aduanas, que subió a bordo lleno de aparatoso celo para hurgar con una varilla de hierro en la capa de naranjas que formaba la parte de nuestro cargamento visible por la escotilla.
Se me olvidó decir antes que el Tremolino pasaba oficialmente por mercante de fruta y corcho. El celoso aduanero se las arregló para deslizarle en la mano a Dominic un precioso pedazo de papel cuando bajaba a tierra, y unas horas más tarde, ya libre de servicio, regresó de nuevo a bordo, sediento de copas y gratitud. Como es natural, obtuvo ambas cosas. Mientras bebía su licor a sorbos, Dominic le asaeteó a preguntas sobre el paradero del guardacostas. El servicio preventivo marítimo era realmente lo único con lo que teníamos que contar, y era vital para nuestro éxito y seguridad conocer la posición exacta del patrullero de la zona. Las noticias no pudieron ser más favorables. El aduanero nos habló de un pequeño lugar en la costa, a unas doce millas, donde, confiada y desprevenida, se hallaba anclada la embarcación, las velas desenvergadas, pintando vergas y raspando palos. Luego se fue, tras los cumplidos de costumbre, sonriendo de manera afectadamente tranquilizadora por encima del hombro.
Yo me había pasado el día entero abajo, más o menos oculto, por exceso de prudencia. Era mucho lo que nos jugábamos en aquel viaje.
«Estamos ya listos para marcharnos, pero falta César, que no ha aparecido desde el desayuno», me anunció Dominic en su estilo calmoso y sombrío.
No teníamos ni la menor idea de a dónde habría ido el muchacho ni de por qué. Las conjeturas habituales en los casos de marinos desaparecidos no valían para la ausencia de César. Era demasiado odioso para el amor, la amistad, el juego, e incluso para un encuentro casual. Pero ya se había extraviado de este modo una o dos veces con anterioridad.
Dominic bajó a tierra a buscarlo, pero volvió al cabo de dos horas solo y muy enfadado, como pude advertir por el aguzamiento de la señal de su invisible sonrisa bajo el mostacho. Nos preguntábamos qué habría sido del infeliz, y efectuamos una rápida investigación entre nuestras pertenencias portátiles. No se había llevado nada.
«No tardará en volver», dije yo con confianza.
Diez minutos después, uno de los hombres de cubierta gritó con fuerza:
«Ahí viene».
César no llevaba puestos más que la camisa y los pantalones. Había vendido la chaqueta, al parecer para obtener algún dinero de bolsillo.
«¡Tú, bribón!», se limitó a decirle Dominic con una suavidad terrible en la voz. Contuvo su cólera durante un rato. «¿Dónde has estado, vagabundo?», le preguntó amenazadora mente.
Nada logró inducir a César a contestar a esa pregunta. Era como si incluso desdeñara mentir. Se encaró con nosotros, descorriendo los labios y haciendo rechinar los dientes, y no retrocedió una pulgada ante el barrido del brazo de Dominic. Por supuesto, se desplomó como abatido por un disparo. Pero esta vez me di cuenta de que, al incorporarse, se quedó a cuatro patas más tiempo del acostumbrado, mostrando sus enormes dientes por encima del hombro y mirando airadamente hacia arriba, a su tío, con una nueva clase de odio en sus ojos redondos y amarillos. Aquel sentimiento permanente pareció afilarse en aquel momento con un rencor y una curiosidad especiales. Me sentí vivamente interesado. Si alguna vez se las ingenia para ponernos veneno en los platos, pensé, es así como nos mirará mientras nos tomemos la comida. Pero, por supuesto, no pensé ni por un instante que jamás fuera a ponernos veneno en los alimentos. El comía las mismas cosas. Además, no tenía veneno. Y no podía imaginar ser humano tan cegado por la codicia como para venderle veneno a tan atroz criatura.