XLII

No tenía el Tremolino la culpa de que el sindicato dependiera tanto del ingenio y del saber y de las informaciones de Doña Rita. Esta había cogido una casita amueblada en el Prado[44] por el bien de la causa: ¡Por el Rey! Siempre estaba cogiendo casitas por el bien de alguien, de los enfermos o los afligidos, de artistas desmoralizados, jugadores sin blanca, especuladores momentáneamente desafortunados… vieux amis, viejos amigos, como solía ella explicar a modo de disculpa con un encogimiento de sus hermosos hombros.

Es difícil decir si Don Carlos era también uno de sus «viejos amigos». Cosas más inverosímiles se han oído en los salones de fumadores. Lo único que sé es que una tarde, al entrar incautamente en el salón de la casita justo en el instante en que la noticia de un notable triunfo carlista acababa de llegar a los fieles, me vi rodeado por el cuello y la cintura y arrastrado a dar tres temerarias vueltas a la habitación al estrepitoso son de muebles que se volcaban y de una melodía de vals tarareada por una cálida voz de contralto.

Cuando quedé libre del vertiginoso abrazo, me senté en la alfombra, bruscamente, sin afectación ninguna. En esta sencilla postura me di cuenta de que J.M.K.B. me había seguido hasta la habitación, elegante, fatal, correcto y severo con su corbata blanca y su gran pechera. En respuesta a su interrogativa mirada, cortésmente siniestra, prolongada, oí murmurar a Doña Rita con algo de confusión y enfado: «Vous étes béte, mon cher. Voyonsl Qa n'a aucune conséquence». Contento en este caso de carecer de especial importancia, poseía ya los elementos de cierto sentido mundano.

Mientras arreglaba el cuello de la camisa, que, a decir verdad, con chaqueta corta debería haber sido redondo pero no lo era, comenté oportunamente que había venido a despedirme, listo como estaba para hacerme a la mar con el Tremolino aquella misma noche. Nuestra anfitriona, todavía ligeramente jadeante y con el pelo una pizca alborotado, se volvió cáusticamente contra J.M.K.B., expresándole su deseo de saber cuándo estaría él listo para partir con el Tremolino, o por cualquier otro medio, a incorporarse al cuartel general realista. ¿Tenía la intención, preguntó irónicamente, de esperar hasta la misma víspera de la entrada en Madrid? Así, mediante un juicioso uso del tacto y de la aspereza, restablecimos el equilibrio atmosférico de la habitación mucho antes de que yo los dejara un poco antes de la medianoche, ya tiernamente reconciliados, para bajar andando hasta el puerto y avisar al Tremolino con el suave silbido acostumbrado. Era nuestra señal, invariablemente oída por el siempre vigilante Dominic, el padrone[45].

Este elevaba un farol silenciosamente para alumbrar mis pasos por el estrecho, elástico tablón de nuestra primitiva plancha. «Así que nos vamos», murmuraba en cuanto mis pies tocaban cubierta. Yo era el precursor de súbitas partidas, pero no había nada en el mundo lo bastante súbito para coger desprevenido a Dominic. Sus poblados mostachos negros, que cada mañana rizaba con unas tenacillas calientes el barbero de la esquina del muelle, parecían ocultar una sonrisa perpetua. Pero no creo que nadie hubiera visto jamás la verdadera línea de sus labios. A juzgar por la lenta, imperturbable gravedad de aquel hombre ancho de pecho, uno pensaría que no había sonreído en su vida. En sus ojos acechaba una mirada de ironía absolutamente inmisericorde, como si estuviera provisto de un alma extremadamente experimentada; y la más leve dilatación de sus fosas nasales daba a su bronceado rostro un aire de extraordinaria osadía. Era éste el único movimiento facial de que parecía capaz, siendo como era un meridional del tipo reconcentrado y parsimonioso. Su cabello color de ébano se le rizaba ligeramente en las sienes. Podía tener cuarenta años, y era un gran viajero del mar interior.

Astuto y sin escrúpulos, podría haber rivalizado en recursos con el infortunado hijo de Laertes y Anticlea. Si no oponía su embarcación y su audacia a los mismísimos dioses, era tan sólo porque los dioses olímpicos están muertos. Desde luego no había mujer que pudiera atemorizarle. Un gigante con un solo ojo no habría tenido ni la más remota posibilidad contra Dominic Cervoni, de Córcega, no de Itaca; y ni rey ni hijo de reyes, pero de familia muy respetable: de auténticos caporali, según afirmaba él. Pero eso es lo de menos. Las familias caporali se remontan al siglo doce [46].

A falta de adversarios más eminentes, Dominic dirigía su audacia, fértil en impías estratagemas, contra los poderosos de la tierra, representados por la institución aduanera y por todo mortal que tuviese que ver con ella: escribientes, funcionarios y guardacostas[47], tanto en mar como en tierra. Era el hombre idóneo para nosotros, aquel moderno e ilegal vagabundo con su propia leyenda de amores, peligros y derramamiento de sangre. A veces nos relataba fragmentos de ella en tono mesurado e irónico. Hablaba el catalán, el italiano de Córcega y el francés de Provenza con idénticas soltura y naturalidad. Vestido con ropa de tierra —camisa blanca almidonada, chaqueta negra y sombrero redondo, como lo llevé una vez a ver a Doña Rita—, estaba de lo más presentable. Sabía hacerse el interesante con una reserva mezcla de tacto y aspereza, acentuada por un tono y unos modales sombría, casi imperceptiblemente guasones.

Tenía el aplomo físico de los hombres valientes. Después de media hora de entrevista en el comedor, durante la cual se entendieron de manera asombrosa, Rita nos dijo en su mejor estilo de grande dame: «Mais il est parfaií, cet homme». Era perfecto. A bordo del Tremolino, envuelto en un negro caban, el pintoresco capote de los marinos mediterráneos, con aquellos mostachos imponentes y sus inmisericordes ojos realzados por la sombra de la honda capucha, cobraba un aspecto pirático y monacal y tenebrosamente iniciado en los más espantosos misterios del mar.