XL

Estaba escrito que allí, en el jardín de infancia de nuestros antepasados navegantes, habría de dar los primeros pasos en mi oficio y crecer en el amor al mar, ciego como a menudo son los amores de juventud, pero absorbente y desinteresado como debe ser todo amor verdadero. No le exigía nada, ni tan siquiera aventura. En esto demostraba, quizá, más sabiduría intuitiva que elevada abnegación. A nadie se le ha presentado nunca una aventura por invocarla. El que deliberadamente emprende la búsqueda de la aventura no sale sino a recoger cáscaras vacías, a menos, en efecto, que sea un elegido de los dioses y grande entre los héroes, como aquel excelentísimo caballero Don Quijote de la Mancha. Nosotros, comunes mortales con un alma mediocre que no desea sino tomar a malvados gigantes por honrados molinos de viento, recibimos las aventuras como a ángeles visitantes. Pillan desprevenida a nuestra complacencia. Como suele ocurrir con los huéspedes inesperados, llegan con frecuencia en momentos inoportunos. Y nos alegramos de dejarlas pasar sin reconocerlas, sin el menor agradecimiento por tan alto favor. Después de muchos años, al volver la vista atrás desde la curva que hay en medio del camino de la vida, hacia los acontecimientos del pasado, que, como una muchedumbre amistosa, parecen mirar tristemente cómo nos apresuramos hacia la costa cimeria, logramos ver, aquí y allá, entre la gris multitud, alguna figura que destella con débil resplandor, como si hubiera acaparado toda la luz de nuestro cielo ya crepuscular. Y por este destello podemos reconocer los rostros de nuestras verdaderas aventuras, de los inesperados huéspedes recibidos un día imprevistamente en nuestra juventud.

Si el Mediterráneo, la venerable (y a veces espantosamente malhumorada) nodriza de todos los navegantes, iba a mecer mi mocedad, la provisión de la cuna necesaria para esa operación fue encomendada por el Destino a la más azarosa reunión de jóvenes irresponsables (todos, sin embargo, mayores que yo) que, como ebrios de sol provenzal, malgastaban la vida con jovial ligereza según el modelo de la Histoire des Treize de Balzac, calificada, tras un guión, de novela de cape et d’épée.

Lo que fue mi cuna en aquellos tiempos había sido armado en la Riviera de Savona por un famoso constructor de barcos, fue aparejado en Córcega por otro hombre competente, y descrito en sus papeles como «tartana» de sesenta toneladas. En realidad era una auténtica balancela, con dos mástiles cortos inclinados hacia adelante y dos entenas muy encorvadas, cada una de ellas tan larga como el casco; un verdadero vástago del Lago Latino, con la envergadura de dos enormes velas semejando las puntiagudas alas surgidas del esbelto cuerpo de un ave marina, y él mismo, en verdad como un pájaro, más volaba rozando los mares que los surcaba.

Se llamaba el Tremolino. ¿Cómo habría de traducirse? ¿El Temblón[42]? ¡Vaya nombre para ponérselo a la embarcación pequeña más animosa que jamás haya sumergido los costados en la embravecida espuma! Yo la había sentido, cierto es, temblar a lo largo de noches y días seguidos bajo mis pies, pero bajo la tensión extrema de su fiel valor. En su breve pero brillante carrera no me enseñó nada, pero me lo dio todo. Le debo el despertar de mi amor por el mar, que, junto con los estremecimientos de su veloz cuerpecillo y el zumbido del viento bajo el pujamen de sus velas latinas, se coló en mi corazón con una especie de suave violencia, y sometió mi imaginación a su despótico influjo. ¡El Tremolino! Aún hoy no puedo pronunciar, ni tan siquiera escribir ese nombre sin una extraña opresión en el pecho y el aliento entrecortado por la mezcla de deleite y pavor de una primera experiencia apasionada.