El encanto del Mediterráneo subsiste en el inolvidable aroma de mi juventud, y hasta hoy mismo ha conservado para mí este mar, en el que los romanos reinaron solos sin discusión, la fascinación de las fantasías juveniles. La primera Nochebuena que pasé lejos de tierra la empleamos en correr por el Golfo de León con un temporal en popa que hizo gemir al viejo barco por todas sus cuadernas mientras, acosado por el vendaval, saltaba sobre la mar picada, hasta que lo pusimos a la capa, vapuleado y sin aliento, al abrigo de Mallorca, donde el agua en calma era rasgada por fortísimas ventolinas bajo un cielo muy borrascoso.
Lo mantuvimos —o más bien mantuvieron, pues yo por entonces apenas si había entrevisto agua salada un par de veces en mi vida— barloventeando durante todo aquel día, mientras yo escuchaba por vez primera, con la curiosidad propia de mi tierna edad[39], el canto del viento en las jarcias de un barco. La monótona y vibrante nota estaba destinada a crecer en lo más íntimo de mi corazón, penetrar en mi sangre y en mis huesos, acompañar mis pensamientos y obras de dos décadas enteras, persistir para acechar como un reproche la paz del tranquilo hogar, y pasar a formar parte de la textura misma de respetables sueños soñados a salvo bajo techado de cabrios y tejas. El viento era favorable, pero aquel día no navegamos más.
La cosa (no la llamaré barco dos veces en la misma media hora) empezó a hacer agua. Hacía agua profusa, generosa, superabundantemente, por todas partes: como un cesto. Participé con entusiasmo de la excitación causada por ese postrer achaque de los nobles barcos, sin preocuparme mucho del porqué ni el cómo. Ya en edad más madura he inferido que, hastiada de su inacabable vida, la venerable antigualla estaba simplemente bostezando de aburrimiento por todas sus costuras. Pero yo lo ignoraba por entonces; sabía muy poco en general, y lo que menos sabía era qué estaba haciendo en aquella galére.
Recuerdo que, exactamente como en la comedia de Moliére, mi tío me hizo esa precisa pregunta utilizando las mismas palabras; no, sin embargo, por medio de mi criado de confianza, sino a través de grandes distancias de tierra, en una carta cuyo estilo burlón pero indulgente no acertaba a disimular su inquietud casi paternal. Supongo que intenté transmitirle mi impresión (completamente infundada) de que las Indias Occidentales aguardaban mi llegada. Tenía que ir allí. Era una especie de convencimiento místico, algo así como una llamada. Pero resultaba difícil exponerle de modo inteligible las razones de esta creencia a aquel hombre de lógica rigurosa, bien que de benevolencia infinita[40].
La verdad era seguramente que, nada versado en las artes del sagaz griego, el engañador de dioses, el amante de extrañas mujeres, el evocador de las sanguinarias sombras del averno, aún anhelaba el comienzo de mi propia y oscura Odisea, que, como correspondía a un moderno, habría de desplegar sus maravillas y terrores más allá de las Columnas de Hércules. El desdeñoso océano no se abrió de par en par para engullir mi audacia, aunque el barco, la ridícula y vetusta galére de mi locura, aquel viejo, cansado y desencantado furgón de azúcar, parecía sumamente dispuesto a abrirse y tragar tanta agua salada como le cupiera. Esto, si bien menos grandioso, habría sido una catástrofe igualmente definitiva.
Pero no ocurrió ninguna catástrofe. Viví para ver en una extraña ribera a una Nausícaa negra y juvenil, con un alegre séquito de doncellas de compañía, llevando cestos de ropa hasta un claro arroyo dominado por las copas de esbeltas palmeras. Los vivos colores de sus vestimentas adornadas con colgantes y el oro de sus pendientes conferían una barbárica y regia magnificencia a sus figuras, que marchaban con paso ligero y decidido bajo un haz de sol discontinuo. La blancura de sus dientes era aún más deslumbrante que el resplandor enjoyado de sus orejas. La parte en sombra de la quebrada resplandecía con sus sonrisas. Eran desenvueltas como tantas princesas, pero, ¡ay!, ninguna de ellas era hija de un soberano negro como el azabache. Tal era mi abominable suerte por haber venido demasiado tarde —por el mero soplo de veinticinco siglos— a un mundo en el que los reyes han ido escaseando con escandalosa rapidez, mientras los pocos que quedan han adoptado las maneras y costumbres, carentes de interés, de simples millonarios. Obviamente era una esperanza vana ver en 1870 a las damas de una casa real dirigirse bajo un sol inestable, con cestos de ropa sobre sus cabezas, a las orillas de un claro arroyo dominado por las estrelladas frondas de palmeras. Era una esperanza vana. Si no me pregunté si la vida, limitada por tan desalentadoras imposibilidades, aún valía la pena de ser vivida fue tan sólo porque entonces tenía planteadas varias otras cuestiones apremiantes, algunas de las cuales todavía hoy permanecen sin respuesta. Las resonantes, risueñas voces de estas espléndidas doncellas ahuyentaron una multitud de colibríes, cuyas delicadas alas coronaban con la bruma de sus vibraciones las cimas de arbustos en flor.
No, no eran princesas. Sus desembarazadas risas, que llenaban la cálida quebrada cubierta de helechos, eran de una limpidez sin alma, como de moradores salvajes, inhumanos, de bosques tropicales. Siguiendo el ejemplo de ciertos viajeros prudentes, me retiré sin ser visto… y volví, no mucho más sabio, al Mediterráneo, el mar de las aventuras clásicas[41].