XXXVIII

Dichoso aquel que, como Ulises, ha hecho un viaje aventurero; y para viajes aventureros no hay mar como el Mediterráneo, el mar interior que los antiguos encontraban tan inmenso y tan lleno de prodigios. Y, en efecto, era terrible y maravilloso; pues no somos sino nosotros mismos, regidos por la audacia de nuestras mentes y los estremecimientos de nuestros corazones, los artesanos únicos de cuanto portentoso y novelesco hay en el mundo.

Era a los marineros mediterráneos a quienes sirenas de rubias cabelleras cantaban entre las negras rocas efervescentes de blanca espuma, y a quienes voces misteriosas hablaban en la oscuridad sobre las movedizas olas: voces amenazadoras, seductoras o proféticas, como aquella voz oída en los albores de la era cristiana por el patrón de una nave africana en el Golfo de Sirte, cuyas noches serenas se llenan de extraños murmullos y revolantes sombras. Lo llamó por su nombre, ordenándole que fuera a decir a todos los hombres que el gran dios Pan había muerto[38]. Pero la gran leyenda del Mediterráneo, la leyenda de los cantos tradicionales y la transcendental historia, vive, fascinante e inmortal, en nuestras almas.

El tenebroso y tremebundo mar de las andanzas del astuto Ulises, agitado por la cólera de los dioses olímpicos, que albergaba en sus islas la furia de extraños monstruos y los ardides de extrañas mujeres; la ruta de los héroes y los sabios, de los guerreros, los piratas y los santos; el mar cotidiano de los mercaderes cartagineses y el lago de recreo de los Césares romanos, reclama para sí la veneración de todo marino en tanto que patria histórica de ese espíritu de abierto desafío a los grandes mares de la tierra que es el alma misma de su vocación. Saliendo de allí rumbo al oeste y al sur como abandona un joven el abrigo del hogar paterno, este espíritu halló el camino hacia las Indias, descubrió las costas de un nuevo continente, y atravesó, por último, la inmensidad del gran Pacífico, rico en agrupaciones de islas remotas y misteriosas como las constelaciones del firmamento.

El primer impulso de la navegación tomó forma visible en esa dársena sin mareas, desprovista de bajíos ocultos y de corrientes traicioneras, como en atenta consideración a la infancia del arte. Las empinadas costas del Mediterráneo favorecieron a los principiantes en una de las empresas más osadas de la humanidad, y el hechizante mar interior de la aventura clásica ha ido llevando paulatinamente al hombre de cabo en cabo, de bahía en bahía, de isla en isla, abriéndose a la promesa de océanos interminables más allá de las Columnas de Hércules.