XXXVI

El amor que se profesa a los barcos es profundamente distinto del que los hombres sienten por cualquier otra obra salida de sus manos —del amor que, por ejemplo, tienen a sus casas—, porque no está manchado por el orgullo de la posesión. Puede darse el orgullo de la destreza, el orgullo de la responsabilidad, el orgullo de la entereza, pero por lo demás se trata de un sentimiento desinteresado. Ningún marino ha querido nunca a un barco, aun cuando le perteneciera, meramente por las ganancias que le llevara al bolsillo. No creo que ninguno lo haya hecho jamás; pues ni los mejores navieros han llegado nunca a participar de ese sentimiento que une, en términos de igualdad, al hombre y al barco en un espíritu de íntima camaradería, y que hace que se apoyen el uno en el otro contra la implacable, aunque a veces solapada, hostilidad de su mundo de agua. El mar —ésta es una verdad que debe reconocerse— carece de toda generosidad. No se sabe de ningún alarde de cualidades viriles —valor, audacia, entereza, fidelidad— que haya conmovido jamás su irresponsable conciencia de poder. El océano tiene el temperamento falto de escrúpulos de un autócrata salvaje malcriado por la mucha adulación. No puede soportar el menor asomo de desafío, y no ha dejado de ser el enemigo irreconciliable de barcos y hombres desde que los barcos y los hombres tuvieron la inaudita osadía de echarse a navegar juntos pese a su ceño. Desde ese día no ha cesado de engullir flotas y hombres sin que su resentimiento se haya visto saciado por el número de víctimas, por tantos barcos naufragados y tantas vidas truncadas. Hoy, como siempre, está presto a seducir y traicionar, a destruir y a ahogar el incorregible optimismo de los hombres que, respaldados por la fidelidad de los barcos, intentan extraer de él la fortuna de sus casas, el dominio de sus mundos, o tan sólo unas migajas de comida para aplacar su hambre. Si no siempre está de humor tan encendido como para destruir, sí está siempre, celadamente, listo para ahogar. El más asombroso prodigio de todo el piélago es su insondable crueldad.

Yo sentí su horror por vez primera en medio del Atlántico, un día, hace ya muchos años, en que recogimos a la tripulación de un bergantín danés que volvía a casa desde las Indias Occidentales. Una fina bruma plateada tamizaba el tranquilo y majestuoso esplendor de luz sin sombras: parecía hacer menos remoto el cielo y el océano no tan inmenso. Era uno de esos días en que el poderío del mar se muestra en verdad encantador, como la naturaleza de un hombre fuerte en momentos de sosegada intimidad. Con el alba habíamos divisado una mota negra al oeste, aparentemente suspendida en el vacío tras un ondulatorio y rielante velo de gasa azul argéntea que parecía agitarse a veces y flotar en la brisa que nos iba abanicando lentamente. La paz de aquella mañana hechizante era tan profunda, tan imperturbable, que parecía como si cada palabra pronunciada en voz alta en nuestra cubierta penetrara hasta el mismísimo corazón de aquel misterio infinito nacido de la conjunción de agua y cielo. No alzábamos la voz. «Un derrelicto anegado, me parece, señor», dijo con tranquilidad el segundo oficial mientras bajaba de la arboladura con los prismáticos en bandolera y metidos en su funda; y nuestro capitán, sin una palabra, le hizo una seña al timonel para que se dirigiera hacia la mota negra. Al poco divisamos un tocón serrado hincado en la proa: lo único que quedaba de los desaparecidos mástiles.

El capitán, en tono bajo y coloquial, le estaba brindando al segundo de a bordo una disertación acerca de los peligros de estos derrelictos, y sobre su pavor a encontrárselos de noche, cuando de pronto un hombre gritó a proa «¡Hay gente a bordo, señor! ¡Los veo!», con una voz de lo más singular: una voz jamás oída en nuestro barco con anterioridad; la sorprendente voz de un desconocido… Fue la señal para que se desencadenara un repentino alboroto. El cuarto de abajo subió corriendo al castillo de proa como un solo hombre, el cocinero abandonó precipitadamente la cocina. Todo el mundo veía ahora a los pobres diablos. ¡Estaban allí! Y al instante nuestro barco, que gozaba de la bien ganada fama de carecer de rival en velocidad con vientos suaves, nos pareció haber perdido la facultad del movimiento, como si el mar, tornándose viscoso, se hubiera pegado a sus bandas. Y sin embargo se movía. La inmensidad, compañera inseparable de la vida de un barco, decidió aquel día soplarle tan levemente como un niño dormido. El clamor provocado por nuestra excitación se había apagado, y nuestro brioso barco, famoso por no perder nunca arrancada mientras hubiera aire suficiente para hacer flotar una pluma, se deslizaba, sin un chapoteo, silencioso y blanco como un fantasma, hacia su mutilado y herido hermano, hallado al borde de la muerte en medio de la soleada neblina de un día de mar en calma.

Con los prismáticos pegados a los ojos, el capitán dijo con voz trémula: «Nos están haciendo señales con algo, allí, a popa». Bruscamente dejó los gemelos sobre la lumbrera y empezó a pasearse por la popa. «Una camisa o una bandera», soltó de repente con tono de irritación. «No logro distinguirlo… ¡Un condenado trapo de no sé qué clase!». Dio unas cuantas vueltas más por la popa, asomándose de vez en cuando por encima de la regala para ver a qué velocidad avanzábamos. Sus nerviosos pasos resonaban secamente en medio del silencio del barco, donde los demás hombres, mirando todos en la misma dirección, se habían olvidado de sí mismos, inmóviles y con los ojos desorbitados. «¡Así no llegaremos nunca!», gritó de pronto. «¡Arriar inmediatamente los botes! ¡Abajo con ellos!».

Antes de saltar al mío me llevó aparte, como oficial joven con relativa experiencia, para hacerme una advertencia:

«Tenga cuidado no vaya usted a irse a pique con él al abordarlo. ¿Entendido?».

Lo dijo en un murmullo confidencial, de modo que ninguno de los hombres que ya estaban junto a las tiras de los botes lo oyera, y yo me quedé estupefacto. «¡Santo cielo! ¡Como si en una emergencia así se parara uno a pensar en el peligro!», exclamé mentalmente, para mis adentros, despreciando tan gélida observación.

Hacen falta muchas lecciones para convertirse en un marino de verdad, y la reprimenda no se hizo esperar ni un solo instante. De una penetrante mirada mi experimentado capitán pareció leer mis pensamientos en mi Cándido rostro.

«A lo que va usted es a salvar vidas, no a hundir su bote con toda la tripulación inútilmente», me gruñó severamente al oído. Pero cuando ya desatracábamos los botes, se asomó y nos gritó: «Todo depende de la fuerza de vuestros brazos, muchachos. ¡Bogad con toda vuestra alma!».

Aquello se convirtió en una carrera, y jamás hubiera creído que el equipaje de un vulgar bote de buque mercante fuera capaz de mantener una intensidad tan firme en el regular ritmo de sus paladas. Lo que nuestro capitán había visto claro antes de que nos echáramos al agua se nos hizo patente después a todos. El resultado de nuestra empresa pendía de un hilo sobre ese abismo de aguas que no devolverá sus muertos hasta el Día del Juicio Final. Era la carrera de dos botes de barco enfrentados a la Muerte por un premio de nueve vidas humanas, y la Muerte nos llevaba mucha ventaja. Veíamos desde lejos a la tripulación del bergantín trabajando en las bombas: bombeando aún en aquel despojo naufragado, ya tan hundido que el ligero, bajo oleaje, sobre el cual se elevaban y descendían nuestros botes sin dificultad ni freno a su velocidad, ya alcanzando en su mecerse casi la altura de sus regalas de proa, tiraba de los extremos de aparejos rotos que se columpiaban desoladamente bajo su desnudo bauprés.

No podríamos, en conciencia, haber elegido mejor día para nuestra regata de haber podido escoger libremente entre todos los días que han amanecido sobre los solitarios combates y las desamparadas agonías de los barcos desde que los piratas nórdicos pusieron por vez primera rumbo al oeste contra la corriente de las olas atlánticas. Fue una excelente carrera. Al final no había un remo de distancia entre el primer y segundo bote, con la Muerte llegando en un buen tercer puesto montada sobre la mansa ola inmediatamente siguiente, por mucho que pudiera pensarse lo contrario. Los imbornales del bergantín burbujearon suavemente todos a una cuando el agua, subiendo por sus bandas, se abatió soñolientamente con un leve rumor, como si jugueteara con una roca inmóvil. Desaparecieron sus bordas por proa y popa, y se pudo ver su despejada cubierta plana como una balsa y sin el menor rastro de botes, palos, caramancheles: nada salvo los cáncamos y las cabezas de las bombas. Tuve un destello de la tétrica visión mientras me aprestaba a recibir contra mi pecho al último hombre en abandonarlo, el capitán, que literalmente se dejó caer en mis brazos.

Había sido un rescate extrañamente silencioso: un rescate sin un solo grito de bienvenida, sin una sola palabra pronunciada, sin un gesto ni una seña, sin un intercambio consciente de miradas. Hasta el último instante los que estaban a bordo siguieron pegados a sus bombas, que arrojaban dos transparentes chorros de agua sobre sus pies descalzos. Sus pieles morenas asomaban por los desgarrones de sus camisas; y aquellos dos pequeños grupos de hombres harapientos y medio desnudos no cejaban, frente a frente, en su matador empeño, doblando sus cinturas una y otra vez, arriba y abajo, absortos, sin tiempo para echar un vistazo por encima del hombro al auxilio que les llegaba. Al abordarlos como una exhalación, ignorados, sin que se nos hiciera caso, una voz dejó escapar un único, ronco aullido de mando, y luego, tal como estaban, con las cabezas descubiertas y la sal tornada gris al habérseles secado en las arrugas y pliegues de sus hirsutos y macilentos rostros, los enrojecidos párpados pestañeando estúpidamente hacia nosotros, todos a una se desentendieron de las palancas, tambaleándose y chocando los unos con los otros, y literalmente se precipitaron sobre nuestras cabezas. El estrépito que hicieron al caer atropelladamente en los botes tuvo un efecto extraordinariamente destructivo para la ilusión de dignidad trágica que nuestro amor propio había extendido sobre las contiendas de la humanidad con el mar. Aquel exquisito día de paz ahilada y bonancible y sol velado murió mi amor romántico por lo que la imaginación de los hombres había proclamado la faceta más augusta de la Naturaleza. La cínica indiferencia del mar ante los méritos del sufrimiento y el valor humanos, puesta de manifiesto en aquel ridículo espectáculo teñido de pánico propiciado por la espantosa y extrema situación de nueve buenos y honrados marinos, me sublevó. Vi la doblez del talante más benigno del mar. Era así porque no podía ser de otro modo, pero la admirada veneración de los primeros tiempos había pasado a mejor vida. Me hice a la idea de sonreír con amargura ante su hechizante encanto y mirar con inquina y rabia sus furores. Durante un instante, antes de marcharnos, había contemplado fríamente la vida de mi elección. Se habían esfumado sus ilusiones, pero permanecía su fascinación. Por fin me había convertido en un marino.

Bogamos con fuerza durante un cuarto de hora, luego alzamos los remos a la espera de nuestro barco. Se nos acercaba con las velas henchidas, apareciéndose delicadamente erguido y exquisitamente noble por entre la bruma. El capitán del bergantín, que se encontraba sentado a mi lado en la chupeta con el rostro entre las manos, levantó la cabeza y empezó a hablar con una especie de locuacidad sombría. Habían perdido los mástiles y se les había abierto una vía de agua en el transcurso de un huracán; a la deriva durante semanas, siempre bombeando, habían vuelto a encontrar tiempo malo; los barcos que avistaban no acertaban a divisarlos, la vía de agua les iba ganando terreno lentamente, y las olas no les habían dejado nada con que hacerse una balsa. Era muy duro ver pasar de largo barco tras barco en la lejanía, «como si todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo en dejarnos ahogar», añadió. Pero siguieron intentando mantener el bergantín a flote cuanto les fuera posible, y haciendo funcionar las bombas sin cesar, con comida insuficiente, cruda en su mayor parte, hasta que «ayer por la tarde», continuó monótonamente, «justo al ponerse el sol, los hombres se descorazonaron».

Hizo aquí una pausa casi imperceptible, y prosiguió con la misma, idéntica entonación:

«Me dijeron que no había salvación para el bergantín, y que ellos creían haber hecho ya bastante. Yo no contesté nada. Era verdad. No se trataba de ningún motín. No tenía nada que decirles. Pasaron la noche tirados por la popa, tan inmóviles como muertos. Yo no me eché. Permanecí de guardia. Con la llegada de las primeras luces vi vuestro barco ál instante. Aguardé a que hubiera más luz; noté en mi rostro que la brisa empezaba a escasear. Entonces grité tan alto como pude: “¡Mirad ese barco!”, pero tan sólo dos hombres se levantaron muy lentamente y vinieron hasta mí. Al principio, y durante bastante rato, estuvimos los tres solos mirando cómo os ibais aproximando, y sintiendo amainar la brisa hasta casi encalmarse; pero más tarde se fueron incorporando también los demás, uno tras otro, y al poco tuve a mi tripulación entera detrás de mí. Me volví y les dije que ya veían que el barco venía en nuestra dirección, pero que con brisa tan ligera cabía la posibilidad de que al final llegara demasiado tarde, a menos que nosotros nos pusiéramos manos a la obra e intentáramos mantener el bergantín a flote lo suficiente para daros tiempo a salvarnos a todos. Así les hablé, y entonces di la orden de bombear».

Dio la orden y también dio el ejemplo al dirigirse él en persona a las palancas, pero parece que aquellos hombres vacilaron todavía un momento, mirándose dubitativamente antes de imitarle. «¡Je! ¡Je! ¡Je!». Inesperadamente estalló en una risita imbécil, patética, nerviosa. «¡Estaban tan descorazonados! Se había jugado ya con ellos demasiado tiempo», explicó a modo de disculpa, bajando la vista, y luego se quedó callado.

Veinticinco años son mucho tiempo[36]; un cuarto de siglo es un pasado difuso y lejano; pero aún hoy recuerdo los pies, las manos y las caras tostadas de dos de aquellos hombres que el mar había descorazonado. Muy quietos, estaban echados de costado sobre el forro interior, entre las bancadas, acurrucados como perros. El equipaje de mi bote, apoyado en los guiones de sus remos, escuchaba con los ojos abiertos de par en par como en el teatro. De repente el capitán del bergantín alzó la vista para preguntarme qué día era.

Había perdido la cuenta. Cuando le dije que era 22, domingo, frunció el ceño, calculando algo mentalmente, para a continuación asentir dos veces con la cabeza, para sí, con tristeza, mirando al infinito.

Ofrecía un aspecto lamentablemente desastrado y tremendamente apesadumbrado. De no haber sido por el inextinguible brillo de sus ecuánimes ojos azules, cuya infeliz y fatigada mirada buscaba sin cesar su abandonado bergantín condenado a hundirse como si en ningún otro lugar pudiera hallar reposo, habría parecido un loco. Pero era demasiado simple para volverse loco, demasiado simple con esa simplicidad varonil que es lo único capaz de conseguir que unos hombres salgan física y espiritualmente ilesos de un encuentro con la mortal jovialidad del mar o con su no tan abominable furia.

Ni colérico ni jovial ni risueño, envolvía a nuestro barco —aún lejano pero agrandándose a medida que se nos iba acercando—, a nuestros botes con los hombres rescatados y al desmantelado casco del bergantín que dejábamos atrás, en el gran y plácido abrazo de su quietud, medio invisible en la clara neblina, como en un sueño de tierna e infinita clemencia. No había ceño ni arrugas en su faz, ni un solo rizo. Y el curso del ligero oleaje era tan terso que parecía la graciosa ondulación de un trozo de reluciente seda gris tornasolada de visos verdes. Bogábamos con fácil palada; pero cuando el capitán del bergantín, tras echar una mirada por encima del hombro, se puso en pie con una exclamación ahogada, mis hombres alzaron los remos instintivamente, sin orden ninguna, y el bote perdió su arrancada.

Apoyándose en mi hombro, que agarraba fuertemente con una mano, su otro brazo, rígido y extendido, esgrimía un dedo denunciatorio que señalaba la inmensa tranquilidad del océano. Después de su inicial exclamación, que irrumpió el quehacer de nuestros remos, no emitió ya ningún otro sonido, pero su actitud toda parecía gritar con indignación: «¡Mirad!»… No se me ocurría qué maléfica visión podría habérsele aparecido. Me sobresalté, y la asombrosa energía de su inmovilizado ademán hizo latir mi corazón más deprisa en previsión de algo monstruoso e insospechado. El silencio a nuestro alrededor se hizo aplastante.

Por un instante la sucesión de ondulaciones sedosas siguió su curso inocentemente. Las veía crecer, una tras otra, por la brumosa línea del horizonte, lejos, muy lejos, más allá del bergantín derrelicto, y al momento siguiente, con una leve y amistosa sacudida de nuestro bote, ya habían pasado por debajo de nosotros y desaparecido. La mecedora cadencia de subida y bajada, la invariable suavidad de aquella fuerza irresistible, el enorme encanto de la alta mar, encendieron mi pecho deliciosamente, como el sutil veneno de un filtro amoroso. Pero todo esto no duró más que unos pocos, sedantes segundos, antes de que yo también saltara, haciendo bambolearse el bote como un perfecto marinero de agua dulce.

Algo tremendo, misterioso, repentino y confuso estaba teniendo lugar. Lo contemplé con incrédulo y fascinado terror, como observa uno los confusos, rápidos movimientos de alguna acción violenta perpetrada en la oscuridad. Como a una señal dada, el curso de las tersas ondulaciones pareció quedar súbitamente frenado alrededor del bergantín. Por una extraña ilusión óptica el mar entero pareció elevarse por encima de él en un encrespamiento sobrecogedor de su superficie sedosa, y allí, en un punto, estalló furiosamente una humareda de espuma. Y entonces amainó el esfuerzo. Todo había terminado, y el terso oleaje siguió su curso como antes, desde el horizonte en ininterrumpida cadencia de movimientos, pasando por debajo de nosotros con una leve y amistosa sacudida de nuestro bote.

A lo lejos, donde había estado el bergantín, una mancha rabiosamente blanca, que ondulaba sobre la superficie de aguas gris aceradas tornasoladas de visos verdes, disminuyó velozmente sin un susurro, como un charco de nieve pura derritiéndose al sol. Y la gran quietud que siguió a esta iniciación en el implacable odio del mar pareció preñada de lóbregos pensamientos y de sombras de desastre.

«¡Se acabó!», exclamó desde lo más hondo de su pecho mi proel con tono concluyente. Se escupió en las manos, y agarró su remo con más firmeza. El capitán del bergantín bajó lentamente su rígido brazo y nos miró a la cara en un silencio solemnemente afectado que nos invitaba a participar de su ingenuo, maravillado terror. De golpe se sentó a mi lado y se inclinó con gesto serio hacia el equipaje de mi bote, que, bogando al unísono con larga, fácil palada, mantenía la vista religiosamente fija en él.

«Ningún otro barco podría haberse portado tan bien», se dirigió a ellos con decisión, tras un momento de tenso silencio durante el cual pareció estar buscando, con los labios trémulos, palabras apropiadas para tan alto testimonio. «Era pequeño, pero era un buen barco. No me causaba inquietud. Era fuerte. En el último viaje vinieron a bordo mi mujer y mis dos hijos. Ningún otro barco habría aguantado tanto el espantoso tiempo que durante días y días tuvo que atravesar antes de quedar desarbolados hace dos semanas. Estaba completamente agotado, eso es todo. Podéis creerme. Resistió días y días bajo nuestros pies, pero no podía resistir eternamente. Ya fue bastante. Me alegro de que todo haya terminado. Nunca se ha dejado hundir en el mar barco mejor en un día como éste».

Era competente a la hora de recitar la oración fúnebre de un barco, aquel vástago de un antiguo pueblo marinero cuya existencia nacional, tan poco manchada por los excesos de las virtudes viriles, no había reclamado de la tierra más que el más indispensable punto de apoyo. Por los méritos de sus antepasados marinos y por su candidez de corazón estaba capacitado para pronunciar este excelente discurso. No faltaba nada en su ordenada disposición: ni piedad, ni fe, ni el laudatorio tributo debido a los muertos ilustres, con la edificante relación de sus hechos. Aquel barco había vivido, y él lo había amado; había sufrido, y él se alegraba de que ahora descansara en paz. Fue un excelente discurso. Y fue ortodoxo, además, en su fidelidad al artículo cardinal de la fe de un marino, de la que hizo leal profesión. «Los barcos están bien». Lo están. Los que conviven con el mar han tenido que mantenerse fieles a ese credo a carta cabal; y se me ocurrió pensar, mientras le miraba de reojo, que algunos hombres no eran enteramente indignos, en honor y conciencia, de pronunciar el elogio fúnebre de la constancia de un barco en la vida y la muerte.

Después de esto, sentado a mi lado con las manos laxamente entrelazadas colgando entre las rodillas, no volvió a decir palabra, ni a hacer el menor movimiento, hasta que la sombra del velamen de nuestro barco descendió sobre el bote, momento en el cual, ante la cerrada ovación que saludaba el regreso de los vencedores con su premio, alzó su atribulado rostro con una débil sonrisa de patética indulgencia. Esta sonrisa de aquel digno descendiente del más antiguo pueblo marinero —cuyas osadía y audacia no habían dejado rastro de grandeza ni de gloria sobre las aguas— completó el ciclo de mi iniciación. Había en su elegiaca tristeza una hondura infinita de sabiduría hereditaria. Hizo sonar las calurosas salvas de aplausos como una pueril algarabía triunfal. Nuestra tripulación gritaba enormemente confiada, ¡almas inocentes! ¡Como si nadie pudiera estar nunca seguro de haber prevalecido contra el mar, que ha traicionado a tantos barcos de gran «nombre», a tantos hombres orgullosos, a tantas ambiciones desmedidas de fama, poder, fortuna y grandeza!

Al arrimar el bote hasta debajo de las tiras, mi capitán, de excelente humor, se asomó, extendiendo sus codos rojos y pecosos sobre la regala, y me gritó sarcásticamente desde las profundidades de su barba de filósofo cínico[37]:

«Así que al final ha vuelto usted con el bote y todo, ¿eh?».

El sarcasmo era «su estilo», y lo más que puede decirse en favor suyo es que era natural. Esto no lo hacía más entrañable. Pero resulta conveniente y práctico amoldarse al estilo del capitán. «Sí. He vuelto con el bote en perfecto estado, señor», contesté. Y el buen hombre se dio por conforme. El no tenía por qué advertir en mí las señales de mi reciente iniciación. Y sin embargo, yo no era ya exactamente el mismo jovencito que había salido con el bote, todo impaciencia ante una carrera contra la Muerte con el premio de nueve vidas humanas en la meta.

Ahora miraba el mar con otros ojos. Lo sabía capaz de traicionar el generoso ardor de la juventud tan implacablemente como, indiferente al bien y al mal, habría traicionado la más vil avaricia o el heroísmo más noble. Mi concepto de su magnánima grandeza había pasado a mejor vida. Y veía el verdadero mar, el mar que juega con los hombres hasta descorazonarlos y desgasta resistentes barcos hasta matarlos. Nada puede conmover la meditabunda amargura de su alma. Abierto a todos y a nadie fiel, ejerce su fascinación para perdición de los mejores. Amarlo no es buena cosa. No conoce vínculo de palabra dada, ni fidelidad a la desgracia, a la vieja camaradería, a la prolongada devoción. La oferta de su eterna promesa es espléndida; pero el solo secreto de su posesión es la fuerza, la fuerza: la celosa, insomne fuerza del hombre que guarda bajo su techo un tesoro codiciado.