XXXV

«¡Barcos!», exclamó un marino de edad vestido con ropa de tierra muy limpia. «Los barcos» —y su penetrante mirada, apartándose de mi rostro, recorrió la perspectiva de magníficos mascarones de proa que a finales de los sesenta solían sobresalir en apretada fila por encima del embarrado pavimento del borde de la Nueva Dársena del Sur—, «los barcos están bien siempre; son los hombres que van a bordo…»[34].

Cincuenta cascos por lo menos, moldeados según patrones de belleza y velocidad —cascos de madera, de hierro, que representaban con sus formas el más alto logro de la moderna construcción naval—, se hallaban amarrados todos en línea, la roda hacia el muelle, como si se hubieran reunido allí para una exposición, no de una gran industria, sino de un gran arte. Sus colores eran el gris, el negro, el verde oscuro, con un estrecho listón amarillo a modo de moldura que definía su arrufo o con una hilera de portas pintadas adornando con decoración marcial sus robustos flancos de cargueros, que no conocían más triunfo que el de la velocidad en transportar una carga, otra gloria que la de un prolongado servicio, otra victoria que la de una interminable, oscura contienda con el mar. Los grandes cascos vacíos con las bodegas limpias, recién salidos del dique seco con su pintura reluciendo aún fresca, reposaban, las bordas a gran altura, con ponderosa dignidad a lo largo de los pantalanes, más parecidos a inamovibles edificios que a objetos destinados a flotar; otros, a medio cargar, ya en camino de recuperar la auténtica fisonomía marina de un buque sumergido hasta su línea de flotación normal, parecían más accesibles. Sus planchas, de inclinación menos pronunciada, parecían invitar a los marineros que deambulaban en busca de empleo a subir a bordo y «probar suerte» con el piloto, responsable del funcionamiento interno de un barco. Como deseosos de pasar inadvertidos entre sus descollantes hermanos, dos o tres barcos «terminados» flotaban a baja altura, con aire de estar intentando sacudirse el yugo de sus amarras horizontales de proa, mostrando a la vista sus despejadas cubiertas y sus escotillas cerradas, listos para desprenderse, la popa por delante, de las esforzadas filas, desplegando el verdadero encanto de sus formas, que sólo confiere a un barco su adecuado asiento. Y a lo largo de un buen cuarto de milla, desde la puerta del arsenal hasta el rincón más alejado, allí donde el viejo pontón President (barco de instrucción, por entonces, de la Reserva Naval) solía estar anclado con su costado de fragata rozándose contra la piedra del muelle, por encima de todos estos cascos, preparados y no preparados, ciento cincuenta elevados mástiles, más o menos, tendían la telaraña de sus jarcias como una inmensa red, en cuya tupida malla, negra contra el firmamento, parecían quedar enredadas y suspendidas las pesadas vergas.

Era todo un espectáculo. La más humilde embarcación flotante atrae al marino por la fidelidad de su existencia; y aquel era el lugar donde podía uno contemplar la aristocracia de los barcos. Era una noble asamblea de los más hermosos y los más veloces, cada uno llevando en la proa el emblema esculpido de su nombre como si se tratara de una galería de vaciados en yeso: figuras de mujeres con coronas murales, mujeres con túnicas de mucho vuelo, con doradas cintas en el cabello o pañuelos azules en torno a la cintura, con sus redondeados brazos extendidos como para señalar el rumbo; cabezas de hombre con casco o descubiertas; guerreros, reyes, estadistas, lores y princesas de cuerpo entero, todos blancos de la cabeza a la punta de los pies; y, aquí y allá, la morena figura con turbante, chillonamente abigarrada, de algún sultán o héroe oriental, todos echados hacia adelante bajo la inclinación de poderosos baupreses y como ansiosos por iniciar otra carrera de 11.000 millas en sus soslayadas posturas. Así eran los hermosos mascarones de proa de los barcos mejores del mundo. Pero, ¿por qué, a no ser por el amor a la vida que aquellas efigies compartieron con nosotros en su impasibilidad errante, habría uno de intentar reproducir con palabras una impresión acerca de cuya fidelidad no puede haber juez ni crítico, puesto que ningún ojo humano volverá ya a contemplar una exposición del arte de la construcción naval y del arte de esculpir mascarones de proa como la que a lo largo de todo el año se veía en la galería al aire libre de la Nueva Dársena del Sur? Toda aquella compañía paciente y pálida de reinas y princesas, de reyes y guerreros, de mujeres alegóricas, de heroínas y estadistas y dioses paganos, coronados, con casco, con la cabeza descubierta, ha huido del mar para siempre, extendiendo hasta el final, por encima de la revoloteante espuma, sus hermosos brazos redondeados; enarbolando sus lanzas, espadas, escudos, tridentes, en la misma actitud incansable, empeñada hacia el frente. Y nada queda, excepto quizá, resonando en la memoria de unos cuantos hombres, el eco de sus nombres, desaparecidos hace ya mucho tiempo de la primera página de los grandes diarios londinenses; de los enormes carteles en las estaciones de ferrocarril y sobre las puertas de las oficinas marítimas; de las mentes de los marineros, capitanes de muelle, pilotos y tripulantes de remolcadores; de los saludos de roncas voces y del ondeo de banderas de señales intercambiadas entre barcos que se acercaban y separaban en la abierta inmensidad del mar.

El respetable marino de edad, desviando la vista de aquella multitud de palos, me lanzó una mirada para asegurarse de nuestra fraternidad en el oficio y el misterio del mar. Nos habíamos encontrado casualmente, y nos habíamos dirigido la palabra al pararme yo cerca de él, captada mi atención por la misma particularidad que él estaba observando en las jarcias de un barco evidentemente nuevo, un barco con toda su reputación por hacer todavía en los comentarios de los marinos que iban a compartir su vida con él. Su nombre estaba ya en sus bocas. Se lo había oído pronunciar a dos individuos de cuello grueso y colorado, del tipo llamado semináutico, en la estación de ferrocarril de Fenchurch Street, donde, en aquellos tiempos, la habitual muchedumbre masculina vestía jerseys y paño asargado eminentemente, y tenía el aire de ser más versada en las horas de la pleamar que en las horas de los trenes. Había advertido el nombre de aquel nuevo barco en la primera página de mi periódico de la mañana. Me había quedado mirando la insólita, agrupación de sus letras, azules sobre fondo blanco, en los tablones de anuncios, cada vez que el tren se detenía junto a uno de los miserables andenes de madera, semejantes a muelles, de la línea férrea de la dársena. Sin duda se lo habría bautizado, de acuerdo con las prácticas vigentes, el día en que saliera de las gradas, pero todavía estaba muy lejos de «tener un nombre». Aún sin probar, ignorante de los usos del mar, había sido arrojado en medio de aquella renombrada compañía de barcos para ser cargado con vistas a su viaje inaugural. No había nada que garantizara su solidez ni la valía de su carácter, a excepción de la reputación del astillero desde el que se lo había botado precipitadamente al mundo de las aguas. Me pareció modesto. Me lo imaginaba difidente, anclado muy calladito, con su banda recostada tímidamente sobre el muelle al que se hallaba amarrado con cabos muy nuevos, intimidado por la vecindad de sus probados y experimentados hermanos, ya familiarizados con todas las violencias del océano y el exigente amor de los hombres. Ellos habían dispuesto de más viajes largos para hacerse un nombre que había él conocido semanas de vida esmeradamente atendida, pues un barco nuevo recibe tantas atenciones como si fuera una joven desposada. Hasta los viejos y malhumorados capitanes de muelle lo miran con ojos benévolos. En su timidez, en el umbral de una vida laboriosa e incierta, cuando tanto se espera de un barco, nada podría haberlo animado y confortado más, si hubiera sido capaz de oír y entender, que el tono de profundo convencimiento con que mi respetable marino de edad repitió la primera parte de su aserto: «Los barcos están bien siempre…».

Su civilidad le impidió repetir la otra, la parte amarga. Se le habría ocurrido que tal vez resultaba poco delicado insistir. Había reconocido en mí a un oficial mercante que muy posiblemente andaba, como él mismo, buscando empleo, y en tal medida a un camarada, pero también a un miembro de esa zona posterior, escasamente poblada, de la popa de un buque, en la que gran parte de su reputación de «buen barco», según el habla marinera, se labra o echa a perder.

«¿Usted cree que se puede decir eso de todos los barcos sin excepción?», le pregunté sintiéndome contemplativo, ya que, si bien era evidentemente un oficial mercante, no había bajado en modo alguno a las dársenas «en busca de empleo», ocupación tan absorbente como el juego, e igualmente desfavorable al libre intercambio de ideas, aparte de incompatible con la afable disposición necesaria para el trato improvisado con los semejantes.

«Siempre se puede uno apañar con ellos», opinó juiciosamente el respetable marino.

Tampoco él mostraba aversión a la charla. Si había bajado a la dársena para buscar empleo, no parecía agobiado por la menor inquietud respecto a sus posibilidades. Poseía la serenidad del hombre cuyo carácter estimable queda felizmente reflejado en su apariencia física de una manera discreta, y a la vez convincente, ante la que ningún primer oficial falto de tripulantes se podría resistir. Y resultó más que cierto, pues supe al poco que el segundo del Hyperion le había «anotado» el nombre para guardabanderas. «Nos enrolamos el viernes, y embarcamos al día siguiente para zarpar con la marea de la mañana», comentó en un tono calmoso y despreocupado que contrastaba fuertemente con su evidente alacridad para estarse allí de charla durante una hora o más con un cabal desconocido.

«Hyperion», dije yo. «No recuerdo haber visto ese barco en ninguna parte. ¿Qué tipo de nombre se ha hecho?».

A juzgar por su discursiva respuesta, no tenía mucho nombre de ninguna clase. No era muy rápido. Sin embargo, para mantener su rumbo fijo no se bastaba cualquier idiota, creía. Lo había visto en Calcuta hacía algunos años, y recordaba que alguien le había contado entonces que, en su trayecto río arriba, se le habían desprendido las bocinas de los dos escobenes. Pero aquello podía haber sido culpa del piloto. Ahora, hablando a bordo con los aprendices, había oído decir que en el último viaje, estando fondeando en las Dunas para salir, había roto su espía, se había ido al garete, encallando, y había perdido un ancla con su correspondiente cadena. Pero aquello podía haber ocurrido por la falta del cuidado y la atención debidos en un canal de marea. No obstante, el conjunto hacía pensar que sus aparejos de fondeo dejaban bastante que desear. ¿No? Parecía un barco difícil de gobernar, en cualquier caso. Por lo demás, como en este viaje estrenaba, según tenía entendido, capitán y segundo, no podía saberse cómo iba a ir la cosa…

En estas charlas marinas de tierra es donde el nombre de un barco se va estableciendo lentamente, donde se le crea su fama, se conserva la historia de sus cualidades y sus defectos, se hacen comentarios sobre su idiosincrasia con la excitación del cotilleo personal, se exageran sus éxitos, se palian sus faltas como cosas sobre las cuales, no teniendo remedio en nuestro mundo imperfecto, no deberían insistir demasiado los hombres que, con la ayuda de los barcos, logran arrancarle una acerba subsistencia al brutal abrazo del mar. Todas esas charlas configuran su «nombre», que se va transmitiendo de una tripulación a otra sin acritud, sin animosidad, con la indulgencia propia de la mutua dependencia y con un sentimiento de estrecha asociación en el disfrute de sus perfecciones y en el riesgo de sus defectos.

Este sentimiento explica el orgullo que los hombres sienten por los barcos. «Los barcos están bien», como mi respetable guardabanderas de mediana edad decía con mucha convicción y algo de ironía; pero no son exactamente lo que los hombres hacen de ellos. Tienen su propia naturaleza; pueden por sí solos contribuir a nuestro amor propio mediante las exigencias que sus cualidades hacen a nuestra entereza. Resulta difícil decir cuál es la exacción más halagüeña; pero hay un hecho, y es que, habiendo escuchado por espacio de más de veinte años esas charlas marinas, lo mismo a bordo que en tierra, jamás he percibido una sola nota de auténtica animosidad. No negaré que en la mar, a veces, la nota sacrílega resultaba bastante audible en esas interpelaciones recriminatorias que un marino empapado, helado, exhausto, dirige a su barco, y que en algunos momentos de exasperación está dispuesto a extender a todos los barcos que jamás se hayan botado: a la entera, eternamente exigente progenie que se desliza por alta mar. Y a ese marino yo le he oído lanzar maldiciones hasta contra el inestable elemento, cuya fascinación, sobreviviendo a la experiencia acumulada de siglos, lo había cautivado como había cautivado a generaciones de antepasados suyos.

Pese a todo lo que se ha dicho sobre el amor que ciertas naturalezas (en tierra) han manifestado sentir por él, pese a todas las celebraciones de que ha sido objeto en prosa y en verso, el mar nunca ha sido amigo del hombre. A lo sumo ha sido el cómplice de las inquietudes humanas, desempeñando el papel de peligroso instigador de ambiciones mundiales. Incapaz de ser fiel a ninguna raza al estilo de la amable tierra, inasequible a la huella del valor y del esfuerzo y de la abnegación, no reconociendo la irrevocabilidad de dominio alguno, el mar jamás ha abrazado la causa de sus señores como esos suelos que mecen las cunas y erigen las lápidas funerarias de las naciones victoriosas de la humanidad que han arraigado en ellos. ¡Necio es aquel —hombre o pueblo— que, confiando en la amistad del mar, descuida la fuerza y maña de su mano derecha! Como si fuera demasiado grande, demasiado poderoso para las virtudes comunes, el océano no tiene compasión, ni fe, ni ley, ni memoria. Su inconstancia sólo quedará sujeta y fiel a los propósitos de los hombres por una resolución a prueba de desfallecimientos y por una insomne, armada, celosa vigilancia en la que, tal vez, siempre ha habido más odio que amor. Odi et amo podría muy bien ser la profesión de fe de los que consciente o ciegamente han rendido su existencia a la fascinación del mar. Todas las tempestuosas pasiones de los albores de la humanidad, el amor al botín y el amor a la gloria, el amor a la aventura y el amor al peligro, junto con el gran amor a lo desconocido y los fabulosos sueños de dominación y poder, han pasado, como imágenes reflejadas desde un espejo, sin dejar el menor rastro en la misteriosa faz del mar. Impenetrable y despiadado, el mar nada ha dado de sí a los pretendientes de sus precarios favores. A diferencia de la tierra, no se lo puede sojuzgar en modo alguno a base de paciencia y esfuerzo. Pese a toda su fascinación, que a tantos ha atraído a una muerte violenta, su inmensidad no ha sido nunca amada como lo han sido las montañas, las llanuras, el desierto mismo. De hecho, tengo la impresión de que, dejando de lado las declaraciones y tributos de escritores a los que puede decirse sin temor que poco les importa en el mundo aparte del ritmo de sus versos y la cadencia de su frase, el amor al mar, que algunos hombres y naciones se aprestan tan alegremente a profesar, es un complejo sentimiento en el que el orgullo tiene mucha parte, la necesidad no poca, y el amor a los barcos —los infatigables servidores de nuestras esperanzas y de nuestro amor propio— la mayor y más genuina. Por los cientos que han vilipendiado el mar, desde Shakespeare en el verso

«Más cruel que el hambre, el dolor o el mar»[35].

hasta el último y más oscuro lobo de mar de la «vieja escuela», corto de palabras y aún más de ideas, no podría encontrarse, creo, un solo marinero que jamás haya acompañado de una maldición el buen o mal nombre de un barco. Si alguna vez sus imprecaciones, provocadas por los rigores del mar, han llegado tan lejos como para alcanzar a su barco, habrá sido de modo muy ligero, como puede una mano posarse, sin pecado, en un gesto de ternura, sobre una mujer.