Estas ciudades de las Antípodas, no tan notables por entonces como lo son ahora, se tomaban interés por los barcos, aquellos vínculos móviles con «casa», y su gran número confirmaba el sentimiento de su creciente importancia. Hacían de ellos parte esencial de sus preocupaciones cotidianas. Esto sucedía sobre todo en Sydney, donde, desde el corazón de esa bonita ciudad, podían verse, al final de una perspectiva de calles importantes, los clíperes laneros anclados en el Muelle Circular, que no era en absoluto la típica prisión amurallada de dársena, sino parte integrante de una de las bahías más agradables, hermosas, amplias y seguras que jamás haya alumbrado el sol. Grandes vapores de línea se encuentran ahora anclados en estos amarraderos, reservados siempre a la aristocracia del mar: son barcos bastante imponentes y grandiosos, pero hoy están aquí y la semana que viene ya han partido; mientras que los clíperes de mi época, fueran de carga general, de transporte de emigrantes o de pasaje, aparejados con pesados palos y construidos con elegantes líneas, solían permanecer meses juntos a la espera de sus cargamentos de lana. Sus nombres llegaban a alcanzar la categoría de palabras usuales. Los domingos y los días de fiesta los ciudadanos bajaban en tropel con ánimo de visitarlos, y el solitario oficial de servicio se consolaba haciendo de cicerone —sobre todo de las ciudadanas— con simpáticos modales y un sentido bien desarrollado de la diversión que puede sacársele a la inspección de las cabinas y camarotes de un barco. El tecleo de pianos verticales más o menos desafinados se deslizaba flotando hacia el exterior por portas de popa abiertas hasta que las farolas de gas empezaban a parpadear en las calles y el guarda nocturno del barco, incorporándose soñoliento al servicio tras sus insatisfactorios duermevelas diurnos, arriaba las banderas y trincaba un fanal encendido en el vano de la plancha. La noche envolvía rápidamente a los silenciosos barcos, con sus tripulaciones en tierra. Desde lo alto de una breve y empinada cuesta, junto a la taberna de La Cabeza del Rey, muy frecuentada por los cocineros y camareros de la flota, se escuchaba la voz de un hombre que a intervalos regulares voceaba «¡Salchichas calientes!» al final de George Street, donde los restaurantes baratos (seis peniques la comida) estaban regentados por chinos (no estaba mal el de Sunkumon). Yo he oído a ese vendedor ambulante tan pertinaz durante horas (me pregunto si habrá muerto o habrá hecho fortuna), sentado sobre la regala del viejo Duke of S. (él sí ya muerto, ¡pobre!, de muerte violenta en la costa de Nueva Zelanda), fascinado por la monotonía, por la regularidad, por lo abrupto de su grito periódico, y tan exasperado ante el absurdo encantamiento que en más de una ocasión deseé que al tipo se le atragantara un bocado de su propia mercancía infame hasta causarle la muerte.
Estúpido empleo, y apropiado sólo para un anciano, solían decirme mis camaradas, el de guarda nocturno de un barco cautivo (por muy honrado que se sienta). Y es por lo general el más viejo entre los marinos útiles de la tripulación del barco quien lo desempeña. Pero a veces ni el marino más viejo ni ningún otro lo bastante disciplinado se encuentran a mano. Las tripulaciones de los barcos se daban gran maña para escabullirse velozmente en aquellos tiempos. Así que, probablemente a causa de mi juventud, de mi inocencia y de mi talante meditabundo (que a veces me hacía ser tardo en mi trabajo con las jarcias), en seguida fui nombrado, con el tono más sardónico que imaginarse pueda por parte de Mr. B., nuestro segundo de a bordo, para ese envidiable puesto. No lamento la experiencia. Los humores nocturnos de la ciudad descendían desde la calle hasta la orilla durante los tranquilos cuartos de la noche: pandillas de camorristas que bajaban a la carrera para resolver alguna pendencia mediante un combate en regla, lejos de la policía, en un confuso corro medio oculto por pilas de cargamento, con el ruido de los golpes, un gemido de vez en cuando, el retumbar de pisadas, y la voz de «¡Tiempo!» elevándose repentinamente por encima de los siniestros y excitados murmullos; merodeadores nocturnos que perseguían o eran perseguidos con un grito ahogado seguido de un profundo silencio, o que se acercaban a hurtadillas como fantasmas y me dirigían la palabra desde abajo, desde el muelle, en tono misterioso y con proposiciones incomprensibles. También los cocheros, a su modo, resultaban divertidos: dos veces por semana, las noches en que debía arribar el buque de pasajeros de la Compañía A.S.N., solían alinear un batallón de resplandecientes faroles frente al barco. Se bajaban de las lanzas y se contaban historias indecentes con lenguaje escabroso, y cada palabra me llegaba nítidamente por encima de las bordas, mientras fumaba sentado sobre la escotilla principal. En una ocasión sostuve, durante una hora o así, una conversación de lo más intelectual con alguien a quien no podía ver con claridad, un caballero inglés, según dijo, de distinguida voz, yo en cubierta y él en el muelle, sentado sobre la caja de un piano (que habíamos desembarcado de nuestra bodega aquella misma tarde) y fumándose un cigarro que olía muy bien. Hablamos, a lo largo de nuestra charla, de ciencia, de política, de historia natural y de cantantes de ópera. Al final, tras observar de manera abrupta: «Parece usted bastante inteligente, amigo mío», me comunicó, recalcándolo, que se llamaba Mr. Sénior, y se alejó… camino de su hotel, supongo. ¡Sombras! ¡Sombras! Creo que vi un bigote blanco cuando torció bajo la farola. Resulta desazonante pensar que, según el curso normal de la naturaleza, ahora debe de estar muerto. No había nada que objetar en su inteligencia excepto un poco de dogmatismo quizá. ¡Y se llamaba Sénior! ¡Mr. Sénior!
El puesto, no obstante, tenía sus inconvenientes. Una invernal, procelosa, oscura noche de julio, cuando, soñoliento, me encontraba bajo el saltillo de popa a resguardo de la lluvia, algo semejante a un avestruz subió precipitadamente por la plancha. Digo algo semejante a un avestruz porque la criatura, aunque corría sobre dos piernas, parecía ayudarse en su marcha accionando un par de alas cortas; era un hombre, sin embargo, sólo que su chaqueta, rajada por la espalda en dos mitades que aleteaban por encima de sus hombros, le confería aquel aspecto raro y gallináceo. Supongo, al menos, que sería su chaqueta, porque resultaba imposible distinguirle con claridad. No alcanzo a imaginar cómo se las arregló para llegarse tan derecho hasta mí, a la carrera y sin dar un solo traspié por una cubierta que le era desconocida. Debía de poder ver en la oscuridad mejor que cualquier gato. Me abrumó con jadeantes súplicas para que le dejara refugiarse en nuestro castillo de proa hasta por la mañana. Cumpliendo estrictamente mis órdenes, rechacé su petición, suavemente al principio, en tono más firme al insistir él con creciente desfachatez.
«¡Por amor de Dios, déjame, muchacho! Me siguen varios… y he robado este reloj».
«¡Salga de aquí!», dije yo.
«¡No seas así con un compañero, hombre!», gimoteó lastimeramente.
«Venga, vamos, a tierra inmediatamente. ¿Me oye?».
Silencio. Pareció achantarse, mudo, como si en su congoja le faltaran las palabras; y acto seguido… ¡zas!, se sucedieron una conmoción y un gran relámpago luminoso en el que se desvaneció, dejándome tendido boca abajo con el ojo morado más abominable que jamás haya cosechado nadie en el fiel cumplimiento de su deber. ¡Sombras! ¡Sombras! Confío en que escapara de los enemigos de que huía para llevar una próspera existencia hasta hoy. Pero su puño era extraordinariamente duro y su tino milagrosamente certero en la oscuridad.
Hubo otras experiencias, menos dolorosas y más divertidas en su mayor parte, y, entre ellas, una de cariz dramático; pero la experiencia más asombrosa de todas era Mr. B., nuestro segundo de a bordo en persona.
Solía bajar a tierra todas las noches para reunirse en el salón de algún hotel con su compinche, el segundo del bricbarca Cicero, anclado al otro extremo del Muelle Circular. Ya tarde, por la noche, oía yo desde lejos sus vacilantes pasos y sus voces que se alzaban en discusiones sin fin. El segundo del Cicero acompañaba a su amigo hasta su embarcación. Durante media hora o así proseguían su disparatada y embarullada charla en tono profundamente amistoso al pie de nuestra plancha, y entonces oía a Mr. B. insistir en que tenía que acompañar al otro hasta su barco. Y allá se iban, mientras sus voces, siempre conversando con excesivo calor, se seguían oyendo en su desplazamiento por todo el puerto. Sucedía en más de una ocasión que de este modo recorrían la distancia tres o cuatro veces, cada uno acompañando al otro hasta su barco por puro y desinteresado afecto. Al fin, por simple cansancio, o tal vez en un momento de descuido, se las arreglaban para despedirse de alguna forma, y al poco los tablones de nuestra larga plancha se arqueaban y crujían bajo el peso de Mr. B., que por fin subía a bordo definitivamente.
En la regala su fornida figura se detenía y se quedaba tambaleándose.
«¡Guarda!».
«Señor».
Una pausa.
Esperaba a un momento de estabilidad para salvar los tres peldaños de la escala interior entre regala y cubierta; y el guarda, aleccionado por la experiencia, se abstenía de ofrecer una ayuda que en aquella concreta etapa del regreso del segundo habría sido recibida como un insulto. Pero temblé muchas veces temiendo por su nuca. Era hombre de peso.
Entonces, con cierto impulso y un ruido sordo, quedaba zanjada la cuestión. Nunca tuvo que levantarse del suelo; pero le llevaba cosa de un minuto rehacerse tras la bajada.
«¡Guardia!».
«Señor».
«¿Está el capitán a bordo?»,
«Sí, señor».
Pausa.
«¿Está el perro a bordo?».
«Sí, señor».
Pausa.
Nuestro perro era un animal demacrado y desagradable, más parecido a un lobo de salud precaria que a un perro, y jamás vi que Mr. B. mostrara en ningún otro momento el menor interés por las andanzas de la bestia. Pero aquella pregunta nunca fallaba.
«Venga su brazo, para guardar el equilibrio».
Yo estaba preparado siempre para esa demanda. Mr. B. se apoyaba pesadamente en mí hasta estar lo bastante cerca de la puerta del camarote como para agarrarse al picaporte. Entonces me soltaba el brazo inmediatamente.
«Vale así. Ya me sé arreglar».
Y se arreglaba. Se las arreglaba para encontrar el camino hasta la litera, encender la lámpara, meterse en la cama… sí, y salir de ella cuando yo, a las cinco y media, lo llamaba: era el primero en cubierta, llevándose la taza de café matutino a los labios con mano firme, listo para sus obligaciones como si hubiera dormido virtuosamente diez horas seguidas, mejor primer oficial que muchos hombres que no habían probado el grog en su vida. Sabía arreglárselas con todo aquello, pero no para medrar en la vida.
Tan sólo en una ocasión no alcanzó a asir el picaporte de la puerta del camarote al primer intento. Esperó un poco, probó de nuevo, y volvió a fallar. Su peso se hacía notar cada vez más sobre mi brazo. Suspiró lentamente.
«¡Maldito sea ese picaporte!».
Se volvió sin soltarme, su rostro, iluminado por la luna llena, radiante como el día.
«Ojalá estuviéramos en la mar», refunfuñó con coraje.
«Sí, señor».
Sentía necesidad de decir algo, porque se había colgado de mí como si se hallara perdido, respirando con dificultad.
«Los puertos no son buena cosa… ¡se pudren los barcos y los hombres se van al diablo!».
Permanecí callado, y al cabo de un rato repitió con un suspiro:
«Quisiera que estuviéramos ya en la mar, lejos de aquí».
«También yo, señor», aventuré.
Cogiéndome del hombro, se volvió hacia mí.
«¡Usted! ¿A usted qué más le da dónde estemos? Usted no… no bebe».
E incluso aquella noche «se supo arreglar» finalmente.
Agarró el picaporte. Pero no se las arregló para encender la lámpara (ni siquiera creo que lo intentase), aunque por la mañana, como de costumbre, fue el primero en cubierta, con su cuello de toro y su cabeza rizosa, viendo a los hombres ponerse manos a la obra con su expresión sardónica y su mirada resuelta.
Me lo encontré diez años más tarde de forma casual, imprevista, en la calle, saliendo del despacho de mi consignatario. Era bastante improbable que yo me hubiera olvidado de él y de su «ya me sé arreglar». El me reconoció al instante, se acordaba de mi nombre y de en qué barco había servido a sus órdenes. Me dio un repaso con la mirada de la cabeza a los pies.
«¿Qué hace usted aquí?», me preguntó.
«Estoy al mando de un pequeño bricbarca», dije, «cargando aquí con destino a Mauricio»[33]. Luego irreflexivamente, añadí: «¿Y usted qué hace, Mr. B.?».
«Yo», dijo mirándome resueltamente, con su vieja sonrisa sardónica, «yo estoy buscando algo que hacer».
Pensé que más me hubiera valido morderme, arrancarme la lengua. Su pelo rizoso y negro como el azabache se había vuelto entrecano; iba tan escrupulosamente pulcro como siempre, pero terriblemente raído. Sus relucientes botas tenían los tacones muy desgastados. Pero me perdonó, y nos fuimos juntos en un cabriolé a cenar a bordo de mi barco… Lo examinó concienzudamente, lo elogió abiertamente, me felicitó por mi mando con absoluta sinceridad. Durante la cena, al ofrecerle vino y cerveza negó con la cabeza, y al quedarme yo mirándole interrogativamente musitó en voz baja:
«He dejado todo eso».
Después de cenar salimos de nuevo a cubierta. Parecía como si no pudiera arrancarse del barco. Estábamos colocando algunas nuevas jarcias, y anduvo remoloneando por allí, aprobando, sugiriendo, dándome consejos al viejo estilo. Por dos veces se dirigió a mí llamándome «Muchacho», y se corrigió rápidamente para pasar a «Capitán». Mi segundo estaba a punto de dejarme (para casarse), pero me guardé muy mucho de mencionárselo a Mr. B. Temía que me pidiera el puesto mediante alguna indirecta macabramente jocosa que yo no podría dejar de recoger. Lo temía. Habría resultado imposible. Yo no podría haberle dado órdenes a Mr. B., y estoy seguro de que él no me las habría aceptado durante mucho tiempo. No habría sabido arreglarse con eso, aunque se las hubiera arreglado para apartarse de la bebida… demasiado tarde.
Por fin se despidió. Mientras miraba alejarse calle arriba su fornida figura de cuello de toro, me pregunté con gran abatimiento de mi corazón si llevaría en el bolsillo mucho más del importe para el alojamiento de aquella noche. Y comprendí que si en aquel mismo instante le llamaba, ni siquiera volvería la cabeza. Tampoco es él más que una sombra, pero aún me parece estar oyendo sus palabras, pronunciadas en la cubierta del viejo Duke al claro de luna:
«Los puertos no son buena cosa… ¡se pudren los barcos y los hombres se van al diablo!».