Un barco en una dársena, rodeado de muelles y de los muros de los almacenes, tiene el aspecto de un preso meditando sobre la libertad con la tristeza propia de un espíritu libre en reclusión. Cables de cadena y sólidas estachas lo mantienen atado a postes de piedra al borde de una orilla pavimentada, y un amarrador, con una chaqueta con botones de latón, se pasea como un carcelero curtido y rubicundo, lanzando celosas, vigilantes miradas a las amarras que engrillan el barco inmóvil, pasivo y silencioso y firme, como perdido en la honda nostalgia de sus días de libertad y peligro en el mar.
El enjambre de renegados —capitanes de muelle, amarradores, escluseros y gente por el estilo— parece abrigar una desconfianza enorme hacia la resignación del barco cautivo. Nunca parece haber cadenas y estachas suficientes para satisfacer sus espíritus, preocupados por la segura sumisión de barcos libres a la resistente, cenagosa, esclavizada tierra. «Más vale que le dé usted otra vuelta de guindaleza a popa, señor Piloto», es una frase corriente en sus labios. Los tildo de renegados porque la mayoría de ellos han sido marineros en su día. Como si los achaques de la vejez —las canas, las patas de gallo y las nudosas venas de las manos— fueran los síntomas de un envenenamiento moral, merodean por los muelles con un aire de estarse recreando bajo cuerda en el quebrantado espíritu de nobles cautivos. Quieren más defensas, más amarras de través; quieren más esprines, más largos, más grilletes; quieren dejar a barcos de alma volátil tan inmóviles como cuadrados bloques de piedra. Se apostan sobre el barro de los enlosados, estos lobos de mar degradados, con largas filas de vagonetas haciendo resonar sus enganches a sus espaldas, y con mirada malévola recorren el barco desde el botalón de foque hasta el coronamiento, con el solo deseo de tiranizar a la pobre criatura bajo el velo hipócrita de la benevolencia y la solicitud. Aquí y allá grúas de carga, que parecen instrumentos de tortura para barcos, blanden crueles garfios al final de largas cadenas. Cuadrillas de obreros portuarios pululan por las planchas con sus embarrados pies. Es éste un espectáculo desgarrador, el de tantos hombres de tierra, terrosos, a los que jamás les ha importado nada un barco, pisoteando, despreocupados, brutales, y con sus botas claveteadas, el desvalido cuerpo.
Por fortuna, nada puede desfigurar la belleza de un barco. Esa sensación de mazmorra, esa sensación de horrible y degradante infortunio abatiéndose sobre una criatura de hermoso aspecto y digna de toda confianza, está tan sólo vinculada a los barcos amarrados en las dársenas de los grandes puertos europeos. Siente uno que se los ha encerrado poco honradamente, para hostigarlos de muelle en muelle a través de una oscura, grasienta, cuadrada charca de agua negra, como brutal recompensa al término de un leal viaje.
Un barco anclado en una rada abierta, con gabarras de carga al lado y su propio aparejo de fuerza columpiando el cargamento sobre la regala, está cumpliendo, en libertad, una de sus funciones vitales. No hay reclusión; hay espacio: agua clara alrededor, y un cielo despejado por encima de sus topes, con un paisaje de verdes colinas y encantadoras bahías entendiéndose en torno a su ancladero. No ha sido abandonado por sus propios hombres a las frágiles mercedes de la gente de tierra. Aún ampara a su pequeña banda de devotos, que cuidan de él, y uno siente que de un momento a otro va a deslizarse por entre los promontorios y desaparecer. Es sólo en casa, en la dársena, donde yace abandonado, apartado de la libertad por todos los artificios de los hombres que sólo piensan en una rápida expedición y en fletes lucrativos. Es sólo entonces cuando las odiosas sombras rectangulares de muros y tejados caen sobre sus cubiertas con lluvias de hollín.
Para quien no haya visto nunca las extraordinarias nobleza, fuerza y gracia que las afanosas generaciones de constructores de buques han desarrollado a partir de algunos recovecos puros de sus sencillas almas, la visión que hace veinticinco años podía contemplarse de una enorme flota de clíperes amarrados a lo largo del lado norte de la Nueva Dársena del Sur era un espectáculo inspirador. Ocupaban por entonces, desde las puertas de hierro del arsenal, custodiadas por policías, un cuarto de milla, en una larga, embosquecida perspectiva de mástiles, amarrados de dos en dos a numerosos y sólidos pantalanes.
Sus palos achataban con su altura los depósitos de chapa ondulada, sus botalones de foque llegaban hasta mucho más allá de la orilla, sus mascarones de proa blancos y dorados, casi deslumbrantes en su pureza, sobresalían por encima del largo muelle recto, a salvo del barro y la porquería del borde del atracadero, con las figuras de atareados grupos de hombres indiferenciados yendo de un lado para otro, inquietos y mugrientos bajo su levitante inmovilidad.
A la hora de la marea uno veía desprenderse de las filas a uno de los barcos ya cargados, con las escotillas aseguradas mediante listones, y salir flotando al espacio abierto de la dársena, sujeto por cabos oscuros y delgados, como los primeros hilos de una telaraña, que se extendían desde sus amuras y aletas hasta los postes de amarre de la orilla. Allí, elegante e inmóvil, como un ave dispuesta a desplegar las alas, aguardaba hasta que, al abrirse las puertas, un remolcador o dos entraban apresurada y ruidosamente, revoloteando en torno a él con aire solícito y alborotado, y lo sacaban al río, atendiéndolo, escoltándolo a través de puentes abiertos, a través de puertas que parecían ataguías entre los planos espigones con un poco de césped verde rodeado de grava y un blanco mástil de señales, con verga y cangrejo, que enarbolaba un par de desteñidas banderas azules, rojas o blancas.
Esta Nueva Dársena del Sur (así se llamaba oficialmente), en torno a la cual giran mis primeros recuerdos profesionales, pertenece al grupo de las Dársenas de las Indias Occidentales, junto con dos surgideros más pequeños y mucho más antiguos llamados respectivamente de la Importación y de la Exportación, ambos con la grandeza de su tráfico ya fenecido. Pintorescos y limpios como suelen ser las dársenas, estos surgideros gemelos expandían, el uno al lado del otro, el lustre oscuro de su agua cristalina escasamente poblada por unos cuantos barcos amarradas a boyas o muy distanciados entre sí al final de depósitos arrinconados en las esquinas de vacíos muelles, donde parecían dormitar plácidamente, aparte, insensibles al bullicio de los asuntos humanos: retirados más que en activo. Eran curiosos y afables, aquellos dos modestos surgideros, pelados y silenciosos, sin ningún despliegue agresivo de grúas, sin ningún aparato que indicara trabajo o prisas en sus estrechas orillas. Ninguna vía férrea los entorpecía. Los grupos de trabajadores que desmañadamente y en tropel se apiñaban en las esquinas de los depósitos de carga para disfrutar en paz de su almuerzo, que extraían de rojos pañuelos de algodón, tenían el aspecto de estar merendando a la orilla de una solitaria charca de montaña. Eran tranquilos (y debería añadir que muy poco rentables), aquellos surgideros, hasta los cuales podía escaparse a la hora de la cena el primer oficial de alguno de los barcos envueltos en la atosigante, intensa, ruidosa actividad de la Nueva Dársena del Sur —a unas cuantas yardas de distancia solamente— para darse un paseo, desembarazado de hombres y negocios, meditando (si así se le antojaba) sobre la vanidad de todo lo humano. En un tiempo debieron de encontrarse llenos de buenos, viejos, lentos veleros antillanos de popa cuadrada, que se tomaban su cautiverio, me imagino, tan impávidamente como habían afrontado el zarandeo de las olas con sus embotadas y honradas proas y habían vertido pausadamente azúcar, ron, melaza, café o palo campeche con sus propios chigre y aparejo de fuerza. Pero cuando yo los conocí, de exportaciones no había nunca ni rastro que pudiera detectarse; y las únicas importaciones que jamás he visto eran algunos infrecuentes cargamentos de madera tropical: enormes vigas bosquejadas en troncos de palo de hierro crecidos en los bosques vecinos al Golfo de México. Yacían amontonadas, en pilas de cañones, y resultaba difícil creer que toda aquella cantidad de árboles muertos y descortezados hubiera salido de los flancos de un pequeño bricbarca ligero y de inocente aspecto con, probablemente, un sencillo nombre de mujer —Ellen esto o Annie aquello— sobre sus finas amuras. Pero esa es la impresión que suele producir un cargamento descargado. Una vez extendido libremente por el muelle, parece del todo imposible que semejante volumen haya salido entero del barco que está allí al lado.
Eran rincones tranquilos, serenos dentro del bullicioso mundo de las dársenas, aquellos surgideros en los que nunca tuve la suerte de conseguir amarradero tras una travesía más o menos ardua. Pero de un vistazo podía uno percatarse de que allí ni los hombres ni los barcos estaban nunca apremiados. Eran tan tranquilos que, recordándolos bien, uno llega a dudar de que existieran jamás: lugares de reposo para que los barcos cansados pudieran soñar, lugares de meditación más que de trabajo, donde los barcos perversos —los celosos, los ronceros, los que hacen agua, los malos navíos, los de timón indómito, los caprichosos, los tercos, los ingobernables en general— tenían tiempo de sobra para hacer recuento y arrepentirse de sus pecados, afligidos y desnudos, con sus desgarradas prendas de lona quitadas, y con el polvo y las cenizas de la atmósfera londinense sobre sus topes. Porque no cabe duda de que el peor de los barcos se arrepentiría si alguna vez le dejaran tiempo para ello. He conocido demasiados para no saberlo. Ningún velero es enteramente malo; y ahora que sus cuerpos, que tantas tempestades habían arrostrado, han sido barridos de la faz del mar por un chorro de vapor, y que buenos y malos juntos han pasado al limbo de las cosas que ya han cumplido su cometido, no puede haber mal alguno en afirmar que en estas generaciones desaparecidas de voluntariosos sirvientes no hubo jamás un alma absolutamente irredimible.
En la Nueva Dársena del Sur no había, desde luego, tiempo para el remordimiento, la introspección, el arrepentimiento o cualquier otro fenómeno de la vida interior, tanto para los cautivos como para sus oficiales. Desde las seis de la mañana hasta las seis de la noche los trabajos forzados de la prisión, que recompensan la valentía de los barcos que ganan el puerto, se sucedían sin descanso, grandes eslingas de carga general columpiándose sobre la regala para caer a plomo en las escotillas a una señal con la mano del que vigilaba la plancha. La Nueva Dársena del Sur era sobre todo dársena de carga para las Colonias en aquellos espléndidos (y postreros) tiempos de elegantes clíperes laneros, magníficos de aspecto y —en fin— apasionantes de gobernar. Algunos eran más hermosos que otros; muchos llevaban (para decirlo con delicadeza) mástiles sobrecargados; de todos se esperaba que realizaran buenas travesías; y de toda aquella fila de barcos, cuyas jarcias formaban una densa y enorme red que se dibujaba contra el cielo, cuyas piezas metálicas lanzaban destellos hasta casi tan lejos como le alcanzaba la vista al policía que custodiaba las puertas, apenas si había alguno que, de entre todos los puertos del ancho mundo, conociera otros que los de Londres y Sydney, o Londres y Melbourne, o Londres y Adelaida, añadiendo quizá Hobart Town para los de menor tonelaje. Casi se podría haber creído, como solía decir del viejo Duke of S.[32] su segundo de a bordo, de canosos bigotes, que se conocían el camino de las Antípodas mejor que sus propios capitanes, quienes, año tras año, los llevaban desde Londres —su lugar de cautiverio— hasta algún puerto australiano, donde, hace veinticinco años, aunque bien, bastante fuertemente amarrados a los pantalanes, no se sentían cautivos, sino huéspedes muy honrados.