La visión de barcos amarrados en algunas de las más antiguas dársenas de Londres me ha sugerido siempre la imagen de una bandada de cisnes confinados al inundado patio interior de lúgubres casas de vecindad. La lisura de los muros que circundan el oscuro charco sobre el que flotan hace resaltar prodigiosamente la ondulante gracia de las líneas según las cuales está construido el casco de un barco. La ligereza de estas formas, concebidas para afrontar los vientos y los mares, hace, por contraste con las grandes pilas de ladrillos, que las cadenas y cables de sus amarras parezcan enormemente necesarios, como si sólo eso pudiera impedirles levitar y remontarse por encima de los tejados. La menor ráfaga de viento que se cuela por las rendijas de las construcciones de la dársena hace agitarse a estos cautivos engrillados a rígidas orillas. Es como si las almas de los barcos no soportaran el confinamiento. Esos cascos arbolados, aliviados de su cargamento, se impacientan al primer atisbo de la libertad del viento. Por muy fuertemente que estén amarrados, bailan un poquito en sus atracaderos, haciendo oscilar imperceptiblemente las espiriformes ligazones de cordaje y palos. Uno puede detectar esa impaciencia observando la oscilación de los topes contra la inmóvil, inanimada gravedad de mortero y piedras. Al pasar junto a cada desesperado preso encadenado al muelle, el ruido leve y chirriante de las defensas de madera emite un sonido de irritado murmurio. Pero puede que, después de todo, a los barcos les venga bien atravesar periodos de reclusión y reposo, al igual que la constricción y el recogimiento propios de la inactividad pueden venirle bien a un alma indómita; no es que, de hecho, quiera decir con esto que los barcos sean indómitos: al contrario, son criaturas fieles, como pueden testimoniar tantos hombres. Y la fidelidad es una gran limitación, el más fuerte yugo puesto a la porfía de hombres y barcos en este planeta de tierra y mar.
Este intervalo de cautiverio en las dársenas remata cada periodo de la vida de un barco con la sensación del deber cumplido, de haber desempeñado efectivamente un papel en la obra del mundo. La dársena es el escenario de lo que el mundo consideraría la parte más seria de la ligera, movida, oscilante vida de un barco. Pero hay dársenas y dársenas. La fealdad de algunas es apabullante. Ni con tenazas lograrían arrancarme el nombre de un cierto río del norte cuyo angosto estuario es inhóspito y peligroso y cuyas dársenas son como una pesadilla de desabrimiento y miseria. Sus tétricas orillas están profusamente sembradas de estructuras de madera enormes y patibularias cuyos altos remates quedan velados periódicamente por la infernal noche arenosa de una nube de polvo de carbón. El más importante ingrediente para mantener la obra del mundo en marcha se distribuye allí bajo unas circunstancias de extrema crueldad para con los desamparados barcos. Encerrado en el desolado circuito de estos surgideros, uno se inclinaría a pensar que un barco libre languidecería y moriría como un ave del campo metida en una jaula sucia. Pero un barco, quizá debido a su fidelidad a los hombres, resistirá extraordinarias dosis de malos tratos. No obstante, yo he visto salir barcos de ciertas dársenas cual prisioneros medio muertos de una mazmorra, enfangados, vencidos, completamente desfigurados por la porquería, los tripulantes con los ojos en blanco en medio de sus negros y preocupados rostros elevados a un cielo que, con su ahumado y tiznado aspecto, parecía reflejar la sordidez de la tierra a sus pies. Una cosa puede, sin embargo, decirse en favor de las dársenas del Puerto de Londres de ambos lados del río: pese a todas las quejas relativas a su defectuosa habilitación, a sus anticuadas normas, a sus deficiencias (según dicen) en materia de expedición rápida, ningún barco se ve jamás en el trance de tener que salir de sus puertas en estado de semidesfallecimiento. Londres es un puerto de carga general, como corresponde a la mayor capital del mundo. Los puertos de carga general pertenecen a la aristocracia de los centros comerciales del globo, y, dentro de esa aristocracia, Londres, como no puede por menos de ser así, posee una fisonomía única.
De ausencia de pintoresquismo no puede acusarse a las dársenas que dan al Támesis. Pese a mis muy poco amables comparaciones con cisnes y patios interiores, lo que no puede negarse es que cada dársena o grupo de dársenas de la margen norte del río tiene su propio atractivo particular. Desde la pequeña y acogedora Dársena de Santa Catalina, que se extiende ensombrecida y negra como una apacible charca entre despeñaderos rocosos, siguiendo por las venerables y afables Dársenas de Londres, sin una sola línea de raíles en toda su superficie y con el aroma de las especias flotando entre sus almacenes de afamadas bodegas, continuando por el interesante grupo de las Dársenas de las Indias Occidentales y los excelentes diques de Blackwall, pasando por la entrada a las Dársenas de Victoria y Albert del Tramo de los Galeones, y hasta la vasta penumbra de los grandes surgideros de Tilbury, todos y cada uno de esos lugares destinados a la reclusión de barcos posee su propia fisonomía particular, su propia expresión. Y lo que los hace únicos y atractivos es su común virtud de ser románticos dentro de su utilidad.
A su modo, son tan románticos como distinto de las demás corrientes comerciales del mundo es el río al cual sirven. El recogimiento de la Dársena de Santa Catalina, el aire añejo de las Dársenas de Londres, son cosas que se quedan grabadas en la memoria. Río abajo, a la altura de Woolwich, las dársenas son imponentes por sus dimensiones y por la gigantesca escala de fealdad que conforma sus alrededores: fealdad tan pintoresca que acaba por erigirse en verdadero deleite para la vista. Al hablar de las dársenas del Támesis, la palabra «belleza» resulta vana, pero lo novelesco lleva demasiado tiempo habitando este río como para no haber extendido sobre sus orillas un manto de hechizo.
La antigüedad del puerto excita la imaginación por la larga cadena de empresas aventureras que tuvieron su origen en la ciudad y salieron al mundo flotando sobre las aguas del río. Hasta la más nueva de todas las dársenas, la de Tilbury, participa del hechizo que transmiten los recuerdos históricos. La reina Elizabeth se desplazó hasta allí en una ocasión, y no en uno de sus pomposos y ceremoniosos periplos, sino en urgente viaje de negocios durante una histórica crisis nacional. La amenaza de aquel momento ha desaparecido, y ahora Tilbury es conocida por sus dársenas. Son éstas muy modernas, pero su lejanía y su aislamiento en las marismas de Essex, y el periodo de fracaso que acompañó a su creación, les confirieron un aire romántico. Por aquel entonces nada podía resultar más chocante que los inmensos surgideros vacíos, rodeados de millas de muelles desnudos e hileras de depósitos de carga, donde dos o tres barcos parecían hallarse perdidos como niños encantados en un bosque de macilentas grúas hidráulicas. Recibía uno una maravillosa impresión de absoluto abandono, de rendimiento desaprovechado. Las Dársenas de Tilbury se mostraron desde el principio muy eficaces y preparadas para su tarea, pero quizá habían entrado en escena demasiado pronto. Un gran futuro las aguarda. No llenarán nunca un vacío que se venía sintiendo desde hace mucho tiempo (según la locución sacramental que se aplica a ferrocarriles, túneles, periódicos y nuevas ediciones de libros). Estaban en escena con demasiada antelación. El vacío no se hará sentir nunca porque, libres de las trabas de la marea, de fácil acceso, magníficas y desoladas, están ya ahí, listas para acoger y guardar los mayores barcos que puedan surcar los mares. Son dignas del puerto fluvial más antiguo del mundo.
Y, a decir verdad, pese a todas las críticas llovidas sobre los directores de las compañías de dársenas, las demás tampoco son una deshonra para esa ciudad cuya población es mayor que la de algunos estados. El crecimiento de Londres, en lo que se refiere a la adecuada habilitación del puerto, ha sido lento, aunque no indigno de un gran centro de distribución. No debe olvidarse que Londres no cuenta con el respaldo de grandes áreas industriales ni de grandes yacimientos de explotación natural. En esto se diferencia de Liverpool, de Cardiff, de Newcastle, de Glasgow; y en eso se diferencia el Támesis del Mersey, del Tyne, del Clyde. Es un río histórico; es una corriente romántica que fluye por en medio de grandes negocios, y pese a todas las críticas a la administración del río, soy de la opinión de que su desarrollo ha sido digno de su rango. La corriente misma fue, durante mucho tiempo, capaz de albergar desahogadamente el tráfico costero y de ultramar. Por aquel entonces, en la parte llamada la Charca, justo detrás del Puente de Londres, los bajeles amarrados por proa y popa a la fuerza misma de la marea formaban una masa compacta semejante a una isla cubierta por un bosque de árboles descarnados, sin hojas; y cuando el comercio se hizo excesivo para el río, vinieron las Dársenas de Santa Catalina y las Dársenas de Londres, magníficas empresas que respondieron a las necesidades de su tiempo. Lo mismo puede decirse de los demás lagos artificiales, llenos de barcos que entran y salen por esta gran carretera hacia todos los puntos del globo. La tarea de esta imperial vía fluvial prosigue de generación en generación, prosigue día y noche. Nada detiene jamás su insomne laboriosidad salvo la llegada de una niebla densa, que envuelve la abarrotada corriente en un manto de impenetrable quietud.
Tras el paulatino cese de todo ruido y todo movimiento en el río fiel, se oye tan sólo el sonido de las campanas de los barcos, misterioso y amortiguado por el blanco vapor desde el Puente de Londres hasta el Nore, a lo largo de millas y millas, en un decrescendo tintineante, hasta allí donde el estuario se ensancha para adentrarse en el Mar del Norte y los barcos anclados surgen muy desperdigados en los canales ocultos entre los bancos de arena de la desembocadura del Támesis. En el largo y glorioso relato de los años de esforzado servicio del río a su pueblo, éstos son sus únicos momentos de respiro.