XXXI

La arena del Nore permanece cubierta durante la bajamar, y el ojo humano jamás la ve; sin embargo es el Nore un nombre que evoca visiones de acontecimientos históricos, de batallas, de flotas, de motines, de vigilancia y guardia del gran corazón palpitante del Estado. Este punto ideal del estuario, este centro de recuerdos, está señalado en la extensión gris acerada de las aguas por un buque-faro pintado de rojo que, a una distancia de un par de millas, parece un minúsculo juguete barato y estrafalario. Recuerdo cómo me sorprendió, la primera vez que remonté el río, la pequeñez de ese pintoresco objeto, diminuta y cálida mota de carmesí perdida en una inmensidad de tonos grises. Me sobresalté, como si forzosamente la baliza principal de la vía fluvial de la ciudad más grande del mundo hubiera tenido que ofrecer imponentes proporciones. ¡Y resultaba que la tostada tarquina de una barcaza me la tapaba por completo!

Entrando desde el este, el vivo colorido del buque-faro que indica la parte del río confiada al mando de un almirante (el Comandante en jefe del Nore) acentúa la monotonía y la enorme anchura del Estuario del Támesis. Pero pronto el curso del barco descubre la entrada del Medway, con sus buques de guerra anclados en fila, y el largo malecón de madera del Puerto

Victoria, con sus pocas edificaciones bajas como la incipiente y apresurada colonización de una costa salvaje e inexplorada. Las famosas barcazas del Támesis se posan en el agua marrones y arracimadas, haciendo el efecto de aves flotando sobre un estanque. En la imponente extensión del gran estuario, el tráfico del puerto en que se efectúa buena parte del trabajo y del pensar del mundo resulta insignificante, disperso, mana en delgadas hileras de barcos que salen ensartados en dirección este por los diversos canales navegables cuya divergencia señala el buque-faro del Nore. El tráfico de cabotaje tiende a ir hacia el norte; los barcos de altura se dirigen por el este, con cierta inclinación meridional, a través de las Dunas, hacia los más remotos confines del mundo. En el ensanchamiento de las riberas que se van perdiendo en las grises, ahumadas distancias, la grandeza del mar recibe a la flota comercial de buenos barcos que Londres suelta con cada cambio de marea. Van unos detrás de otros, arrimados a la costa de Essex. Como las cuentas de un rosario que pasaran metódicos navieros para mayor provecho del mundo, se introducen uno a uno en mar abierto: mientras en lontananza los barcos que entran surgen, separadamente o en grupos, del horizonte marino que clausura la desembocadura del rio entre Orfordness y Foreland Norte. Todos convergen sobre el Nore, esa cálida mota roja en medio de tonos pardos y grises, con las lejanas márgenes extendiéndose juntas hacia el oeste, bajas y llanas, como los bordes de un canal enorme. El tramo marítimo del Támesis es recto, y, una vez que se ha dejado atrás Sheerness, sus riberas parecen muy despobladas, excepción hecha del racimo de casas que es Southend, o, aquí y allá, de un solitario malecón de madera en el que los petroleros descargan sus peligrosos cargamentos y donde los tanques-depósito de combustible, bajos y redondos, con tejados levemente cupuliformes, asoman por el filo de la playa, como si se tratara de las cabañas de una aldea centroafricana imitadas en hierro. Bordeado por las marismas negras y relucientes, el raso pantanal se extiende a lo largo de millas.

A lo lejos, al fondo, el terreno se eleva, tapando la vista con una pendiente arbolada y continua que forma en la distancia una interminable muralla cubierta de matorrales.

Luego, en la ligera curva del Tramo de Lower Hope, agrupaciones de chimeneas de fábricas se aparecen nítidamente, altas y esbeltas sobre las chatas hileras de obras de hormigón de Grays y Greenhithe. Humeando calladamente en lo alto contra la gran llamarada de un magnífico ocaso, dotan al escenario de un carácter industrial, hablan de trabajo, manufacturas y comercio del mismo modo que los palmerales de las playas coralinas de lejanas islas hablan de la exuberante gracia, belleza y vigor de la naturaleza tropical. Las casas de Gravesend se agolpan en la orilla produciendo un efecto de confusión, como si hubieran caído rodando de cualquier manera desde la cima de la colina que está a sus espaldas. Ahí acaba la planicie de la costa de Kent. Frente a los diversos espigones hay una flota anclada de remolcadores de vapor. Una llamativa aguja de iglesia, la primera que se ve claramente viniendo del mar, ofrece una gracia meditabunda, la serenidad de una forma aguda y hermosa en oposición al caótico desorden de las casas de los hombres. Pero al otro lado, en la llana margen de Essex, una informe y desolada edificación roja, una inmensa pila de ladrillos con muchas ventanas y un tejado de pizarra más inaccesible que una vertiente alpina, domina el meandro con su fealdad monstruosa, el edificio más alto y pesado de millas a la redonda, cosa similar a un hotel, a una casa de apartamentos (todos por alquilar), exilada a estos campos desde una calle de West Kensington. A la vuelta de la esquina, por así decir, sobre un espigón que se distingue por sus bloques de piedra y sus pilotes de madera, un mástil blanco, esbelto como una brizna de paja y atravesado por una verga que parece una aguja de hacer punto, con las señales de banderas y de globos enarboladas, vigila una serie de pesadas puertas de dársenas. Topes y mambrús de barcos asoman sobre las hileras de tejados de chapa ondulada. Es la entrada a la Dársena de Tilbury, la más reciente de todas las dársenas de Londres, la más próxima al mar[31].

Entre las casas apiñadas de Gravesend y la monstruosa pila de ladrillo rojo de la margen de Essex, el barco se rinde sin condiciones al abrazo del río. Ese regusto a soledad, esa alma del mar que lo había acompañado hasta el Tramo de Lower Hope, lo abandona en el torno del siguiente meandro. El sabor salado, acre, ha desaparecido del aire, junto con la sensación de espacio ilimitado que se abre y libera al cruzar el umbral de bancos de arena que hay tras el Nore. Las aguas del mar todavía corren atropelladamente a su paso por Gravesend, haciendo bambolearse las grandes boyas amarradas dispuestas a lo largo del frente de la ciudad; pero allí se para en seco la libertad del mar, rindiendo la marea salada a las necesidades, a los artificios, a los inventos de los esforzados hombres. Muelles, desembarcaderos, puertas de dársenas, escaleras laterales, se suceden unos a otros ininterrumpidamente hasta el Puente de Londres, y el zumbido del trabajo humano llena el río de una nota amenazante, murmuradora, como proveniente de un temporal jadeante, eternamente azotador. La vía fluvial, tan hermosa más arriba y tan ancha más abajo, fluye oprimida por ladrillos y mortero y piedra, por ennegrecida madera y mugriento cristal y hierro oxidado, cubierta de barcazas negras, fustigada por álabes y hélices, sobrecargada de embarcaciones, cuajada de cadenas, ensombrecida por muros que convierten su lecho en una escarpada garganta inundada por una neblina de humo y polvo.

Este trecho del Támesis desde el Puente de Londres hasta las Dársenas de Albert es a otras riberas de puertos fluviales lo que una selva virgen sería a un jardín. Es algo que se ha dejado crecer, no creado. Recuerda a una jungla por el confuso, variado e impenetrable aspecto de los edificios que bordean la orilla, no según un plan preconcebido, sino como si hubieran brotado por accidente de semillas dispersas. Como la enmarañada vegetación de matorrales y enredaderas que vela las silenciosas profundidades de una fosca inexplorada, ocultan las profundidades de la vida infinitamente variada, vigorosa e hirviente de Londres. En otros puertos fluviales no ocurre así. Se ofrecen despejados a su corriente, con muelles como amplios claros y calles como avenidas practicadas entre densos bosques para aprovechamiento del comercio. Estoy pensando ahora en puertos fluviales que yo he visto: el de Amberes, por ejemplo; el de Nantes o el de Burdeos, o incluso el de la vieja Rouen, donde los guardas nocturnos de los barcos, acodados sobre la tapa de regala, tienen ante sí escaparates y rutilantes cafés, y ven entrar y salir al público de la ópera. Pero Londres, el más antiguo y grande de los puertos fluviales, no posee ni cien yardas de muelles descubiertos sobre las lindes del río. Oscura e impenetrable, como la faz de un bosque, es de noche la ribera londinense. Es la ribera de riberas, y es allí únicamente donde puede verse un aspecto de la vida del mundo, y donde un tipo único de hombre se afana a la vera de la corriente. Los muros sin luz parecen surgir del mismo cieno al que se encuentran aferradas las barcazas varadas; y las estrechas callejuelas que descienden hasta la playa se asemejan a las veredas de aplastados matorrales y tierra desmenuzada donde a orillas de los arroyos tropicales va a beber la caza mayor.

Detrás de la vegetación de la ribera londinense las dársenas de Londres se extienden ignoradas, uniformes y plácidas, perdidas entre los edificios cual oscuras lagunas ocultas en un tupido bosque. Están escondidas en la intrincada espesura de casas, con unos cuantos topes descollando aquí y allá, como briznas, por encima del tejado de algún almacén de cuatro pisos.

Es una extraña conjunción ésta de tejados y topes, de muros y penoles. Recuerdo haberme dado cuenta en la práctica, una vez, de lo incongruente de la relación. Era yo primer oficial de un buen barco que acababa de atracar con un cargamento de lana procedente de Sydney después de noventa días de travesía. De hecho, no hacía más de media hora que habíamos entrado y yo andaba todavía ocupado en amarrarlo a los postes de piedra de un muelle bastante angosto frente a un almacén muy alto. Un viejo, con una perilla gris bajo el mentón y una chaqueta de paño asargado con botones de latón, subió corriendo por el muelle al tiempo que voceaba el nombre de mi barco. Era uno de esos funcionarios llamados amarradores, y no el que nos había atracado, sino otro que, por lo visto, había estado atareado asegurando un vapor al otro extremo de la dársena. Alcanzaba a ver desde lejos sus severos ojos azules mirándonos de hito en hito, como fascinados, con una extraña suerte de ensimismamiento. Me pregunté qué habría encontrado de objetable, aquel noble lobo de mar, en las jarcias de mi barco. Y también yo miré rápidamente hacia arriba con inquietud. No pude discernir nada anormal. Pero tal vez aquel colega jubilado estaba simplemente admirando el orden perfecto de la arboladura de aquel velero, pensé con cierto y secreto orgullo; pues el primer oficial es el responsable de la apariencia de su barco, y en lo que atañe a su acondicionamiento externo, es el hombre al que hay que alabar o censurar. Mientras tanto, el viejo tritón («ex-capitán de costero», llevaba profusamente escrito por toda su persona) se había llegado al lado cojeando con sus relucientes botas llenas de protuberancias, y, agitando un brazo, corto y grueso como una aleta de foca y terminando en una zarpa roja como un bistec crudo, se dirigió a popa con voz amortiguada, ligeramente rugiente, como si una muestra de todas y cada una de las brumas aspiradas a lo largo de su vida en el Mar del Norte se le hubiera quedado alojada permanentemente en la garganta: «¡Bracéelas en redondo, señor Piloto!», fueron sus palabras. «¡Si no se da usted prisa, tendrá sus vergas de juanete atravesadas en las ventanas de ese almacén de ahí en un segundo!». Confieso que durante unos instantes me quedé sin habla ante la estrafalaria asociación de penoles con cristales de ventanas. La rotura de una ventana es la última cosa que a uno se le ocurriría poner en relación con la verga de juanete de un barco, a menos, en efecto, que uno fuera experto amarrador de una de las dársenas de Londres. Aquel vejete realizaba su pequeña porción del trabajo del mundo con verdadera eficacia. Sus diminutos ojos azules habían divisado el peligro a cientos de yardas de distancia. Sus pies reumáticos, cansados de mantener en equilibrio durante muchos años aquel cuerpo rechoncho sobre las cubiertas de pequeños costeros, y doloridos de las muchas millas recorridas arrastrándose por las losas del borde de la dársena, habían llegado, presurosos, a tiempo de evitar una catástrofe ridícula. Le contesté destempladamente, me temo, y como si estuviera ya al cabo de la calle.

«¡Está bien, está bien! No puedo hacerlo todo al mismo tiempo».

Se quedó allí al lado, refunfuñando para sí hasta que las vergas se hubieron braceado en redondo a una orden mía, y entonces elevó de nuevo su voz turbia, brumosa:

«En buena hora», observó con una ojeada crítica al imponente costado del almacén. «Medio soberano que se ahorra usted, señor Piloto. Siempre debería mirar primero a qué distancia está de esas ventanas antes de empezar a abarloar su barco junto al muelle».

Era un buen consejo. Pero uno no puede estar en todo ni prever conexiones entre cosas aparentemente tan alejadas como las estrellas y una pértiga.