Los estuarios de los ríos ejercen una fuerte atracción sobre la imaginación aventurera. Esta atracción no siempre supone encanto, pues hay estuarios de una fealdad particularmente desalentadora: tierras bajas, marismas, o tal vez áridas dunas sin belleza en su forma ni amenidad en su aspecto, cubiertas de una vegetación raída y rala que transmite una impresión de pobreza e inutilidad. A veces semejante fealdad es tan sólo una careta repelente. Un río cuyo estuario parezca una brecha en una muralla de arena puede muy bien fluir por una región fertilísima, pero todos los estuarios de los grandes ríos tienen su fascinación, el atractivo de un pórtico abierto. El agua es aliada del hombre. El océano, la parte de la Naturaleza más alejada, en la inmutabilidad y majestad de su poderío, del espíritu de la humanidad, ha sido siempre amiga de las naciones más emprendedoras del globo. Y, de todos los elementos, es al que más propensos a confiarse han sido siempre los hombres, como si su inmensidad reservara una recompensa tan vasta como ella misma.
En lontananza, el estuario abierto promete toda fruición posible a las esperanzas de aventura. Esa vía abierta al empeño y al valor incita al explorador de las costas a nuevos esfuerzos para el cumplimiento de grandes expectativas. El comandante de la primera galera romana debió de contemplar con intenso embeleso el estuario del Támesis cuando volviera hacia el oeste el espolón de su proa bajo la cima de Foreland Norte. El estuario del Támesis no es hermoso; carece de rasgos nobles, de grandiosidad romántica en su aspecto, de risueña cordialidad; pero está abierto de par en par, es espacioso, incitante, hospitalario al primer golpe de vista, con un extraño aire de misterio que subsiste hasta hoy mismo. Las maniobras de su embarcación debieron de acaparar toda la atención del romano en la calma de un día estival (escogería su tiempo), cuando la fila única de largos remos (sería una galera ligera, no una trirreme) pudiera caer en pausada cadencia sobre una lámina de agua que, como una luna de cristal, reflejaría fielmente la forma clásica de su nave y el contorno de las solitarias orillas próximas a su izquierda. Supongo que bordearía la tierra y pasaría por lo que en la actualidad se conoce como la Rada de Margate, tanteando con cuidado su camino a lo largo de los ocultos bancos de arena, cuyos veriles y puntas tienen hoy todos su baliza o boya. Debía de estar inquieto, aunque sin duda habría reunido con antelación, en las costas de los galos, un buen acopio de información en charlas con comerciantes, aventureros, pescadores, traficantes de esclavos, piratas: toda clase de gente relacionada oficiosamente con el mar de modo más o menos respetable. Habría oído hablar de cauces y de bancos de arena, de rasgos naturales del terreno utilizables como marcas, de aldeas y de tribus y de formas de trueque y de precauciones que tomar: con los instructivos relatos sobre jefes nativos teñidos más o menos de azul, cuyo carácter codicioso, feroz o afable le habría sido descrito con esa capacidad para el lenguaje gráfico que parece ir unida naturalmente al carácter moral turbio y al ánimo temerario. Con su inquieto pensamiento provisto de ese tipo de alimento especiado, atento a encontrarse con hombres extraños, con extrañas bestias, con cambios extraños de la marea, sacaría el mejor partido de su remonte, aquel marino militar con una espada corta pegada al muslo y un casco de bronce en la cabeza, pionero capitán en funciones de una flota imperial. ¿Sería la tribu que habitara la Isla de Thanet de predisposición feroz, me pregunto, y estaría siempre presta a caer, con mazas guarnecidas de piedra y lanzas de madera templadas al fuego, sobre las espaldas de marineros incautos?
De entre las grandes corrientes comerciales de estas islas, el Támesis es la única, creo yo, ante la que caben sentimientos románticos en virtud de que ni el espectáculo del trabajo humano ni los ruidos de la industria humana descienden por sus riberas hasta el mismo mar, anulando la impresión de misteriosa vastedad que produce la configuración de la costa. El ancho brazo del poco profundo Mar del Norte va adquiriendo gradualmente la forma contraída del río; pero durante mucho tiempo perdura la sensación de mar abierto para el barco que se dirige hacia el oeste por uno de los pasadizos iluminados y balizados del Támesis, tales como el Canal de la Reina, el Canal del Príncipe o el Canal de las Cuatro Brazas; y también para el que baja por el de Swin desde el norte. El ímpetu de la amarilla pleamar lo empuja velozmente, como llevándolo hacia lo desconocido, entre las dos líneas evanescentes de la costa. Esta zona carece de rasgos característicos, no hay en ella marcas afamadas, llamativas, a la vista; y tan abajo no hay nada que le indique a uno que la mayor aglomeración de seres humanos del globo vive a una distancia de no más de veinticinco millas, allí donde el sol se pone con una llamarada de color que refulge sobre un fondo de oro, y donde las márgenes oscuras, bajas, tienden las unas hacia las otras. Y, en el silencio inmenso, el profundo, apagado estampido de los cañones sometidos a prueba en Shoeburyness ronda el Nore: un lugar histórico al cuidado de uno de los guardianes oficiales de Inglaterra[30].