XXVII

Anunciado por la creciente furia de los turbiones, a veces por el débil fogonazo de un relámpago como la señal de una antorcha encendida agitándose en la distancia más allá de las nubes, el salto de viento llega al fin, momento crucial en que se pasa de la reconcentrada y velada violencia del temporal de sudoeste a la ira centelleante, fulgurante, cortante, ojizarca, del talante noroccidental del Rey. Asiste uno a otra fase de su cólera, una furia enjoyada de estrellas que tal vez lleva sobre su frente la creciente de la luna y que se sacude los últimos vestigios de su rasgado manto de nubes en turbiones negros como la tinta, con granizo y aguanieve cayendo cual lluvias de cristales y perlas, rebotando contra los palos, tamborileando sobre las velas, repiqueteando en los impermeables de hule, blanqueando las cubiertas de los barcos que regresan. Débiles, rojizos fogonazos de relámpagos titilan por encima de los topes a la luz de las estrellas. Una ráfaga escalofriante zumba al atravesar las tensas jarcias, haciendo que el barco se estremezca hasta la misma quilla y que los empapados hombres, bajo sus ropas caladas, tiriten hasta los tuétanos en las cubiertas. Antes de que un turbión haya concluido su vuelo para hundirse por la borda de levante, ya asoma el filo de uno nuevo por el horizonte de poniente, surgiendo raudo, informe, como una bolsa negra llena de agua helada a punto de estallar sobre nuestras cabezas entregadas. El genio del soberano del océano ha cambiado. Cada fugada del talante nublado que parecía avivado por el calor de un corazón llameante de ira tiene su contrapartida en las escalofriantes ráfagas que parecen alentadas por un pecho congelado en una repentina revulsión de sus sentimientos. En vez de cegarle a uno la vista y machacarle el alma con un tremebundo aparato de nubes y brumas y oleadas y lluvia, el Rey del Oeste emplea su poder en arrojarle a uno, despectivamente, carámbanos a la espalda, en hacer que los fatigados ojos le lloren como si le afligiera un pesar y que el mermado esqueleto le tiemble lastimosamente. Pero cada talante del gran autócrata posee su propia grandeza, y todos son difíciles de sobrellevar. La única diferencia es que la fase noroccidental de ese poderoso despliegue no es tan desmoralizadora, porque entre los turbiones de granizo y aguanieve de un temporal de noroeste se alcanza a ver a bastante distancia.

¡Ver! ¡Ver! Ese es el anhelo del marinero, como lo es del resto de la ciega humanidad. Tener la senda despejada ante sí es la aspiración de todo ser humano a lo largo de nuestra encapotada y borrascosa existencia. Yo he oído a un hombre reservado, taciturno, sin nervios de ninguna clase, estallar violentamente después de tres días de dificultosa navegación con tiempo cerrado de sudoeste: «¡Por Dios que ojalá lográramos ver algo!».

Acabábamos de bajar a conferenciar un momento a un camarote con las escotillas aseguradas mediante listones, ante una gran carta blanca que yacía flácida y mojada sobre una mesa fría, húmeda y pegajosa a la luz de una lámpara humeante. Volcado sobre esa silenciosa y fidedigna consejera del marino, con un codo encima de la costa de Africa y el otro plantado en las cercanías del cabo Hatteras (era una carta general del Atlántico Norte), mi capitán levantó su rostro curtido e hirsuto y me miró con expresión turbada, medio de exasperación medio de súplica. No habíamos visto sol, luna ni estrellas durante aproximadamente siete días. Por efecto de la cólera del Viento del Oeste los cuerpos celestes llevaban ocultándose una semana o más, y los tres últimos días habían visto aumentar la potencia de un temporal de sudoeste de frescachón a duro, y de duro a muy duro, como las anotaciones de mi cuaderno de bitácora podían testimoniar. A continuación nos separamos, él para volver de nuevo a cubierta, obedeciendo a esa misteriosa llamada que parece resonar eternamente en los oídos de los capitanes de barco, yo para ganar mi camarote tambaleándome, con algo así como la vaga idea de anotar las palabras «Tiempo muy malo» en un diario de navegación no tenido enteramente al día. Pero renuncié a ello, y, en lugar de eso, me arrastré hasta mi litera, tal como estaba, con las botas y el sombrero puestos (daba lo mismo; andaba todo empapado desde que un impetuoso golpe de mar había reventado las lumbreras de popa la noche anterior), para permanecer en un estado de pesadilla, entre dormido y despierto, durante un par de horas de supuesto descanso.

El talante sudoccidental del Viento del Oeste es enemigo del sueño, e incluso de la posición yacente, en lo que concierne a los oficiales responsables de un barco. Tras dos horas de fútil, delirante e inconsecuente cavilar sobre todas las cosas de este mundo en el interior de aquel camarote oscuro, malsano, húmedo y desolado, me levanté de sopetón y subí tambaleándome a cubierta. El autócrata del Atlántico Norte seguía oprimiendo su reino y sus dependencias remotas, alcanzando incluso al golfo de Vizcaya, con su tétrico embozo de mal, pésimo tiempo. La fuerza del viento, aunque navegábamos a favor de él a una velocidad de unos diez nudos, era tan grande que de una firme embestida me llevó hasta la fachada de popa, donde estaba agarrado mi capitán.

«¿Qué le parece?», se dirigió a mí, interrogativamente y a voz en grito.

Lo que realmente me parecía era que ya estábamos los dos un tanto hartos de todo aquello. La manera en que el gran Viento del Oeste decide a veces administrar sus posesiones no resulta muy del agrado de alguien de disposición pacífica y respetuosa de las leyes, inclinado a establecer distinciones entre lo bueno y lo malo ante los elementos de la naturaleza, cuyo único criterio, obviamente, es el dé la fuerza. Pero, claro está, yo no dije nada. Para un hombre atrapado, por así decir, entre su capitán y el gran Viento del Oeste, el silencio es la forma más segura de diplomacia. Además, conocía a mi capitán. No tenía el menor interés en saber lo que yo opinaba. Los capitanes de barco con el alma en un hilo ante los tronos de los vientos que gobiernan los mares tienen su psicología, y el funcionamiento de ésta es tan importante para el barco y los que van a bordo de él como los humores cambiantes del tiempo. Al hombre, en realidad, le trajo siempre completamente sin cuidado lo que yo o cualquier otra persona del barco opináramos, fuera cual fuese la circunstancia. Supuse que estaba ya un tanto harto de todo aquello, y que lo que de hecho andaba buscando era que se le hiciera alguna sugerencia. Tenía a gala no haber desaprovechado jamás, en toda su vida, una sola ocasión de viento favorable, por tempestuosa, amenazante y peligrosa que hubiera sido. Como hombres lanzados a la carrera con los ojos vendados hacia la brecha de un muro, concluíamos una travesía extraordinariamente rápida desde las Antípodas con una tremenda aceleración al enfilar el Canal y un tiempo tan cerrado como no alcanzo a recordar igual, pero su psicología no le permitía poner el barco al pairo mientras soplara un viento favorable —al menos no por iniciativa propia—. Y sin embargo, se daba cuenta de que en verdad habría que hacer algo muy pronto. Quería que la sugerencia partiera de mí, para luego, cuando el problema se hubiera resuelto, poder discutir la cuestión con su habitual espíritu intransigente, haciéndome cargar a mí con toda la culpa. Debo hacerle justicia diciendo que esta suerte de enorgullecimiento era su única debilidad.

Pero no obtuvo sugerencia alguna por mi parte. Adivinaba su psicología. Además, yo también tenía por entonces mi propio repertorio de debilidades (ahora es otro distinto), y entre ellas se encontraba la presunción de ser un notable conocedor de la psicología del Tiempo del Oeste. Creía —por decirlo a las claras— poseer un don especial para leer en la mente del gran soberano de las latitudes altas. Se me antojaba poder discernir ya el advenimiento de un cambio en su regio talante. Y me limité a decir:

«Seguramente el tiempo se aclarará con el salto de viento».

«¡Eso lo sabe cualquiera!», me bufó en el tono más elevado a que su voz llegaba.

«¡Quiero decir antes del anochecer!», vociferé yo.

Esta fue la mayor indicación que logró sacarme jamás. El ardor con que se abalanzó sobre ella me dio la medida de la angustia a que se había visto sometido.

«Muy bien», gritó afectando impaciencia, como si cediera a prolongados ruegos. «De acuerdo. Si el salto no ha llegado para entonces, le cargaremos el trinquete y le haremos pasar la noche con la cabeza debajo del ala».

Me impresionó el carácter gráfico de aquella expresión aplicada a un barco dispuesto a capear un temporal con una ola detrás de otra pasándole por debajo del pecho. Me lo figuraba reposando en medio del tumulto de los elementos como un ave marina durmiendo sobre las encrespadas aguas, ajena al tiempo borrascoso, con la cabeza metida bajo el ala. En lo que se refiere a precisión imaginativa, a sensación de autenticidad, es ésta una de las frases más expresivas que jamás he oído en boca de un hombre. Pero en lo que respecta a la idea de cargarle el trinquete a aquel barco antes de meterle la cabeza debajo del ala, albergaba mis serias dudas. Resultaron justificadas. Aquel resistente y duradero pedazo de lona fue confiscado por el arbitrario decreto del Viento del Oeste, a quien pertenecen, dentro de los confines de su reino, las vidas de los hombres y los artificios salidos de sus manos. Con el ruido de una débil explosión, desapareció íntegramente en el tiempo cerrado, dejando tras de sí, de su sólida consistencia, algo menos que una solitaria tira lo bastante grande para hacer con ella un puñado de hilas apropiadas para, digamos, un elefante herido. Arrancado de sus relingas, se esfumó como una bocanada de humo en la ahumada marejada de nubes despedazadas y rasgadas por el salto de viento. Porque el salto de viento había llegado ya. El sol bajo, con su velo arrebatado, contemplaba iracundo, desde un cielo caótico, una mar confusa y tremenda que se estrellaba contra una costa. Reconocimos la lengua de tierra, y nos miramos el uno al otro en el silencio propio del mudo asombro. Sin tener la menor idea de ello, habíamos estado costeando la Isla de Wight, y aquella torre, teñida de un leve rojo vespertino en medio de la neblina ventosa y salina, era el faro de Punta Santa Catalina.

Mi capitán fue el primero en recobrarse de su estupefacción. Sus desorbitados ojos volvieron a hundirse gradualmente en sus cuencas. Su psicología, tomada en conjunto, resultaba realmente muy ventajosa para un marinero medio. Se había ahorrado la humillación de poner su barco a la capa con viento favorable; e inmediatamente aquel hombre, de naturaleza abierta y veraz, dijo con absoluta buena fe, frotándose las manos morenas y velludas —las manos de un consumado artesano del mar—:

«¡Ajá! Es más o menos a donde calculaba que habíamos llegado».

La transparencia e ingenuidad, en cierto sentido, de aquella falsa ilusión, el tono jactancioso, el asomo de un orgullo ya creciente, eran absolutamente deliciosos. Pero en verdad ésta fue una de las mayores sorpresas jamás deparadas por el talante escampado del Viento del Oeste a uno de sus más cumplidos cortesanos.