El Viento del Oeste impera en los mares que rodean las costas de estos reinos; y desde las entradas de los canales, desde promontorios cual atalayas, desde estuarios de ríos cual poternas, desde bocanas, ensenadas, estrechos, brazos de mar, la guarnición de la Isla y las tripulaciones de los barcos que se van y vuelven miran hacia el oeste para juzgar, según los diversos esplendores de su manto de ocaso, el talante de ese soberano arbitrario. El final del día es el momento de escrutar el regio rostro del Tiempo del Oeste, que es el árbitro de los destinos de los barcos. Benigno y espléndido, o espléndido y siniestro, el cielo de poniente refleja las ocultas intenciones de la mente real. Ataviado con un manto de oro deslumbrante o envuelto en harapos de nubes negras como un mendigo, el poderío del Viento del Oeste se asienta entronizado sobre el horizonte occidental con todo el Atlántico Norte como escabel para sus pies y las primeras estrellas parpadeantes formando una diadema para su frente. Entonces los marinos, atentos cortesanos del tiempo, piensan en regular la conducta de sus barcos de acuerdo con el humor del amo. El Viento del Oeste es un rey demasiado grande para ser un simulador: no es ningún calculador que trame oscuras maquinaciones en un corazón sombrío; es demasiado fuerte para los pequeños artificios; la pasión está presente en todos sus talantes, hasta en el talante suave de sus días serenos, en la gracia de su cielo azul, cuya inmensa e insondable ternura reflejada en el espejo del mar abraza, posee, arrulla y duerme a los barcos de blancas velas. Lo es todo para los océanos todos; es como un poeta sentado en un trono: magnífico, sencillo, bárbaro, pensativo, generoso, impulsivo, variable, insondable; pero cuando se lo llega a comprender, siempre el mismo. Algunos de sus crepúsculos son como desfiles concebidos para deleite de las multitudes, cuando todas las gemas de la tesorería real se despliegan sobre el mar. Otros son como un abrirse de su confianza real, teñidos de pensamientos tristes y compasivos en un esplendor melancólico que parece meditar sobre la paz efímera de las aguas. Y yo le he visto traspasar la contenida cólera de su corazón al sol inaccesible, y hacerlo refulgir airadamente como el ojo de un autócrata implacable en medio de un cielo pálido y asustado.
El es el señor de la guerra que envía a sus batallones de oleadas atlánticas al asalto de nuestro litoral. La voz imperiosa del Viento del Oeste recluta a su servicio al poderío todo del océano. A una orden suya una gran conmoción se origina en el cielo que cubre estas Islas, y un ingente raudal de aguas se abate sobre nuestras costas. El cielo del Tiempo del Oeste se llena de nubes voladoras, de inmensas nubes blancas que van condensándose más y más hasta que parecen quedar soldadas en un sólido dosel, ante cuya cara gris las bardas más bajas del temporal, delgadas, negras y de fiero aspecto, pasan volando a velocidad de vértigo. Más y más densa va haciéndose esta cúpula de vapores, descendiendo más y más sobre el mar, estrechando el horizonte en torno al barco. Y el aspecto característico del Tiempo del Oeste, el tono cargado, gris, ahumado y siniestro se impone, circunscribiendo la visión de los hombres, calándoles el cuerpo, oprimiéndoles el alma, dejándoles sin aliento con atronadoras ráfagas, ensordeciéndolos, cegándolos, empujándolos, arrojándolos hacia adelante, en un barco oscilante, contra nuestras costas perdidas en lluvia y brumas.
El capricho de los vientos, como la obstinación de los hombres, se halla expuesto a las desastrosas consecuencias de la autocomplacencia. Una ira prolongada, la sensación de su poder incontrolado, echa por tierra la naturaleza franca y generosa del Viento del Oeste. Es como si su corazón se viera corrompido por un rencor malévolo y reconcentrado. Devasta su propio reino en la voluptuosidad de su fuerza. El sudoeste es la esfera de los cielos en que muestra su faz ensombrecida. Exhala su furia en terroríficos turbiones, e inunda sus dominios con un inagotable amasijo de nubes. Esparce las semillas de la angustia por las cubiertas de barcos lanzados a la carrera, hace cobrar un aire envejecido al océano rayado de espuma, y rocía de canas las cabezas de los capitanes de barcos que, de vuelta a casa, navegan por el Canal. El Viento del Oeste, cuando hace valer su potestad desde la esfera del sudoeste, es a menudo como un monarca enloquecido que con violentas imprecaciones arrastra a sus cortesanos más fieles al naufragio, el desastre y la muerte.
El Tiempo del Sudoeste es el tiempo cerrado par excellence. No es la cerrazón de la niebla; es más bien una contracción del horizonte, una misteriosa veladura de las costas encomendada a nubes que parecen formar una mazmorra baja y abovedada en torno al barco que avanza raudo. No es ceguera; es un acortamiento de la vista. El Viento del Oeste no le dice al marino: «Quedarás ciego»; se limita a restringir su campo visual y hace anidar en su pecho el temor a la tierra. Lo convierte en un hombre desposeído de la mitad de su fuerza, de la mitad de su eficacia. Muchas veces en mi vida, con mis altas botas marineras y el traje impermeable chorreando agua, de pie en la popa al lado de mi capitán a bordo de un barco que, ya de regreso, enfilaba el Canal, y al otear avante el yermo gris y atormentado, he oído a un suspiro de cansancio tomar la forma de un comentario estudiadamente intranscendente:
«No se ve mucho con este tiempo».
Y yo he contestado en el mismo tono bajo, perfunctorio:
«No, señor».
No era sino la instintiva verbalización de un pensamiento siempre presente, asociado estrechamente a la conciencia de que la tierra se hallaba allí delante, en algún punto cercano, y de la gran velocidad del barco. ¡Viento favorable, viento favorable! ¿Quién osaría gruñirle a un viento favorable? Era un favor del Rey Occidental, que gobierna despótico el Atlántico Norte desde la latitud de las Azores hasta la latitud del Cabo Farewell. Fantástico empujón éste para poner con él punto final a una buena travesía; y sin embargo, por alguna razón, no podía uno hacer acudir a sus labios la sonrisa de gratitud del cortesano. Este favor le era a uno dispensado por un ceño autoritario, que es la verdadera expresión del gran autócrata cuando ha tomado la resolución de cañonear a algunos barcos y hostigar a algunos otros hasta casa en un solo soplo de crueldad y benevolencia, desazonante en ambos casos.
«No, señor. No se ve mucho».
Así repetía la voz del segundo el pensamiento del capitán, los dos mirando fijamente hacia adelante, mientras bajo sus pies el barco se precipita, a unos doce nudos, en dirección a la costa de sotavento; y a sólo un par de millas de su botalón de foque oscilante y empapado, llevado sin lona alguna e inclinado hacia arriba como una lanza, un horizonte gris tapa la perspectiva con una turba de olas violentamente encrespadas, como si quisieran golpear a las encorvadas nubes.
Espantosos y amenazadores ceños ensombrecen la faz del Viento del Oeste en su modalidad nublada, de sudoeste; y, provenientes del salón real del trono, por la borda occidental le alcanzan a uno ráfagas más fuertes, como feroces aullidos de una furia delirante a la que sólo la tenebrosa grandiosidad del escenario confiere una dignidad atenuante. Un aguacero acribilla la cubierta y el velamen del barco como si lo arrojara con un chillido una mano colérica, y cuando cae la noche, la noche de un temporal del sudoeste, parece más desesperanzada que las tinieblas del Hades. La modalidad sudoccidental del gran
Viento del Oeste es una modalidad carente de luz, sin sol, luna ni estrellas, sin más destello luminoso que los fosforescentes centelleos de las grandes láminas de espuma que, bullendo a ambos costados del barco, lanzan rayos azulados sobre su casco oscuro y estrecho, que se balancea en su avance, acosado por oleadas enormes, aturdido en el tumulto.
El reino del Viento del Oeste depara algunas malas noches a los barcos que, ya de regreso, enfilan el Canal; y los días de ira amanecen sobre ellos incoloros y vagos, como la tímida subida de unas luces invisibles en el escenario de una insurrección tiránica y apasionada, atroz en la monotonía de su método y en la fuerza creciente de su violencia. Es el mismo viento, las mismas nubes, las mismas oleadas furiosamente desbocadas, el mismo horizonte cerrado alrededor del barco. Sólo que el viento es más fuerte, las nubes parecen más densas y más abrumadoras, las olas dan la impresión de haberse hecho más grandes y más amenazantes durante la noche. Las horas, cuyos minutos marca el estruendo de las oleadas rompientes, se deslizan con los ululantes, lacerantes turbiones abatiéndose sobre el barco mientras éste prosigue su avance con la lona ensombrecida, los palos chorreantes y las cuerdas empapadas. Los chaparrones arrecian. Precediendo a cada aguacero, una misteriosa penumbra, como el paso de una sombra por encima del firmamento de nubes grises, se filtra en el barco. De vez en cuando la lluvia le cae a uno a chorros sobre la cabeza, como si resbalara desde canalones. Parece como si el barco fuera a ahogarse antes de hundirse, como si la atmósfera toda se hubiera convertido en agua. Uno boquea, balbucea, está cegado y ensordecido, está sumergido, obliterado, disuelto, aniquilado, chorreando por todas partes como si los miembros también se le hubieran convertido en agua. Y, con cada nervio alerta, aguarda expectante el talante escampado del Rey Occidental, que llegará con un salto de viento que muy bien puede llevarse de un latigazo los tres mástiles del barco en un abrir y cerrar de ojos.