Pues, a fin de cuentas, un temporal de viento, esa cosa de sonido tan poderoso, es algo inarticulado. Es el hombre quien, con una expresión fortuita, interpreta la pasión elemental de su enemigo. Así, habita en mi memoria otro temporal que se compone de un interminable, grave, estruendoso zumbido, un claro de luna y una frase.
Fue a la altura de ese otro cabo al que se priva siempre de su título así como al Cabo de Buena Esperanza se le despoja del nombre. Fue a la altura de Hornos. Nada da una imagen tan viva de la furia desmelenada como un temporal al radiante claro de luna de una latitud alta.
El barco, obligado a mantenerse a la capa y sometido a enormes oleadas destellantes, relucía empapado de la cubierta a los vertellos; su única vela desplegada se destacaba, figura negra como el carbón, sobre el tenebroso azul del aire. Yo era entonces un jovenzuelo, en aquel momento aquejado de cansancio, frío, y de un imperfecto traje impermeable que dejaba entrar el agua por cada costura. Ansiaba un contacto humano, y, abandonando la popa, me puse al lado del contramaestre (hombre que no me caía bien) en un lugar comparativamente seco, donde, como mal menor, el agua nos llegaba sólo hasta las rodillas. Por encima de nuestras cabezas pasaban continuamente las explosivas, tronantes ráfagas de viento, justificando el dicho marinero «Vuelan cañonazos». Y sólo por aquella necesidad de contacto humano, y puesto que estaba pegado al hombre, le dije, o más bien le grité:
«Sopla muy fuerte, ¿eh, contramaestre?».
Su respuesta fue:
«Sí, y sólo con que sople un poco más fuerte se empezarán a largar las cosas. A mí me trae sin cuidado mientras todo aguante, pero cuando empiezan a largarse cosas, mal asunto».
La nota de pavor en la gritadora voz, la verdad práctica de estas palabras, oídas hace años a un hombre que no me caía bien, han dejado impreso su peculiar carácter en aquel temporal.
Una mirada a los ojos de un compañero de a bordo, un murmullo bajo en el lugar más resguardado, allí donde se apiña la brigada de guardia, un significativo gemido de uno a otro con una ojeada al cielo de barlovento, un suspiro de fatiga, un gesto de desazón al quedar bajo el dominio del gran viento, todo eso pasa a formar parte del temporal. El tono oliváceo de las nubes huracanadas ofrece un aspecto singularmente aterrador. Los recortados nubarrones de color de tinta que vuelan precediendo a un viento del noroeste le marean a uno con su vertiginosa velocidad, dando idea de la precipitación del aire invisible. Un fuerte viento del sudoeste le hace a uno sobresaltarse con su cerrado horizonte y su cielo bajo y gris, como si el mundo fuera una mazmorra en la que no hubiera descanso para el cuerpo ni el alma. Y hay negros turbiones, blancos turbiones, turbonadas e inesperadas ráfagas que llegan sin que una sola señal los anuncie en el cielo; y, de cada clase, ninguno se parece a otro.
Los temporales de viento en el mar son de una variedad infinita, y, dejando de lado el peculiar, terrible y misterioso gemido que a veces puede oírse atravesando el bramido de un huracán —dejando de lado ese sonido inolvidable, como si al alma del universo la hubieran aguijoneado hasta arrancarle un lúgubre quejido—, es la voz humana, después de todo, la que imprime la huella de la conciencia humana en el carácter de un temporal.