No creo que haya nacido hombre que, veraz consigo mismo, pudiera afirmar haber visto nunca al mar con un aire juvenil, como lo adquiere la tierra en primavera. Pero algunos de nosotros, que miramos el océano con comprensión y cariño, lo hemos visto avejentado, como si los tiempos inmemoriales se hubieran desperezado desde el imperturbable fondo de cieno. Pues son los temporales de viento los que hacen parecer al mar anciano.
Desde la distancia de los años, contemplando en el recuerdo los aspectos de las tempestades vividas, es esa impresión la que se destaca con claridad del gran cuerpo de impresiones dejadas por numerosos años de relaciones íntimas.
Si quieren ustedes saber la edad de la tierra, observen el mar durante una tempestad. El gris de la entera superficie inmensa, los surcos del viento sobre los rostros de las olas, las grandes masas de espuma, arrojadas las unas contra las otras y ondeando, como enmarañados mechones blancos, le dan al mar, en medio de un temporal, una apariencia de cana edad, deslustrada, mate, sin destellos, como si hubiera sido creado antes que la luz misma.
Al mirar hacia atrás después de mucho amor y mucho apuro, el instinto del hombre primitivo, que trata de personificar las fuerzas de la Naturaleza por querencia y por miedo, despierta de nuevo en el pecho de un hombre cuyo grado de civilización ha sido siempre superior al de ese estadio, hasta en la infancia. Uno parece haber considerado, tratado con los temporales como enemigos, pero incluso como tales los abraza y engloba en esa tierna añoranza que se aferra al pasado.
Los temporales tienen su propia personalidad, y, después de todo, tal vez ello no sea extraño; pues, al fin y al cabo, son adversarios cuyas artimañas debe uno desbaratar, cuya violencia debe uno resistir, y con los que, sin embargo, ha de vivir en la intimidad de las noches y los días.
Habla aquí el hombre de los mástiles y de las velas, para quien el mar no es un elemento navegable, sino un compañero íntimo. La larga duración de las travesías, la creciente sensación de soledad, la estrecha dependencia de las mismas fuerzas que, favorables hoy, mañana, sin que cambie su naturaleza, en virtud del mero despliegue de su potencia, se harán peligrosas, contribuyen a crear ese sentimiento de camaradería que los marinos actuales, buenos como son, ya no pueden esperar conocer. Y, por otra parte, el barco moderno, si es de vapor, lleva a cabo sus travesías según otros principios que los de abandonarse a las veleidades del tiempo y seguirle la corriente al mar. Ese barco recibe golpes demoledores, pero avanza; se trata de una lucha de forcejeo, y no de una campaña científica. La maquinaria, el acero, el fuego, el vapor se han interpuesto entre el hombre y el mar. Una moderna flota de barcos no se sirve tanto del mar cuanto explota una carretera. El buque moderno no es un juguete de las olas. Digamos que cada uno de sus viajes constituye un progreso, una etapa victoriosa; y sin embargo cabe preguntarse si no es victoria más sutil y más humana ser juguete de las olas y empero sobrevivir, alcanzando la meta trazada.
El hombre es siempre muy moderno en su propia época. Resulta imposible saber si los marinos de dentro de trescientos años poseerán la facultad de la simpatía. Una incorregible humanidad va endureciendo su corazón en el progreso de su propia perfeccionabilidad. ¿Qué sentirán al ver las ilustraciones de las novelas marítimas de nuestros días, o de nuestro ayer? Es imposible adivinarlo. Pero el marino de la última generación, al cual hacía simpatizar con las carabelas de la antigüedad su propio velero, descendiente directo de ellas, no puede dejar de mirar esas desgarbadas formas que navegan por los Cándidos mares de los viejos grabados en madera sin un sentimiento de sorpresa, de tierna hilaridad, de envidia y admiración. Pues aquellos artilugios, cuya ingobernabilidad le hace a uno, incluso al verlos representados sobre papel, quedarse boquiabierto con una especie de divertido horror, iban tripulados por hombres que son sus antepasados directos en la profesión.
No; los marinos de dentro de trescientos años no se verán, probablemente, incitados ni movidos a hilaridad, ternura o admiración. Pasearán la mirada por los fotograbados de nuestros ya casi difuntos veleros con ojo frío, inquisitivo e indiferente. Los barcos de nuestro ayer no les parecerán directos antepasados de los suyos, sino meros predecesores cuya carrera ya habrá concluido y cuya raza se habrá extinguido. Sea cual sea la embarcación que diestramente gobierne, el marino del futuro no será nuestro descendiente, sino tan sólo nuestro sucesor.