Esa es la razón por la que las «varadas» son, en su mayor parte, tan inesperadas. De hecho todas son inesperadas, a excepción de aquellas anunciadas por un pequeño vislumbre del peligro, pleno de agitación y zozobra como el despertar de un sueño de increíble locura.
De repente la tierra, de noche, se perfila encima mismo de las amuras, o quizá se eleva la voz de «¡Rompientes por la proa!», y entonces alguna dilatada equivocación, algún complicado edificio de autoengaño, exceso de confianza y cálculo erróneo se viene abajo con una sacudida fatal y la endurecedora experiencia de oír chirriar y crujir a la quilla del propio barco sobre, digamos, un arrecife de coral. Es un sonido, por su magnitud, mucho más aterrador para el alma que el de un mundo llegando violentamente a su fin. Pero de ese caos sale reafirmada la confianza en la prudencia y sagacidad propias. Uno se pregunta: ¿A dónde diablos he venido a parar? ¿Cómo diablos he llegado aquí?, con el convencimiento de que aquello no ha podido ser obra suya, de que en ello ha intervenido alguna misteriosa conspiración de accidentes; de que las cartas están todas equivocadas, y de que, si no lo están, entonces la tierra y el mar han trocado sus lugares; de que su infortunio quedará ya para siempre como algo inexplicable, dado que ha vivido siempre con el sentido de su deber bien presente, lo último al cerrar los ojos y lo primero al abrirlos, como si su espíritu hubiera mantenido esa responsabilidad firmemente asida durante las horas de sueño.
Uno contempla mentalmente su desventura, hasta que poco a poco su estado de ánimo va cambiando, la fría duda se le desliza hasta el tuétano, ve uno el hecho inexplicable a otra luz. Ese es el momento en que uno se pregunta: ¿Cómo diablos pude ser tan idiota como para meterme allí? Y está dispuesto a renunciar a toda creencia en su buen sentido, en sus conocimientos, en su fidelidad, en lo que hasta entonces creía que era lo mejor de sí, lo que le proporcionaba el diario sustento de la vida y el apoyo moral de la confianza de otros hombres.
El barco se pierde o no se pierde. Una vez varado, hay que hacer por él todo lo posible. Se lo puede salvar a base de esfuerzo, a base de inventiva y fortaleza para aguantar la pesada carga de la culpa y el fracaso. Y hay varadas justificables en medio de nieblas, en mares que no figuran en las cartas, en costas peligrosas, por entre mareas traicioneras. Pero, se lo salve o no, al capitán le queda una clara sensación de pérdida, en la boca un gusto del peligro real, permanente, que acecha en todas las formas de la existencia humana. Es una buena adquisición, también, ese sentimiento. Un hombre puede ser mejor por poseerlo, pero ya no será el mismo. Damocles ha visto la espada suspendida sobre su cabeza por un cabello, y aunque un hombre de valía no tiene por qué verse depreciado en virtud de tal conocimiento, el festín no tendrá ya el mismo sabor a partir de ese momento.
Hace años me vi envuelto, como segundo de a bordo, en un caso de varada que no resultó fatal para el barco. Estuvimos trabajando por espacio de diez horas seguidas, tendiendo anclas listos para hacernos a la vela con la pleamar. Mientras estaba aún atareado en las cubiertas de proa, el camarero se llegó hasta mí y me dijo, casi al oído: «El capitán pregunta si tiene usted intención, señor, de pasar a tomar algo de comer hoy».
Entré en la chupeta. Mi capitán estaba sentado a la cabecera de la mesa como una estatua. Todo tenía una extraña inmovilidad en aquella pequeña cámara. La mesa abatible que durante setenta y tantos días no había cesado de moverse, aunque fuera muy poco, colgaba absolutamente inerte encima de la sopera. Nada podría haber alterado el vivo color de la tez de mi capitán, aplicado generosamente por el viento y el mar; pero entre los dos mechones de pelo rubio que le restaban sobre las orejas, su cráneo, generalmente bañado por el tinte de la sangre, relucía completa, mortalmente blanco, como una cúpula de marfil. Y parecía extrañamente desaliñado. Advertí que no se había afeitado aquel día; y, sin embargo, ni el más feroz movimiento del barco en las más tempestuosas latitudes por que habíamos atravesado le había hecho fallar jamás, ni una sola mañana, desde que salimos del Canal. Lo cierto debe de ser que un capitán no puede afeitarse en modo alguno cuando su barco está encallado. Yo he estado al mando de barcos, pero no lo sé: nunca he probado a afeitarme en la vida.
No se le ocurrió servirme ni servirse él hasta que hube tosido significativamente varias veces. Le hablé, en tono animado, de cuestiones profesionales, y terminé con el siguiente y convencido aserto:
«Lo sacaremos antes de medianoche, señor».
Sonrió débilmente sin alzar la vista, y refunfuñó como para sus adentros:
«Sí, sí; el capitán metió el barco en tierra y nosotros lo sacamos».
Entonces, levantando la cabeza, arremetió malhumoradamente contra el camarero, un joven desgarbado e inquieto con una cara alargada y pálida y dos grandes incisivos centrales.
«¿Por qué está tan amarga esta sopa? Me sorprende que el segundo pueda tragar semejante porquería. Seguro que el cocinero le ha echado unos cazos de agua salada por equivocación».
La acusación era tan ultrajante que el camarero se limitó, por toda respuesta, a bajar los párpados avergonzadamente.
No le pasaba nada a la sopa. Yo repetí. Mi corazón ardía tras las horas de duro trabajo al frente de una tripulación voluntariosa. Me regocijaba el haber manejado pesadas anclas, cables, botes, sin el menor problema; me complacía haber tendido científicamente ancla de leva, ancla de espía y anclote exactamente donde creía que serían más útiles. En aquella ocasión el amargo sabor de la varada no fue para mi boca. Esa experiencia llegó más adelante, y fue sólo entonces cuando comprendí la soledad del hombre de mando[26].
Es el capitán quien mete el barco en tierra; somos nosotros los que lo sacamos.